Cuento – Cultura Quetzal https://culturaquetzal.com Cultura Quetzal Sat, 01 Mar 2025 00:28:11 +0000 es hourly 1 https://wordpress.org/?v=6.7.2 https://i0.wp.com/culturaquetzal.com/wp-content/uploads/2023/12/cropped-logoCQ_2.png?fit=32%2C32&ssl=1 Cuento – Cultura Quetzal https://culturaquetzal.com 32 32 214518998 Los que se marchan de Omelas https://culturaquetzal.com/2025/02/28/los-que-se-marchan-de-omelas/ https://culturaquetzal.com/2025/02/28/los-que-se-marchan-de-omelas/#respond Fri, 28 Feb 2025 07:10:14 +0000 https://culturaquetzal.com/?p=1352 Por: Ursula K. Le Guin

Con un estruendo de campanas que hizo alzar el vuelo a las golondrinas, la Fiesta del Verano penetró en la deslumbrante ciudad de Omelas, cuyas torres dominan el mar. En el puerto, los gallardetes ponían notas multicolores en los aparejos de los buques. En las calles, entre las casas de tejados rojos y paredes encaladas, entre los tupidos jardines y en las avenidas flanqueadas de árboles, ante los enormes parques y los edificios públicos, avanzaban las procesiones. Algunas eran solemnes: ancianos vestidos con ropas grises y malvas, maestros artesanos de rostros graves, mujeres sonrientes pero dignas, llevando en brazos a sus chiquillos y charlando mientras avanzaban. En otras calles, el ritmo de la música era más rápido, un estruendo de tambores y de platillos; y la gente bailaba, toda la procesión no era más que un enorme baile. Los chiquillos saltaban por todos lados, y sus agudos gritos se elevaban como el vuelo de las golondrinas por encima de la música y de los cantos. Todas las procesiones avanzaban ascendiendo hacia la parte norte de la ciudad, hacia la gran pradera llamada Campos Verdes, donde chicos y chicas, desnudos bajo el Sol, con los pies, las piernas y los ágiles brazos cubiertos de barro, ejercitaban a sus caballos antes de la carrera. Los caballos no llevaban ningún arreo, excepto un cabestro sin freno. Sus crines estaban adornadas con lazos de color plateado, verde y oro. Dilataban sus ollares, piafaban y se pavoneaban; se mostraban muy excitados, ya que el caballo es el único animal que ha hecho suyas nuestras ceremonias. En la lejanía, al norte y al oeste, se elevaban las montañas, rodeando a medias Omelas con su inmenso abrazo. El aire matutino era tan puro que la nieve que coronaba aún las Dieciocho Montañas brillaba con un fuego blanco y oro bajo la luz del Sol, ornada por el profundo azul del cielo. Había exactamente el viento preciso para hacer ondear y chasquear de tanto en tanto las banderas que limitaban el terreno donde iba a desarrollarse la carrera. En el silencio de los amplios prados verdes podía oírse cómo la música serpenteaba por las calles de la ciudad, primero lejana, luego más y más próxima, avanzando siempre, un agradable presente difundiéndose en el aire, que a veces reverberaba y se condensaba para estallar en un inmenso y alegre repicar de campanas.

¡Alegre! ¿Cómo es posible hablar de alegría? ¿Cómo describir a los ciudadanos de Omelas?

No eran gentes simples, aunque fueran felices. Pero las pala bras que expresan la alegría ya no suenan muy a menudo. Todas las sonrisas se han vuelto algo arcaico. Con una descripción así, uno tiende a hacer ciertas conjeturas. Con una descripción como ésta, uno espera ver al rey montado en un espléndido arañón y rodeado de sus nobles caballeros, o quizá en una litera de oro transportada por musculosos esclavos. Pero en Omelas no había rey. No se utilizaban las espadas, y tampoco había esclavos. No eran bárbaros. No conozco las reglas y las leyes de su sociedad, pero estoy segura que éstas eran poco numerosas. Y como vivían sin monarquía y sin esclavitud, tampoco tenían Bolsa, ni publicidad, ni policía secreta, ni bombas. Y sin embargo, no eran gentes sencillas, nada de dulces pastores, ni nobles salvajes, ni cándidos utópicos. No eran menos complejos que nosotros. Lo malo es que nosotros poseemos la mala costumbre, animada por los pedantes y los sofistas, de considerar la felicidad como algo más bien estúpido. Sólo el sufrimiento es intelectual, sólo el mal es interesante. Esta es la traición del artista: su negativa a admitir la banalidad del mal y el terrible aburrimiento del dolor. Si no les puedes vencer, únete a ellos. Si te duele, vuelve a comenzar. Pero aceptar la desesperación es condenar la alegría; adoptar la violencia es perder el dominio de todo lo demás. Y casi lo hemos perdido todo; ya no podemos describir a un hombre feliz, ni celebrar la menor alegría. ¿Podría hablarles yo, en algunas palabras, de los habitantes de Omelas? No eran en absoluto niños ingenuos y felices… aunque, de hecho, sus niños eran felices. Eran adultos maduros, inteligentes y apasionados, cuya vida no era en ningún sentido miserable. ¡Oh, milagro! Pero me gustaría poder ofrecer una mejor descripción. Me gustaría poder convencerles. Omelas resuena en mi boca como una ciudad de cuento de hadas; suena a érase una vez, hace tanto tiempo, en un lejano país… Quizá sería mejor forzarles a imaginarla por ustedes mismos, aunque no estoy segura del resultado, ya que seguramente no podré satisfacerles a todos. Por ejemplo: ¿cuál era su tecnología? No había coches en sus calles ni helicópteros volando sobre la ciudad; y esto provenía del hecho que los habitantes de Omelas son gentes felices. La felicidad se funda en un justo discernimiento entre lo que es necesario, lo que no es ni necesario ni nocivo, y lo que es nocivo. Si se considera la segunda categoría —la de lo que no es ni necesario ni nocivo; la del confort, el lujo, la exuberancia, etcétera—, podían tener perfectamente calefacción central, ferrocarril subterráneo, lavadoras, y toda esa clase de maravillosos aparatos que aquí aún no hemos inventado: lámparas flotantes, otra fuente de energía distinta al petróleo, un remedio contra el resfriado. Quizá no tuvieran nada de todo eso: es algo que no tiene la menor importancia. Ustedes mismos. Yo me inclino a creer que los habitantes de las ciudades vecinas llegaron a Omelas, durante los días que precedieron a la Fiesta, en pequeños trenes rápidos y en tranvías de dos pisos, y que la estación de Omelas es el edificio más hermoso de la ciudad, aunque su arquitectura sea más sencilla que la del magnífico Mercado de Agricultores. Pero pese a esos trenes, me temo que Omelas no les parezca una ciudad agradable. Sonrisas, campanas, paradas, caballos…, ¡bah! Entonces, añádanle una orgía. Si les parece útil añadirle una orgía, no vacilen. Sin embargo, no nos dejemos arrastrar hasta instalar en ella templos de donde surgen magníficos sacerdotes y sacerdotisas enteramente desnudos, ya casi en éxtasis y dispuestos a copular con cualquiera, hombre o mujer, amante o extranjero, deseando la unión con la divinidad de la sangre, aunque esta fuera mi primera idea. Pero, realmente, será mejor no tener templos en Omelas… al menos no templos materiales. Religión sí, clero no. Esas hermosas personas desnudas pueden sin duda contentarse con pasear por la ciudad, ofreciéndose como soplos divinos al apetito de los hambrientos y al placer de la carne. Dejémosles unirse a las procesiones. Dejemos que los tambores resuenen por encima de las parejas copulando, dejemos los platillos proclamar la gloria del deseo, y que (y este no es un extremo que haya que olvidar) los hijos nacidos de tales deliciosos rituales sean amados y educados por toda la comunidad. Una cosa que sé que no existe en Omelas es el crimen. ¿Pero podría ser de otro modo? Al principio pensaba que no existían las drogas, pero esta es una actitud puritana. Para aquellos que lo desean, el insistente y difuso dulzor del drooz puede perfumar las calles de la ciudad. El drooz no produce adicción. Otorga primero al cuerpo y a la mente una gran claridad y una increíble ligereza de miembros, y luego, tras algunas horas, una ensoñadora languidez, y finalmente maravillosas visiones sobre los secretos más íntimos y recónditos del Universo, al tiempo que excita los placeres del sexo más allá de toda imaginación. Para aquellos que tienen gustos más modestos, imagino que debe existir la cerveza. ¿Qué otra cosa puede hallarse en la radiante ciudad? El sentido de la victoria, por supuesto, la celebración del valor. Pero, puesto que no tenemos clérigos, no tengamos tampoco soldados. La alegría que nace de una victoria carnicera no es una alegría sana; no le convendría aquí; está llena de horror y no posee ningún interés. Un placer generoso e ilimitado, un triunfo magnánimo experimentado no contra algún enemigo exterior, sino en comunión con lo más justo y más hermoso que hay en la mente de todos los hombres, y con el esplendor del verano dominando el Mundo: eso es lo que hincha el corazón de los habitantes de Omelas, y la victoria que celebran es la victoria de la vida. Realmente, creo que no hay muchos que sientan la necesidad de tomar drooz.

La mayor parte de las procesiones han alcanzado ya Campos Verdes. Un maravilloso aroma a comida escapa de las tiendas rojas y azules tras los tenderetes. Los rostros de los niños están llenos de dulce. Unas migajas de un sabroso pastel permanecen prisioneras en la benévola barba gris de un anciano. Los chicos y las chicas han montado en sus caballos y van agrupándose cerca de la línea de salida de la carrera. Una vieja mujer, menuda, gorda y sonriente, distribuye flores de un cesto, y la gente se las mete entre sus brillantes cabellos. Un niño de nueve o diez años permanece sentado al borde de la multitud, solo, tocando una flauta de madera. Las gentes se detienen a escucharle, le sonríen, pero no le dicen nada, ya que él no deja de tocar y ni siquiera les ve, sus ojos obscuros están perdidos en la suave y ondulante magia de la melodía.

De pronto, se detiene y baja las manos que sostienen la flauta de madera.

Como si ese pequeño silencio personal fuera la señal, una trompeta deja oír su vibrante sonido desde la tienda que se halla junto a la línea de partida: imperiosa, melancólica, penetrante. Los caballos patalean y se agitan. Tranquilizadoramente, los jóvenes jinetes acarician el cuello de su montura y murmuran palabras halagadoras: «Tranquilo, tranquilo, vas a ganar, estoy seguro…». Comienzan a formar una hilera a lo largo de la línea de partida. La multitud que bordea el campo de carreras da la impresión de una pradera de hierba y flores agitada por el viento. La Fiesta del Verano acaba de comenzar.

¿Creen ustedes todo esto? ¿Aceptan la realidad de esta celebración, de esta ciudad, de esta alegría? ¿No? Entonces déjenme describirles algo más.

En el subsuelo de uno de los magníficos edificios públicos de Omelas, o quizá en los sótanos de una de esas espaciosas mansiones privadas, hay un cuarto. Su puerta está cerrada con llave, y no tiene ninguna ventana. Un poco de polvorienta luz se filtra en su interior por los intersticios de las planchas de otra ventana recubierta de telarañas en algún lugar al otro lado de la puerta. En un rincón del pequeño cuarto hay dos escobas hechas con ramas duras, llenas de mugre, de olor repugnante, colocadas cerca de un oxidado cubo. El suelo está sucio, es húmedo al tacto, como suelen serlo generalmente los suelos de los sótanos. El cuarto tiene tres pasos de largo por dos de ancho: apenas una alacena o un cuarto trastero abandonado. Hay un niño sentado en este lugar. Puede que sea un niño o una niña. Parece tener unos seis años, pero de hecho tiene casi diez. Es retrasado mental. Quizá naciera deficiente, o tal vez su imbecilidad sea debida al miedo, a la mala nutrición y a la falta de cuidados. Se rasca la nariz y a veces se manosea los dedos de los pies o el sexo, y permanece sentado, acurrucado en el rincón opuesto al cubo y a las dos escobas. Tiene miedo de las escobas. Las encuentra horribles. Cierra los ojos, pero sabe que las escobas siguen estando allá; y la puerta está cerrada con llave; y nadie vendrá. La puerta permanece siempre cerrada, y nadie viene nunca, excepto algunas veces —el niño no tiene la menor noción del paso del tiempo—, algunas veces en que la puerta chirría horriblemente y se abre, y una persona, o varias personas, aparecen. Una de ellas entra a veces y golpea al niño para que se levante. Las demás no se le acercan nunca, pero miran al interior del cuarto con ojos de horror y de disgusto. El cuenco de la comida y la jarra son llenados apresuradamente, la puerta vuelve a cerrarse con llave, los ojos desaparecen. Las gentes que permanecen en la puerta no dicen nunca nada, pero el niño, que no siempre ha vivido en aquel cuarto y puede recordar la luz del Sol y la voz de su madre, habla algunas veces.

«Seré bueno —dice—. Por favor, déjenme salir. ¡Seré bueno!».

Ellos no contestan nunca. Antes, por la noche, el niño gritaba pidiendo ayuda y lloraba mucho, pero ahora no hace más que gemir suavemente, «mhmm-haa, mhmmhaa », y habla menos cada vez. Está tan delgado que sus piernas son puros huesos y su vientre una enorme protuberancia; vive con medio cuenco diario de grasa y cereal. Está desnudo. Sus muslos y sus nalgas no son más que una masa de infectas úlceras, y permanece constantemente sentado sobre sus propios excrementos.

Todos saben que está allá, todos los habitantes de Omelas. Algunos comprenden por qué, otros no, pero todos comprenden que su felicidad, la belleza de su ciudad, el afecto de sus relaciones, la salud de sus hijos, la sabiduría de sus sabios, el talento de sus artistas, incluso la abundancia de sus cosechas y la suavidad de su clima dependen completamente de la horrible miseria de aquel niño.

Generalmente esto les es explicado a los niños cuando tienen entre ocho y doce años, cuando se hallan en edad de comprender; y la mayor parte de los que van a ver al niño son jóvenes, aunque hay también adultos que acuden a menudo a verle, algunas veces de nuevo. No importa el modo cómo les haya sido explicado, esos jóvenes espectadores se muestran siempre impresionados y disgustados por lo que ven. Sienten aversión, algo que creían superado. Sienten la cólera, el ultraje, la impotencia, pese a todas las explicaciones. Les gustaría hacer algo por el niño. Pero no hay nada que puedan hacer. Si el niño fuera conducido a la luz del Sol, fuera de aquel abominable lugar, si se le lavara y recibiera comida y cuidados, eso sería algo bueno, desde luego. Pero si se hiciera esto, toda la prosperidad, la belleza y la alegría de Omelas serían destruidas ese mismo día y esa misma hora. Ésas son las condiciones. Cambiar toda la bondad y alegría de Omelas por esa simple y mínima mejora: rechazar la felicidad de miles de personas por la posibilidad de la felicidad de uno solo: esto sería, por supuesto, dejar que la culpa atravesara las murallas.

Las condiciones son estrictas y absolutas; ni siquiera hay que decirle una palabra amable al niño. A menudo los jóvenes entran llorando en sus casas, o inundados de una contenida rabia, cuando han visto al niño y afrontado aquella terrible paradoja. Pueden irla asimilando durante semanas o incluso años. Pero con el tiempo empiezan a darse cuenta que, incluso si el niño fuera liberado, no sacaría mucho provecho de su libertad: un pequeño y vago placer de calor y alimento, por supuesto, pero no mucho más. Está demasiado idiotizado y degradado como para sentir la menor alegría real. Ha vivido durante demasiado tiempo atemorizado para verse alguna vez liberado de él. Sus costumbres son demasiado salvajes para que pueda reaccionar ante un trato humano. De hecho, tras tanto tiempo, se sentiría indudablemente desgraciado sin paredes que le protegieran, sin tinieblas para sus ojos, sin excrementos sobre los que sentarse. Sus lágrimas ante tan cruel injusticia se secan cuando empiezan a percibir y a aceptar la terrible justicia de la realidad. Y sin embargo son sus lágrimas y su cólera, su tentativa de generosidad y el reconocimiento de su impotencia, lo que tal vez constituya la auténtica fuente del esplendor de sus vidas. Entre ellos no existe la felicidad insípida e irresponsable. Saben que ellos mismos, al igual que el niño, no son tampoco libres. Conocen la compasión. Es la existencia del niño, y su conocimiento de tal existencia, lo que hace posible la nobleza de su arquitectura, la fuerza de su música, la grandiosidad de su ciencia. Es a causa de este niño que son tan considerados con sus propios hijos. Saben que si aquel ser tan miserable no estuviera allá, lloriqueando en las tinieblas, el otro, el que toca la flauta, no podría interpretar aquella gozosa música mientras los jóvenes y magníficos jinetes se alinean para la carrera, bajo el Sol de la primera mañana del verano.

¿Creen ahora en ellos? ¿No les parecen mucho más reales? Pero aún queda algo por decir, y esto es casi increíble.

A veces, uno o una de los adolescentes que acuden a ver al niño no regresa a su casa para llorar o rumiar su cólera; de hecho, no regresa nunca a su casa. Algunas veces también, un hombre o una mujer adulto permanece silencioso durante uno o dos días, y luego abandona su hogar. Esas gentes salen a la calle y avanzan, solitarios, a lo largo de ella. Siguen andando y abandonan la ciudad de Omelas. Todos ellos se van solos, chico o chica, hombre o mujer. Cae la noche; el viajero debe atravesar poblados, pasar entre casas de iluminadas ventanas, luego hundirse en las tinieblas de los campos. Solitario, cada uno de ellos va hacia el oeste o hacia el norte, hacia las montañas. Y siguen. Abandonan Omelas, se sumergen en la oscuridad, y no vuelven nunca. Para la mayor parte de nosotros, el lugar hacia el cual se dirigen es aún más increíble que la ciudad de la felicidad. Me es imposible describirlo. Quizá ni siquiera exista. Pero, sin embargo, todos los que se van de Omelas parecen saber muy bien hacia dónde van.

Fin.

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La maquina que ganó la guerra https://culturaquetzal.com/2025/02/09/la-maquina-que-gano-la-guerra/ https://culturaquetzal.com/2025/02/09/la-maquina-que-gano-la-guerra/#respond Sun, 09 Feb 2025 06:07:46 +0000 https://culturaquetzal.com/?p=1339 Por Isaac Asimov

Faltaba mucho aún para que terminara la celebración incluso en las cámaras subterráneas de «Multivac». Se palpaba en el ambiente.

Por lo menos quedaba el aislamiento y el silencio. Era la primera vez en diez años que los técnicos no circulaban apresurados por las entrañas de la computadora gigante, que las luces tenues no parpadeaban sus extraños recorridos, que el chorro de información hacia dentro y hacia fuera se había detenido.

Claro que no sería por mucho tiempo, porque las necesidades de la paz serían apremiantes. Sin embargo, durante un día, o quizá durante una semana, «Multivac» podría celebrar el gran acontecimiento y descansar. Lamar Swift se quitó el gorro militar que llevaba puesto y miró de arriba abajo el largo y vacío corredor principal de la inmensa computadora. Se sentó cansado sobre uno de los taburetes giratorios de los técnicos y su uniforme, con el que nunca se había encontrado cómodo, adquirió un aspecto agobiante y arrugado.

—Aunque de un modo extraño lo echaré todo en falta. Es difícil recordar cuando no estuvimos en guerra con Deneb. Ahora me parece antinatural estar en paz con ellos y contemplar las estrellas sin ansiedad.

Los dos hombres que acompañaban al director ejecutivo de la Federación Solar eran más jóvenes que Swift. Ninguno tenía tantas canas ni parecía tan cansado como él.

John Henderson, con los labios apretados, encontraba dificultad en controlar el alivio que sentía por el triunfo.

—¡Están destruidos! ¡Están destruidos! —dijo sin poder contenerse—. Es lo que no dejaba de decirme una y otra vez y aún no puedo creerlo.

Hablábamos tanto todos, hace tantísimos años, de la amenaza que se cernía sobre la Tierra, sobre sus mundos, y sobre todos los seres humanos que todo era cierto hasta el tiempo, y hasta el último detalle. Ahora estamos vivos y son los de Deneb los destruidos y acabados. Ahora, nunca más serán una amenaza.

—Gracias a «Multivac» —afirmó Swift con una mirada tranquila al imperturbable Jablonsky, que durante toda la guerra había sido el intérprete jefe de aquel oráculo de la ciencia—. ¿No es cierto, Max? Jablonsky se encogió de hombros. Maquinalmente alargó la mano hacia un cigarrillo, pero decidió no encenderlo. Entre los millares que habían vivido en los túneles dentro de «Multivac», sólo él tenía permiso para fumar, pero hacia el final se había esforzado por evitar aprovecharse del privilegio.

—Eso es lo que dicen —comentó. Su pulgar señaló por encima del hombro derecho, hacia arriba.

—¿Celoso, Max?

—¿Porque aclaman a «Multivac»? ¿Porque «Multivac» es la gran heroína de la humanidad en esta guerra? —El rostro seco de Jablonsky adoptó una expresión de aparente desdén—. ¿A mí qué me importa? Si eso les satisface, dejad que «Multivac» sea la máquina que ganó la guerra.

