Literatura – Cultura Quetzal https://culturaquetzal.com Cultura Quetzal Sun, 27 Apr 2025 07:14:04 +0000 es hourly 1 https://wordpress.org/?v=6.8 https://i0.wp.com/culturaquetzal.com/wp-content/uploads/2023/12/cropped-logoCQ_2.png?fit=32%2C32&ssl=1 Literatura – Cultura Quetzal https://culturaquetzal.com 32 32 214518998 El modelo de Pickman https://culturaquetzal.com/2025/04/27/el-modelo-de-pickman/ https://culturaquetzal.com/2025/04/27/el-modelo-de-pickman/#respond Sun, 27 Apr 2025 06:57:31 +0000 https://culturaquetzal.com/?p=1368 Por H. P. Lovecraft

No tienes por qué pensar que estoy loco, Eliot; muchos otros tienen manías raras. ¿Por qué no te burlas del abuelo de Oliver, que jamás monta en un automóvil? Si a mí no me gusta ese maldito metro, es asunto mío; y, además, hemos llegado más deprisa en taxi. Si hubiéramos venido en tranvía habríamos tenido que subir a pie la colina desde Park Street.

Sé perfectamente que estoy más nervioso que cuando nos vimos el año pasado, pero no por ello debes pensar que lo que necesito es una clínica. Bien sabe Dios que no me faltan motivos para estar internado, pero afortunadamente creo que estoy en mi sano juicio. ¿Por qué ese tercer grado? No acostumbrabas a ser tan inquisitivo.

Bueno, si tienes que oírlo, no veo por qué no puedes hacerlo. Tal vez sea lo mejor, pues desde que te enteraste de que había dejado de ir al Art Club y me mantenía a distancia de Pickman no has cesado de escribirme como lo haría un atribulado padre. Ahora que Pickman ha desaparecido de la escena voy por el club de vez en cuando, pero mis nervios ya no son lo que eran.

No, no sé qué ha sido de Pickman, y prefiero no adivinarlo. Podías haber sospechado que dejé de verle porque sabía algo confidencial; ése es precisamente el motivo por el que no quiera pensar a dónde ha ido. Dejemos a la policía que averigüe lo que pueda.. que no será mucho, a juzgar por el hecho de que no saben todavía nada de la vieja casa de North End que Pickman alquiló bajo el nombre de Peters. No estoy seguro de que volviera a encontrarla yo… ni de que lo intentara, ni siquiera a plena luz del día. Sí, sé bien, o temo saber, por qué la tenía alquilada. De eso voy a hablarte. Y espero que entiendas antes de que haya terminado por qué no pienso ir a decírselo a la policía. Me pedirían que les llevara hasta allí, pero yo no podría volver a aquel lugar ni aun en el supuesto de que conociese el camino. Algo había allí… Bueno, por eso ahora no puedo coger el metro ni (y puedes reírte también de lo que voy a decirte) bajar a ningún sótano.

Supongo que comprenderías que no dejé de ver a Pickman por las mismas estúpidas razones que les movieron a hacerlo a esas mojigatas mujerzuelas que son el doctor Reid, Joe Minot o Rosworth. No me escandalizo ante el arte morboso, y cuando un hombre tiene el talento de Pickman considero un honor el haberle conocido, al margen de la dirección que tome su obra. Jamás tuvo Boston un pintor con las dotes de Richard Upton Pickman. Lo dije hace mucho y sigo manteniéndolo, y ni siquiera me retracté un ápice de lo dicho cuando expuso su «Demonio necrófago alimentándose». A raíz de aquello, como recordarás, Minot dejó de tratarle.

Tú sabes bien que producir obras como las de Pickman requiere un arte profundo y una especial intuición de la Naturaleza. Cualquier ganapán de esos que dibujan portadas puede embadurnar un lienzo sin orden ni concierto y darle el nombre de pesadilla, aquelarre o retrato del diablo, pero sólo un gran pintor puede conseguir que resulte verosímil o suscite pavor. Y ello porque sólo un verdadero artista conoce la anatomía de lo terrible y la fisiología del miedo: el tipo exacto de líneas y proporciones que se asocian a instintos latentes o a recuerdos hereditarios de temor, y los contrastes de color y efectos luminosos precisos que despiertan en uno el sentido latente de lo siniestro. No creo que tenga que explicarte a estas alturas por qué un Fuseli nos hace estremecer mientras que la portada de un vulgar cuento de fantasmas nos mueve a risa. Hay algo que esos artistas captan -algo que trasciende a la propia vida- y que logran transmitirnos por unos instantes. Doré poseía esa cualidad. Sime la posee, y otro tanto puede decirse de Angarola de Chicago. Y Pickman la poseía en un grado que jamás alcanzó nadie ni, quiéralo el cielo alcanzará en lo sucesivo.

No me preguntes qué es lo que ven. Tú sabes perfectamente que en el arte normal existe una gran diferencia entre lo vital y palpitante, ya proceda de la naturaleza o de modelos, y estas porquerías sin el menor valor que los pintorzuchos mercantilizados producen a discreción en el estudio. Bien, pues diría que el artista realmente original tiene una visión que le lleva a configurar modelos o a plasmar escenas del mundo espectral en que vive. De cualquier modo, consigue unos resultados que difieren tanto de los almibarados sueños del que quiere dárselas de pintor, como la producción del pintor de la naturaleza de los pastiches del dibujante que ha seguido cursos por correspondencia. Si yo hubiera visto lo que Pickman vio… Pero, ¡basta! Será mejor que echemos un trago antes de seguir adelante. ¡Dios mío!, yo no estaría vivo si hubiera visto lo que aquel hombre… si es que hombre era.

Recordarás que el fuerte de Pickman era la expresión de la cara. No creo que desde Goya nadie haya puesto tal carga de intensidad diabólica en una serie de rasgos o en una expresión. Y, con anterioridad a Goya, habría que retrotraerse a aquellos artífices del medioevo que esculpieron las gárgolas y quimeras de Nôtre Dame y del Mont Saint-Michel. Ellos creían en toda clase de cosas… y posiblemente veían también toda clase de cosas, pues la Edad Media pasó por varias fases muy curiosas. Recuerdo que el año antes de irte le preguntaste a Pickman en cierta ocasión de dónde diablos le venían semejantes ideas y visiones. ¿No se echó a reír a carcajadas? A aquellas risotadas se debió en parte el que Reid dejara de hablarle. Reid, como bien sabes, acababa de empezar un curso sobre patología comparada, y utilizaba un vocabulario un tanto engolado al hablar sobre el sentido biológico o evolutivo de este o aquel síntoma físico o mental. Según me dijo, Pickman le desagradaba más cada día que pasaba, hasta el punto de que al final llegó casi a asustarle, pues, veía que sus rasgos y expresión tomaban un cariz que no le gustaba, un cariz que no tenía nada de humano. Hablaba mucho sobre el régimen alimenticio, y dijo que a su juicio Pickman era un ser anormal y excéntrico en grado sumo. Supongo que le dirías a Reid, si es que cruzasteis alguna carta al respecto, que se dejó arrebatar los nervios o atormentar la imaginación por los cuadros de Pickman. Es lo que le dije yo… por aquel entonces.

Pero convéncete de que no dejé de ver a Pickman por nada de eso. Al contrario, mi admiración por él siguió creciendo, pues su «Demonio necrófago alimentándose» me parecía una auténtica obra maestra. Como sabes, el club no quiso exponerlo y el Museo de Bellas Artes no lo aceptó como donación. Por mi parte, puedo añadir que nadie quiso comprarlo, así que Pickman lo guardó en su casa hasta el día en que se marchó. Ahora está en poder de su padre, en Salem. Como debes saber, Pickman procede de una antigua familia de esa ciudad, y uno de sus antepasados murió en la horca en 1692 convicto de brujería.

Adquirí la costumbre de visitar a Pickman con cierta asiduidad, sobre todo desde que me puse a recoger material para una monografía sobre arte fantasmagórico. Probablemente fuese su obra la que me metió la idea en la cabeza; en cualquier caso, hallé en él una auténtica mina de datos y sugerencias al ponerme a redactarla. Me enseñó todos los cuadros y dibujos que tenía, incluso unos bocetos a lápiz y pluma que habrían provocado , estoy absolutamente convencido, su expulsión del club si los hubieran visto ciertos socios. Al poco tiempo ya era casi un fanático de su arte, y pasaba horas enteras escuchando cual un escolar teorías artísticas y especulaciones filosóficas lo bastante descabelladas como para justificar su internamiento en el manicomio de Danvers. La admiración por mi héroe, unida al hecho de que la gente empezaba a tener cada vez menos trato con él, le hizo mostrarse extremadamente confidencial conmigo; y una tarde me insinuó que si mantenía la boca bien cerrada y no me hacía el remilgado, me mostraría algo muy poco corriente, algo que superaba con creces lo que guardaba en casa.