Henderson miró a los otros dos por el rabillo del ojo. En ese breve descanso que los tres habían buscado instintivamente en el rincón tranquilo de una metrópoli enloquecida, en ese entreacto entre los peligros de la guerra y las dificultades de la paz, cuando, por un momento, todos se encontraban acabados, solamente sentía el peso de la culpa.

De pronto fue como si aquel peso fuera difícil de soportar por más tiempo. Había que desprenderse de él, junto con la guerra: pero ¡ya!

—«Multivac» —declaró Henderson— no tiene nada que ver con la victoria. Es solamente una máquina.

—Sí, pero grande —replicó Smith.

—Entonces, solamente una máquina grande no mejor que los datos que la alimentaban. —Por un momento se detuvo, impresionado él mismo por lo que acababa de decir.

Jablonsky le miró, sus dedos gruesos buscaron de nuevo un cigarrillo y otra vez dieron marcha atrás.

—¿Quién mejor que tú para saberlo? Le proporcionaste los datos. ¿O es que quieres quedarte con el mérito tú solo?

—No —contestó Henderson, —furioso—, no hay méritos. ¿Qué sabes tú de los datos que utilizaba «Multivac», predigeridos por cien computadoras subsidiarias de la Tierra, de la Luna y de Marte, incluso de Titán? Con Titán siempre retrasado dando la impresión de que sus cifras introducirían una desviación inesperada.

—Haría enloquecer a cualquiera —dijo Swift con sincera simpatía. Henderson sacudió la cabeza:

—No era sólo eso. Admito que hace ocho años, cuando reemplacé a Lepont como jefe de Programación, me sentí nervioso. En aquellos días todas esas cosas eran excitantes. La guerra era aún algo lejano, una aventura sin peligro real. No habíamos llegado al punto en que fueran las naves dirigidas las que se hicieran cargo y en que los ingenios interestelares pudieran tragarse a un planeta completo si se les lanzaba correctamente.

Pero cuando empezaron las verdaderas dificultades… —Rabioso, pues al fin podía permitirse ese lujo, masculló—: De eso no sabéis nada.

—Bien —contemporizó Swift—, cuéntanoslo. La guerra ha terminado.

Hemos ganado.

—Sí —asintió Henderson. Tenía que recordar que la Tierra había ganado y todo había salido bien—. Pues los datos resultaron inútiles.

—¿Inútiles?

—¿Quieres decir literalmente inútiles? —preguntó Jablonsky.

—Literalmente inútiles. ¿Qué podías esperar? El problema con vosotros dos era que estabais en medio de todo. Nunca salisteis de «Multivac», ni tú ni Max. El señor director no dejó nunca la Mansión salvo para hacer visitas de estado donde veía exactamente lo que querían que viera.

—Pero yo no estaba ciego —cortó Swift—, como quieres dar a entender.

—¿Sabe hasta qué extremo los datos concernientes a nuestra capacidad de producción, a nuestro potencial de medios, a nuestra mano de obra especializada, a todo lo importante para el esfuerzo bélico no eran de fiar, ni se podía contar con ellos durante la última mitad de la guerra? Los jefes de grupo tanto civiles como militares no tenían otra obsesión que proyectar su buena imagen, por decirlo así, oscureciendo lo malo y ampliando lo bueno.

Fuera lo que fuera lo que pudieran hacer las máquinas, los hombres que las programaban y los que interpretaban los resultados sólo pensaban en su propia piel y en los competidores que había que eliminar. No había modo de parar eso. Lo intenté y fracasé.

—Naturalmente —le consoló Swift—. Comprendo que lo hicieras.

Esta vez Jablonsky decidió encender el cigarrillo:

—Pero yo imagino que tú proporcionaste datos a «Multivac» al programarlo. No nos hablaste para nada de ineficacia.

—¿Cómo podía decirlo? Y si lo hubiera hecho, ¿cómo podían creerme? —preguntó Henderson desesperado—. Nuestro esfuerzo de guerra estaba acoplado a «Multivac». Era un arma tremenda porque los denebianos no tenían nada parecido. ¿Qué otra cosa mantenía en alto nuestra moral sino la seguridad de que «Multivac» predeciría y desviaría cualquier movimiento denebiano y dirigiría nuestros movimientos? Después de que nuestro ingenio espía instalado en el hiperespacio fue destruido carecíamos de datos fiables sobre los denebianos para alimentar a «Multivac» y no nos atrevimos a publicarlo.

—Cierto —dijo Swift.

—Bien —prosiguió Henderson—. Pero si le hubiera dicho que los datos no eran de fiar, ¿qué hubiera podido hacer sino remplazarme y no creerme? No lo podía permitir.

—¿Qué hiciste? —quiso saber Jablonsky.

—Puesto que la guerra se ha ganado, os diré lo que hice. Corregí los datos.

—¿Cómo? —preguntó Swift.

—Intuitivamente, supongo. Les fui dando vueltas hasta que me parecieron correctos. Al principio casi no me atrevía. Cambiaba un poco aquí, otro poco allí para corregir lo que eran imposibilidades obvias. Al ver que el cielo no se nos caía encima, me sentí más valiente. Al final apenas me preocupaba. Me limitaba a escribir los datos precisos a medida que se necesitaban. Incluso hice que el anexo de «Multivac» me preparara datos según un plan de programación privada que inventé a ese propósito.

—¿Cifras al azar? —preguntó Jablonsky.

—En absoluto. Introduje el número de desviaciones necesarias.

Jablonsky sonrió. Sus ojillos oscuros brillaron tras sus párpados arrugados.

—Por tres veces me llegó un informe sobre utilización no autorizada del anexo, y le dejé pasar todas las veces. Si hubiera importado le habría seguido la pista descubriéndote, John, y averiguando así lo que estabas haciendo. Pero, naturalmente, nada sobre «Multivac» importaba en aquellos días, así que te saliste con la tuya.

—¿Qué quiere decir que no importaba nada? —insistió Henderson, suspicaz.

—Nada importaba nada. Supongo que si te lo hubiera dicho entonces te habría ahorrado tus angustias, pero también si tú te hubieras confiado a mí, me habrías ahorrado las mías. ¿Qué te hizo pensar que «Multivac» funcionaba bien, por muy furiosos que fueran los datos con que la alimentabas?

—¿Que no funcionaba bien? —exclamó Swift.

—No del todo. No para fiarse. Al fin y al cabo, ¿dónde estaban mis técnicos en los últimos años de la guerra? Te lo diré, alimentaban computadoras de mil diferentes aparatos especiales. ¡Se habían ido! Tuve que arreglarme con chiquillos en los que no podía confiar y veteranos anticuados. Además, ¿creen que podía fiarme de los componentes en estado sólido que salían de Criogenética en los últimos años? Criogenética no estaba mejor servido de personal que yo. Para mí, no tenía la menor importancia que los datos que estaban siendo suministrados a «Multivac» fueran o no fiables. Los resultados no lo eran. Yo lo sabía.

—¿Qué hiciste? —preguntó Henderson.

—Hice lo que tú, John. Introduje datos falsos. Ajusté las cosas de acuerdo con la intuición… y así fue como la máquina ganó la guerra.

Swift se recostó en su sillón y estiró las piernas.

—¡Vaya revelaciones! Ahora resulta que el material que se me entregaba para guiarme en mi capacidad de «tomar decisiones» era una interpretación humana de datos preparados por el hombre. ¿No es verdad?

—Eso parece —afirmó Jablonsky.

—Ahora me doy cuenta de que obré correctamente al no confiar en ellos —declaró Swift.

—¿No lo hiciste? —insistió Jablonsky que, pese a lo que acababa de oír consiguió parecer profesionalmente insultado.

—Me temo que no. A lo mejor «Multivac» me decía: «Ataque aquí, no ahí»; «haga esto, no aquello»; «espere, no actúe». Pero nunca podía estar seguro de si lo que «Multivac» parecía decirme, me lo decía realmente; o si lo que realmente decía, lo decía en serio. Nunca podía estar seguro.

—Pero el informe final estaba siempre muy claro, señor —objetó Jablonsky.

—Quizá lo estaría para los que no tenían que tomar una decisión. No para mí. El horror de la responsabilidad de tales decisiones me resultaba intolerable y ni siquiera «Multivac» bastaba para quitarme ese peso de encima. Pero lo importante era que estaba justificado en mis dudas y encuentro un tremendo alivio en ello.

Envuelto en la conspiración de su mutua confesión, Jablonsky dejó de lado todo protocolo:

—Pues, ¿qué hiciste, Lamar? Después de todo había que tomar decisiones.

—Bueno, creo que ya es hora de regresar pero… os diré primero lo que hice. ¿Por qué no? Utilicé una computadora, Max, pero una más vieja que «Multivac», mucho más vieja.

Se metió la mano en el bolsillo en busca de cigarrillos y sacó un paquete y un puñado de monedas, antiguas monedas con fecha de los primeros años antes de que la escasez del metal hubiera hecho nacer un sistema crediticio sujeto a un complejo de computadora. Swift sonrió con socarronería:

—Las necesito para hacer que el dinero me parezca sustancial. Para un viejo resulta difícil abandonar los hábitos de la juventud.

Se puso un cigarrillo entre los labios y fue dejando caer las monedas, una a una, en el bolsillo. La última la sostuvo entre los dedos, mirándola sin verla.

—«Multivac» no es la primera computadora, amigos, ni la más conocida ni la que puede, eficientemente, levantar el peso de la decisión de los hombros del ejecutivo. Una máquina ganó; en efecto, la guerra, John; por lo menos un aparato computador muy simple lo hizo; uno que utilicé todas las veces que tenía que tomar una decisión difícil.

Con una leve sonrisa lanzó la moneda que sostenía. Brilló en el aire al girar y volver a caer en la mano tendida de Swift. Cerró la mano izquierda y la puso sobre el dorso. La mano derecha permaneció inmóvil, ocultando la moneda.

—¿Cara o cruz, caballeros? —dijo Swift.

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La extraña casa en la Niebla https://culturaquetzal.com/2025/01/18/la-extrana-casa-en-la-niebla/ https://culturaquetzal.com/2025/01/18/la-extrana-casa-en-la-niebla/#respond Sat, 18 Jan 2025 08:35:37 +0000 https://culturaquetzal.com/?p=1333 Por: H. P. Lovecraft

De mañana, la niebla asciende del mar por los acantilados de mas allá de Kingsport. Sube, blanca y algodonosa, al encuentro de sus hermanas las nubes, henchidas de sueños de húmedos pastos y cavernas de leviatanes. Y más tarde, en sosegadas lluvias estivales que mojan los empinados tejados de los poetas, las nubes esparcen esos sueños a fin de que los hombres no vivan sin el rumor de los viejos y extraños secretos y maravillas que los planetas cuentan a los planetas durante la noche. Cuando los relatos acuden en tropel a las grutas de los tritones, y las caracolas de las ciudades invadidas por las algas emiten aires insensatos aprendidos de los Dioses Anteriores, entonces las grandes brumas ansiosas se espesan en el cielo cargado de saber, y los ojos que miran el océano desde lo alto de las rocas tan sólo ven una mística blancura, como si el borde del acantilado fuese el límite de toda la tierra, y las campanas solemnes de las boyas tañesen libremente en el éter irreal.

Ahora bien, al norte del arcaico Kingsport, los riscos se elevan con arrogancia, altos y curiosos, terraza sobre terraza, hasta que el más septentrional de todos se recorta en el cielo como una nube gris y helada por el viento. Desolada, sobresale una punta en el espacio ilimitado, ya que la costa tuerce bruscamente allí donde desemboca el gran Miskatonic, después de dejar atrás Arkham, trayendo leyendas de los bosques y recuerdos singulares de las colinas de Nueva Inglaterra.

Las gentes marineras de Kingsport miran hacia ese acantilado como miran otros hacia la estrella polar y computan las guardias de la noche según éste oculta o permite ver la Osa Mayor, Casiopea y el Dragón.

Para ellos, forma parte del firmamento, y, en verdad, también desaparece cuando la niebla oculta las estrellas o el sol. Sienten cariño por algunos acantilados, como ese al que llaman el Padre Neptuno por su grotesco perfil, o ese otro de peldaños gigantescos al que llaman “La Calzada”; pero éste último les produce temor, porque está muy próximo al cielo. Los marineros portugueses que llegan de viaje se santiguan al verlo, y los viejos yanquis creen que escalarlo, en caso de que fuera posible hacerlo, sería un asunto mucho más grave que la muerte. Sin embargo, hay una casa antigua en ese acantilado, y por la noche se ven luces en sus ventanas de cristales pequeños.

Esa antigua casa está allí desde siempre, y dicen las gentes que habita Uno que habla con las brumas matinales que suben del mar y que quizá ve cosas singulares en el océano cuando el borde del acantilado se convierte en el confín de la tierra y las boyas solemnes tañen libremente en el blanco éter de lo irreal. Eso dicen que han oído contar, pues jamás han visitado ese despeñadero prohibido, ni les gusta dirigir hacia allí sus catalejos. Los veraneantes la han examinado con sus gemelos descarados, pero no han visto otra cosa que el tejado, primordial, puntiagudo, de ripia, con aleros que llegan casi hasta los grises cimientos, y la luz amarillenta de sus pequeñas ventanas, cuando asoma por debajo de esos aleros al oscurecer. Estos visitantes veraniegos no creen que el habitante de la antigua casa esté en ella desde hace siglos; pero no pueden probar semejante herejía a ningún auténtico vecino de Kingsport. Hasta el Anciano Terrible que habla con péndulos de plomo encerrados en botellas, compra comida con viejo oro español, y guarda ídolos de piedra en el patio de su casa antediluviana de Water Street, no puede sino decir que ya vivía allí cuando su abuelo era niño, lo que debió ocurrir hace un montón de años, cuando Belcher o Shirley o Pownall o Bernard era gobernador de la provincia de Massachusetts-Bay al servicio de Su Majestad.

Luego, en verano, llegó a Kingspot un filósofo. Se llamaba Thomas Olney, y enseñaba cosas tediosas en una facultad cercana a Narragansett. Llegó con una esposa robusta y unos hijos retozones, y sus ojos estaban cansados de ver las mismas cosas durante muchos años y de pensar los mismos disciplinados pensamientos. Miró las brumas desde la diadema del Padre Neptuno, y trató de adentrarse en el mundo blanco y misterioso por los titánicos escalones de la Calzada. Mañana tras mañana subía a tumbarse a los acantilados y contemplar, desde el borde del mundo, el éter misterioso que se extendía más allá, escuchando las campanas espectrales y los gritos insensatos de lo que quizá fueran gaviotas. Luego, cuando levantaba la niebla y el mar recobraba su aire prosaico con el humo de los barcos, suspiraba y bajaba al pueblo, donde le encantaba recorrer los estrechos y antiguos callejones que subían y bajaban por la colina y estudiar los ruinosos hastiales y los portales de extraños pilares que habían cobijado a tantas generaciones de robustos marineros. Incluso habló con el Viejo Terrible, a quien desagradaban los forasteros, y éste le invitó a su casa arcaica y temible, cuyos techos bajos y carcomidos enmaderados escuchan los ecos de inquietantes soliloquios en la oscuridad de las primeras horas de la madrugada.

Naturalmente, fue inevitable que Olney reparase en la casa solitaria y gris del cielo, situada en lo alto de aquel siniestro despeñadero formando un todo común con las brumas y el firmamento.

Siempre se alzó sobre Kingsport, y siempre corrió el rumor de su misterio por los callejones tortuosos de Kingsport. El Viejo Terrible le contó a Olney, entre jadeos, una historia que había oído a su padre sobre un rayo que brotó una noche de aquella casa puntiaguda, y se perdió en las nubes más altas del cielo; y la abuela Orme, cuya minúscula casa de Ship Street tiene su techumbre holandesa toda cubierta de musgo y de hiedra, le refirió con voz chillona algo que su abuela había oído contar sobre unas sombras voladoras que salían de las brumas orientales y se dirigían a la única puerta de esa inalcanzable morada, la cual se abre al borde mismo del barranco que desciende hasta el océano y sólo puede verse desde los barcos que cruzan por el mar.

Finalmente, ávido de experiencias nuevas y extrañas, y sin que le contuvieran ni el temor de los vecinos de Kingsport ni la usual indolencia de los veraneantes, tomó Olney una resolución terrible. A pesar de su formación conservadora – o a causa de ella, que las vidas rutinarias albergan anhelos ansiosos de lo desconocido – hizo solemne juramento de escalar aquel acantilado del norte y visitar la casa anormalmente antigua y gris del cielo. Sin duda, su yo racional debió de persuadirle de que sus moradores entraban por la parte de tierra, a través de alguna cresta accesible próxima al estuario del Miskatonic.

Probablemente bajaban a comerciar a Arkham, conscientes de lo poco que les gustaba la casa a los Kingsport, o incapaces quizá de descender por la parte del acantilado que daba a Kingsport. Olney recorrió los riscos más accesibles, hasta el pie del gran precipicio que subía a unirse insolente con las cosas celestes, y comprobó de manera patente que ningún ser humano podía escalarlo ni descender por la ladera sur.

Al este y al norte se elevaba perpendicularmente también, desde el agua hasta una altura de miles de pies, de forma que sólo quedaba la vertiente norte, la cual miraba hacia tierra y hacia Arkham.

Una mañana de agosto salió Olney en busca de algún sendero que subiera hasta el inaccesible pináculo. Marchó en dirección noroeste por agradables caminos secundarios, pasó por la charca de Hooper y el viejo polvorín de ladrillo gris, hasta llegar allá donde los pastizales coronan la cresta que se asoma sobre el Miskatonic y dominan un precioso panorama de blancos campanarios georgianos de Arkham que se alzan leguas más allá, al otro lado del río y de los prados. Aquí encontró un dudoso camino en dirección a Arkham, aunque no vio ninguno en la del mar, como quería. Los bosques y los prados se apretujaban en la ribera alta de la desembocadura del río, donde no se veía signo alguno de presencia humana, ni siquiera una tapia de piedra, ni una vaca extraviada, sino sólo yerba alta, árboles gigantescos y marañas de zarzas que quizá vieron los primeros indios.

A medida que subía lentamente por el este, cada vez más alto, por encima del estuario que quedaba a la izquierda, y cada vez más cerca del mar, el camino se iba haciendo más difícil; hasta que se preguntó cómo se las arreglaban los moradores de aquel desagradable lugar para llegar al mundo exterior, y si bajarían a menudo al mercado de Arkham.

Luego fueron escaseando los árboles y muy por debajo de él, a su derecha, vio las lejanas colinas y los antiguos tejados y campanarios de Kingsport. Incluso Central Hill era una elevación enana vista desde esta altura, y apenas se distinguía el antiguo cementerio situado junto al Hospital Congregacionalista, bajo el cual se decía que había terribles cavernas o pasadizos. Ante sí tenía una extensión de yerba rala y matas de arándanos; más allá estaba la roca pelada del despeñadero y el delgado pico donde se encaramaba la temible casa gris. La cresta se estrechó ahora, y Olney sintió vértigo en la soledad del cielo, con el espantoso precipicio al sur, por encima de Kingsport, y la caída vertical de casi una milla, hasta la desembocadura del río, al norte. De repente descubrió ante sí una zanja de unos diez pies de profundidad, de forma que tuvo que colgarse de las manos en su interior, dejarse caer por su suelo inclinado y después arrastrarse peligrosamente, pendiente arriba, hacia un desfiladero natural que había en la pared opuesta. ¡Este era, pues, el camino que los habitantes de la inusitada casa recorrían entre la tierra y el cielo!

Cuando salió de la zanja se estaba formando una bruma matinal, pero vio claramente la casa impía y orgullosa allá adelante; sus paredes eran grises como la roca, y su elevado pico se alzaba osadamente contra la blancura lechosa de los vapores marinos. Y descubrió que no había puerta en la fachada que miraba hacia tierra, sino sólo un par de ventanucos sucios y enrejados, de cristales redondos, según la moda del siglo XVIII. A todo su alrededor no había más que nubes y caos, y no se distinguía nada por debajo de la blancura del espacio ilimitado.

Estaba solo en el cielo, con esta casa extraña e inquietante; y al rodearla precavidamente, en dirección hacia la parte delantera, y ver que no se podía llegar a su única puerta salvo por el éter vacío, sintió un claro terror que la altura no acababa de explicar enteramente. Y era muy extraño que todavía existieran tablas carcomidas que formaban la techumbre, y que los desechos ladrillos formaran aún la chimenea.

Cuando espesó la niebla, Olney reptó de una ventana a otra, por las fachadas norte, oeste y sur, tratando de abrirlas, pero todas estaban cerradas. Se sintió vagamente aliviado al comprobarlo, porque cuanto más miraba la casa, menos deseos tenía de entrar. Entonces, un ruido le hizo detenerse. Oyó un chirrido de cerradura, el ruido de un cerrojo al descorrerse y un gemido largo como si abriesen lentamente una pesada puerta. Sonó en la parte que daba al océano, la que él no podía ver, donde la estrecha puerta se abría al vacío, en el cielo brumoso, a miles de pies por encima de las olas.