-Hay cosas -dijo-, que no van con Newburg Street, cosas que estarían fuera de lugar y que no cabe imaginarse aquí. Yo me dedico a captar las emanaciones del alma, y eso es algo que no se encuentra en las advenedizas y artificiales calles construidas por el hombre. Back Bay no es Boston… en realidad no es nada todavía, porque aún no ha tenido tiempo de acumular recuerdos y atraerse a los espíritus locales. En caso de haber fantasmas aquí, serían todo lo más los fantasmas domesticados de cualquier marisma pantanosa o gruta poco profunda, y lo que yo necesito son fantasmas humanos: los fantasmas de seres lo bastante refinados como para asomarse al infierno y comprender el significado de lo visto allí.

»El lugar indicado para vivir un artista es el North End. Si los estetas fueran sinceros, soportarían los suburbios por eso de que allí se acumulan las tradiciones. Pero, ¡Por Dios! ¿No comprendes que esos lugares no han sido simplemente construidos sino que han ido creciendo? Allí, generación tras generación, la gente ha vivido, sentido y muerto, y en tiempos en que no se temía ni vivir, ni sentir, ni morir. ¿Sabías que en 1632 había un molino en Copp’s Hill, y que la mitad de las calles actuales fueron trazadas hacia 1650? Puedo mostrarte casas que llevan en pie dos siglos y medio, e incluso más; casas que han presenciado lo que bastaría para ver reducida a escombros una casa moderna. ¿Qué sabe el hombre de hoy de la vida y de las fuerzas que se ocultan tras ellas? Para ti los embrujos de Salem no pasan de una ilusión, pero me encantaría que mi tatarabuela pudiera contarte ciertas cosas. La ahorcaron en Gallows Hill, bajo la mirada santurrona de Cotton Mather. Mather, ¡maldito sea su nombre!, temía que alguien consiguiera escapar de esta detestable jaula de monotonía. ¡Ojalá alguien le hubiese hechizado o sorbido la sangre durante la noche!

»Puedo mostrarte una casa en donde Mather vivió, y otra en la que temía entrar a pesar de todas sus encantadoras baladronadas. Sabía cosas que no se atrevió a decir en aquel estúpido Magnalia o el no menos pueril Maravillas del mundo invisible. ¿Sabías que hubo un tiempo en que todo el North End estaba agujereado por túneles a través de los cuales las casas de ciertas personas se comunicaban entre sí, y con el camposanto y con el mar? ¡Mucho procesar y mucho perseguir a cielo descubierto! Pero cada día sucedían cosas que no podían entender y de noche se oían risas que no sabían de donde provenían.

»En ocho de cada diez casas construidas antes de 1700, y sin tocar desde entonces, podría mostrarte algo extraño en el sótano. Apenas pasa mes que no se oiga hablar de obreros que descubren galerías y pozos cubiertos de ladrillos, que no conducen a parte alguna, al derribar este o aquel edificio. Tuviste ocasión de ver uno cerca de Henchman Street desde el ferrocarril elevado el año pasado. Allí había brujas y lo que sus conjuros convocan; piratas y lo que ellos trajeron del mar; contrabandistas, corsarios… y puedo asegurarte que en aquellos tiempos la gente sabía cómo vivir y cómo ensanchar los confines de la vida. Este no era, sin duda, el único mundo que le era dado conocer a un hombre inteligente y lleno de arrojo ¡quía! Y pensar que hoy en cambio, los cerebros son tan inocuos que hasta un club de supuestos artistas se estremece y sufre convulsiones si un cuadro hiere los sentimientos de los contertulios de un salón de té de Beacon Street.

»Lo único que salva al presente es que su estupidez le impide cuestionar con sumo rigor el pasado. ¿Qué dicen en realidad los mapas , documentos y guías acerca de North End? ¡Bah! Tonterías. Así, a primera vista, me comprometo a llevarte a treinta o cuarenta callejas y redes de callejuelas al norte de Prince Street, de cuya existencia no sospechan ni diez seres vivos fuera de los extranjeros que pululan por ellas. Y ¿qué saben de ellas esos hombres de facciones mediterráneas? No, Thurber, esos antiguos lugares se encuentran en el mejor de los sueños, rebosan de prodigios, terror y evasiones de lo manido, y no hay alma humana que los comprenda ni sepa sacar partido de ellos. Mejor dicho, no hay más que una… pues yo no me he puesto a escarbar en el pasado para nada.

»Escucha, a ti te interesan estas cosas. ¿Y si te dijera que tengo otro estudio allí, donde puedo captar el espíritu nocturno de antiguos horrores y pintar cosas en las que ni se me hubiera ocurrido pensar en Newbury Street? Naturalmente, no voy a ir a contárselo a esas condenadas mujerzuelas del club.. empezando por Reid, ¡maldito sea., que va por ahí diciendo cosas tales como que yo soy una especie de monstruo que desciende por el tobogán de la evolución en sentido contrario. Sí, Thurber, hace mucho que decidí que había que pintar el terror de la vida lo mismo que se pinta su belleza, así que me puse a explorar en lugares donde tenía fundados motivos para saber que en ellos el terror existía.

»Cogí un local que no creo conozcan más de tres hombres nórdicos aparte de mí. No está muy lejos del elevado, en cuanto a distancia se refiere, pero dista siglos por lo que al alma respecta. Lo que me impulsó a cogerlo es el extraño y viejo pozo de ladrillo que hay en el sótano, ya sabes, uno de esos sótanos de los que te he hablado. El antro, pues no cabe otro calificativo, casi no se tiene en pie, por lo que a nadie se le ocurriría vivir allí, y me avergonzaría decirte lo poco que pago por él. Las ventanas están entabladas, pero lo prefiero así, pues para mi trabajo no necesito la luz del día. Pinto en el sótano, donde la inspiración me viene con más facilidad, pero tengo otras habitaciones amuebladas en la planta baja. El dueño es un siciliano, y lo he alquilado bajo el nombre de Peters.

»Si te encuentras con ánimos, te llevaré a verlo esta noche. Creo que te gustarán los cuadros pues, como dije, en ellos he puesto lo mejor de mi expresión artística. El trayecto hasta allí no es largo; a veces lo hago a pie, pues no quiero llamar la atención con un taxi en semejante lugar. Podemos tomar el metro en South Station y bajar en Battery Street. Desde allí no hay que andar mucho.

Bueno, Eliot, tras semejante arenga lo único que podía hacer era resistir los deseos de correr en lugar de andar en busca del primer taxi libre que saliera a nuestro encuentro. Después, cogimos el elevado en South Station y hacia las doce ya habíamos bajado las escaleras de Battery Street. Luego nos pusimos a andar a lo largo del viejo muelle de Constitution Wharf. No me fijé en los cruces, por lo que no sabría decirte dónde torcimos, pero puedo asegurarte que no fue en Greenough Lane.

Al torcer, subimos por un desierto callejón de lo más antiguo y sucio que haya visto jamás, de tejados desvencijados, con los cristales de las ventanas rotos y arcaicas chimeneas medio derruidas que se destacaban contra la luz de la luna. No creo que hubiera siquiera tres casas en todo lo que abarcaba la vista que no estuvieran ya levantadas en tiempos de Cotton Mather; cuando menos, divisaba dos con un voladizo, y en cierta ocasión me pareció ver una hilera de tejados con el ya casi olvidado estilo holandés, aunque los anticuarios dicen que ya no queda ni uno solo en Boston.

Al salir de aquel apenas iluminado callejón, torcimos a la izquierda adentrándonos en otro igualmente silencioso y aún más estrecho, sin la menor luz, y en un instante me pareció que doblábamos una curva en ángulo obtuso siguiendo hacia la derecha. Al cabo de un rato Pickman sacó una linterna y la enfocó hacia una puerta antediluviana de diez paneles, espeluznantemente roída por la carcoma. Tras abrirla, mi anfitrión me condujo hasta un vestíbulo vacío en donde en otro tiempo debió haber un magnífico artesonado de roble oscuro, sencillo, desde luego, pero patéticamente evocador de los tiempos de Andros, Phipps y la brujería. A continuación, me hizo traspasar una puerta que había a la izquierda, encendió una lámpara de petróleo y me dijo que me acomodara como si me encontrase en mi propia casa.