A continuación sonaron unas pisadas graves, pausadas, en el interior de la casa, y Olney oyó que abrían las ventanas; primero las que daban al norte, que era el lado opuesto adonde estaba él ahora; después, las del oeste, al otro lado de la esquina. A continuación abrían las del sur, bajo los grandes aleros del lado donde él se encontraba; y hay que decir que se sentía más que incómodo, pensando que tenía la detestable casa a un lado, y al otro el vacío. Cuando le llegó el ruido de las ventanas más próximas, se deslizó otra vez hacia la fachada de poniente, aplastándose contra el muro junto a las que ahora estaban abiertas. Era evidente que el propietario había llegado a casa; pero no había llegado por tierra, ni en globo, ni en ninguna aeronave imaginable. Volvieron a sonar pasos, y Olney se escurrió a la cara norte; pero antes de haber conseguido ocultarse una voz le llamó suavemente, y comprendió que debía enfrentarse con su anfitrión.

Asomado a la ventana oeste vio un rostro con una gran barba negra y ojos fosforescentes que reflejaban la huella de visiones inauditas. Pero su voz era afable y tenía una calidad singularmente antigua, de forma que Olney no sintió temor alguno cuando una mano morena le ayudó a subir el alféizar y asaltar al interior de la baja habitación revestida de oscuro roble y con mobiliario estilo tudor. El hombre vestía ropas antiguas, y le envolvía un halo indefinible de sabiduría marinera y ensueños sobre altos galeones. Olney no recuerda muchos de los prodigios que le contó, ni siquiera quién era; pero dice que era extraño y afable, y poseía la magia de insondables vacíos de tiempo y de espacio. La pequeña habitación parecía verde, a causa de la luz acuosa que la iluminaba, y Olney vio que las ventanas distantes que daban al este no estaban abiertas, sino cerradas al brumoso éter con cristales gruesos como fondos de viejas botellas.

El barbado anfitrión parecía joven, aunque miraba con ojos impregnados de antiguos misterios; y por los relatos de hechos antiguos y prodigiosos que contaba, podía inferirse que tenían razón las gentes del pueblo al decir que comulgaba con las brumas del mar y las nubes del cielo antes de que hubiese un pueblo que contemplara su taciturna mirada desde la llanura de abajo. Y transcurrió el día, y Olney seguía escuchando el rumor de los viejos tiempos y lugares; y oyó cómo los reyes de la Atlántida lucharon contra viscosas blasfemias que salían retorciéndose de las grietas del fondo oceánico, y cómo los barcos extraviados podían ver a medianoche el templo hipóslito de Poseidón, y cómo comprendían al verlo que se habían extraviado para siempre. El anfitrión rememoró los tiempos de los Titanes, pero se mostró reservado al hablar de la era oscura y primera, del caos que precedió a los dioses e incluso al nacimiento de los Anteriores, cuando los otros dioses iban a danzar a la cima del Hatheg-Kla, situado en el desierto pedregoso próximo a Ulthar, más allá del río Skai.

Al llegar a este punto llamaron a la puerta, a aquella antigua puerta de roble tachonada de clavos frente a la cual sólo existía un abismo de nube blanca. Olney alzó la mirada con temor, pero el hombre barbado le hizo una seña para que permaneciese en silencio, acudió a la puerta de puntillas y se asomó por una mirilla muy pequeña. No le agradó lo que vio, de modo que se llevó un dedo a la boca, y corrió con sigilo a cerrar las ventanas antes de regresar a su antigua butaca junto a su invitado. Entonces Olney vio recortarse sucesivamente contra los rectángulos traslúcidos de cada una de las pequeñas ventanas, conforme el visitante daba vuelta en torno a la casa antes de marcharse, una silueta negra y extraña, y se alegró de que su anfitrión no contestara a esas llamadas. Porque hay extraños seres en el gran abismo, y el buscador de sueños debe tener cuidado de no despertar ni encontrar a los que no le conviene.

Después empezaron a congregarse las sombras: primero, unas sombras pequeñas, furtivas, bajo la mesa; luego, las más atrevidas, por los rincones recubiertos de madera. Y el hombre barbado hizo enigmáticos gestos de oración, y encendió altas velas hincadas en extraños candelabros de latón. De cuando en cuando miraba hacia la puerta como si esperase a alguien; finalmente, unos golpecitos singulares parecieron contestar a su mirada, sin duda reproduciendo algún código secreto y antiguo. Esta vez ni siquiera se asomó por la mirilla, sino que quitó el gran barrote de roble y descorrió el cerrojo, abriendo la pesada puerta de par en par a las estrellas y la niebla.

Y entonces, al son de oscuras armonías, entraron flotando en la estancia todos los sueños y recuerdos de los Dioses Poderosos de la tierra. Y unas llamas doradas jugaron con cabelleras de algas, y Olney les rindió homenaje deslumbrado. Allí estaba Neptuno con su tridente, y los bulliciosos tritones, y las fantásticas nereidas, y a lomos de delfines iba una enorme concha dentada en la que viajaba la figura pavorosa y gris de Nodens, Señor del Gran Abismo. Y las caracolas de los tritones emitían espectrales mugidos y las nereidas producían extraños ruidos golpeando grotescas conchas resonantes de desconocidos moradores de las negras cavernas marinas. A continuación, el venerable Nodens tendió una mano arrugada y ayudó a Olney y a su anfitrión a subir a su concha gigantesca, al tiempo que las conchas y los gongos prorrumpían en un clamor tremendo y espantoso. Y el fabuloso cortejo salió al éter ilimitado, y los gritos y el estrépito se perdieron en los ecos de los truenos.

Toda la noche estuvieron los de Kingsport observando el altísimo acantilado, cuando la tormenta y las brumas se abrían transitoriamente; y cuando, hacia las primeras horas de la madrugada, se apagaron las luces débiles de las ventanas, hablaron en voz baja de temores y desastres. Y los hijos y la robusta esposa de Olney rezaron al dios amable de los anabaptistas, y confiaron en que el viajero pidiera prestados paraguas y chanclos, si no cesaba la lluvia por la mañana.

Luego surgió goteante el amanecer envuelto en brumas marinas, y las boyas tañeron solemnes en los vórtices del blanco éter. Y a mediodía, los cuerpos mágicos de unos duendes sonaron por encima del océano mientras Olney descendía de los acantilados al antiguo Kingsport, seco, con los pies ligeros y una expresión lejana en los ojos. No pudo recordar qué había soñado en la casa del anónimo ermitaño, encaramada en el cielo, ni explicar cómo había bajado por aquel despeñadero que no habían podido recorrer otros pies…Ni fue capaz de hablar con nadie de estas cosas, excepto con el Anciano Terrible, quien después murmuró extrañas cosas para su larga y blanca barba, y juró que el hombre que había descendido de aquel despeñadero no era el mismo que había subido, y que en algún lugar, bajo aquel tejado gris y puntiagudo, o en medio de aquella siniestra niebla blanca, se había quedado extraviado el espíritu del que fuera Thomas Olney.

Y desde aquel momento, a lo largo de lentos, oscuros años de monotonía y hastío, el filósofo trabaja y come y duerme y cumple sin queja sus deberes de ciudadano. Ya no añora la magia de las lejanas colinas, ni suspira por secretos que asoman como verdes arrecifes en un mar insondable. Ya no le produce tristeza la monotonía de sus días, y sus disciplinados pensamientos resultan suficientes para su imaginación. Su buena esposa es más fuerte cada vez, y sus hijos se hacen mayores, y más prosaicos y prácticos; pero él no deja de sonreír con orgullo cuando el momento lo requiere. En su mirada no hay un solo destello de inquietud, y si alguna vez presta atención, tratando de escuchar solemnes campanas o lejanos cuernos de duendes, es sólo de noche, cuando vagan libremente los sueños antiguos. Jamás ha vuelto a visitar Kingsport, porque a su familia le desagradan las casas viejas y raras y dice que tiene un pésimo alcantarillado. Ahora tienen un precioso chalet en las tierras altas de Bristol, donde no hay elevados riscos y los vecinos son corteses y modernos.

Pero en Kingsport corren extraños rumores, y hasta el Viejo Terrible admite algo que su abuelo no contó. Porque ahora, cuando el viento sopla tumultuoso del norte, azotando la casa elevada que se funde con el firmamento, se rompe al fin ese silencio siniestro y ominoso que siempre fue dañino para los campesinos de Kingsport. Y los viejos hablan de voces agradables que oyen cantar allá arriba, y de risas henchidas de una alegría más grande que la alegría de la tierra; y cuentan que al atardecer las pequeñas ventanas se ven más iluminadas que antes. Dicen también que la fiera aurora llega más a menudo al lugar, vistiendo al norte de brillante azul con visiones de helados mundos, mientras el despeñadero y la casa se recortan negros y fantásticos contra singulares centelleos. Y que las brumas del amanecer son más espesas, y que los marineros no están tan seguros de que todos los tañidos que suenan amortiguados en el mar se deban a las boyas solemnes.

Lo peor, sin embargo, es que se han secado los viejos temores en los corazones de los jóvenes de Kingsport, más inclinados cada vez a escuchar por la noche los rumores distantes que les trae el viento del norte. Juran que ningún daño ni dolor puede habitar en esa casa elevada, ya que las nuevas voces llevan alegría y, con ella, un tintineo de risas y música. No saben qué relatos pueden traer las brumas marinas a ese pináculo encantado del norte, pero ansían conocer a alguno de los prodigios que llaman a la puerta que da al vacío, cuando las luces aumentan de espesor. Los patriarcas temen que algún día suban uno a uno a ese pico inaccesible, y averigüen los secretos seculares que se ocultan bajo el puntiagudo tejado que forma parte de las rocas, las estrellas y los antiguos temores de Kingsport. Están convencidos de que esos jóvenes atrevidos podrán regresar; pero piensan que quizá se apague alguna luz en sus ojos, y algún deseo en sus corazones. Y no desean que un Kingsport extraño, con sus empinados callejones y sus hastiales arcaicos, contemple indiferente el paso de los años, mientras crece el coro de risas, voz tras voz, y se haga más fuerte y desenfrenado en ese desconocido y terrible nido de águilas donde las brumas y los sueños de las brumas se demoran en su trayecto del mar a los cielos.

No quieren que las almas de sus jóvenes abandonen los plácidos hogares y las tabernas de techumbre holandesa del viejo Kingsport, ni desean que suenen con fuerza las risas y canciones del elevado y rocoso lugar. Porque así como la voz recién llegada ha traído nuevas brumas del mar y nuevas luces del norte, así, dicen, otras voces traerán más brumas y luces, hasta que tal vez los viejos dioses (cuya existencia insinúan sólo en susurros por temor a que les oiga el sacerdote congregacionalista) salgan de abajo, abandonen la desconocida Kadath del desierto frío, y vengan a morar en ese despeñadero perversamente apropiado, tan próximo a las suaves colinas y valles de las sencillas y apacibles gentes marineras. No quieren que esto suceda, pues la gente sencilla, las cosas que no son de esta tierra son mal recibidas; y además, el Viejo Terrible recuerda a menudo lo que Olney contó sobre la llamada que el morador solitario temía, y la forma negra e inquisitiva que ambos vieron recortarse en la bruma, a través de esas extrañas ventanas traslúcidas en forma de ojo de buey.

Todas estas cosas, sin embargo, sólo las pueden decidir los Dioses anteriores; entretanto, las brumas matinales suben por ese pico vertiginoso y solitario de la vieja casa puntiaguda, esa casa gris de aleros bajos en la que no se ve a nadie, pero a la que la noche trae furtivas luces mientras el viento del norte habla de extrañas fiestas.

Suben desde las profundidades, blancas y algodonosas, a reunirse con sus hermanas las nubes, llenas de ensueños sobre húmedos pastos y cavernas de leviatanes. Y cuando los cuentos vuelan densos en las grutas de los tritones, y las caracolas de las ciudades cubiertas de algas elevan sones salvajes aprendidos de los Dioses Anteriores, entonces los grandes vapores de las brumas suben ansiosos en tropel hacia el cielo cargado de saber; y Kingsport, refugiándose inquieto en los acantilados menores, bajo el vaporoso centinela de la roca, ven tan sólo, hacia el océano, una mística blancura, como si el borde del acantilado fuese el confín de la tierra, y las solemnes campanas de boyas tañesen libremente en el éter irreal.

FIN

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Panorama desde la terraza https://culturaquetzal.com/2024/12/19/panorama-desde-la-terraza/ https://culturaquetzal.com/2024/12/19/panorama-desde-la-terraza/#respond Thu, 19 Dec 2024 07:15:45 +0000 https://culturaquetzal.com/?p=1326 Por: Mike Marmer
El anaranjado sol, completado su recorrido descendente, iba a salir del cielo de Jamaica; pero, antes de hundirse del todo tras el horizonte del Caribe, pareció inmovilizarse un momento, como en una divina exposición fotográfica. Las sombras de última hora de la tarde se alargaron, extendiendo un leve tinte oscuro sobre la buganvilias y los hibiscos de brillantes colores, para, por fin, ir a dar contra la brillante y blanca fachada del más lujoso hotel de la Bahía de Montego: el “Dorado”. Y en cierto modo pareció un detalle de mal gusto que aquel paisaje de postal fuera alterado por la caída del cuerpo de George Farnham que, agitando las manos y arrastrando tras sí un último grito, atravesó las ramas de las palmeras y se desplomó contra el suelo del patio.

Veinte minutos más tarde, en la suite del piso doce, desde la cual el finado señor Farnham había iniciado su descendente viaje, la viuda, inmóvil, sentada en un sofá, constituía la viva imagen de la desolación.
Frente a ella, apenas apoyado en el borde de una silla, estaba el señor Tibble, el delgado y calvo sub regente del “Dorado”. Su aspecto era convenientemente desolado, pese a que el hombre llevaba un cuarto de hora sintiéndose muy incómodo, tiempo que coincidía con el transcurrido desde que la viuda del señor Farnham había sido puesta a su cargo.
Tibble meneó la cabeza.
—Terrible —dijo a la mujer—. Un terrible accidente — repitió.
La viuda le miró, correspondiendo a sus palabras con un leve, casi imperceptible, asentimiento de cabeza. Luego volvió a inclinar la cabeza.
Un accidente. No se le había ocurrido que la muerte de George fuera a ser considerada un accidente. En aquel breve momento de la terraza sólo había pensado en la policía, los tribunales, el juicio. Pero ahora, por enésima vez en los últimos quince minutos, el señor Tibble se refería al accidente.
Y antes, cuando bajó al patio a toda la velocidad que permitía el ascensor, todos habían murmurado cosas sobre el accidente. “Una tragedia”, susurraron. “Espantoso accidente… una esposa encantadora… dos niños hermosísimos… un terrible accidente.”
¿Es que nadie había visto lo ocurrido?
Priscilla Farnham era una mujer agradable, un poco regordeta. En ella aún se advertían los restos de una gran belleza juvenil. Como nunca se consideró particularmente fuerte ni resuelta, le sorprendió encontrar de pronto, en su interior, una férrea voluntad. El hallazgo se produjo durante aquellos últimos minutos. Estaba asombradísima por su facilidad para mantenerse calmada interiormente mientras, en la superficie, llevaba la máscara de viuda acongojada por su trágica pérdida.
Su amor por George había desaparecido mucho tiempo atrás. Recordó que, al mirar hacia el patio desde la terraza, lo único que había sentido fue un leve remordimiento. En seguida pensó que George tenía un extraño aspecto, como una pieza de rompecabezas enmarcada por las losas del patio.

El timbre del teléfono interrumpió el hilo de sus recuerdos.
Tibble, disculpándose con los ojos por la irreverente interrupción, se apresuró a contestar. Se presentó a sí mismo, atendió a lo que le decían y luego tapó con su delgada mano el micrófono.
—Es Edmonds, el alguacil. Dice que en el vestíbulo hay un hombre de la C. I. D. y que, si se siente usted con ánimos, desearía subir a hacerle unas cuantas preguntas.
Tibble sonrió, animando a la viuda, y siguió:
—Mera rutina, estoy seguro. Es usted una visitante de la isla, ya sabe. El alguacil me advirtió antes que vendría alguien a investigar.
Debió de producirse un notable cambio en la expresión de Priscilla, pues Tibble agregó rápidamente:
—Desde luego, si no se siente usted capaz…
—Sí, sí. Estoy bien.
Tibble transmitió la respuesta y se volvió de nuevo hacia la mujer.
—¿Dentro de cinco minutos? Priscilla asintió con la cabeza.
—Sí, perfecto; dentro de cinco minutos —informó Tibble al alguacil Edmonds. Luego colgó. Dirigiéndose hacia Priscilla—: ¿Hay algo más que pueda hacer por usted?
—Le agradecería que fuese a echar un vistazo a los niños.
Aprovechando con gusto la oportunidad de salir de allí, Tibble pasó al dormitorio.
Los niños. Era lo único que ahora importaba, pensó Priscilla. ¿Qué harían sin ella? Recordó a Mark, con su pelo negro y rizado y sus largas pestañas. Sólo tenía nueve años, pero ya mostraba indicios del hombre tan atractivo que iba a ser. Y Amy, dos años menor, con la misma belleza rubia de su madre y aquellos grandes ojos color violeta. Priscilla no soportaba la idea de que la separasen de ellos y su recién hallada energía fue repentinamente aumentada por el miedo.
Cinco minutos. Cinco minutos para organizar su defensa. ¿Para qué? Si como el señor Tibble aseguraba, la investigación iba a ser una simple formalidad — las pesquisas naturales tras un desgraciado accidente —, no había necesidad de ninguna preparación. Pero si el hombre de la C. I. D. intentaba hacer averiguaciones más a fondo, si había descubierto alguna pista que condujese a la verdad, todo se desarrollaría de un modo muy distinto.
¡Asesinato!
La palabra la hizo estremecer; pero, ¿de qué otra forma podía llamarse? Indudablemente, la muerte de George no podía ser considerada algo “premeditado”; no se habían hecho planes a largo plazo y a sangre fría. No obstante, fue precedida por cinco o diez minutos de meditación. ¿Homicidio sin premeditación? Tal vez. Podía haber diversas interpretaciones de grado, pero cada una de ellas iba acompañada por su castigo particular. No, debía dar con otra cosa. ¿Homicidio por causas justificadas? ¿Había sido justificada la muerte de George? Legalmente, no; aunque, en una forma simple y casi primitiva, Priscilla suponía que sí lo era. En cierto modo, fue culpa del propio George. El mismo se la buscó.

La vuelta de Tibble interrumpió sus razonamientos. El hombre anunció que los niños estaban bien. La doncella, que él mismo había enviado un rato antes a cuidar de ellos, decía que Mark y Amy se portaban espléndidamente.
—Por lo único que se preocupan es por usted —añadió Tibble, con una confortadora sonrisa —. Les dije que iría a verles muy pronto.
Priscilla agradeció aquellas palabras con un movimiento de cabeza.
—Estamos unidos —explicó, al tiempo que Tibble se sentaba de nuevo en el borde de la silla.
“Y ahora a enfrentarse con el inminente problema”, se dijo Priscilla, con firmeza. El de aludir la responsabilidad inherente a un crimen.
¿Qué podría preguntar el hombre de la C. I. D.? Sin duda, buscaría un motivo. ¿Dinero? No, en aquel caso resultaba difícil pensar en tal cosa. ¿Celos? Priscilla rechazó en seguida la idea. ¿Odio? Bueno, se habían producido discusiones, desde luego, pero… ¿no ocurría eso en las mejores familias?
Después de todo, los Farnham se encontraban en un país extraño. ¿No tendrían las investigaciones que basar se en su comportamiento en Jamaica?
De pronto, sus esperanzas se derrumbaron. Había habido una discusión. Una pelea. Y Priscilla recordaba que, al final de ella, se había vuelto de espaldas a George y visto a los dos niños allí, en la puerta de la sala de estar, demostrando claramente preocupación y miedo. Priscilla trató de advertir a George, pero él continuó gritándole todas aquellas horribles cosas. Luego, el hombre salió a la terraza y los niños corrieron hacia su madre.
Priscilla necesitaba permanecer cinco o diez minutos a solas para ordenar sus pensamientos, para imaginar alguna forma de disuadir a George de lo que planeaba hacer. Por eso sugirió el juego. Del rostro de sus hijos desapareció inmediatamente el miedo y los dos niños corrieron al dormitorio para comenzar a jugarlo.
Resultaba muy extraño, pensó Priscilla. Si George hubiera comprendido y participado en el juego, todo hubiera sido distinto. En realidad, si George hubiera participado en cualquier cosa que significase amor y unión, ahora no se encontraría allá abajo, cubierto por aquel ridículo mantel de colorines.
Las circunstancias que condujeron a la escena de la terraza comenzaron, razonó Priscilla, mucho tiempo atrás, cuando en George se produjo el cambio. De novio se mostró siempre muy alegre y considerado. Pero cuando el padre de ella murió, poco después de la boda, y George se hizo cargo de la administración de los múltiples intereses e inversiones que su suegro había dejado tras sí, tuvo lugar la metamorfosis. George comenzó a no ocuparse más que de los negocios. No más diversiones. No más regalos inesperados. No más flores ni dulces. No más sorpresas; ése era George.
Ella intentó interesarle en el juego, hacerle descubrir toda la alegría y el amor que su propia familia había encontrado en él. De mala gana, el hombre consintió una vez en jugarlo. Priscilla se acercó y le dijo:
—A ver si adivinas.
George, según las reglas del juego, replicó:
—¿El qué? Y ella:
—A ver si adivinas lo que he hecho hoy por ti.
Entonces, George debía aventurar alguna absurda suposición como: “Has encontrado un millón de dólares en oro y me los vas a poner debajo de mi servilleta”. O: “Has hecho un Taj Majal de mondadientes y mañana iremos a comprar los muebles”. Luego las suposiciones debían hacerse más serias hasta que George descubriera lo que su mujer había hecho en su beneficio, o se rindiese, permitiendo que Priscilla le revelara la sorpresa.
Como es natural, George abandonó el entretenimiento después de preguntar: “¿El qué?”. Encontraba el juego “tonto” y a Priscilla más tonta aún por jugarlo.
¡Claro que era tonto! Priscilla lo admitía; pero era bonito. Estaba lleno de sorpresas, de unión, de amor. Y también era romántico, porque aquella noche su sorpresa había sido el más transparente de los negligés.
George y ella fueron separándose cada vez más. Únicamente la llegada de los niños salvó su matrimonio. Mark y Amy heredaron los gustos y la alegría de vivir de su madre. Les entusiasmaban las excursiones, las sorpresas, el juego y las demostraciones de afecto. Por eso adoraban a Priscilla.
Permitiéndose una leve sensación de culpa, Priscilla se dijo que tal vez se había concentrado excesivamente en Mark y Amy y no lo bastante en George. Pero si él hubiera deseado formar parte de su mundo… Si hubiera querido compartir el maravilloso entendimiento… Con sólo que…
Priscilla no fue más lejos. Una discreta llamada cortó el hilo de sus pensamientos y levantó a Tibble del borde de su silla. Fue a la puerta, la abrió y dejó entrar a Edmonds, el alguacil, y a un hombre alto y vestido con un ligero traje tropical.
Edmonds, resplandeciente en su uniforme veraniego de roja faja y blanco salacot, presentó a su compañero. Luego inclinó la cabeza y volvió al corredor, cerrando tras él la puerta de la suite.
El sargento detective Waring, un hombre de aspecto eficiente, ojos azules y pelo gris, era el representante de la C. I. D. en el área de Bahía Montego.
—Lamento molestarla en estos momentos, señora Farnham —dijo, con marcado acento inglés—. Pero si se siente con ánimos de responder a unas cuantas preguntas, trataré de robarle el menor tiempo posible.
—Le daré toda la información que pueda — dijo ella.
El sargento se acomodó en un asiento contiguo al de Tibble y del bolsillo de la chaqueta sacó un pequeño cuaderno. Mientras buscaba un lápiz fue pasando hojas de la libretita, echando un vistazo a sus anotaciones. Al fin volvió a dirigirse a Priscilla.
—Tal vez sea mejor que empecemos contándome usted, lo mejor que pueda, todos los hechos que recuerde inmediatamente anteriores al… suceso.
—Me temo que no será mucho. Estaba tumbada aquí, en el sofá… adormecida. No recuerdo si lo que me despertó fue el grito o fueron los niños. Sólo puedo decir que ellos me estaban meneando y me levanté. Fui a la terraza… miré hacia abajo —consiguió dar a su voz un matiz tembloroso— y vi a mi marido.
El sargento Waring se levantó, fue rápidamente a la terraza, la inspeccionó un momento y luego volvió a su silla.
—¿Su esposo se mostraba deprimido últimamente? ¿Le dio alguna vez la sensación de que pudiera pensar en quitarse la vida?
—¡Oh, no! —exclamó Priscilla.
Y al cabo de un segundo, lamentó haberlo dicho. No había considerado una posible deducción de suicidio. Ahora la oportunidad ya había pasado.
Waring preguntó:
—¿Se encontraba él bien?. Priscilla no supo qué decir.
—Me refiero a si se encontraba bien de salud — explicó el hombre—. ¿Sufría de mareos o vértigos?
—Sí. En realidad, ése fue uno de los motivos de que nos tomásemos estas vacaciones. Mi marido trabajaba mucho. Demasiado, le decíamos todos. Y se quejaba de dolores de cabeza y mareos continuos. Me pareció que necesitaba descansar, relajarse. Por eso vinimos a Jamaica.
Priscilla se maravilló de lo fácil que resultaba mentir cuando estaba en juego algo tan importante.
El hombre de la C. I. D. anotó algo en su cuaderno.
—Comprendo que esto es muy doloroso para usted — dijo, en tono solícito —. Pero si logra resistir unos minutos más, estoy seguro de que todo quedará claro. En los casos de muerte violenta debemos hacer averiguaciones. — Hizo una breve pausa y continuó—: Como sabe, su terraza está rodeada por una barandilla de un metro. Resulta difícil pensar que un hombre, sin más, vaya a caer por encima de una baranda de esa altura.
Priscilla comenzó a sentir una especie de comezón nerviosa.
—A no ser que haya sufrido un vértigo y se haya desmayado. Resulta, señora Farnham, que uno de los camareros… — volvió a consultar su cuaderno— un hombre llamado Parsons estaba en el patio, preparando las mesas para cenar. Miró hacia arriba por casualidad, o tal vez porque el grito de su esposo, el que usted dijo haber oído, atrajo su atención. Y vio a su marido caer por encima de la barandilla. Pero Parsons asegura que tuvo una impresión muy distinta de lo que motivó esa caída.

El repentino shock la hizo estremecer. Alguien había visto lo ocurrido.
—Como es natural —siguió Waring—, preguntamos a Parsons si vio a alguien en la terraza, aparte del señor Farnham. Admitió que no.
—No creo que usted piense…
—¡Claro que no! —cortó Waring, con desarmante sonrisa—. Pero debemos comprobar cualquier información de esa clase. En seguida descubrimos que la declaración de Parsons carecía de base. En primer lugar, Parsons se encontraba casi directamente bajo la línea de terrazas y su campo de visión era prácticamente vertical. Por tanto, no podía ver la terraza de este piso con claridad. Y en segundo lugar, la opinión de Parsons se basaba en que le dio la impresión de que su marido trataba de recuperar el equilibrio. Agitaba los brazos en el aire, como si… como si tratara de defenderse. Se sobreentiende que…
Priscilla sintió una cálida y repentina sensación de confianza. ¡Tal vez fuera posible que el crimen no tuviera castigo!
—Probablemente Parsons malinterpretara el desesperado intento de su marido por salvarse, confundiéndolo con algo distinto —seguía el sargento—. Y ahora que usted verifica lo de los vértigos del señor Farnham, podemos comprender a qué fue debido el que cayese sobre la barandilla.
Una llamada a la puerta le interrumpió. El sargento abrió y Priscilla pudo ver el blanco casco del alguacil Edmonds. Los dos hombres hablaron un momento entre sí, en voz baja.
Waring volvió la cabeza hacia la sala de estar y miró cuidadosamente a Priscilla antes de decir.
—¿Querrá perdonarme, por favor? Sólo será un momento. Según parece, hay otros testigos.
Desapareció, y Priscilla quedó sentada, con los labios muy apretados y notando que se disolvía toda su confianza. En su cerebro, las preguntas se amontonaban una sobre otra.
La respuesta se produjo cuando Waring volvió a entrar en el cuarto y fue rápidamente hacia ella. De pronto, el aspecto del hombre había cambiado.
—Señora Farnham… —comenzó—. ¿Se pelearon su marido y usted poco antes de que él muriera?
—Sí — replicó Priscilla, en un susurro. Waring insistió:
—La pareja de la suite de al lado, los Rinehart, dicen que les oyeron disputar en forma más bien violenta. Hablaban a voces y los Rinehart están seguros de que su marido habló de… morir.
—Ahora me parece una discusión absurda… El sargento la miró inquisitivamente.
—No quiero decir exactamente absurda —continuó ella—. Sólo que en estos momentos me parece que carecía de importancia. Mi esposo deseaba interrumpir nuestras vacaciones y volver a casa. Los niños y yo queríamos quedarnos. Según lo que habíamos planeado inicialmente, aún teníamos que permanecer aquí al menos otra semana. Temo que nos fuimos exaltando y pronunciamos palabras desagradables. Luego él dijo que, cuando estuviese muerto, yo podría hacer lo que me diera la gana, pero que ahora, dado que él era el cabeza de familia, nos iríamos a casa. —Priscilla sonrió tristemente—. Esa era una de sus afirmaciones favoritas.
Miró a Waring. El silencio que se produjo fue inacabable.
El rostro del sargento se suavizó.
—Eso parece concordar en esencia con los fragmentos de discusión que oyeron los Rinehart.—El hombre volvió a consultar su cuaderno y continuó—: Siguió una cosa más, señora Farnham. Ha dicho usted que, cuando su marido cayó, se encontraba echada en el sofá.
Priscilla dijo que sí con la cabeza.
—Y también ha dicho que sus hijos la menearon inmediatamente después de que a usted le pareció haber oído gritar a su esposo.
Priscilla asintió de nuevo.
Waring volvía a mostrar su desarmante sonrisa.
—Entonces, ¿le importaría que trajésemos aquí a los niños y les preguntáramos dónde estaba usted cuando ellos la llamaron? Es una simple comprobación de rutina. Como es natural, no puedo preguntarles oficialmente; y debo contar con el permiso de usted. Pero eso aclararía mi informe y nos permitiría acabar ahora mismo este desagradable asunto.
Priscilla se encogió de hombros.
—De acuerdo —dijo—. Pero, por favor…
Waring asintió, comprensivo. Hizo un ademán a Tibble y éste entró en el dormitorio y regresó con Mark y Amy.
Al entrar los niños, Priscilla no levantó la mirada. Luego, mientras eran conducidos hacia el sargento, alzó la cabeza lentamente y les acarició con una sonrisa.
Waring se sentó en su silla, inclinándose un poco para quedar a la misma altura que los pequeños. Habló con suavidad, pero yendo al grano:
—¿Comprenden lo que ha ocurrido hoy? Mark y Amy asintieron gravemente.
—Voy a preguntarles algo. ¿Quieren contestarme? — continuó Waring.
Con rostros muy serios, los dos chiquillos miraron a su madre.
—Debéis contestar al caballero —les dijo Priscilla, suavemente, notando fijos en ella los ojos del sargento.
El hombre volvió su atención a Mark y Amy y comenzó, cautamente:
—Hace un ratito, cuando oíste… gritar a tu papá… ¿Te acuerdas?
Los dos asintieron solemnemente. Waring siguió:
—Al oírlo, ustedes también gritaron. Y fuiste a buscar a tu mamá, ¿verdad? Los dos niños dijeron que sí.
—¿Recuerdan dónde estaba tu mamá en aquel momento?
Mark contestó:
—Estaba donde está ahora.

—¿Seguro? —insistió Waring.
—Aja —dijo Amy—. Jugábamos al juego.—¿Al juego?
Priscilla comenzó a explicar:
—Sólo es un jueguecito…
Fue interrumpida por un ademán preventivo del sargento Waring. Aquél era el momento temido por Priscilla. Sin saber por qué, en todo instante tuvo la seguridad de que la sentencia final se encontraría en el juego.
—¿Qué pasa con él? — inquirió Waring, como sin darle importancia—. ¿De qué clase de juego se trata? Mark tomó la palabra.
—Lo jugamos con mamá. Es muy divertido. Preparamos sorpresas. Compramos cosas… o las hacemos… Luego decimos: “¿A ver si adivinas?”
—¿A ver si adivinas? —repitió el sargento, como un eco.
—Claro —intervino Amy—. Mamá dice: “A ver si adivinas lo que he hecho por ti”. Y nosotros tratamos de acertar con la sorpresa.
—O decimos: “Adivina lo que hecho por ti”. Y mamá trata de acertar —añadió Mark.
—Sigue —apremió Waring.
—Bueno, después de que mamá y papá… —bajó la voz— tuvieron la pelea, mamá dijo que jugáramos al juego. —Alzando de nuevo la voz y mirando a su hermana, siguió—: Así que Amy y yo nos fuimos al dormitorio para pensar en la sorpresa que podíamos darle a mamá. Y mamá se quedó aquí, imaginando una para nosotros.
—Luego, cuando oíste gritar a tu padre, viniste junto a tu mamá. ¿No? ¿Estaba ella en el sofá?
—¡Oh, sí! —aseguró Amy—. Tumbada. Vinimos a decirle nuestra sorpresa. ¿Quiere usted saber cuál era?
—No —dijo el sargento, riendo—. Un secreto es un secreto. Solamente deseaba averiguar si sabías dónde estaba tu madre.
Se volvió a Priscilla:
—Creo que con esto todo queda aclarado, señora Farnham. Como es lógico, tras la autopsia habrá una encuesta, pero será un asunto de mera rutina.
—¿Tendrán que volver a interrogar a los niños? — preguntó Priscilla.
—No creo. Esta ha sido ya una dura prueba para ellos.
Waring estrechó las manos de Mark y Amy y les dio las gracias.
—Lo siento, señora Farnham —dijo—. Espero no haberla molestado con exceso. Ya imagino que la trágica muerte de su marido la habrá trastornado mucho y que no era el momento más oportuno para importunarla con mis preguntas, pero.., era mi deber.
—Comprendo, sargento Waring. Y gracias por mostrarse tan considerado con los niños.
—No tiene importancia —replicó Waring—. Yo también tengo hijos. —Hizo una señal a Tibble para que le acompañara y ambos salieron de la suite, cerrando cuidadosamente la puerta tras ellos.
Priscilla permaneció inmóvil un largo momento, sin atreverse a creer que todo hubiera concluido. Luego sonrió a los pequeños, que permanecían callados frente a ella.
Amy, con impaciente expresión, rompió el silencio.
—Mamá, no nos has dicho tu sorpresa —dijo—. Te has olvidado.
—No, no me he olvidado —replicó Priscilla, con un deje de tristeza.
Muy pronto les diría lo que había hecho por ellos. Cuando llegara el momento de sentarse con sus hijos y explicarles que hoy el juego se había jugado muy mal.
No, no se había olvidado. Ni olvidaría nunca el momento en que Mark y Amy le menearon, gritando:
—¡A ver si adivinas!
Entre sueños, ella preguntó:
—¿Qué?
Los niños, con rostros relucientes por la sorpresa que le tenían preparada, la llevaron a rastras a la terraza, señalaron por encima de la barandilla y, con cantarínas voces, exclamaron:
—¡Adivina lo que hemos hecho hoy por ti!

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El Extraño https://culturaquetzal.com/2024/12/01/el-extrano/ https://culturaquetzal.com/2024/12/01/el-extrano/#respond Sun, 01 Dec 2024 10:14:35 +0000 https://culturaquetzal.com/?p=1308 Por: H. P. Lovecraft

Infeliz es aquel a quien sus recuerdos infantiles sólo traen miedo y tristeza. Desgraciado aquel que vuelve la mirada hacia horas solitarias en bastos y lúgubres recintos de cortinados marrones y alucinantes hileras de antiguos volúmenes, o hacia pavorosas vigilias a la sombra de árboles descomunales y grotescos, cargados de enredaderas, que agitan silenciosamente en las alturas sus ramas retorcidas. Tal es lo que los dioses me destinaron… a mí, el aturdido, el frustrado, el estéril, el arruinado y sin embargo, me siento extrañamente satisfecho y me aferro con desesperación a esos recuerdos marchitos cada vez que mi mente amenaza con ir más allá, hacia el otro.

No sé dónde nací, salvo que el castillo era infinitamente horrible, lleno de pasadizos oscuros y con altos cielos rasos donde la mirada sólo hallaba telarañas y sombras. Las piedras de los agrietados corredores estaban siempre odiosamente húmedas y por doquier se percibía un olor maldito, como de pilas de cadáveres de generaciones muertas. Jamás había luz, por lo que solía encender velas y quedarme mirándolas fijamente en busca de alivio; tampoco afuera brillaba el sol, ya que esas terribles arboledas se elevaban por encima de la torre más alta. Una sola, una torre negra, sobrepasaba el ramaje y salía al cielo abierto y desconocido, pero estaba casi en ruinas y sólo se podía ascender a ella por un escarpado muro poco menos que imposible de escalar.

Debo haber vivido años en ese lugar, pero no puedo medir el tiempo. Seres vivos debieron haber atendido a mis necesidades, y sin embargo no puedo rememorar a persona alguna excepto yo mismo, ni ninguna cosa viviente salvo ratas, murciélagos y arañas, silenciosos todos. Supongo que, quienquiera me haya cuidado, debió haber sido asombrosamente viejo, puesto que mi primera representación mental de una persona viva fue la de algo semejante a mí, pero retorcido, marchito y deteriorado como el castillo. Para mí no tenían nada de grotescos los huesos y los esqueletos esparcidos por las criptas de piedra cavadas en las profundidades de los cimientos. En mi fantasía asociaba estas cosas con los hechos cotidianos y los hallaba más reales que las figuras en colores de seres vivos que veía en muchos libros mohosos. En esos libros aprendí todo lo que sé. Maestro alguno me urgió o me guió, y no recuerdo haber escuchado en todos esos años voces humanas…, ni siquiera la mía; ya que, si bien había leído acerca de la palabra hablada nunca se me ocurrió hablar en voz alta. Mi aspecto era asimismo una cuestión ajena a mi mente, ya que no había espejos en el castillo y me limitaba, por instinto, a verme como un semejante de las figuras juveniles que veía dibujadas o pintadas en los libros. Tenía conciencia de la juventud a causa de lo poco que recordaba.

Afuera, tendido en el pútrido foso, bajo los árboles tenebrosos y mudos, solía pasarme horas enteras soñando lo que había leído en los libros; añoraba verme entre gentes alegres, en el mundo soleado allende de la floresta interminable. Una vez traté de escapar del bosque, pero a medida que me alejaba del castillo las sombras se hacían más densas y el aire más impregnado de crecientes temores, de modo que eché a correr frenéticamente por el camino andado, no fuera a extraviarme en un laberinto de lúgubre silencio.

Y así, a través de crepúsculos sin fin, soñaba y esperaba, aún cuando no supiera qué. Hasta que en mi negra soledad, el deseo de luz se hizo tan frenético que ya no pude permanecer inactivo y mis manos suplicantes se elevaron hacia esa única torre en ruinas que por encima de la arboleda se hundía en el cielo exterior e ignoto. Y por fin resolví escalar la torre, aunque me cayera; ya que mejor era vislumbrar un instante el cielo y perecer, que vivir sin haber contemplado jamás el día.

A la húmeda luz crepuscular subí los vetustos peldaños de piedra hasta llegar al nivel donde se interrumpían, y de allí en adelante, trepando por pequeñas entrantes donde apenas cabía un pie, seguí mi peligrosa ascensión. Horrendo y pavoroso era aquel cilindro rocoso, inerte y sin peldaños; negro, ruinoso y solitario, siniestro con su mudo aleteo de espantados murciélagos. Pero más horrenda aún era la lentitud de mi avance, ya que por más que trepase, las tinieblas que me envolvían no se disipaban y un frío nuevo, como de moho venerable y embrujado, me invadió. Tiritando de frío me preguntaba por qué no llegaba a la claridad, y, de haberme atrevido, habría mirado hacia abajo. Antojóseme que la noche había caído de pronto sobre mí y en vano tanteé con la mano libre en busca del antepecho de alguna ventana por la cual espiar hacia afuera y arriba y calcular a qué altura me encontraba.

De pronto, al cabo de una interminable y espantosa ascensión a ciegas por aquel precipicio cóncavo y desesperado, sentí que la cabeza tocaba algo sólido; supe entonces que debía haber ganado la terraza o, cuando menos, alguna clase de piso. Alcé la mano libre y, en la oscuridad, palpé un obstáculo, descubriendo que era de piedra e inamovible. Luego vino un mortal rodeo a la torre, aferrándome de cualquier soporte que su viscosa pared pudiera ofrecer; hasta que finalmente mi mano, tanteando siempre, halló un punto donde la valla cedía y reanudé la marcha hacia arriba, empujando la losa o puerta con la cabeza, ya que utilizaba ambas manos en mi cauteloso avance. Arriba no apareció luz alguna y, a medida que mis manos iban más y más alto, supe que por el momento mi ascensión había terminado, ya que la puerta daba a una abertura que conducía a una superficie plana de piedra, de mayor circunferencia que la torre inferior, sin duda el piso de alguna elevada y espaciosa cámara de observación. Me deslicé sigilosamente por el recinto tratando que la pesada losa no volviera a su lugar, pero fracasé en mi intento. Mientras yacía exhausto sobre el piso de piedra, oí el alucinante eco de su caída, pero con todo tuve la esperanza de volver a levantarla cuando fuese necesario.