Bueno, Eliot, soy uno de esos tipos a los que el hombre de la calle llama con toda justicia «duro», pero confieso que lo que vi en las paredes de aquella habitación me hizo pasar un mal rato. Eran los cuadros de Pickman, ya sabes a los que me refiero -aquellos que no podía pintar en Newbury Street y ni siquiera le dejaron exponerlos allí- y tenía toda la razón cuando dijo que «se le había ido la mano». Bueno, será mejor que echemos otro trago; lo necesito para contar lo que sigue.

Sería inútil tratar de describirte aquellos cuadros, pues el más horroroso y diabólico horror, la más increíble repulsión y hediondez moral se desprendían de simples pinceladas imposibles de traducir en palabras. No había nada en ellos de la técnica exótica característica de Sidney Sime, nada de los paisajes transplanetarios ni de los hongos lunares con los que Clark Ashton Smith nos hiela la sangre. Los trasfondos eran en su mayoría antiguos cementerios, bosques frondosos, arrecifes marinos, túneles de ladrillo, antiguas estancias artesonadas o simples criptas de mampostería. El camposanto de Copp’s Hill, apenas a unas manzanas de la casa, era uno de sus escenarios favoritos.

La demencia y la monstruosidad podían apreciarse en las figuras que se veían en primer término, pues en el morboso arte de Pickman predominaba el retrato demoníaco. Rara vez aquellas figuras eran completamente humanas, aunque con frecuencia se acercaban en diverso grado a lo humano. La mayoría de los cuerpos, si bien toscamente bípedos, tenían una tendencia a inclinarse hacia delante y un cierto aire canino. La textura de muchos de ellos era de una aspereza bastante desagradable al tacto. ¡Parece como si los estuviera viendo! Se ocupaban en… bueno, no me pidas que entre en detalles. Por lo general estaban comiendo.. pero será mejor que no diga qué. A veces los mostraba en grupos en cementerios o pasadizos subterráneos, y a menudo aparecían luchando por la presa o, mejor dicho, el tesoro descubierto. ¡Y qué expresividad tan genuinamente diabólica sabía en ocasiones infundir Pickman a los ciegos rostros de tan macabro botín! De cuando en cuando se les veía saltando en plena noche desde ventanas abiertas, o agazapados sobre el pecho de algún durmiente, al acecho de su garganta. En un lienzo se veía a un grupo de ellos aullando alrededor de una bruja ahorcada en Gallows Hill, cuyas demacradas facciones guardaban un extraordinario parecido con las de aquellos seres.

Pero no creas que fueron aquellas horripilantes escenas lo que me hizo perder el sentido. No soy un niño de tres años y no es, ni mucho menos, la primera vez que veo cosas así. Eran los rostros, Eliot, aquellos endiablados rostros que miraban de soslayo y parecían querer salir del lienzo como si se les hubiese inspirado un aliento vital. ¡Dios mío, juraría que estaban vivos! Aquella bruja nauseabunda que se veía en el lienzo había despertado los fuegos del averno y su escoba era una varita de sembrar pesadillas. ¡Pásame la garrafa, Eliot!

Había algo llamado «La lección»… ¡Santo cielo, en mala hora lo vería! Escucha, ¡te imaginas un círculo de inefables seres de aspecto canino agazapados en un cementerio enseñando a un niño a comer según su usanza? El coste de una presa producto de una suplantación supongo… Ya sabes, el viejo mito de esos extraños seres que dejan sus vástagos en la cuna en sustitución de las criaturas humanas que arrebatan. Pickman mostraba en el cuadro lo que les depara la fortuna a los niños así arrebatados, cómo crecen… cuando justo entonces comencé a ver la espantosa afinidad que había entre los rostros de las figuras humanas y las no humanas. Por medio de aquellas gradaciones de morbosidad entre lo resueltamente no humano y lo degradadamente humano trataba de establecer un sardónico nexo evolutivo: ¡los seres caninos procedían de los mortales!

Y apenas acababa de inquirirme qué hacía con las crías que quedaban con los seres humanos a modo de trueque, cuando mi mirada tropezó con un cuadro que representaba a la perfección dicha idea. Se trataba de un antiguo interior puritano: una estancia de gruesas vigas con ventanas de celosía, un largo banco y un mobiliario del siglo XVII de estilo bastante tosco, con la familia sentada en torno al padre mientras éste leía las Escrituras. Todos los rostros, salvo uno, mostraban nobleza y veneración, pero ese uno reflejaba la burla del averno. Era el rostro de un varón de edad juvenil, sin duda pertenecía a un supuesto hijo de aquel piadoso padre, pero en realidad era de la parentela de los seres impuros. Era el niño suplantado… y, en un rasgo de suprema ironía, Pickman había pintado las facciones de aquel adolescente de forma que guardaban un extraordinario parecido con las suyas.

Para entonces, Pickman había encendido ya una lámpara en una habitación contigua y, cortésmente, abrió la puerta para que pasara yo, al tiempo que me preguntaba si quería ver sus «estudios modernos». Me había sido imposible darle a conocer muchas de mis opiniones -el espanto y la repugnancia que se apoderaron de mí me dejaron sin habla-, pero creo que comprendió perfectamente cuáles eran mis sensaciones y se sintió muy halagado. Y ahora quiero que quede bien claro una vez más, Eliot, que no soy uno de esos alfeñiques que se lanzan a gritar en cuanto ven algo que se aparta lo más mínimo de lo habitual. Me considero un hombre maduro y con algo de mundo, y supongo que con lo que viste de mí en Francia te basta para saber que no soy un tipo fácilmente impresionable. Ten presente, por otro lado, que acababa de recobrar el aliento y de empezar a familiarizarme con aquellos horribles cuadros que hacían de la Nueva Inglaterra colonial una especie de antesala del infierno. Pues bien, a pesar de todo ello, la habitación contigua me arrancó un angustioso grito de la garganta, y tuve que agarrarme al vano de la puerta para no desfallecer. En la otra estancia había un sinfín de engendros y brujas invadiendo el mundo de nuestros antepasados, pero lo que había en ésta nos traía el horror a las puertas mismas de nuestra vida cotidiana.

¡Dios mío, qué cosas pintaba aquel hombre! Uno de los lienzos se llamaba «Accidente en el metro», y en él un tropel de abominables seres surgían de alguna ignota catacumba a través de una grieta abierta en el suelo de la estación de metro de Boylston Street y se lanzaban sobre la multitud que esperaba en el andén. Otro mostraba un baile en Copp’s Hill en medio de las tumbas, sobre un fondo actual. También había unas cuantas vistas de sótanos, con monstruos que se deslizaban furtivamente a través de agujeros y hendiduras abiertos en la mampostería, haciendo siniestras muecas mientras permanecían agazapados tras barriles o calderas y aguardaban a que su primera víctima descendiera por la escalera.

Un horrible lienzo parecía recoger una amplia muestra representativa de Beacon Hill, con multitudinarios ejércitos de los mefíticos monstruos surgiendo de los escondrijos que acribillaban el suelo. Había asimismo tratamientos libérrimos de bailes en los cementerios modernos, pero lo que me impresionó más que nada fue una escena en una ignota cripta, en donde multitud de fieras se apelotonaban en turno a una de ellas que sostenía entre las manos y leía en voz alta una conocida guía de Boston. Todas las fieras apuntaban a un determinado pasaje, y todos los rostros parecían contraídos con una risa tan epiléptica y reverberante que creí incluso oír su diabólico eco. El título del cuadro era «Holmes, Lowell y Longfellow yacen enterrados en Mount Auburn».

A medida que recobraba el ánimo y me iba acostumbrando a aquella segunda estancia de arte diabólico y morboso, me puse a analizar algunos aspectos de la repugnancia y aversión que me inspiraba todo aquello. En primer lugar, me dije a mí mismo, aquellos seres me asqueaban porque no eran sino la más fiel muestra de la total falta de humanidad e insensible crueldad de Pickman. Semejante personaje debía ser un implacable enemigo de todo el género humano a tenor del regocijo que mostraba por la tortura carnal y espiritual y la degradación del cuerpo humano. En segundo lugar, lo que me producía pavor en aquellos cuadros era precisamente su grandeza. Aquel arte era un arte que convencía: al mirar los cuadros veíamos a los demonios en persona y nos inspiraban miedo. Y lo extraño del caso era que la subyugante fuerza de Pickman no provenía de una selectividad previa o del cultivo de lo extravagante. En sus cuadros no había nada de difuso, de distorsionado ni de convencional; los perfiles estaban bien definidos, y los detalles eran precisos hasta rayar en lo deplorable. ¡Y qué decir de los rostros!