Creyéndome ya a una altura prodigiosa, muy por encima de las odiadas ramas del bosque, me incorporé fatigosamente y tanteé la pared en busca de alguna ventana que me permitiese mirar por vez primera el cielo y esa luna y esas estrellas sobre las que había leído. Pero ambas manos me decepcionaron, ya que todo cuanto hallé fueron amplias estanterías de mármol cubiertas de aborrecibles cajas oblongas de inquietante dimensión. Más reflexionaba y más me preguntaba qué extraños secretos podía albergar aquel alto recinto construido a tan inmensa distancia del castillo subyacente. De pronto mis manos tropezaron inesperadamente con el marco de una puerta, del cual colgaba una plancha de piedra de superficie rugosa a causa de las extrañas incisiones que la cubrían. La puerta estaba cerrada, pero haciendo un supremo esfuerzo superé todos los obstáculos y la abrí hacia adentro. Hecho esto, invadióme el éxtasis más puro jamás conocido; a través de una ornamentada verja de hierro, y en el extremo de una corta escalinata de piedra que ascendía desde la puerta recién descubierta, brillando plácidamente en todo su esplendor estaba la luna llena, a la que nunca había visto antes, salvo en sueños y en vagas visiones que no me atrevía a llamar recuerdos.

Seguro ahora de que había alcanzado la cima del castillo, subí rápidamente los pocos peldaños que me separaban de la verja; pero en eso una nube tapó la luna haciéndome tropezar, y en la oscuridad tuve que avanzar con mayor lentitud. Estaba todavía muy oscuro cuando llegué a la verja, que hallé abierta tras un cuidadoso examen pero que no quise trasponer por temor de precipitarme desde la increíble altura que había alcanzado. Luego volvió a salir la luna.

De todos los impactos imaginables, ninguno tan demoníaco como el de lo insondable y grotescamente inconcebible. Nada de lo soportado antes podía compararse al terror de lo que ahora estaba viendo; de las extraordinarias maravillas que el espectáculo implicaba. El panorama en sí era tan simple como asombroso, ya que consistía meramente en esto: en lugar de una impresionante perspectiva de copas de árboles vistas desde una altura imponente, se extendía a mi alrededor, al mismo nivel de la verja, nada menos que la tierra firme, separada en compartimentos diversos por medio de lajas de mármol y columnas, y sombreada por una antigua iglesia de piedra cuyo devastado capitel brillaba fantasmagóricamente a la luz de la luna.

Medio inconsciente, abrí la verja y avancé bamboleándome por la senda de grava blanca que se extendía en dos direcciones. Por aturdida y caótica que estuviera mi mente, persistía en ella ese frenético anhelo de luz, ni siquiera el pasmoso descubrimiento de momentos antes podía detenerme. No sabía, ni me importaba, si mi experiencia era locura, enajenación o magia, pero estaba resuelto a ir en pos de luminosidad y alegría a toda costa. No sabía quién o qué era yo, ni cuáles podían ser mi ámbito y mis circunstancias; sin embargo, a medida que proseguía mi tambaleante marcha, se insinuaba en mí una especie de tímido recuerdo latente que hacía mi avance no del todo fortuito, sin rumbo fijo por campo abierto; unas veces sin perder de vista el camino, otras abandonándolo para internarme, lleno de curiosidad, por praderas en las que sólo alguna ruina ocasional revelaba la presencia, en tiempos remotos, de una senda olvidada. En un momento dado tuve que cruzar a nado un rápido río cuyos restos de mampostería agrietada y mohosa hablaban de un puente mucho tiempo atrás desaparecido.

Habían transcurrido más de dos horas cuando llegué a lo que aparentemente era mi meta: un venerable castillo cubierto de hiedras, enclavado en un gran parque de espesa arboleda, de alucinante familiaridad para mí, y sin embargo lleno de intrigantes novedades. Vi que el foso había sido rellenado y que varias de las torres que yo bien conocía estaban demolidas, al mismo tiempo que se erguían nuevas alas que confundían al espectador. Pero lo que observé con el máximo interés y deleite fueron las ventanas abiertas, inundadas de esplendorosa claridad y que enviaban al exterior ecos de la más alegre de las francachelas. Adelantándome hacia una de ellas, miré el interior y vi un grupo de personas extrañamente vestidas, que departían entre sí con gran jarana. Como jamás había oído la voz humana, apenas sí podía adivinar vagamente lo que decían. Algunas caras tenían expresiones que despertaban en mí remotísimos recuerdos; otras me eran absolutamente ajenas.

Salté por la ventana y me introduje en la habitación, brillantemente iluminada, a la vez que mi mente saltaba del único instante de esperanza al más negro de los desalientos. La pesadilla no tardó en venir, ya que, no bien entré, se produjo una de las más aterradoras reacciones que hubiera podido concebir. No había terminado de cruzar el umbral cuando cundió entre todos los presentes un inesperado y súbito pavor, de horrible intensidad, que distorsionaba los rostros y arrancaba de todas las gargantas los chillidos más espantosos. El desbande fue general, y en medio del griterío y del pánico varios sufrieron desmayos, siendo arrastrados por los que huían enloquecidos. Muchos se taparon los ojos con las manos y corrían a ciegas llevándose todo por delante, derribando los muebles y dándose contra las paredes en su desesperado intento de ganar alguna de las numerosas puertas.

Solo y aturdido en el brillante recinto, escuchando los ecos cada vez más apagados de aquellos espeluznantes gritos, comencé a temblar pensando qué podía ser aquello que me acechaba sin que yo lo viera. A primera vista el lugar parecía vacío, pero cuando me dirigí a una de las alcobas creí detectar una presencia… un amago de movimiento del otro lado del arco dorado que conducía a otra habitación, similar a la primera. A medida que me aproximaba a la arcada comencé a percibir la presencia con más nitidez; y luego, con el primero y último sonido que jamás emití -un aullido horrendo que me repugnó casi tanto como su morbosa causa-, contemplé en toda su horrible intensidad el inconcebible, indescriptible, inenarrable monstruo que, por obra de su mera aparición, había convertido una alegre reunión en una horda de delirantes fugitivos.

No puedo siquiera decir aproximadamente a qué se parecía, pues era un compuesto de todo lo que es impuro, pavoroso, indeseado, anormal y detestable. Era una fantasmagórica sombra de podredumbre, decrepitud y desolación; la pútrida y viscosa imagen de lo dañino; la atroz desnudez de algo que la tierra misericordiosa debería ocultar por siempre jamás. Dios sabe que no era de este mundo -o al menos había dejado de serlo-, y sin embargo, con enorme horror de mi parte, pude ver en sus rasgos carcomidos, con huesos que se entreveían, una repulsiva y lejana reminiscencia de formas humanas; y en sus enmohecidas y destrozadas ropas, una indecible cualidad que me estremecía más aún.

Estaba casi paralizado, pero no tanto como para no hacer un débil esfuerzo hacia la salvación: un tropezón hacia atrás que no pudo romper el hechizo en que me tenía apresado el monstruo sin voz y sin nombre. Mis ojos, embrujados por aquellos asqueantes ojos vítreos que los miraba fijamente, se negaba a cerrarse, si bien el terrible objeto, tras el primer impacto, se veía ahora más confuso. Traté de levantar la mano y disipar la visión, pero estaba tan anonadado que el brazo no respondió por entero a mi voluntad. Sin embargo, el intento fue suficiente como para alterar mi equilibrio y, bamboléandome, di unos pasos hacia adelante para no caer. Al hacerlo adquirí de pronto la angustiosa noción de la proximidad de la cosa, cuya inmunda respiración tenía casi la impresión de oír. Poco menos que enloquecido, pude no obstante adelantar una mano para detener a la fétida imagen, que se acercaba más y más, cuando de pronto, mis dedos tocaron la extremidad putrefacta que el monstruo extendía por debajo del arco dorado.

No chillé, pero todos los satánicos vampiros que cabalgan en el viento de la noche lo hicieron por mí, a la vez que dejaron caer en mi mente una avalancha de anonadantes recuerdos.

Supe en ese mismo instante todo lo ocurrido; recordé hasta más allá del terrorífico castillo y sus árboles; reconocí el edificio en el cual me hallaba; reconocí, lo más terrible, la impía abominación que se erguía ante mí, mirándome de soslayo mientras apartaba de los suyos mis dedos manchados.

Pero en el cosmos existe el bálsamo además de la amargura, y ese bálsamo es el olvido. En el supremo horror de ese instante olvidé lo que me había espantado y el estallido del recuerdo se desvaneció en un caos de reiteradas imágenes. Como entre sueños, salí de aquel edificio fantasmal y execrado y eché a correr rauda y silenciosamente a la luz de la luna. Cuando retorné al mausoleo de mármol y descendí los peldaños, encontré que no podía mover la trampa de piedra; pero no lo lamenté, ya que había llegado a odiar el viejo castillo y sus árboles. Ahora cabalgo junto a los fantasmas, burlones y cordiales, al viento de la noche, y durante el día juego entre las catacumbas de Nefre-Ka, en el recóndito y desconocido valle de Hadoth, a orillas del Nilo. Sé que la luz no es para mí, salvo la luz de la luna sobre las tumbas de roca de Neb, como tampoco es para mí la alegría, salvo las innominadas fiestas de Nitokris bajo la Gran Pirámide; y sin embargo en mi nueva y salvaje libertad, agradezco casi la amargura de la alienación.

Pues aunque el olvido me ha dado la calma, no por eso ignoro que soy un extranjero; un extraño a este siglo y a todos los que aún son hombres. Esto es lo que supe desde que extendí mis dedos hacia esa cosa abominable surgida en aquel gran marco dorado; desde que extendí mis dedos y toqué una fría e inexorable superficie de pulido espejo.

FIN

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El gato negro – Edgar Allan Poe https://culturaquetzal.com/2024/10/25/el-gato-negro-edgar-allan-poe/ https://culturaquetzal.com/2024/10/25/el-gato-negro-edgar-allan-poe/#respond Sat, 26 Oct 2024 00:55:11 +0000 https://culturaquetzal.com/?p=1223 No espero ni pido que alguien crea en el extraño aunque simple relato que me dispongo a escribir. Loco estaría si lo esperara, cuando mis sentidos rechazan su propia evidencia. Pero no estoy loco y sé muy bien que esto no es un sueño. Mañana voy a morir y quisiera aliviar hoy mi alma. Mi propósito inmediato consiste en poner de manifiesto, simple, sucintamente y sin comentarios, una serie de episodios domésticos. Las consecuencias de esos episodios me han aterrorizado, me han torturado y, por fin, me han destruido. Pero no intentaré explicarlos. Si para mí han sido horribles, para otros resultarán menos espantosos que barrocos. Más adelante, tal vez, aparecerá alguien cuya inteligencia reduzca mis fantasmas a lugares comunes; una inteligencia más serena, más lógica y mucho menos excitable que la mía, capaz de ver en las circunstancias que temerosamente describiré, una vulgar sucesión de causas y efectos naturales.

Desde la infancia me destaqué por la docilidad y bondad de mi carácter. La ternura que abrigaba mi corazón era tan grande que llegaba a convertirme en objeto de burla para mis compañeros. Me gustaban especialmente los animales, y mis padres me permitían tener una gran variedad. Pasaba a su lado la mayor parte del tiempo, y jamás me sentía más feliz que cuando les daba de comer y los acariciaba. Este rasgo de mi carácter creció conmigo y, cuando llegué a la virilidad, se convirtió en una de mis principales fuentes de placer. Aquellos que alguna vez han experimentado cariño hacia un perro fiel y sagaz no necesitan que me moleste en explicarles la naturaleza o la intensidad de la retribución que recibía. Hay algo en el generoso y abnegado amor de un animal que llega directamente al corazón de aquel que con frecuencia ha probado la falsa amistad y la frágil fidelidad del hombre.

Me casé joven y tuve la alegría de que mi esposa compartiera mis preferencias. Al observar mi gusto por los animales domésticos, no perdía oportunidad de procurarme los más agradables de entre ellos. Teníamos pájaros, peces de colores, un hermoso perro, conejos, un monito y un gato.

Este último era un animal de notable tamaño y hermosura, completamente negro y de una sagacidad asombrosa. Al referirse a su inteligencia, mi mujer, que en el fondo era no poco supersticiosa, aludía con frecuencia a la antigua creencia popular de que todos los gatos negros son brujas metamorfoseadas. No quiero decir que lo creyera seriamente, y sólo menciono la cosa porque acabo de recordarla.

Plutón -tal era el nombre del gato- se había convertido en mi favorito y mi camarada. Sólo yo le daba de comer y él me seguía por todas partes en casa. Me costaba mucho impedir que anduviera tras de mí en la calle.

Nuestra amistad duró así varios años, en el curso de los cuales (enrojezco al confesarlo) mi temperamento y mi carácter se alteraron radicalmente por culpa del demonio. Intemperancia. Día a día me fui volviendo más melancólico, irritable e indiferente hacia los sentimientos ajenos. Llegué, incluso, a hablar descomedidamente a mi mujer y terminé por infligirle violencias personales. Mis favoritos, claro está, sintieron igualmente el cambio de mi carácter. No sólo los descuidaba, sino que llegué a hacerles daño. Hacia Plutón, sin embargo, conservé suficiente consideración como para abstenerme de maltratarlo, cosa que hacía con los conejos, el mono y hasta el perro cuando, por casualidad o movidos por el afecto, se cruzaban en mi camino. Mi enfermedad, empero, se agravaba -pues, ¿qué enfermedad es comparable al alcohol?-, y finalmente el mismo Plutón, que ya estaba viejo y, por tanto, algo enojadizo, empezó a sufrir las consecuencias de mi mal humor.

Una noche en que volvía a casa completamente embriagado, después de una de mis correrías por la ciudad, me pareció que el gato evitaba mi presencia. Lo alcé en brazos, pero, asustado por mi violencia, me mordió ligeramente en la mano. Al punto se apoderó de mí una furia demoníaca y ya no supe lo que hacía. Fue como si la raíz de mi alma se separara de golpe de mi cuerpo; una maldad más que diabólica, alimentada por la ginebra, estremeció cada fibra de mi ser. Sacando del bolsillo del chaleco un cortaplumas, lo abrí mientras sujetaba al pobre animal por el cuello y, deliberadamente, le hice saltar un ojo. Enrojezco, me abraso, tiemblo mientras escribo tan condenable atrocidad.

Cuando la razón retornó con la mañana, cuando hube disipado en el sueño los vapores de la orgía nocturna, sentí que el horror se mezclaba con el remordimiento ante el crimen cometido; pero mi sentimiento era débil y ambiguo, no alcanzaba a interesar al alma. Una vez más me hundí en los excesos y muy pronto ahogué en vino los recuerdos de lo sucedido.

El gato, entretanto, mejoraba poco a poco. Cierto que la órbita donde faltaba el ojo presentaba un horrible aspecto, pero el animal no parecía sufrir ya. Se paseaba, como de costumbre, por la casa, aunque, como es de imaginar, huía aterrorizado al verme. Me quedaba aún bastante de mi antigua manera de ser para sentirme agraviado por la evidente antipatía de un animal que alguna vez me había querido tanto. Pero ese sentimiento no tardó en ceder paso a la irritación. Y entonces, para mi caída final e irrevocable, se presentó el espíritu de la perversidad. La filosofía no tiene en cuenta a este espíritu; y, sin embargo, tan seguro estoy de que mi alma existe como de que la perversidad es uno de los impulsos primordiales del corazón humano, una de las facultades primarias indivisibles, uno de esos sentimientos que dirigen el carácter del hombre. ¿Quién no se ha sorprendido a sí mismo cien veces en momentos en que cometía una acción tonta o malvada por la simple razón de que no debía cometerla? ¿No hay en nosotros una tendencia permanente, que enfrenta descaradamente al buen sentido, una tendencia a transgredir lo que constituye la Ley por el solo hecho de serlo? Este espíritu de perversidad se presentó, como he dicho, en mi caída final. Y el insondable anhelo que tenía mi alma de vejarse a sí misma, de violentar su propia naturaleza, de hacer mal por el mal mismo, me incitó a continuar y, finalmente, a consumar el suplicio que había infligido a la inocente bestia. Una mañana, obrando a sangre fría, le pasé un lazo por el cuello y lo ahorqué en la rama de un árbol; lo ahorqué mientras las lágrimas manaban de mis ojos y el más amargo remordimiento me apretaba el corazón; lo ahorqué porque recordaba que me había querido y porque estaba seguro de que no me había dado motivo para matarlo; lo ahorqué porque sabía que, al hacerlo, cometía un pecado, un pecado mortal que comprometería mi alma hasta llevarla -si ello fuera posible- más allá del alcance de la infinita misericordia del Dios más misericordioso y más terrible.

La noche de aquel mismo día en que cometí tan cruel acción me despertaron gritos de: “¡Incendio!” Las cortinas de mi cama eran una llama viva y toda la casa estaba ardiendo. Con gran dificultad pudimos escapar de la conflagración mi mujer, un sirviente y yo. Todo quedó destruido. Mis bienes terrenales se perdieron y desde ese momento tuve que resignarme a la desesperanza.

No incurriré en la debilidad de establecer una relación de causa y efecto entre el desastre y mi criminal acción. Pero estoy detallando una cadena de hechos y no quiero dejar ningún eslabón incompleto. Al día siguiente del incendio acudí a visitar las ruinas. Salvo una, las paredes se habían desplomado. La que quedaba en pie era un tabique divisorio de poco espesor, situado en el centro de la casa, y contra el cual se apoyaba antes la cabecera de mi lecho. El enlucido había quedado a salvo de la acción del fuego, cosa que atribuí a su reciente aplicación. Una densa muchedumbre habíase reunido frente a la pared y varias personas parecían examinar parte de la misma con gran atención y detalle. Las palabras “¡extraño!, ¡curioso!” y otras similares excitaron mi curiosidad. Al aproximarme vi que en la blanca superficie, grabada como un bajorrelieve, aparecía la imagen de un gigantesco gato. El contorno tenía una nitidez verdaderamente maravillosa. Había una soga alrededor del cuello del animal.

Al descubrir esta aparición -ya que no podía considerarla otra cosa- me sentí dominado por el asombro y el terror. Pero la reflexión vino luego en mi ayuda. Recordé que había ahorcado al gato en un jardín contiguo a la casa. Al producirse la alarma del incendio, la multitud había invadido inmediatamente el jardín: alguien debió de cortar la soga y tirar al gato en mi habitación por la ventana abierta. Sin duda, habían tratado de despertarme en esa forma. Probablemente la caída de las paredes comprimió a la víctima de mi crueldad contra el enlucido recién aplicado, cuya cal, junto con la acción de las llamas y el amoniaco del cadáver, produjo la imagen que acababa de ver.

Si bien en esta forma quedó satisfecha mi razón, ya que no mi conciencia, sobre el extraño episodio, lo ocurrido impresionó profundamente mi imaginación. Durante muchos meses no pude librarme del fantasma del gato, y en todo ese tiempo dominó mi espíritu un sentimiento informe que se parecía, sin serlo, al remordimiento. Llegué al punto de lamentar la pérdida del animal y buscar, en los viles antros que habitualmente frecuentaba, algún otro de la misma especie y apariencia que pudiera ocupar su lugar.

Una noche en que, borracho a medias, me hallaba en una taberna más que infame, reclamó mi atención algo negro posado sobre uno de los enormes toneles de ginebra que constituían el principal moblaje del lugar. Durante algunos minutos había estado mirando dicho tonel y me sorprendió no haber advertido antes la presencia de la mancha negra en lo alto. Me aproximé y la toqué con la mano. Era un gato negro muy grande, tan grande como Plutón y absolutamente igual a éste, salvo un detalle. Plutón no tenía el menor pelo blanco en el cuerpo, mientras este gato mostraba una vasta aunque indefinida mancha blanca que le cubría casi todo el pecho.

Al sentirse acariciado se enderezó prontamente, ronroneando con fuerza, se frotó contra mi mano y pareció encantado de mis atenciones. Acababa, pues, de encontrar el animal que precisamente andaba buscando. De inmediato, propuse su compra al tabernero, pero me contestó que el animal no era suyo y que jamás lo había visto antes ni sabía nada de él.

Continué acariciando al gato y, cuando me disponía a volver a casa, el animal pareció dispuesto a acompañarme. Le permití que lo hiciera, deteniéndome una y otra vez para inclinarme y acariciarlo. Cuando estuvo en casa, se acostumbró a ella de inmediato y se convirtió en el gran favorito de mi mujer.

Por mi parte, pronto sentí nacer en mí una antipatía hacia aquel animal. Era exactamente lo contrario de lo que había anticipado, pero -sin que pueda decir cómo ni por qué- su marcado cariño por mí me disgustaba y me fatigaba. Gradualmente, el sentimiento de disgusto y fatiga creció hasta alcanzar la amargura del odio. Evitaba encontrarme con el animal; un resto de vergüenza y el recuerdo de mi crueldad de antaño me vedaban maltratarlo. Durante algunas semanas me abstuve de pegarle o de hacerlo víctima de cualquier violencia; pero gradualmente -muy gradualmente- llegué a mirarlo con inexpresable odio y a huir en silencio de su detestable presencia, como si fuera una emanación de la peste.

Lo que, sin duda, contribuyó a aumentar mi odio fue descubrir, a la mañana siguiente de haberlo traído a casa, que aquel gato, igual que Plutón, era tuerto. Esta circunstancia fue precisamente la que lo hizo más grato a mi mujer, quien, como ya dije, poseía en alto grado esos sentimientos humanitarios que alguna vez habían sido mi rasgo distintivo y la fuente de mis placeres más simples y más puros.

El cariño del gato por mí parecía aumentar en el mismo grado que mi aversión. Seguía mis pasos con una pertinencia que me costaría hacer entender al lector. Dondequiera que me sentara venía a ovillarse bajo mi silla o saltaba a mis rodillas, prodigándome sus odiosas caricias. Si echaba a caminar, se metía entre mis pies, amenazando con hacerme caer, o bien clavaba sus largas y afiladas uñas en mis ropas, para poder trepar hasta mi pecho. En esos momentos, aunque ansiaba aniquilarlo de un solo golpe, me sentía paralizado por el recuerdo de mi primer crimen, pero sobre todo -quiero confesarlo ahora mismo- por un espantoso temor al animal.

Aquel temor no era precisamente miedo de un mal físico y, sin embargo, me sería imposible definirlo de otra manera. Me siento casi avergonzado de reconocer, sí, aún en esta celda de criminales me siento casi avergonzado de reconocer que el terror, el espanto que aquel animal me inspiraba, era intensificado por una de las más insensatas quimeras que sería dado concebir. Más de una vez mi mujer me había llamado la atención sobre la forma de la mancha blanca de la cual ya he hablado, y que constituía la única diferencia entre el extraño animal y el que yo había matado. El lector recordará que esta mancha, aunque grande, me había parecido al principio de forma indefinida; pero gradualmente, de manera tan imperceptible que mi razón luchó durante largo tiempo por rechazarla como fantástica, la mancha fue asumiendo un contorno de rigurosa precisión. Representaba ahora algo que me estremezco al nombrar, y por ello odiaba, temía y hubiera querido librarme del monstruo si hubiese sido capaz de atreverme; representaba, digo, la imagen de una cosa atroz, siniestra…, ¡la imagen del patíbulo! ¡Oh lúgubre y terrible máquina del horror y del crimen, de la agonía y de la muerte!

Me sentí entonces más miserable que todas las miserias humanas. ¡Pensar que una bestia, cuyo semejante había yo destruido desdeñosamente, una bestia era capaz de producir tan insoportable angustia en un hombre creado a imagen y semejanza de Dios! ¡Ay, ni de día ni de noche pude ya gozar de la bendición del reposo! De día, aquella criatura no me dejaba un instante solo; de noche, despertaba hora a hora de los más horrorosos sueños, para sentir el ardiente aliento de la cosa en mi rostro y su terrible peso -pesadilla encarnada de la que no me era posible desprenderme- apoyado eternamente sobre mi corazón.

Bajo el agobio de tormentos semejantes, sucumbió en mí lo poco que me quedaba de bueno. Sólo los malos pensamientos disfrutaban ya de mi intimidad; los más tenebrosos, los más perversos pensamientos. La melancolía habitual de mi humor creció hasta convertirse en aborrecimiento de todo lo que me rodeaba y de la entera humanidad; y mi pobre mujer, que de nada se quejaba, llegó a ser la habitual y paciente víctima de los repentinos y frecuentes arrebatos de ciega cólera a que me abandonaba.

Cierto día, para cumplir una tarea doméstica, me acompañó al sótano de la vieja casa donde nuestra pobreza nos obligaba a vivir. El gato me siguió mientras bajaba la empinada escalera y estuvo a punto de tirarme cabeza abajo, lo cual me exasperó hasta la locura. Alzando un hacha y olvidando en mi rabia los pueriles temores que hasta entonces habían detenido mi mano, descargué un golpe que hubiera matado instantáneamente al animal de haberlo alcanzado. Pero la mano de mi mujer detuvo su trayectoria. Entonces, llevado por su intervención a una rabia más que demoníaca, me zafé de su abrazo y le hundí el hacha en la cabeza. Sin un solo quejido, cayó muerta a mis pies.

Cumplido este espantoso asesinato, me entregué al punto y con toda sangre fría a la tarea de ocultar el cadáver. Sabía que era imposible sacarlo de casa, tanto de día como de noche, sin correr el riesgo de que algún vecino me observara. Diversos proyectos cruzaron mi mente. Por un momento pensé en descuartizar el cuerpo y quemar los pedazos. Luego se me ocurrió cavar una tumba en el piso del sótano. Pensé también si no convenía arrojar el cuerpo al pozo del patio o meterlo en un cajón, como si se tratara de una mercadería común, y llamar a un mozo de cordel para que lo retirara de casa. Pero, al fin, di con lo que me pareció el mejor expediente y decidí emparedar el cadáver en el sótano, tal como se dice que los monjes de la Edad Media emparedaban a sus víctimas.

El sótano se adaptaba bien a este propósito. Sus muros eran de material poco resistente y estaban recién revocados con un mortero ordinario, que la humedad de la atmósfera no había dejado endurecer. Además, en una de las paredes se veía la saliencia de una falsa chimenea, la cual había sido rellenada y tratada de manera semejante al resto del sótano. Sin lugar a dudas, sería muy fácil sacar los ladrillos en esa parte, introducir el cadáver y tapar el agujero como antes, de manera que ninguna mirada pudiese descubrir algo sospechoso.

No me equivocaba en mis cálculos. Fácilmente saqué los ladrillos con ayuda de una palanca y, luego de colocar cuidadosamente el cuerpo contra la pared interna, lo mantuve en esa posición mientras aplicaba de nuevo la mampostería en su forma original. Después de procurarme argamasa, arena y cerda, preparé un enlucido que no se distinguía del anterior y revoqué cuidadosamente el nuevo enladrillado. Concluida la tarea, me sentí seguro de que todo estaba bien. La pared no mostraba la menor señal de haber sido tocada. Había barrido hasta el menor fragmento de material suelto. Miré en torno, triunfante, y me dije: “Aquí, por lo menos, no he trabajado en vano”.

Mi paso siguiente consistió en buscar a la bestia causante de tanta desgracia, pues al final me había decidido a matarla. Si en aquel momento el gato hubiera surgido ante mí, su destino habría quedado sellado, pero, por lo visto, el astuto animal, alarmado por la violencia de mi primer acceso de cólera, se cuidaba de aparecer mientras no cambiara mi humor. Imposible describir o imaginar el profundo, el maravilloso alivio que la ausencia de la detestada criatura trajo a mi pecho. No se presentó aquella noche, y así, por primera vez desde su llegada a la casa, pude dormir profunda y tranquilamente; sí, pude dormir, aun con el peso del crimen sobre mi alma.

Pasaron el segundo y el tercer día y mi atormentador no volvía. Una vez más respiré como un hombre libre. ¡Aterrado, el monstruo había huido de casa para siempre! ¡Ya no volvería a contemplarlo! Gozaba de una suprema felicidad, y la culpa de mi negra acción me preocupaba muy poco. Se practicaron algunas averiguaciones, a las que no me costó mucho responder. Incluso hubo una perquisición en la casa; pero, naturalmente, no se descubrió nada. Mi tranquilidad futura me parecía asegurada.

Al cuarto día del asesinato, un grupo de policías se presentó inesperadamente y procedió a una nueva y rigurosa inspección. Convencido de que mi escondrijo era impenetrable, no sentí la más leve inquietud. Los oficiales me pidieron que los acompañara en su examen. No dejaron hueco ni rincón sin revisar. Al final, por tercera o cuarta vez, bajaron al sótano. Los seguí sin que me temblara un solo músculo. Mi corazón latía tranquilamente, como el de aquel que duerme en la inocencia. Me paseé de un lado al otro del sótano. Había cruzado los brazos sobre el pecho y andaba tranquilamente de aquí para allá. Los policías estaban completamente satisfechos y se disponían a marcharse. La alegría de mi corazón era demasiado grande para reprimirla. Ardía en deseos de decirles, por lo menos, una palabra como prueba de triunfo y confirmar doblemente mi inocencia.

-Caballeros -dije, por fin, cuando el grupo subía la escalera-, me alegro mucho de haber disipado sus sospechas. Les deseo felicidad y un poco más de cortesía. Dicho sea de paso, caballeros, esta casa está muy bien construida… (En mi frenético deseo de decir alguna cosa con naturalidad, casi no me daba cuenta de mis palabras). Repito que es una casa de excelente construcción. Estas paredes… ¿ya se marchan ustedes, caballeros?… tienen una gran solidez.

Y entonces, arrastrado por mis propias bravatas, golpeé fuertemente con el bastón que llevaba en la mano sobre la pared del enladrillado tras de la cual se hallaba el cadáver de la esposa de mi corazón.

¡Que Dios me proteja y me libre de las garras del archidemonio! Apenas había cesado el eco de mis golpes cuando una voz respondió desde dentro de la tumba. Un quejido, sordo y entrecortado al comienzo, semejante al sollozar de un niño, que luego creció rápidamente hasta convertirse en un largo, agudo y continuo alarido, anormal, como inhumano, un aullido, un clamor de lamentación, mitad de horror, mitad de triunfo, como sólo puede haber brotado en el infierno de la garganta de los condenados en su agonía y de los demonios exultantes en la condenación.

Hablar de lo que pensé en ese momento sería locura. Presa de vértigo, fui tambaleándome hasta la pared opuesta. Por un instante el grupo de hombres en la escalera quedó paralizado por el terror. Luego, una docena de robustos brazos atacaron la pared, que cayó de una pieza. El cadáver, ya muy corrompido y manchado de sangre coagulada, apareció de pie ante los ojos de los espectadores. Sobre su cabeza, con la roja boca abierta y el único ojo como de fuego, estaba agazapada la horrible bestia cuya astucia me había inducido al asesinato y cuya voz delatadora me entregaba al verdugo. ¡Había emparedado al monstruo en la tumba!

FIN

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Mi hijo el físico https://culturaquetzal.com/2024/09/01/mi-hijo-el-fisico/ https://culturaquetzal.com/2024/09/01/mi-hijo-el-fisico/#respond Sun, 01 Sep 2024 07:32:07 +0000 https://culturaquetzal.com/?p=1211 Por: Isaac Asimov

Su cabello era claro de un color verde manzana, muy apagado, muy pasado de moda. Se notaba que tenía buena mano con el tinte, como hace treinta años, antes de que se pusieran de moda los reflejos y las mechas.

Una sonrisa dulce cubría su rostro y una mirada tranquila convertía cierta vejez en algo sereno.

Y, en comparación, convertía en caos la confusión que la rodeaba en aquel enorme edificio gubernamental.

Una chica pasó medio corriendo a su lado, se detuvo y la observó con una mirada vacía y sorprendida.

—¿Cómo ha entrado?

—Estoy buscando a mi hijo, el físico.

La mujer sonrió.

—Su hijo, el…

—En realidad es ingeniero de Comunicaciones. El físico en jefe Gerard Cremona.

—El doctor Cremona. Bueno, está… ¿Dónde está su pase?

—Aquí lo tiene. Soy su madre.

—Bueno, señora Cremona, no lo sé. Tengo que… Su despacho está por ahí. Pregúnteselo al primero que encuentre. —Se alejó medio corriendo.

La señora Cremona movió la cabeza lentamente. Supuso que había ocurrido alguna cosa. Esperaba que Gerard estuviera bien. Oyó voces al otro extremo del pasillo y sonrió contenta. Pudo distinguir la de Gerard.

—Hola, Gerard —dijo al entrar en la habitación.

Gerard era un hombre grande que lucía todavía una buena cabellera en donde empezaban a verse las canas que no se molestaba en teñir. Dijo que estaba demasiado ocupado. Ella se sentía muy orgullosa de él y del aspecto que tenía.

En aquel momento, hablaba en voz muy alta con un hombre vestido con atuendo militar. No pudo distinguir el rango pero sabía que Gerard podía manejarlo bien.

Gerard levantó la vista y dijo:

—¿Qué quiere…? ¡Madre! ¿Qué haces aquí?

—Quedamos que vendría hoy a verte.

—¿Es jueves hoy? Oh, Dios, lo había olvidado. Siéntate, mamá, ahora no puedo hablar. Cualquier sitio. Cualquier sitio. Mire, general.

El general Reiner miró por encima del hombro y con una mano le tocó la espalda.

—¿Su madre?

—Sí.

—¿Tendría que estar aquí?

—En este momento, no, pero yo me hago responsable de ella. Ni siquiera sabe leer un termómetro de modo que no entenderá nada de todo esto. Mire, general. Están en Plutón. ¿Lo entiende? Están allí. Las señales de radio no pueden ser de origen natural de modo que deben proceder de seres humanos, de nuestros hombres. Tendrán que admitirlo. De todas las expediciones que hemos enviado más allá del cinturón de asteroides, una ha conseguido llegar. Y están en Plutón.

—Sí, comprendo lo que está diciendo, ¿pero no sigue siendo imposible? Los hombres que están ahora en Plutón salieron hace cuatro años con un equipo que no podía mantenerles con vida más de un año. Así es como lo veo yo. Su objetivo era Ganímedes y parecen haber recorrido ocho veces esa distancia.

—Exactamente. Y nosotros tenemos que averiguar cómo y por qué. Puede…, puede simplemente… que hayan conseguido ayuda.

—¿Qué clase de ayuda? ¿Cómo?

Cremona apretó con fuerza las mandíbulas como si estuviera rezando interiormente.

—General —dijo—, estoy poniéndome en una situación precaria pero es remotamente posible que hayan recibido la ayuda de seres no humanos. Extraterrestres. Tenemos que averiguarlo. No sabemos cuánto tiempo puede mantenerse el contacto.

—Quiere decir —(en el serio rostro del general apareció una media sonrisa)— que quizá se hayan escapado y que en cualquier momento puedan ser capturados de nuevo.

—Quizá. Quizá. El futuro entero de la raza humana quizá dependa de que sepamos exactamente lo que ocurre. De saberlo ahora.

—De acuerdo. ¿Qué es lo que quiere?

—Vamos a necesitar en seguida el ordenador Multivac del Ejército. Tiene que abandonar el trabajo que está haciendo en este momento y empezar a programar nuestro problema semántico general. Todos sus ingenieros de Comunicaciones tienen que abandonar cualquier trabajo y coordinarse con los nuestros.

—Pero, ¿por qué? No entiendo qué tiene que ver una cosa con la otra.

Una suave voz les interrumpió.

—General, ¿quiere un poco de fruta? He traído unas naranjas.

—¡Mamá! ¡Por favor! —exclamó Cremona—. ¡Después! General, es muy sencillo. En este momento Plutón está a una distancia de seis mil millones de kilómetros. Las ondas de radio tardan seis horas, viajando a la velocidad de la luz, para llegar de aquí a allá. Si decimos algo, tendremos que esperar doce horas hasta recibir una respuesta. Si ellos dicen algo y nosotros no lo entendemos y contestamos «qué» y ellos lo tienen que repetir…, perdemos todo un día.

—¿No hay forma de ir más rápido? —preguntó el general.

—Claro que no. Es la ley básica de la comunicación. Ninguna información puede transmitirse a mayor velocidad que la luz. Necesitaríamos meses para tener la misma conversación con Plutón que en pocas horas tendríamos nosotros ahora mismo.

—Sí, lo entiendo. ¿Y realmente cree que hay extraterrestres metidos en esto?

—Lo creo. Para ser sincero, no todos los que están aquí están de acuerdo conmigo. No obstante, estamos utilizando todos los recursos posibles para encontrar algún método de concentrar la comunicación. Tenemos que transmitir cuantas más señales posibles por segundo y esperar que consigamos lo que necesitamos antes de perder el contacto. Y ahí es donde necesito la Multivac y a sus hombres. Debe de existir alguna estrategia de comunicaciones que podemos utilizar para reducir el número de señales. Tan sólo el aumento del diez por ciento en la eficacia puede suponer un ahorro de una semana.

La suave voz interrumpió de nuevo.

—Dios mío, Gerard, ¿se trata de hablar un poco?

—¡Madre! ¡Por favor!

—Pero si lo estás enfocando todo al revés.

—Madre. —La voz de Cremona empezaba a traslucir una cierta impaciencia.

—Bueno, de acuerdo, pero si vas a decir algo y después esperar doce horas a que te respondan, es una tontería. No deberían hacerlo así.

El general emitió un bufido.

—Doctor Cremona, ¿quiere que consultemos a…?

—Un momento, general —dijo Cremona—. ¿A qué te estás refiriendo, mamá?

—Mientras esperas una respuesta —dijo la señora Cremona, seriamente— continúa transmitiendo y diles que ellos hagan lo mismo. Tú hablas continuamente y ellos hablan continuamente. Tú pones a alguien que escuche continuamente y ellos también hacen lo mismo. Si cualquiera de los dos dice algo que quiere una respuesta, puedes hacerlo, pero lo más probable es que te digan todo lo que necesites saber sin preguntar.

Ambos hombres se la quedaron mirando fijamente.

—Claro. Una conversación continua —susurró Cremona—. Sólo con un desfase de doce horas. Dios mío, tenemos que ponernos en marcha.

Salió de la habitación dando grandes zancadas y casi arrastrando al general. Al cabo de unos segundos volvió a entrar.

—Madre —dijo—, si me perdonas, creo que tardaré unas horas. Te mandaré a una de las chicas para que te haga compañía. O échate una siesta, si lo prefieres.

—No te preocupes, Gerard —contestó la señora Cremona.

—De todas formas ¿cómo se te ha ocurrido, mamá? ¿Qué te hizo pensar en esta solución?

—Pero, Gerard, todas las mujeres lo saben. Cualquiera de dos mujeres al videófono o simplemente cara a cara sabe que el secreto de hacer que se extienda una noticia es, sea lo que sea, hablar continuamente.

Cremona intentó sonreír. A continuación, y temblándole el labio inferior, salió.

La señora Cremona lo observó cariñosamente. Un hombre tan guapo, su hijo, el físico. A pesar de ser un hombre maduro e importante, todavía era consciente de que un chico siempre debe escuchar los consejos de su madre.

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La señorita Winters y el viento https://culturaquetzal.com/2024/08/18/la-senorita-winters-y-el-viento/ https://culturaquetzal.com/2024/08/18/la-senorita-winters-y-el-viento/#respond Sun, 18 Aug 2024 07:45:27 +0000 https://culturaquetzal.com/?p=1206 Por: Christine Noble Govan

Mientras permanecía en la esquina, aferrando con fuerza su billete de vuelta de autobús, la señorita Winters sentía un intenso odio hacia el viento. Durante los años que llevaba en aquella espantosa y desagradable ciudad, entre la mujer y el viento se había mantenido un constante estado de guerra. El aire parecía haberla elegido a ella —una solitaria y desamparada figura— para desahogar sus deseos de venganza. Le ladeaba el viejo sombrero de fieltro, le echaba sobre el rostro el revuelto cabello y le subía indecentemente las faldas, dejando a la vista sus negras medias de algodón.

Una vez, cuando regresaba a casa desde el trabajo, el viento le arrebató de las manos el billete de vuelta y lo arrojó bajo el autobús que pasaba. Cuando el vehículo hubo desaparecido, la señorita Winters miró entre el polvo y buscó por todas partes; pero el trocito de amarillo papel parecía eludirla. La gente que se arremolinaba a su alrededor casi la empujó bajo un camión y manifestó impacientemente su disgusto contra ella. La cosa había sucedido el día antes de cobrar, cuando la mujer sólo disponía del dinero para pagarse el autobús de la mañana siguiente. Tuvo que hacer a pie el resto del camino a casa; cinco kilómetros, y todos con el viento en contra. Cuando era niña y vivía en el Sur, el viento era una cosa agradable. Las montañas lo mantenían adecuadamente dominado, domándole como se doma a un brioso potro. El aire chocaba contra las cumbres y era troceado en minúsculas partículas por los árboles, que susurraban con un sonido similar al del océano. En los campos, las flores silvestres se mecían con suavidad, formando hermosos mares color rojo dorado. En la escuela, cuando la señorita Winters leía Hiawatha, su delgado rostro se iluminaba momentáneamente ante estas líneas:

Como bajo el sol brillan los rizos
que el frío viento forma en los ríos.

Pero entonces la señorita Winters no sabía realmente lo que era un viento frío. Ahora sí lo sabía. Era algo que se introducía por todos los resquicios y entumecía los pies de la señorita Winters, pese al fuego que tan asiduamente cuidaba. Por las noches, el helado viento se metía con ella en la cama, de forma que hasta su atigrado gato, que permanecía bajo las mantas, se estremecía y durante horas de oscuridad, no paraba de moverse tratando de calentar sus doloridos huesos. El aire se metía bajo el usado abrigo de la mujer, penetrando por el agujero que había hecho en sus pantalones el alambre del tejado en que los tendía. También atravesaba sus remendados guantes, entumeciéndole los dedos hasta que le quemaban en una agonía de frío.

Su madre procedía de una agradable región del Sur. Y después de la muerte del padre de la señorita Winters, la anciana señora anheló con todas sus fuerzas volver a su tierra natal. Pero el viento había podido con ella, recordó la señorita Winters, con amargura: tras aguantarlo durante dos temporadas, la pobre murió de pleuresía. Por entonces, la señorita Winters poseía un negocio que funcionaba satisfactoriamente. Se dedicaba a Costura Selecta y Elegante, Precios Razonables. La mujer se había convertido en una solterona de pecho plano, cuyas juveniles ilusiones se redujeron a cenizas años atrás. Confeccionaba repitas para bebés, con diminutos canesúes bordados; trajes de novia, y bonitos delantales para niñas.