Lo que allí se veía era algo más que la simple interpretación de un artista; era el mismo infierno, retratado cristalinamente y con la más absoluta fidelidad. Eso es justo lo que era, ¡cielos! Aquel hombre no tenía nada de imaginativo ni de romántico. Ni siquiera trataba de ofrecernos las agitadas y multidimensionales instantáneas que nos asaltan en los sueños sino que fría y sardónicamente reflejaba un mundo de horror estable, mecanicista y bien organizado, que él veía plena, brillante, firme y resueltamente. Sólo Dios sabe lo que podría ser ese mundo o dónde llegó a vislumbrar Pickman las sacrílegas formas que trotaban, brincaban y se arrastraban por él. Pero, cualquiera que fuese la increíble fuente en que se inspirasen sus imágenes, una cosa estaba fuera de duda: Pickman era, en todos los sentidos -tanto a la hora de concebir como de ejecutar-, un concienzudo y casi científico pintor realista.

A continuación bajé tras mi anfitrión a su estudio en el sótano, y me preparé para el asalto de algo diabólico entre aquellos lienzos sin terminar. Cuando llegamos al final de la escalera impregnada de humedad, Pickman enfocó la linterna hacia un rincón del enorme espacio que se abría ante nosotros, iluminando el brocal circular de ladrillo de lo que debía ser un gran pozo excavado en el terroso suelo. Nos acercamos y vi que el orificio medía aproximadamente un metro y medio de diámetro, con paredes que tendrían un pie de grosor, y estaba unas seis pulgadas por encima del nivel del suelo, una sólida construcción del siglo XVII, si no me equivocaba. Aquello, decía Pickman, era un buen ejemplo de lo que había estado hablando antes: una abertura de la red de túneles que discurrían bajo la colina. Observé distraídamente que el pozo no estaba recubierto de ladrillo, y que por toda cubierta tenía un pesado disco de madera. Pensando en todas las cosas a las que el pozo podía hallarse conectado si las descabelladas ideas de Pickman eran algo más que mera retórica, un escalofrío me recorrió el cuerpo. Luego, siempre yo detrás de él, subimos un escalón y atravesamos una estrecha puerta que daba a una amplia estancia, con un suelo entarimado y amueblada como si fuese un estudio. Una instalación de gas acetileno suministraba la luz necesaria para poder trabajar.

Los cuadros sin acabar, montados en caballetes o apoyados contra la pared, eran tan espeluznantes como los que había visto en el piso de arriba, y constituían una buena prueba de la meticulosidad con que trabajaba el artista. Las escenas estaban esbozadas con sumo cuidado, y las líneas trazadas a lápiz hablaban por sí solas de la prolija minuciosidad de Pickman al tratar de conseguir la perspectiva y proporciones exactas. Era todo un gran pintor, y sigo sosteniéndolo hoy aun con todo lo que sé. Una gran cámara fotográfica que había encima de una mesa me llamó la atención, y al inquirirle acerca de ella Pickman me dijo que la utilizaba para tomar escenas que le sirvieran luego para el fondo de sus cuadros, pues así podía pintar a partir de fotografías sin tener que salir del estudio en lugar de ir cargado con su equipo por toda la ciudad en busca de esta o aquella vista. A juicio suyo, las fotografías eran tan buenas como cualquier escena o modelo reales para trabajos de larga duración, y, según dijo, las empleaba habitualmente.

Había algo muy desapacible en los nauseabundos bocetos y en las monstruosidades a medio terminar que echaban torvas miradas desde cualquier ángulo de la estancia, y cuando Pickman descubrió súbitamente un gran lienzo que se encontraba lejos de la luz no pude evitar que se me escapara un estruendoso grito, el segundo que profería aquella noche. Resonó una y otra vez a través de las mortecinas bóvedas de aquel antiguo y salitroso sótano, y tuve que realizar un tremendo esfuerzo para contener una histérica carcajada. ¡Dios misericordioso! Eliot, no sé cuánto había de real y cuánto de febril fantasía en todo aquello. ¡Jamás podría imaginarme semejante sueño!

El cuadro representaba un colosal e indescriptible monstruo de centelleantes ojos rojos, que tenía entre sus huesudas garras algo que debió haber sido un hombre, y le roía la cabeza como un chiquillo chupa un pirulí. Estaba en cuclillas, y al mirarle parecía como si en cualquier momento fuera a soltar su presa en busca de un bocado jugoso. Pero, ¡maldición!, la causa de aquel pánico atroz no era ni mucho menos aquella diabólica figura, ni aquel rostro perruno de orejas puntiagudas, ojos inyectados en sangre, nariz chata y labios babeantes. No eran tampoco aquellas garras cubiertas de escamas, ni el cuerpo recubierto de moho, ni los pies semiungulados… no, no era nada de eso, aunque habría bastado cualquiera de tales notas para volver loco al hombre más pintado.

Era la técnica, Eliot; aquella maldita, implacable y desnaturalizada técnica. Puedo jurar que jamás había visto plasmado en un lienzo el aliento vital de forma tan real. El monstruo estaba presente allí -lanzaba feroces miradas, roía y lanzaba feroces miradas-, y entonces pude comprender que sólo una suspensión de las leyes de la naturaleza podía llevar a un hombre a pintar semejantes seres sin contar con un modelo, sin haberse asomado a ese mundo inferior que a ningún mortal no vendido al diablo le ha sido dado ver.

Prendido con una chincheta a una parte sin pintar del lienzo había un trozo de papel muy arrugado; probablemente, pensé, sería una de esas fotografías de las que se sirve Pickman para pintar un trasfondo no menos horroroso que la pesadilla que se destacaba sobre él. Alargué el brazo para estirarlo y ver de qué se trataba, cuando de repente Pickman dio un respingo como si le hubieran pinchado. Había estado escuchando con suma atención desde que mi grito de pavor despertó insólitos ecos en el oscuro sótano, y ahora parecía estar poseído de un miedo que, si bien no podía compararse con el mío, tenía un origen más físico que espiritual. Sacó un revólver y me hizo un gesto para que me callara, tras lo cual se encaminó al sótano principal y cerró la puerta detrás suyo.

Creo que me quedé paralizado por unos instantes. A semejanza de Pickman agucé el oído, y me pareció oír el leve sonido de alguien que correteaba, seguido de unos alaridos o golpes en una dirección que no sabría decir. Pensé en gigantescas ratas y sentí que un escalofrío me recorría todo el cuerpo. Luego se oyó un amortiguado estruendo que me puso la carne de gallina; un sigiloso y vacilante estruendo, aunque no sé cómo expresarlo en palabras. Parecía como si un gran madero hubiese caído encima de una superficie de piedra o ladrillo. Madera sobre ladrillo, ¿me sugería algo aquello?

Volvió a oírse el ruido, esta vez más fuerte, seguido de una vibración como si el cuadro cayera ahora más lejos. A continuación, se oyó un sonido chirriante y agudo, a Pickman farfullando algo en voz alta y la atronadora descarga de las seis recámaras de un revólver, disparadas espectacularmente tal como lo haría un domador de leones para impresionar al público. A renglón seguido, un chillido o graznido amortiguado, y un fuerte batacazo. Luego, más chirridos producidos por la madera y el ladrillo, seguidos de una pausa y de la apertura de la puerta, sonido éste que me produjo, lo confieso, un violento sobresalto. Pickman reapareció con su arma aún humeante al tiempo que imprecaba a las abotagadas ratas que infestaban el antiguo pozo.

-El diablo sabrá lo que comen, Thurber -dijo esbozando una irónica sonrisa-, pues esos arcaicos túneles comunican con cementerios, guaridas de brujas y llegan hasta el mismo litoral. Pero sea lo que sea, han debido quedarse sin provisiones, pues estaban rabiosas por salir. Tus gritos debieron excitarlas. Lo mejor será andar con cuidado por estos parajes. Nuestros amigos roedores son el mayor inconveniente, aunque a veces pienso que con ellos se consigue crear una cierta atmósfera y colorido.

Bueno, Eliot, aquel fue el final de la aventura nocturna. Pickman me había prometido enseñarme el lugar, y bien sabe Dios que lo hizo. Me sacó de aquella maraña de callejas por otra dirección al parecer, pues cuando vimos la luz de una farola nos hallábamos en una calle que me resultaba familiar, con monótonas hileras de bloques de pisos y viejas casas entremezcladas. Aquella calle no era otra que Charter Street, pero yo me encontraba demasiado agitado como para poder advertirlo. Era ya demasiado tarde para tomar el elevado, así que volvimos andando a lo largo de Hannover Street. Recuerdo muy bien el paseo. Dimos la vuelta en Tremont y, tras subir por Beacon, llegamos a la esquina de Joy, en donde nos separamos. Desde entonces no hemos vuelto a vernos más.

¿Por qué dejé de ver a Pickman? No seas impaciente. Espera que llame para que nos traigan café, pues ya hemos tomado bastante de lo otro, y al menos yo necesito beber algo. No… no eran los cuadros que vi en aquel lugar; aunque juraría que bastaría con ellos para que a Pickman no le permitieran el acceso en nueve de cada diez hogares y clubs de Boston. Supongo que ahora comprenderás por qué evito por todos los medios bajar a metros o sótanos. Fue… fue algo que encontré en mi abrigo a la mañana siguiente. Me refiero al arrugado papel prendido a aquel horripilante lienzo del sótano, aquello que tomé por una fotografía de alguna vista que Pickman pretendía reproducir a manera de trasfondo para el monstruo. El último respingo de Pickman se produjo justo cuando iba a desenrollar el papel, y, al parecer; me lo metí distraídamente en el bolsillo. Pero, bueno, aquí está el café. Te aconsejo que lo tomes puro, Eliot.

Sí, a aquel papel se debió el que no volviera a ver más a Pickman. Richard Upton Pickman, el artista más dotado que he conocido… y el más execrable ser que haya traspasado jamás los límites de la vida para abismarse en las simas del mito y la locura. El viejo Reid tenía razón, Eliot. no puede decirse que Pickman fuera humano estrictamente hablando. O bien nació bajo una influencia maligna, o dio con la forma de abrir la puerta prohibida. Ya da lo mismo, pues desapareció… volvió a abismarse en esa increíble oscuridad que él tanto gustaba frecuentar. Será mejor que encendamos el candelabro.

No me pidas que te explique, o siquiera conjeture, qué es lo que quemé. Tampoco me preguntes qué había tras esa especie de topo gateador que tan bien se las arregló Pickman para hacer pasar por ratas. Hay secretos que pueden proceder de los viejos tiempos de Salem, y Cotton Mather cuenta cosas aún más extrañas. Bien sabes tú cuán endiabladamente expresivos eran los cuadros de Pickman, cómo todos nos preguntamos más de una vez de dónde podía sacar aquellos rostros.

Bueno… después de todo, aquel papel no era la fotografía de una perspectiva. En él se veía únicamente el ser monstruoso que estaba pintando en aquel horrible lienzo. Era el modelo en que se inspiraba… y el trasfondo no era sino la pared del estudio del sótano pintada con todo lujo de detalle. Por el amor de Dios, Eliot, aquella era una fotografía tomada del natural.

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EL Templo https://culturaquetzal.com/2025/04/16/el-templo/ https://culturaquetzal.com/2025/04/16/el-templo/#respond Thu, 17 Apr 2025 03:44:55 +0000 https://culturaquetzal.com/?p=1364 Por: H. P. Lovecraft

El 20 de agosto de 1917, yo, Karl Heinrich, Graf von Altberg-Ehrenstein, capitán de corbeta de la Ma­rina Imperial Alemana y Comandante del submarino U-29, deposito esta botella con este informe en el Océano Atlántico, en un punto que desconozco, pero que probablemente se encuentra alrededor de los 20° latitud norte, 35° longitud oeste, donde yace mi barco, fuera de combate, en el fondo del océano. Lo hago porque quiero que se sepan públicamente ciertos he­chos insólitos, ya que con toda probabilidad no sobre-viviré para poder darlos a conocer en persona, toda vez que las circunstancias que me rodean son tan amenazado­ras como extraordinarias, entre las que se incluye no sólo el IJ-29 inutilizado, sino también el derrumbamiento de mi férrea voluntad germánica de la manera más desastrosa.

La tarde del 18 de junio, tal como se informó por radio al U-61 con destino a Kiel, torpedeamos el car­guero británico Victory, que iba de Nueva York a Li­verpool, en la situación 45° 16’ latitud norte, 280 34’ longitud oeste, permitiendo a la tripulación que abando­nase el buque en botes, a fin de obtener una buena filmación de la escena para los archivos del Almiran­tazgo. El barco se hundió espectacularmente, de proa:
sacó la popa fuera del agua y se zambulló perpendicu­larmente hacia el fondo del mar. Nuestra cámara no perdió detalle, y siento que tan valiosa película no lle­gue jamás a Berlín. Después, hundimos los botes salva­vidas con nuestros cañones y nos sumergimos.

Cuando salimos a la superficie, hacia el atardecer, encontramos en nuestra cubierta el cuerpo de un mari­nero, con las manos atenazadas a la barandilla de forma curiosa. El pobre diablo era joven, más bien moreno, y muy guapo; probablemente era italiano o griego, y per­tenecía sin duda a la tripulación del Victory. Evidente­mente, había buscado refugio en la misma nave que se había visto obligada a destruir la suya… una víctima más de esta injusta guerra de agresión que los perros ingle­ses mantienen contra la Patria. Nuestros hombres le registraron en busca de recuerdos, y encontraron en el bolsillo de su marinera un trozo de marfil muy extraño, tallado, que representaba una cabeza de joven con una corona de laurel. Mi oficial, el alférez de navío Klenze, opinó que el objeto era muy antiguo y de gran valor artístico, así que se lo confiscó a los hombres y se lo quedó. Pero ni a él ni a mí se nos ocurría cómo habría llegado a manos de un simple marinero.

Al ser arrojado el muerto por la borda ocurrieron dos incidentes que causaron gran inquietud entre la tripulación. Le habían cerrado los ojos al infeliz; pero al desprender su cuerpo de la barandilla se le volvieron a abrir, y muchos tuvieron la curiosa impresión de que miraron fijamente, y como con burla, a Schmidt y a Zimmer, que estaban inclinados sobre su cadáver. Al contramaestre Müller, hombre maduro que habría lle­gado más lejos de no haber sido un cerdo supersti­cioso alsaciano, le excitó de tal modo esta impresión, que siguió observando el cadáver en el agua, y juró que, tras sumergirse un poco, puso los brazos y las piernas en posición de nado, y desapareció velozmente bajo las olas en dirección sur. A Klenze y a mí no nos gustaron estas muestras de ignorancia propias de pale­tos, y amonestamos severamente a los hombres, parti­cularmente a Müller.
Al día siguiente, se creó una situación muy molesta debido a la indisposición de algunos miembros de la tripulación. Evidentemente, sufrían cierta tensión ner­viosa a causa de nuestro largo viaje, y habían sufrido pesadillas. Algunos parecían completamente aturdidos y torpes; así que después de comprobar yo personal­mente que su debilidad no era fingida, les relevé de sus obligaciones. El mar estaba algo encrespado, de modo que descendimos a una profundidad en la que el oleaje era menos molesto. Aquí reinaba una calma relativa, pese a cierta misteriosa corriente en dirección sur que no logramos localizar en nuestras cartas oceanográficas. Los lamentos de los enfermos eran decididamente mo­lestos; pero puesto que no parecían desmoralizar al resto de la tripulación, no recurrimos a medidas extre­mas. Nuestro plan era permanecer donde estábamos e interceptar el transatlántico Dacia, mencionado en la información de nuestros agentes de Nueva York.

A primera hora de la tarde, salimos a superficie y encontramos la mar menos movida. El humo de un barco de guerra apareció en el horizonte; pero la dis­tancia y nuestra habilidad para sumergirnos evitaron todo peligro. Lo que más nos preocupaba eran las cosas que decía el contramaestre Müller, cada vez más in­coherentes, a medida que se iba haciendo de noche. Se encontraba en un lamentable estado de puerilidad: bal­buceaba insensateces, y hablaba de muertos que pasa­ban por delante de las portillas sumergidas, de cadáve­res que le miraban fijamente, a los que él reconocía a pesar de lo hinchados que estaban, ya que los había visto ahogarse durante nuestras victoriosas hazañas germanas. Y decía que el joven que habíamos arrojado por la borda iba a la cabeza. Esto resultaba sumamente horrible e insensato, así que ordenamos que le encerra­sen y le administrasen una sana ración de latigazos. A los hombres no les gustó esta clase de castigo, pero era necesaria la disciplina. Asimismo, nos negamos a la pe­tición que vino a presentar una delegación encabezada por el marinero Zimmer, de que arrojáramos al mar la extraña cabeza tallada en marfil.
El 20 de junio, los marineros Bohm y Schmidt, que habían caído enfermos el día anterior, se volvieron lo­cos violentos. Lamenté no tener un médico entre nues­tros oficiales, ya que las vidas alemanas son preciosas; pero los constantes delirios de los dos hombres sobre una terrible maldición trastornaban enormemente la disciplina, así que tomamos drásticas medidas. La tripu­lación aceptó el hecho con hosquedad, pero pareció serenar a Müller, que en adelante no volvió a causar problemas.