La enfermedad y la muerte de su madre representaron grandes gastos. Luego vino la depresión. La señorita Winters se trasladó a barrios peores, barrios que, por lo visto, gustaban mucho al viento, ya que los azotaba constantemente. La mujer se sentía sola, inquieta y, a veces, asustada. El miedo le atenazaba la garganta como si fuese una verdadera mano, haciéndole difícil tragar.

Más tarde, la Administración de Proyectos Obreros le facilitó costura. La señorita Winters hizo gruesas chaquetas y pesadas prendas de trabajo. La dura tarea envaró y despellejó sus dedos. No dejaba de pensar en las damas a quienes había vestido de seda y crepé de China y en los bellos trajes que realizara durante su juventud. El peor de los golpes lo recibió al concluir el proyecto obrero. Las mujeres llevaban pantalones, laboraban en las fábricas y compraban ropa hecha. No tenían tiempo para probarse las meticulosas prendas cosidas por la señorita Winters. Las viejas clientes de ésta murieron o se marcharon a Florida, donde el viento era menos cruel. El miedo iba cerniéndose sobre la mujer como una creciente marea. Las manos, que en tiempos bordaron ramilletes de lilas sobre la batista y la estopilla, se habían vuelto artríticas a causa del frío y del tosco trabajo. Todo lo que ahora podía hacer eran zurcidos y, de vez en cuando, algún encargo para una tienda de ropas usadas.

El autobús llegó atestado, y la señorita Winters tuvo que ir de pie. En la calle en que vivía, el frío había matado incluso el olor a ajo y a repollo. Pero el viento seguía allí, haciendo volar los papeles, echándole a la cara humo y polvo, y tirando de su sombrero hasta que los ojos de la mujer se llenaron de lágrimas de impotencia.

Para llegar a su cuarto tuvo que subir dos tramos de escalera. El gato esperaba, hecho un ovillo, en medio de la cama. El animal saltó al suelo, estiró su flaco y listado cuerpo y se encaminó hacia su dueña. Era la única criatura que ún la recibía como a una amiga. Gracias al gato, la señorita Winters podía olvidar algunas veces su miedo atenazador. La confianza del animal en ella le daba un poquito de valor y determinación. Sin embargo, también temía por él. Había demasiadas personas que eran malas con los gatos, especialmente si éstos no eran de raza.

—¿Estaba solito el minino de mamá? — dijo, con sus agrietados labios —. Mamá va a encender fuego y luego dará de comer a su gatito.

El bicho, como apreciando tan patética devoción, se frotó, runruneando, contra la falda de la mujer. La señorita Winters, aún con guantes, puso en la cocina unas astillas y unos preciosos trocitos de carbón y les colocó debajo una cerilla. El maldito viento llegó por la chimenea y apagó la llama, sembrando de cenizas el suelo y manchando los limpios zapatos de la mujer.

La señorita Winters consiguió al fin encender un débil fuego. Sobre el fogón colocó un recipiente para preparar el té. Mientras el agua se calentaba, la mujer se sentó en la mecedora de abombado asiento que había frente al fuego, con las piernas cómodamente extendidas y los brazos doblados contra el cuerpo para darse calor. El gato saltó a su regazo, dándole suaves cabezazos en la barbilla. La solterona, agradecida, le abrazó. El animal ponía una nota de vida en el desnudo cuarto. Era algo que le hacía olvidar un poco la creciente marea de su miedo: el alquiler, que se llevaba todo lo que ganaba en la tienda, los treinta y siete centavos que debía al lechero, las suelas de sus zapatos… El miedo siempre estaba allí. Atormentada por él, la anciana había estropeado una prenda en la ropavejería y casi perdido su día de trabajo. Al recordarlo, le invadía un frío que no era debido al viento, precisamente.

El gato, sobre su falda, frotaba la suave nariz contra el rostro de la señorita Winters, a la vez que emitía un sonido que era, a un tiempo, ronroneo y maullido. En un repentino arranque de ternura, la señorita lo atrajo hacia sí, y el animal la miró con aire presuntuoso. Sus ojos eran como pálidas lunas verdes con misteriosas manchas doradas.

La solterona se levantó y preparó el té. Luego echó un poco de leche y parte del agua caliente en una fuentecita, para el gato. De su bolso extrajo un hueso de chuleta que había conseguido le diera una de sus compañeras de trabajo. El hueso aún tenía una tira de carne y de ella emanaba un fuerte olor a pimienta y a frito. La mujer arrancó la carne, mirando, avergonzada, el desnudo cuarto. Luego comió lentamente, mientraslágrimas de autocompasión le llenaban los ojos. espués se agachó y colocó el hueso, al que aún estaba adherida la grasa, en la fuentecilla del gato. El animal dejó la leche y comenzó a roer el sebo mientras movía el rabo como muestra de satisfacción.

La señorita Winters se quitó el sombrero y comenzó a beber el té. Tomó asiento y fue dando pequeños sorbos a la infusión, mientras contemplaba al gato, deleitándose con los graciosos movimientos del animal y con la maravilla de sus verdes y profundos ojos.

Cada vez hacía más viento. A medida que la oscuridad aumentaba, la habitación se enfriaba más y más. La señorita Winters se quitó la ropa de salir a la calle, fue a buscar su bata de franela y la puso a caldear junto al fuego. Calentó más agua y llenó con ella una botella para meterla entre las frías sábanas. En seguida, armada con el gato y la botella, y tras remover los carbones para que el fuego durase el mayor tiempo posible, se introdujo en la cama. La bombilla que había junto al mueble apenas daba la luz suficiente para leer la sensacional revista de historias amorosas que cada noche ayudaba a la solterona a olvidar sus problemas.

Horas más tarde se despertó. El viento, no contentándose con atormentarla de día, convirtiendo cada una de las horas de luz en un suplicio, tenía que desvelarla por la noche con el fin de devolverla a la miseria de que los sueños la libraban brevemente.

El aire rugía en torno a la chimenea y golpeaba las ventanas hasta hacerlas temblar en sus marcos. La que la señorita Winters había pegado con un gran trozo de papel de goma parecía abombarse como si en cualquier momento fuera a reventar, llenando la habitación de cristales.

En el tejado algo se soltó y quedó allí, batiendo y saltando, haciendo imposible el sueño. El frío parecía algo tangible, que recorría la columna vertebral de la anciana, mordía su rostro y punzaba sus pies, donde la ya helada botella se burlaba de cualquier idea de comodidad. La mujer dio la luz, como si eso pudiera calentarla. El gato se rebulló y comenzó a moverse nerviosamente por la cama.

De pronto se produjo una ráfaga de viento más fuerte que las demás. Se oyó un fuerte ulular y la ventana rota saltó. El cristal penetró en la habitación como si fuera metralla. El gato brincó al suelo y, en medio del salto, fue alcanzado por una arista de vidrio. El animal lanzó un último maullido y cayó inerte. Sobre la amarilla alfombrilla, las manchas de sangre parecieron pétalos de rosa.

La señorita Winters se levantó de entre las gruesas mantas. Tenía frío, pero el de ahora estaba producido por una insensata furia. Pasó entre los fragmentos de cristal y recogió el inerte cuerpo del animalito. Los maravillosos ojos verdes aparecían vidriados, y la sangre caía en cálidas gotas sobre los pies, enfundados en medias, de la mujer.

La señorita Winters permaneció allí, inmóvil, durante mucho, mucho tiempo. Al fin dejó al gato en el suelo y dijo, con expresión ausente:

—Esto ya ha ido demasiado lejos.

Al menos, ahora ya sabía lo que debía hacer y, por consecuencia, se sentía tranquila. Se acercó a la cama, apartó las mantas, el abrigo que llevaba durante el día, la colcha que confeccionara con los retales del terciopelo y la seda de sus días más felices. Tomó la sábana, inmensa y llena de remiendos, y se quedó mirándola pensativamente.

Todo era tan claro, tan sencillo, que la señorita Winters se preguntó cómo no se le había ocurrido antes. Debía atrapar el viento y encerrarlo herméticamente dentro de algo, de forma que nunca pudiera escaparse, para asustar y dejar ateridas a pobres ancianas, manteniéndolas despiertas y conscientes de su miseria, matando sus gatos… La mujer se puso los zapatos y, sin dirigir una sola mirada al animal muerto, abrió la puerta y comenzó a bajar resueltamente las escaleras.

“¿Quién ha visto al viento?”, cantó, con la atiplada voz de su niñez, mientras el aire la zarandeaba y trataba de arrebatarle la sábana.

—¡Ja, ja! —rió la señorita, entre dientes, aferrando con más fuerza el enorme trozo de tela—. ¡Esta vez, no, querido amigo! ¡Esta vez, no! “¿Quién ha visto al viento? ¿Adonde se va el aire? ¡Arriba, arriba, arriba! ¡Hasta llegar al cielo!

Miró hacia el campanario de la iglesia. Era el edificio más alto que había a la vista. Incluso en aquella nochebrillaba como una arista reluciente. A su gato le había matado una arista. Ella mataría al viento.

—R.I.P. —dijo sonriendo la mujer.

A la torre de la iglesia se llegaba a través de una puertecita que había en la parte trasera. Tal como la señorita Winters esperaba, no estaba cerrada. Sin un momento de vacilación, la solterona comenzó su decidido ascenso. Cada vez más arriba, dando vueltas y vueltas, tropezando con la sábana, pisándose el borde del abrigo, dando traspiés, riéndose y volviendo a ascender. En el interior de la torre no había viento; pero aquello no la disuadió de su idea. El aire la estaba aguardando allá arriba… ¡y ella le aguardaría a él! Al fin llegó al pequeño cuarto donde se encontraban las campanas, una habitación cuadrada, con arcos góticos y una terraza abierta por un lado. El viento estaba allí, tal como la anciana había esperado, rugiendo como un león. Pero la señorita Winters ya no le tenía miedo.

—¡Ahora veremos! —gritó, feliz—. ¡Ahora veremos!

Sacudió la sábana. Como es lógico, el viento trató de arrebatársela; pero ella, diestramente, agarró las cuatro esquinas y salió a la pequeña terraza abierta. Allá abajo, las luces de la ciudad brillaban y parpadeaban. La señorita Winters las miró plácidamente, como diciendo:

—¡Contémplenme! ¡Estoy dándole su merecido, de una vez para siempre, a este asqueroso viento!

Fue precisamente entonces cuando una ráfaga de aire la fustigó. Sopló furiosamente y ella la atrapó en la sábana, que se hinchó como una inmensa hogaza de pan en el horno. La anciana tuvo que dar unos pasos para apoderarse del viento; pero al fin lo tenía allí. ¡Se sentía tan feliz, que le pareció caminar por el aire! Miró hacia abajo y pudo ver que las luces se precipitaban hacia ella. Antes de morir, la señorita Winters pasó por un momento aterrador… Un momento durante el que se dio cuenta de que el viento había ganado.

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El libro negro de Alsophocus https://culturaquetzal.com/2024/07/27/el-libro-negro-de-alsophocus/ https://culturaquetzal.com/2024/07/27/el-libro-negro-de-alsophocus/#respond Sun, 28 Jul 2024 05:55:49 +0000 https://culturaquetzal.com/?p=1189 Por: H.P. Lovecraft y Martin S. Warner.

Mis recuerdos son muy confusos, Apenas si sé cuando empezó todo; es como si, en determinados momentos, contemplase visiones de los años transcurridos a mi alrededor, mientras que, otras veces, parece que el presente se difumina en un punto aislado dentro de una palidez informe e infinita. Ni tan siquiera sé a ciencia cierta cómo expresar lo sucedido. Mientras hablo, tengo la vaga sensación de que necesitaré sostener lo que voy a decir con ciertas pruebas extrañas y, posiblemente, terribles. Mi propia identidad parece escabullirse. Es como si hubiese sufrido un fuerte golpe; producido, quizá, por el advenimiento de algún proceso monstruoso que tuvo lugar en los hechos que me acontecieron.

Estos ciclos de experiencia tienen sus inicios en aquel libro carcomido. Recuerdo el lugar donde lo encontré; apenas si estaba iluminado, escondido al lado del río cubierto de brumas por donde fluyen unas aguas negras y aceitosas. El edificio era muy viejo, las enormes estanterías atesoraban cientos de libros decrépitos que se acumulaban sin fin en habitaciones y corredores sin ventanas. Había, además, masas informes de volúmenes amontonados descuidadamente por el suelo; y fue en uno de estos montones donde encontré el tomo. Al principio no sabía cómo se titulaba ya que le faltaban las primeras páginas; pero lo abrí por el final y vi algo que enseguida llamó mi atención.

Se trataba de una especie de fórmula -una pequeña lista de cosas que hacer y decir – que sonaban como algo oscuro y prohibido; pero seguí leyendo y descubrí ciertos párrafos en los que se mezclaban la fascinación y la repulsión, ocultos en las amarillentas páginas, antiguas y extrañas, poseedoras de los secretos del universo que yo ansiaba conocer. Era una ¡ave -una guía – a ciertas puertas y entradas que los magos y,¡ habían soñado y musitado cuando el hombre era joven, y que conducían a lugares más allá de las tres dimensiones conocidas, a regiones de extrañas vidas y materias. Durante años los hombres no habían sabido reconocer su esencia vital, ni sabían dónde encontrarla, pero el libro era realmente antiguo, No estaba impreso; había sido escrito por la mano de algún monje loco que había comunicado a aquellas palabras latinas ciertos conocimientos prohibidos de horripilante antigüedad.

Recuerdo que el viejo vendedor temblaba asustado, e hizo un curioso gesto con sus manos cuando me lo llevé. Se negó a aceptar dinero por el libro, pero hasta mucho después no descubrí el porqué. Mientras me escurría por los estrechos callejones portuarios, laberintos cubiertos de bruma, tenía la vaga sensación de ser seguido por unos pies invisibles que se arrastraban tras de mí. Las casas decrépitas y antiguas que se erguían a mi alrededor parecían animadas de una vida malsana, como si una ráfaga de maligno entendimiento las hubiese animado. Sentía como si aquellas abombadas paredes y buhardillas, hechas de ladrillo y cubiertas de musgo -con redondas ventanas que parecían espiarme-, tratasen de cerrarme el paso y aplastarme… aunque sólo había leído una pequeña porción de los oscuros secretos que contenía el libro, antes de cerrarlo y salir con él bajo el brazo.

Recuerdo con qué ansiedad leí el libro, pálido, encerrado en la habitación del ático que me servía de refugio en mis extraños descubrimientos. La enorme casona permanecía caldeada, pues había salido pasada la medianoche. Creo que vivía con algún familiar -aunque los detalles son inciertos- y sé que tenía muchos sirvientes. No sé exactamente qué año era; desde entonces he conocido muchas edades y dimensiones, y mi noción del tiempo ha terminado por desvanecerse. Estuve leyendo a la luz de las velas – recuerdo el incesante gotear de la cera derretida-, y mientras me llegaba el sonido de lejanas campanas que tañían de cuando en cuando. Prestaba una atención especial al sonido de aquellas campanas, como si temiera escuchar algo muy lejano, un son extraño y especial.

Y entonces se produjo una especie de golpear y arañar en la ventana abuhardillada que se abría sobre un laberinto de tejadillos. Sucedió nada más acabar de pronunciar en voz alta el noveno verso de un conjuro primordial, y supe, aterrorizado, cuál era su significado. Pues aquel que atraviesa el umbral siempre lleva una sombra consigo, y ya nunca vuelve a estar solo. Yo la había evocado; el libro era realmente todo lo que había sospechado. Aquella noche atravesé la puerta que conduce a un abismo de tiempo y dimensiones cruzadas, y cuando el amanecer me sorprendió en el ático descubrí en las paredes y anaqueles de la habitación aquello que nunca antes había visto.

Desde entonces el mundo no era para mí lo mismo que antes. Mezclado con el presente, siempre había un poco del pasado y un poco del futuro, y todos los objetos que alguna vez me parecieron familiares me resultaban ahora extraños bajo la nueva perspectiva que tenían mis enfebrecidos ojos. Desde aquel momento me vi envuelto en un fantástico sueño poblado de formas desconocidas y medio recordadas, y cada vez que cruzaba un nuevo umbral me costaba más reconocer los objetos de la estrecha esfera a la que tanto tiempo había pertenecido. Lo que descubrí sobre mi propio yo, nadie puede saberlo; cada vez hablaba menos y permanecía más tiempo solo, y la locura rondaba mi alrededor. Los perros me re huían, pues captaban la sombra que me acompañaba. Pero seguí leyendo, adentrándome en libros ocultos y prohibidos, en manuscritos y fórmulas que ahora ansiaba conocer, y atravesaba puertas espaciales y existencias y regiones que se abren más allá del universo conocido.

Recuerdo bien la noche que tracé los cinco círculos concéntricos de fuego en el suelo, y canté, erguido en el círculo central, aquella monstruosa letanía que invocaba al mensajero de Tartaria. Las paredes se difuminaron mientras era arrastrado por un tenebroso viento a través de abismos fantasmagóricos y grises, en los que relucían, a infinidad de metros por debajo de mí, los picos crueles de desconocidas montañas Después hubo un momento de total oscuridad y luego la luz de millones de estrellas que dibujaban extrañas constelaciones. Por fin descubrí una verdosa llanura en la lejanía, debajo de mí, y vislumbré las empinadas torres de una ciudad cuya mampostería es totalmente ajena a la tierra. Según me iba acercando a la ciudad, distinguí un enorme edificio hecho a base de piedras en mitad de un paraje desolado, y sentí que el miedo se apoderaba de mí, atenazándome. Grité, debatiéndome aterrorizado y, después de un lapsus de oscuridad, me encontré de nuevo en mi buhardilla, tirado en el suelo sobre los cinco círculos concéntricos de fuego. El vagabundeo de aquella noche no había sido más fantástico que los de muchas, otras; pero había sentido más terror debido a la certeza de saber que me había acercado más a aquellos abismos y mundos exteriores. Desde entonces fui más cauteloso con mis conjuros, pues no quería perderme, separarme de mi cuerpo, del mundo, y vagar por abismos desconocidos de los que jamás podría volver.

De cualquier forma, y en la situación en la que me encontraba, mi capacidad para reconocer los objetos y escenas normales iba desapareciendo poco a poco según adquiría nuevos conocimientos, haciendo que mi visión de la realidad se tomase inexacta, geométrico y distorsionada. Mi sentido del oído también se vio afectado. El tañido de las distantes campanas me parecía más ominoso, terroríficamente etéreo, como si el son me Regase a través de extraños golfos y lejanas regiones, donde las almas atormentadas gritan eternamente su pena y dolor. Según pasaban los días me iba alejando más y más de lo que me rodeaba, los eones se separaban de los cánones terrestres, ocultándose entre lo innominable. El tiempo se convirtió en algo incierto, y mis recuerdos de acontecimientos y gentes que había conocido antes de adquirir el libro se desvanecieron en una neblina de irrealidad que evitaba todos mis desesperados intentos de recuperar.

Recuerdo la primera vez que escuché las voces; voces inhumanas, sibilinas, que parecían provenir de las regiones más exteriores del tenebroso espacio, donde seres amorfos se inclinan y bailan ante un ídolo fétido y monstruoso creado por el devenir infinito de los siglos. Con el advenimiento de estas voces comencé a tener unos sueños de espantosa intensidad, pesadillas mortales en las que soles negros y verdes brillaban sobre grotescos monolitos y ciudades malignas que se elevan, torre sobre torre, como queriendo escapar de sus condicionantes terrestres. Pero todos estos sueños y pesadillas no eran nada comparados con el terrorífico coloso que más tarde emergió de mi consciencia; incluso ahora me es imposible recordar aquel horror en toda su magnitud, pero cuando pienso en ello siento una sensación de vastedad, de una enormidad desconocida, y veo tentáculos que ondulan y se contraen, como si estuviesen dotados de inteligencia propia y de una maligna vileza. Y alrededor del coloso danzaban monstruosidades deformes, cuyas voces entonaban un canto salvaje y cacofónico:

«Mwlfgab pywfg)btagn Gh’tyaf nglyf lgbya. »

Estos horrores me acompañaban siempre, al igual que la sombra del más allá.

Y aun así continuaba estudiando los libros y manuscritos, y seguía atravesando las oscuras puertas que conducen a des conocidas dimensiones, donde unos seres tenebrosos me instruían en artes tan infernales que incluso la más prosaicas de las mentes sería incapaz de soportar.

Recuerdo la forma en que descubrí el título del libro; la no che estaba muy avanzada y yo hojeaba las polvorientas páginas cuando descubrí un párrafo que arrojó cierta luz sobre el origen del misterioso volumen:

“Nyarlathotep reina en Sharnoth, más allá del espacio y del tiempo; sumido en las sombras de su palacio de ébano espera su segundo advenimiento y, en compañía de sus siervos Y acólitos, celebra impíos festines en lo más profundo de la noche.

Que nadie se interponga con conjuros y encantamiento, que le conciernen, pues quedaría atrapado sin remedio. Que cuide el ignorante, lo dice el Libro Negro, pues terrible es en verdad la ira de Nyarlathotep.”