La semana siguiente estuvimos todos muy nerviosos, vigilando en espera del Dacia. La tensión se agravó con la desaparición de Müller y de Zimmer, quienes se suicidaron sin duda a causa del miedo que parecía atormentarles, aunque nadie les vio saltar por la borda. Casi me alegré de hallarme libre de Müller, porque in­cluso su mutismo influía de manera perniciosa en la tripulación. Ahora, todos parecían inclinados a perma­necer en silencio, como si tuviesen algún secreto te­mor. Muchos estaban enfermos, pero ninguno causaba problemas. El alférez de navío Klenze, debido a la tensión, se irritaba por cualquier insignificancia, como con la manada de delfines, cada vez más numerosa, que daba escolta al U-29, o la creciente intensidad de la corriente sur, que no registraban nuestras cartas.

Por último, se hizo evidente que habíamos perdido el Dacia por completo. Estos fracasos no son infre­cuentes, y nos sentimos más contentos que decepcionados, ya que había orden de regresar a Wilhelmsha­ven. A las 12,00 horas del 28 de junio pusimos rumbo nordeste; y a pesar de embarullarnos cómicamente con la inusitada multitud de delfines, no tardamos en en­contrarnos en ruta.

La explosión ocurrida en la sala de máquinas, a las 2,00 horas, nos cogió completamente de sorpresa. No se había observado ninguna anomalía en la maquinaria ni negligencia alguna por parte de los hombres; sin em­bargo, inesperadamente, la nave se estremeció de punta a punta a causa de la tremenda sacudida. El alfé­rez de navío Klenze acudió corriendo a la sala de má­quinas, encontrando el depósito de combustible y casi todo el mecanismo destrozados, y los maquinistas Raabe y Schneider muertos. Nuestra situación era ver­daderamente grave porque si bien los regeneradores químicos de aire estaban intactos, y podíamos utilizar los dispositivos de elevar y sumergir la nave, y abrir las escotillas para reabastecernos de aire comprimido y re­cargar los acumuladores, no había posibilidad de pro­pulsar ni gobernar el submarino. Tratar de buscar res­cate mediante botes salvavidas significaba ponernos en manos de nuestros enemigos, irracionalmente resenti­dos contra nuestra gran nación alemana; por otra parte, desde nuestro enfrentamiento con el Victory, no ha­bíamos conseguido establecer contacto por radio con ninguna unidad U de la Marina Imperial.
Desde el momento del accidente hasta el 2 de julio, fuimos arrastrados constantemente hacia el sur, casi sin planes, y sin avistar ningún buque. Los delfines seguían dando escolta al U-29, circunstancia sorprendente en cierto modo, teniendo en cuenta la distancia que llevá­bamos recorrida. En la mañana del 2 de julio avistamos un buque de guerra con bandera americana, y los hom­bres se mostraron muy nerviosos y con deseos de ren­dirse. Finalmente, el alférez de navío Klenze tuvo que pegarle un tiro a un tal Traube, dado que no paraba de incitar con especial violencia a este acto tan antigermá­nico. Esto acalló a la tripulación durante un tiempo, y nos sumergimos sin ser detectados.
Por la tarde, una densa bandada de aves marinas apa­reció por el sur y el océano empezó a moverse presa­giosamente. Cerramos las escotillas y esperamos a ver qué pasaba, hasta que comprendimos que debíamos sumergirnos, si no queríamos que nos hundiese el cre­ciente oleaje. Cada vez teníamos menos presión de aire y electricidad, y tratábamos de evitar el uso innecesario de nuestros escasos recursos mecánicos; pero en este caso, no había elección. No bajamos a mucha profun­didad; y cuando la mar se calmó un poco, unas horas después, decidimos a la superficie. Pero enton­ces surgió una nueva dificultad: la nave se negaba a responder a nuestra dirección, pese a todos los esfuer­zos de los mecánicos. Los hombres se asustaron aún más al sentirse prisioneros bajo el mar, y algunos em­pezaron a hablar nuevamente, en voz baja, de la ima­gen de marfil del alférez de navío Klenze; pero la vi­sión de su pistola automática les calmó. Mantuvimos a los pobres diablos todo lo ocupados que pudimos en la reparación de las máquinas, aunque sabíamos que era inútil.

Klenze y yo dormíamos normalmente en turnos distin­tos; y fue mientras yo dormía cuando se declaró el motín general, hacia las 5,00 horas del 4 de julio. Los seis cerdos marineros que quedaban, imaginando que estábamos perdidos, estallaron súbitamente en una furia vesánica por habernos negado a rendirnos al buque de guerra yanqui, dos días antes, entregándose a un delirio de mal­diciones y de destrucción. Rugían como animales y rom­pían indiscriminadamente muebles e instrumentos, gri­tando insensateces tales como que era la maldición de la imagen de marfil y del atezado joven muerto, que les había mirado antes de desaparecer nadando. El alférez de navío Klenze parecía paralizado, imposibilitado, como era de esperar en un renano blando y afeminado. Maté a los seis hombres, dado que era necesario, y me aseguré de que no quedara ninguno con vida. Echamos sus cadáveres por la doble escotilla y nos quedamos solos él y yo en el U-29. Klenze estaba muy nervioso, y bebía mucho. De­cidimos mantenernos con vida cuanto nos fuese posible, haciendo uso de la gran cantidad de vituallas y de la provisión química de oxígeno que teníamos, ya que nin­guna de estas dos cosas había sufrido daño en los estúpi­dos desmanes de los puercos marineros. La giroscópica, manómetros y demás instrumentos delicados habían quedado inservibles; en adelante, nuestros cálculos se­rían meras suposiciones basadas en nuestros relojes, el calendario y la aparente trayectoria de nuestro desplazamiento, deducida por cualquier objeto que pudiéramos avistar a través de los portillos o desde la torreta. Por fortuna, aún contábamos con bastante carga en los acu­muladores, tanto para la luz interior como para el proyec­tor. De cuando en cuando, barríamos con el haz de luz los alrededores de la nave; pero no veíamos más que delfines nadando paralelamente a nosotros. Me sentí científica­mente interesado por estos delfines; pues aunque el delphinus delphis común es un mamífero cetáceo incapaz de subsistir sin aire, estuve observando a uno de estos nada­dores durante dos horas, y no vi que mostrara el menor deseo de subir a la superficie.

Con el paso del tiempo, Klenze y yo llegamos a la conclusión de que seguíamos siendo arrastrados hacia el sur, a la vez que descendíamos cada vez más. Obser­vamos la fauna y la flora marinas, y consultamos bastan­tes detalles sobre esta cuestión en los libros que yo traía conmigo para los momentos de ocio. No pude por menos de notar, sin embargo, la poca preparación cien­tífica de mi compañero. No tenía una mentalidad pru­siana, de modo que era propenso a fantasías y especu­laciones sin fundamento alguno. La certeza de nuestra muerte inminente le afectó de manera curiosa, y rezaba a menudo, en arrepentimiento por los hombres, muje­res y niños que había enviado al fondo del mar, olvi­dando que todo lo que supone un servicio al estado alemán es una acción noble. Al cabo de cierto tiempo, sufrió un notable desequilibrio, y permanecía horas y horas mirando la imagen de marfil, y murmurando fan­tásticas historias sobre cosas perdidas y olvidadas bajo la mar. A veces, a modo de prueba psicológica, le hacía hablar de todos estos desvaríos, y escuchaba sus inter­minables citas poéticas y relatos de barcos hundidos. Me daba mucha lástima su estado, ya que me desagrada ver sufrir a un alemán; pero no era persona con la que valiera la pena morir. En cuanto a mí, era un hombre orgulloso, consciente de que la Patria honraría mi me­moria, y de que mis hijos serían educados para que fuesen como yo.