Yo ya había encontrado referencias al Libro Negro en secretos manuscritos: este legendario tomo fue escrito hace siglos por el gran hechicero Alsophocus, que vivía en las tierras de Erongil antes de que los antiguos hombres dieran sus primeros pasos inseguros sobre la tierra.

El misterio había quedado aclarado; realmente me hallaba ante el blasfemo Libro Negro. Con este conocimiento comencé a devorar verazmente todas las enseñanzas que contenía e1 volumen; aprendí fórmulas para ocultar, invocar y crear seres, y me sentía poderoso por el dominio de tales fuerzas. Descubrí nuevas entradas y puertas, los demonios de las más oscuras regiones estaban bajo mi poder; pero aún había barreras que no podía atravesar, los negros abismos del espacio que se extienden más allá de Fomalhaut, donde el horror último acecha, rodeado de sibilantes blasfemias más viejas que las estrellas. Buceé en el De Vermis Mysteriis, de Ludvig Prinn, y en Cultes des Goules, de Conde d’Erlette, en busca de más antiguos secretos, pero todos aquellos misterios primigenios eran nada comparados con las enseñanzas que contenía esotérico Libro Negro. Este volumen mostraba ciertos encantamientos de tan terrible poder que incluso el mismísimo Alhazred habría temblado ante su sola contemplación: la llamada de Boromir, los oscuros secretos del Trapezoedro resplandeciente – aquella ventana abierta al espacio y al tiempo- y la invocación de Cthulhu desde su palacio oceánico la acuática ciudad de R’Iyeh; todos aquellos secretos estaban allí guardados, esperando al valiente, o loco, que fuera lo suficientemente temerario para utilizarlos.

Me hallaba en la cima de mi poder; el tiempo se expandía o se contraía a mi voluntad, y el universo no encerraba ningún secreto que yo no conociese. Mis ataduras con los acontecimientos mundanos se quebraron a causa de mis estudios secretos, y mi poder se hizo tan grande que llegué a intentar imposible, el paso de la última y terrorífica puerta, el umbral que se abre a los oscuros secretos del más allá, donde los Primigenios aguardan prisioneros, planeando su próximo retorno a la tierra, de la cual fueron expulsados por los Dioses Antiguos. Lleno de vanidad supuse que yo -una diminuta mota de polvo en mitad de un vasto cosmos de tiempo- podría atravesar los negros abismos del espacio que se extienden más allá de las estrellas, donde reina la anarquía y el caos, volver con la mente intacta y libre de los horrores de cientos de eones de antigüedad que allí moran.

De nuevo tracé los cinco círculos concéntricos de fue sobre el suelo y me situé en el centro, invocando a los pode inimaginables con un hechizo tan inconcebiblemente terrible que mis manos temblaban mientras hacía los misteriosos signos y símbolos. Las paredes se disolvieron y un poderoso viento oscuro me arrastró a través de abismos sin fondo y grises regiones de materia informe. Viajaba más rápido que el pensamiento, pasando sobre planetas sin luz y desconocidas regiones que bullían a inconmensurable distancia; las estrellas discurrían con tanta rapidez que parecían regueros de luz entremezclándose en el espacio, haces luminosos resaltando contra la oscuridad etérea más negra que las fabulosas profundidades de Shung.

Trascurrió un minuto -o un siglo- y aún seguía volando vertiginosamente. Las estrellas escaseaban cada vez más; agrupadas en montoncitos, parecían buscar compañía en toda aquella desolación; todo lo demás permanecía igual. Me sentía terriblemente solo en aquel viaje; colgando suspendido en el espacio y el tiempo, como si no avanzase, aunque la velocidad debía ser increíble, y mi espíritu se revelaba ante la soledad horrible, la quietud y el silencio de la nada; era como un hombre sepultado en vida en un sepulcro inmenso y oscuro. Pasaron los eones y vi cómo se desvanecía el último grupo de estrellas, las últimas luces en un espacio milenario; más allá no había nada excepto una oscuridad impenetrable, el fin del universo. De nuevo volví a gritar horrorizado, mas en vano; mi búsqueda interminable siguió a través de corredores silenciosos y muertos.

Continué viajando durante una eternidad interminable, y nada cambiaba excepto el ritmo de los latidos de mi corazón. Y entonces empezó a hacerse visible una tenue luz verdosa; había pasado a través de una ausencia de tiempo y materia; había atravesado el Limbo. Ahora me encontraba más allá del universo, a inconcebible distancia del cosmos conocido; había cruzado el último umbral, la última puerta que se abría al olvido. Delante brillaban los dos soles de mis visiones, entre los que fui conducido a lo que ahora parecía una velocidad lentísima; alrededor de estos prodigios de colores negros y verdes, rotaba un solo planeta; adiviné su nombre: Shamoth.

Floté suavemente alrededor de esta negra esfera y, mientras me aproximaba, pude contemplar la verdosa llanura que se extendía debajo de mí, sobre la que descansaba la gigantesca y laberíntico ciudad de mis primeras pesadillas, y que parecía deforme y desproporcionado bajo la luz antinatural. Fui guiado sobre los tejados de la muerta ciudad, contemplando los desvencijados muros y erosionados pilares que resaltaban como cuchillos contra la oscura línea del cielo. No se movía nada, pero tenía la sensación de que allí habitaba algo vivo, un ser corrompido y lleno de maldad que conocía mi presencia.

Mientras descendía a la ciudad recobré mis sentidos físicos; sentí frío, un frío helador, y mis dedos estaban entumecidos. Descendí al borde de un espacio abierto, en cuyo centro se erguía un gigantesco edificio con una puerta enorme y abovedada que bostezaba tenebrosa como las fauces de algún terrible animal primigenio. De este edificio emanaba un aura de palpable malevolencia; me quedé petrificado por la sensación de terror y desesperación que me invadió, y, mientras permanecía inmóvil ante el monstruoso edificio, recordé aquel pequeño párrafo del Libro Negro:
«En un espacio abierto en el centro de la ciudad se yergue el palacio de Nyarlathotep. Aquí se pueden aprender todos los secretos, aunque el precio de tales conocimientos es verdaderamente horrible.»

Supe sin ningún género de dudas que aquél era el cubil del taimado Nyarlathotep. Aunque el pensamiento de entrar en aquella estructura me asqueaba, caminé descuidadamente atravesando la puerta, como si una mente que no era la mía guiara mis piernas. Atravesé aquel enorme portalón metiéndome en una oscuridad tan profunda como la que había soportado en mi largo viaje espacial. Poco a poco la impenetrable oscuridad fue dando paso a la verdosa luz que iluminaba la superficie del planeta; y en aquella tétrica luminosidad con. templé lo que nadie debería ver nunca.

Me hallaba en una larga sala abovedada sostenida por pilares de ébano; a ambos lados se delineaban unas criaturas con formas de pesadilla. Allí estaba Khnum, y Anubis, con cabeza de zorro, y Taveret, la Madre, horriblemente obesa. Grotescos seres encorvados, espiando, y tenebrosas existencias que me observaban con malignidad; entre todas estas criaturas amorfas e infernales, mi cuerpo luchaban contra mi alma. Unas garras me asieron por brazos y piernas, y mi estómago se revolvió de asco ante el contacto de la carne putrefacta. El aire estaba Heno de gritos y aullidos mientras las figuras danzaban con obscenidad a mi alrededor, deleitándose en un ritual blasfemo y depravado; y al final de la enorme sala, perdido en la distancia, se ocultaba el horror último, el terrible coloso negro de mis visiones, el amo del palacio, Nyarlathotep.

El Primigenio me observó atentamente, su mirada quemaba mis entrañas, llenándome de un horror tan espantoso que cerré los ojos para evitar aquella visión de infinita maldad. Bajo aquella mirada mi ser se contrajo, desvaneciéndose, como si estuviese siendo absorbida por una fuerza irresistible. Perdí la poca identidad que me quedaba; mis poderes necrománticos que, ahora lo sabía, no eran nada comparados con los del habitante de este oscuro mundo, desaparecieron, perdiéndose en el ignoto universo para no ser jamás recuperados.

Bajo aquella mirada, mi mente y mi alma se llenaban de un espanto aterrador; no podía hacer nada mientras él absorbía mi existencia, quitándome la vida poco a poco. La desesperación hizo presa en mí, pero estaba indefenso, y era incapaz de hacer frente a la irresistible fuerza que me apresaba. Apenas sin sentirlo, algo se iba esfumando de mi ser, algo insustancial, pero totalmente necesario para mi futura existencia; no podía hacer nada, había ido demasiado lejos y ahora estaba pagando el error. Mi visión se nubló con miles de rayos; imágenes de mi casa y mi familia flotaban ante mis ojos y luego se desvanecían como si nunca hubiesen existido. Y entonces, lentamente, sentí cómo cambiaba, disolviéndome en la no existencia.

Me elevé, sin cuerpo, escurriéndome sobre las cabezas de aquella hueste de pesadilla, a través de la fría mampostería de piedra de aquel palacio que ya no era un obstáculo para mi avance, hasta que salí a la diabólica luz verdosa de la superficie del planeta. No estaba vivo ni muerto, aunque la muerte hubiese sido mucho mejor. La ciudad se desparramaba debajo de mí, mostrándome todo su esplendor y malignidad, y sobre aquel tétrico edificio que era el palacio de Nyarlathotep vi una masa amorfa que salía, extendiéndose por toda la ciudad. Se fue agrandando poco a poco hasta que ocultó la ciudad de mi vista, y cuando había cubierto toda la región que podía contemplar, se contrajo de nuevo, transformándose en el negro coloso de mis visiones. Comencé a temblar aterrorizado, pero según me iba alejando de la ciudad, ganando altura, la escena se fue reduciendo de tamaño y contemplé la escena con un poco menos de miedo.

Poco a poco, la masa de tierra que se extendía debajo de mí fue tomando el aspecto de una esfera mientras me alejaba, introduciéndome en las negras profundidades del espacio. Colgando sin sentido, mientras nada se movía a mi alrededor, o en las regiones del Primigenio, me aterrorizaba pensar en el último acto del drama que yo había desatado. De la superficie del planeta surgió un rayo de luz o energía, que cruzó el espacio, perdiéndose en su infinidad, dirigiéndose, estaba seguro, al planeta que me había visto crecer. A partir de entonces todo estuvo en calma, y quedé totalmente solo en aquel universo más allá de las estrellas.

Mis recuerdos se desvanecían; pronto no me quedaría ninguna memoria de mi pasado, pronto todos los vestigios de mi humanidad se esfumarían. Y mientras permanecía suspendido en el espacio y el tiempo por toda la eternidad, sentí algo difícil de explicar. Una sensación de paz, de una paz que ni la muerte podría dar; aunque esa paz era perturbada por un recuerdo, un recuerdo que yo esperaba que pronto se borrase de mi mente. No recuerdo cómo sabía esto, pero estaba más seguro de ello que de mi propia existencia. Nyarlathotep ya no volvería a pisar la superficie de Sharnoth, jamás se reuniría con su corte en aquel enorme palacio negro, pues aquel rayo de luz que viajaba en el espacio tenebroso llevaba consigo algo más.

En una pequeña buhardilla, débilmente iluminada, un cuerpo se estiraba, poniéndose en pie. Sus ojos eran dos trozos de carbón al rojo, y una diabólica sonrisa cruzaba su rostro; y mientras observaba los tejadillos de la ciudad a través de la pequeña ventana, sus brazos se elevaron en un gesto de triunfo.

Había atravesado las barreras creadas por los Dioses Antiguos; estaba libre, libre para caminar por la tierra una vez más, libre para manejar la mente de los hombres y esclavizar sus almas. Era aquel al que yo había dado la oportunidad de escapar, yo que, a causa de mis ansias de poder, le había procurado los medios para volver a la tierra.

Nyarlathotep caminaba por la tierra con la forma de un hombre, pues cuando me robó mis recuerdos y mi ser, también retuvo mi aspecto físico. En mi cuerpo moraba ahora la esencia inmortal de Nyarlathotep el Terrible.

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El “Morgan’s Wonder Carnival” hizo su entrada en Riverville para pasar allí una noche y asentó sus tiendas en el gran prado que había junto al pueblo. Era una cálida tarde de primeros de octubre y, hacia las siete, ya se había reunido una considerable multitud en la escena de la tosca función.

El circo ambulante no era ni de gran tamaño ni de considerable importancia dentro de su género; sin embargo, su aparición fue animadamente recibida en Riverville, una aislada comunidad montañosa, a muchos kilómetros de los cinematógrafos, teatros de variedades y campos deportivos situados en ciudades más importantes.

Los habitantes de Riverville no pedían entretenimientos refinados; por consecuencia la inevitable “Mujer Gorda”, el “Hombre Tatuado” y el “Niño Mono” les daban motivo para charlar animadamente ante cada uno de ellos. Se llenaban la boca de cacahuetes y palomitas de maíz, bebían vaso tras vaso de limonada, y se pringaban los dedos tratando de quitar los envoltorios de los grandes y multicolores caramelos.

Cuando el que anunciaba al hipnotizador comenzó su arenga, la gente parecía tranquila y tolerante. El voceador, un hombre bajo y rechoncho que llevaba un traje a cuadros, utilizaba un improvisado megáfono, mientras el hipnotizador en persona permanecía apartado, en un extremo de la plataforma de tablas levantada frente a su tienda. Parecía no sentir interés por lo que ocurría. Desdeñoso, apenas se dignó mirar a la masa que se iba congregando. Sin embargo, al fin, cuando frente a la plataforma hubo unas cincuenta personas, el hombre dio unos pasos hacia adelante, hasta quedar en el ámbito luminoso. Del público surgió un leve murmullo.

La aparición del hipnotizador bajo el foco suspendido sobre su cabeza tuvo algo de estremecedor. Su alta figura, su extrema delgadez, que le daba aspecto demacrado, su pálida piel y, sobre todo, sus grandes y profundos ojos negros, atraían la atención de forma inmediata. Su indumento, un severo traje negro y una anticuada corbata de lazo, añadían un último toque mefistofélico.

Con expresión que delataba frustración y una especie de suave desdén, miró fríamente al público. Su sonora voz llegó hasta la última fila de mirones.

—Necesitaré —dijo— la colaboración de un voluntario. Si alguno de ustedes fuera tan amable de subir…

Todos miraron a su alrededor o cambiaron codazos con sus vecinos, pero nadie avanzó hacia la plataforma.

El hipnotizador se encogió de hombros. Con voz cansada, dijo:

—A no ser que alguien sea tan amable de subir, no podrá haber demostración. Les aseguro, damas y caballeros, que se trata de algo inofensivo por completo, que no entraña el menor riesgo.

Miró en torno, expectante. Momentos después un joven se abrió paso lentamente por entre la multitud, en dirección al estrado.

El hipnotizador le ayudó a subir los escalones y le hizo sentar en una silla.

—Relájese —pidió—. Dentro de poco estará dormido y hará exactamente cuanto yo le diga.

El joven se removió en el asiento y dirigió una sonrisa de auto confianza a los espectadores. El hipnotizador atrajo su atención, fijó sus enormes ojos en él, y el joven dejó de removerse. De pronto, alguien tiró a la plataforma una gran bolsa de coloreadas palomitas de maíz. El proyectil describió un arco sobre las luces y fue a romperse directamente sobre la cabeza del muchacho sentado en la silla. El chico se hizo a un lado, casi cayéndose de la silla, y el público, que poco antes permanecía mudo, estalló en grandes carcajadas. El hipnotizador estaba furioso. Su rostro se puso color púrpura y todo su cuerpo comenzó a temblar de ira. Dirigiendo una penetrante mirada a los asistentes, preguntó, con voz alterada:

—¿Quién ha tirado eso?

La masa guardó silencio.

El hipnotizador siguió mirándoles. Al fin su rostro adquirió aspecto normal y su cuerpo dejó de temblar, pero en sus ojos siguió habiendo un maligno brillo.

Hizo un ademán al joven sentado en la plataforma y le despidió con unas breves palabras de agradecimiento. Luego se enfrentó de nuevo con la masa.

—Debido a la interrupción será necesario volver a empezar la prueba… con otro sujeto —anunció, en voz baja—. Tal vez la persona que tiró las palomitas sea tan amable de subir.

Al menos diez o doce individuos se volvieron a mirar a alguien que se mantenía en la sombra, entre los más alejados espectadores.

El hipnotizador le localizó en seguida. Sus negros ojos parecieron refulgir.

—Quizá el que nos interrumpió le dé miedo subir — dijo, con voz burlona—. Prefiere esconderse en las sombras y tirar palomitas de maíz.

El aludido lanzó una exclamación y, con actitud beligerante, se abrió paso hacia la plataforma. Su aspecto no tenía nada de notable; en realidad, en cierto modo se parecía al primer joven. Cualquier observador casual les hubiera supuesto a ambos pertenecientes a la clase rural trabajadora, ni más ni menos inteligentes que el promedio.

El segundo muchacho tomó asiento en la silla del estrado y adoptó una clara actitud de desafío. Durante varios minutos luchó visiblemente contra las órdenes que le daba el hipnotizador para que se relajase. Sin embargo, poco a poco su agresividad fue desapareciendo y miró, como se le pedía, a los penetrantes ojos que tenía enfrente. Al cabo de un par de minutos, siguiendo las órdenes del hipnotizador, se levantó y se tumbó de espaldas sobre los duros maderos de la plataforma. Los espectadores contuvieron el aliento.

—Va usted a dormirse —dijo el hipnotizador—. Va usted a dormirse. Se está durmiendo. Se está durmiendo.

Está dormido y hará cuanto le ordene. Cuanto le ordene. Cuanto…

Su voz se convirtió en un susurro en el que se repetían las reiterativas frases. El público guardaba un silencio total.

De pronto, en la voz del hipnotizador entró una nueva nota, y la audiencia se puso tensa.

—No se levante, elévese de la plataforma —ordenó el hipnotizador—. ¡Elévese de la plataforma! —Sus oscuros ojos parecían lanzar rayos. El público se estremeció.

—¡Elévese!

Los espectadores, tras un jadeo colectivo, contuvieron el aliento.

El joven, rígido sobre el estrado, sin mover un músculo, comenzó a ascender, siguiendo en su posición horizontal. Primero fue un movimiento lento, casi imperceptible; pero pronto adquirió una firme e inconfundible aceleración.

—¡Elévese! —espetó la voz del hipnotizador.

El muchacho continuó su ascenso, hasta encontrarse a más de medio metro del estrado, y seguía subiendo. Los presentes estaban seguros de que se trataba de un truco de alguna clase, pero, aun contra su voluntad, miraban aquello boquiabiertos. El joven parecía estar suspendido en el aire, sin contar con ningún medio posible de apoyo físico. De pronto, la atención del auditorio fue captada por un nuevo suceso. El hipnotizador se llevó una mano al pecho, vaciló, y, por último, se derrumbó sobre la plataforma.

Llamaron a un doctor. El voceador del traje a cuadros salió de la tienda y se inclinó sobre el inmóvil cuerpo del caído.

El hombre buscó el pulso del hipnotizador. Luego meneó la cabeza y se puso en pie. Alguien ofreció una botella de whisky, pero el voceador se limitó a encogerse de hombros.

De pronto, una mujer, entre el público, lanzó un grito. Todos se volvieron a observarla y, un segundo más tarde, siguieron la dirección de su mirada.

Inmediatamente se produjeron gritos aún más agudos, ya que el joven dormido por el hipnotizador continuaba ascendiendo. Mientras la atención de la gente estuvo centrada en el fatal colapso del hipnotizador, el muchacho había seguido subiendo, subiendo… Ahora se encontraba a más de dos metros por encima del tablado y se elevaba más y más, inexorablemente. Aun tras la muerte del hipnotizador, seguía obedeciendo aquella orden final: “¡Elévese!”

El voceador, con los ojos casi saliéndosele de las órbitas, dio un frenético salto; pero era demasiado bajo. Sus dedos apenas rozaron la figura que flotaba en el aire. El hombre volvió a caer pesadamente sobre el estrado.

El rígido cuerpo del joven continuó su marcha hacia arriba, como si estuviera siendo alzado por una invisible grúa.

Las mujeres comenzaron a chillar histéricamente; los hombres gritaban. En realidad nadie sabía qué hacer.

Al ponerse en pie, el voceador tenía expresión de pánico. Dirigió una intensa mirada a la yacente figura del hipnotizador.

—¡Baja, Frank! ¡Baja! —gritaba la masa—. ¡Frank! ¡Despierta! ¡Baja! ¡Detente! ¡Frank!

Pero el rígido cuerpo de Frank seguía subiendo aún más. Arriba, arriba, hasta que estuvo al nivel de la parte alta del entoldado, hasta que alcanzó la altura de los árboles más grandes… hasta que rebasó los árboles y siguió ascendiendo por el limpio cielo de primeros de octubre.

Muchos de los que presenciaban el fantástico hecho se cubrieron con las manos el horrorizado rostro y se alejaron.

Los que siguieron mirando pudieron ver cómo la forma flotante ascendía al cielo hasta no ser más que una leve mota, como una pequeña pavesa que flotara junto a la luna.

Luego desapareció por completo.

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