El 9 de agosto avistamos el fondo oceánico, y proyectamos un potente haz de luz hacia él. Era una in­mensa llanura ondulada, cubierta en su mayor parte de algas, y salpicada de conchas y pequeños moluscos. De trecho en trecho se veían objetos verdosos de miste­riosos contornos, cubiertos de algas e incrustados de percebes; Klenze afirmaba que sin duda eran barcos antiguos hundidos. Hubo una cosa que le dejó per­plejo: un pico sólido que emergía casi unos cuatro pies del lecho del océano; tenía unos dos pies de grosor, y los lados planos; las superficies superiores, suaves, se unían formando un ángulo muy obtuso. Dije que era una punta de roca que emergía; pero Klenze creyó ver figuras talladas en ella. Poco después empezó a tem­blar, y se alejó como asustado del portillo; sin em­bargo, no dio otra explicación, sino que le abrumaba la inmensidad, oscuridad, antigüedad y misterio de los abismos oceánicos. Tenía la mente cansada; pero yo soy alemán en todo momento, y no tardé en observar dos cosas: que el U-29 soportaba espléndidamente la pre­sión del agua, y que los extraños delfines seguían a nues­tro alrededor, aun cuando estábamos a una profundidad en la que la mayoría de los naturalistas considera imposi­ble la existencia de organismos superiores. Estaba con­vencido de que habíamos sobreestimado nuestra profundidad; con todo, sin duda estábamos lo bastante abajo como para que estos fenómenos resultaran ex­traordinarios. Nuestra velocidad, siempre hacia el sur, era más o menos la que yo calculaba por los organismos que pasaban en los niveles superiores.

A las 15:15 del 12 de agosto, el pobre Klenze se volvió completamente loco. Había estado en la torreta utilizando el proyector, cuando le vi entrar en el com­partimiento de la biblioteca, donde yo me encontraba sentado leyendo, y su cara le traicionó inmediatamente. Repetiré aquí lo que dijo, subrayando las palabras que él recalcó: «¡El está llamando! ¡El está llamando! ¡Le oigo! ¡Tenemos que ir! ». Mientras hablaba, cogió la imagen de marfil de encima de la mesa, se la guardó en el bolsillo, y me agarró del brazo con intención de lle­varme escaleras arriba, hacia cubierta. En seguida me di cuenta de que pretendía abrir la escotilla, y que salié­ramos los dos al agua exterior; extravagancia suicida y homicida a la que yo no estaba dispuesto. Al echarme atrás, y tratar de calmarle, se puso más violento, y ex­clamó:
—-Vamos ahora… no esperemos a más tarde; es me­jor arrepentirse y ser perdonado, que desafiar y ser condenado.
Así que, en vez de tratar de tranquilizarle, adopté la actitud contraria, y le dije que estaba loco, loco de remate. Pero no se conmovió, y dijo a gritos:
—-¡Si estoy loco, es una suerte! ¡Que los dioses tengan piedad del hombre que, en su insensibili­dad, permanece sano hasta su espantoso fin! ¡Ven y enloquece, ahora que él nos llama con misericordia!

Esta explosión pareció aliviar la presión de su cere­bro; porque seguidamente se mostró mucho más dócil, y me pidió que le dejase ir solo, si no quería acompa­ñarle. Me di cuenta en seguida de qué era lo que debía hacer. Aunque era alemán, se trataba sólo de un re­nano de lo más ordinario; y ahora, se había convertido en un loco potencialmente peligroso. Accediendo a su petición suicida, me libraría inmediatamente del que ya no era mí compañero, sino una amenaza. Le pedí que me diese la imagen de marfil, pero mi petición provocó en él una risa tan inusitada que no insistí. Entonces le pregunté si quería dejar algún recuerdo o bucle de pelo para su familia en Alemania, en caso de que yo fuese rescatado; pero nuevamente se echó a reír. De modo que, cuando subió por la escala, fui a los mandos y, tras los intervalos de tiempo adecuados, hice funcionar el mecanismo que iba a acabar con su vida. Una vez com­probado que ya no estaba a bordo, di una pasada con el proyector por el agua, en un intento por verle por última vez, para comprobar si le aplastaba la presión del agua, tal como debía ocurrir teóricamente, o si no afectaba a su cuerpo, como pasaba con aquellos ex­traordinarios delfines. Sin embargo, no conseguí ver a mi difunto compañero, ya que los delfines se apelotonaban en torno al submarino oscureciendo los alrede­dores de la torreta.
Esa noche sentí no haberme apoderado disimulada­mente de la imagen de marfil del bolsillo del pobre Klenze; porque me fascinaba su recuerdo. No podía olvidar aquella cabeza joven y hermosa con su corona de hojas, aunque no poseo talante artístico. También sentía no tener con quien conversar. Era mejor tener a Klenze, aunque no estuviese a mi altura intelectual, que a nadie. Esa noche no dormí bien, preguntándome cuándo me llegaría el fin. Evidentemente, había muy pocas probabilidades de que me rescataran.
Al día siguiente, subí a la torreta e inicié las acos­tumbradas exploraciones con el proyector. Hacia el norte, la perspectiva era muy semejante a la que ha­bíamos tenido desde que avistamos el fondo, pero noté que el desplazamiento del U-29 era menos rápido. Al enfocar el haz de luz hacia el sur, noté que el fondo oceánico descendía en un pronunciado declive, y que había bloques de piedra curiosamente regulares en de­terminados puntos, dispuestos como siguiendo un tra­zado concreto. La nave, al principio, no descendió en seguida paralelamente a la creciente profundidad del océano, de modo que no tardé en verme obligado a ajustar el proyector, a fin de seguir enfocando su po­tente haz hacia abajo. A causa del brusco movimiento se desconectó un cable, y tardé varios minutos en co­nectarlo otra vez; finalmente, volvió la luz al proyector, y se derramó por el valle marino que tenía debajo de mí.
No soy propenso a dejarme llevar por emociones de ninguna clase, pero mi asombro fue muy grande cuando vilo que el haz de luz eléctrica iluminaba. Sin embargo, como persona educada en la mejor cultura Prusiana, no debí haberme asombrado, ya que la geología y la tradición nos hablan igualmente de grandes trans­posiciones de zonas oceánicas y continentales. Lo que vi fue una complicada serie de edificios en ruinas, to­dos de una arquitectura magnífica, aunque inclasifica­ble, y en diversos grados d¿ conservación. La mayoría parecía ser de un mármol que brillaba blanquecino bajo los rayos del proyector, y el trazado general co­rrespondía a una gran ciudad enclavada en el fondo de un estrecho valle, con numerosos templos y villas di­seminados por las empinadas laderas. Había tejados hundidos y columnas caídas; pero aún reinaba un aire de esplendor inmensamente antiguo que nada era capaz de borrar.
Comprendiendo que al fin me encontraba ante la Atlántida, a la que antes había considerado un mito, me sentí el más ávido de los exploradores. En el fondo de aquel valle había discurrido un río en otro tiempo; porque al examinar con más atención el paisaje vi res­tos de puentes de piedra y de mármol, diques, terrazas y terraplenes en otro tiempo verdeantes y hermosos. En mi entusiasmo, me sentí tan idiota y sentimental como el pobre Klenze; y tardé en darme cuenta de que la corriente sur había cesado, dejando que el U-29 descendiera lentamente hacia la ciudad sumergida como el aeroplano se posa en una ciudad, arriba en la superficie. También tardé en darme cuenta de que ha­bía desaparecido la manada de extraordinarios delfines.
Unas dos horas después, la nave se posó en una plaza pavimentada, cerca de la pared rocosa del valle. A un lado pude ver la ciudad entera que descendía hacia la plaza, hasta el borde del antiguo río; al otro, y sorpren­dentemente cerca, me encontré ante un edificio rica­mente ornamentado y muy bien conservado; eviden­temente, se trataba de un templo excavado en la roca. Del arte original de esta obra titánica sólo me es posi­ble aventurar conjeturas. La fachada, de inmensas pro­porciones, cubre al parecer una oquedad continua, ya que sus ventanales son numerosos y están ampliamente distribuidos. En el centro se abre un gran pórtico al que se llega por una escalinata de impresionantes pel­daños y el cual se encuentra rodeado de exquisitos relieves que representaban como figuras de bacantes. Delante se alzan las grandes columnas y el friso, deco­radas ambas con esculturas de indescriptible belleza; evidentemente, representan escenas pastoriles ideali­zadas y procesiones de sacerdotes y sacerdotisas por­tando extraños objetos ceremoniales, en adoración de un dios radiante. El arte es prodigiosamente perfecto, de concepción sensiblemente helénica, si bien está do­tado de una extraña personalidad. Comunica una im­presión de terrible antigüedad, como si se tratase, no de un inmediato antecesor del arte griego, sino del más remoto. No me cabe duda de que cada elemento de esa obra imponente está esculpido en una ladera de roca virgen de nuestro planeta, aunque no puedo ima­ginar cómo excavarían su interior. Quizá proporcionase el hueco principal alguna caverna o serie de cavernas. Ni el tiempo ni la inmersión han deteriorado la prístina grandeza de este templo terrible —porque sin duda se trata de un templo—; y hoy, miles de años después, descansa inmaculado e inviolado en la noche intermi­nable y el silencio del abismo oceánico.
No puedo calcular las horas que pasé contemplando la ciudad hundida con sus edificios, arcos, estatuas y puentes, y el colosal templo con su belleza y su, miste­rio. Aunque sabía que mi muerte estaba cerca, me con­sumía la curiosidad; y seguí moviendo el proyector an­sioso por ver. El haz de luz me permitía apreciar mu­chos detalles, pero no lograba revelar nada, más allá de
la puerta del templo tallado en la roca. Un rato después apagué, consciente de que debía ahorrar energía. Los
rayos ahora eran sensiblemente más débiles que en las semanas de navegación a la deriva. Y como acuciado por la inminente privación de la luz, me aumentó el deseo de explorar los secretos de las aguas. Como ale­mán, debía ser el primero en pisar esos caminos olvi­dados durante milenios.
Saqué y examiné una escafandra de grandes profun­didades, de metal articulado, y probé la luz portátil y el regenerador de aire. Aunque seria difícil manejar yo solo la doble escotilla, pensé que podía salvar todos los obstáculos con mi habilidad científica, y caminar efecti­vamente por esa ciudad muerta.

El 16 de agosto efectué una salida del U-29, y ca­miné trabajosamente por las calles en ruinas y cubiertas de barro, hacia el antiguo río. No encontré esqueletos ni restos humanos, aunque coseché una enorme ri­queza arqueológica en esculturas y monedas. No puedo hablar ahora de todo ese material, si no es para expre­sar mi terror ante esta cultura que se encontraba en el cenit de la gloria cuando los cavernícolas vagaban por Europa y el Nilo discurría sin que se asomara a él civilización alguna. Otros, guiados por este manuscrito -si llega a ser encontrado alguna vez—., deberán reve­lar el misterio que yo solamente puedo señalar. Volví a la nave, dado que mis baterías se debilitaban, aunque decidido a explorar el templo de roca al día siguiente.
El 17, aunque mis deseos de explorar el misterio del templo se habían vuelto más insistentes, me llevé un desencanto, al descubrir que los materiales que necesi­taba para recargar la lámpara portátil habían perecido en el motín de aquellos cerdos, del mes de julio. Mi rabia no tuvo límites; sin embargo, mi sentido común alemán no me permitía aventurarme a entrar sin las debidas condiciones en un recinto completamente en tinieblas que podía resultar la madriguera de algún in­descriptible monstruo marino, o un laberinto de cuyos pasadizos me fuera luego imposible salir. Todo lo que podía hacer era enfocar el proyector del U-29, acer­carme hasta la puerta con su ayuda, y examinar los relieves exteriores. El haz de luz entraba por el pórtico en ángulo ascendente; de modo que me asomé para ver si lograba descubrir algo, aunque en vano. Ni siquiera se veía el techo; y aunque di un paso o dos hacia el interior, después de tantear el piso con un palo, no me atreví a seguir. Además, por primera vez en mi vida experimenté la emoción del miedo. Empezaba a com­prender cómo se habían originado algunos de los esta­dos de ánimo del pobre Klenze, ya que a medida que el templo me iba atrayendo cada vez más, sentía un terror ciego y creciente hacia sus abismos acuosos. Apagué las luces y me senté a meditar en tinieblas. Ahora debía ahorrar electricidad para las emergencias.
El sábado 18 lo pasé sumido en total oscuridad, atormentado por pensamientos y recuerdos que amenazaban doblegar mi voluntad alemana. Klenze se había vuelto loco y había perecido antes de llegar a este ves­tigio siniestro de un pasado abominablemente remoto, y me había aconsejado que me fuese con él. ¿Acaso el Destino preservaba mi razón sólo para arrastrarme irresistiblemente a un final más horrible e impensable de lo que haya podido soñar nadie? Evidentemente, tenía los nervios agotados; debía desechar estas ideas, propias de un hombre débil.
La noche del sábado no me podía dormir, y encendí las luces sin preocuparme por lo que pasara después. Era una lástima que la electricidad no durase lo mismo que el aire o las provisiones. Volví a pensar en recurrir a la eutanasia, y examiné mi pistola. Hacia el amanecer debí de quedarme dormido con las luces encendidas, ya que ayer tarde me desperté completamente a oscu­ras, para encontrarme con que los acumuladores se ha­bían agotado. Encendí varias cerillas, una detrás de otra, y lamenté con desespero la imprevisión que nos hizo gastar las pocas velas que llevábamos.
Después de apagarse la última cerilla que me atreví a encender, permanecí sentado completamente inmóvil, sin luz. Mientras pensaba en el inevitable fin, mi mente repasó los acontecimientos precedentes; entonces me llegó a la plena conciencia una impresión hasta ahora aletargada, que a un hombre más débil y supersticioso le habría hecho estremecer. La cabeza del dios radiante de las esculturas del templo de roca es idéntica al trozo de marfil tallado que el marinero muerto sacó del mar y que el pobre Klenze devolvió.
Me quedé un poco aturdido ante esta coincidencia, pero no sentí miedo. Sólo el pensamiento inferior se apresura a explicar lo singular y lo complejo mediante el recurso primitivo del sobrenaturalismo. La coinci­dencia resultaba extraña, pero yo tenía una razón de­masiado sana para relacionar circunstancias que no ad­miten una conexión lógica, o asociar de manera extraña los desastrosos acontecimientos que desde el hundi­miento del Victory habían conducido a mi presente si­tuación crítica. Comprendiendo que necesitaba descansar, tomé un sedante a fin de procurarme un poco más de sueño. Mi estado de nervios se reflejó en mis pesa­dillas, ya que me pareció oír gritos de personas aho­gándose, y ver sus rostros apretados contra el cristal de los portillos de la nave. Y entre las caras muertas, es­taba el semblante burlesco y vivo del joven de la ima­gen de marfil.
Debo tener cuidado en el modo de consignar mi despertar hoy, ya que me siento trastornado; y sin duda hay muchas alucinaciones mezcladas con lo real. Psicológicamente, mi caso es enormemente interesante, y siento no poder ser reconocido científicamente por una autoridad alemana competente. Al abrir los ojos, lo primero que experimenté fue un deseo irresistible de visitar el templo de roca; deseo que aumentaba a cada instante, aunque trataba instintivamente de resistir con alguna emoción de temor que operaba en sentido con­trario. A continuación, me sobrevino una impresión de luz en medio de la oscuridad de las baterías descarga­das, y me pareció ver una especie de resplandor fosfo­rescente en el agua que entraba por el portillo orien­tado hacia el templo. Esto despertó mi curiosidad, pues sabía que ningún organismo de las profundidades abis­males era capaz de emitir tal luminosidad. Pero antes de que pudiese comprobarlo, me llegó una tercera im­presión que, debido! a su carácter irracional, me hizo dudar de la objetividad de todo cuanto registrasen mis sentidos. Fue una ilusión auditiva: una sensación de sonido rítmico, melódico, como de cántico o himno coral frenético, aunque hermoso, que provenía del ex­terior y traspasaba el casco del U-29, pese a estar abso­lutamente insonorizado. Convencido de mi anormali­dad .psicológica y nerviosa, encendí algunas cerillas y me tomé una fuerte dosis de bromuro sódico, que pa­reció calmarme hasta el extremo de disipar esa ilusión de sonido. Pero seguía la fosforescencia, y me costó trabajo reprimir el infantil impulso de ir a la portilla a averiguar su causa. Era espantosamente realista; hasta el punto de que podía distinguir los objetos familiares que me rodeaban, así como el vaso vacío del bromuro, del que no tenía impresión visual alguna del sitio donde lo había dejado. Esta última circunstancia me hizo reflexionar, crucé el compartimiento y toqué el vaso. Efectivamente, estaba en el lugar donde me pare­cía verlo. Ahora sabía que la luz era o bien real, o parte de una alucinación tan fija y coherente que no podía esperar que se disipase; de modo que renunciando a toda resistencia, subí a la torreta, con intención de ave­riguar cuál era el agente luminoso. ¿Sería en realidad otra nave U-, y me brindaría la posibilidad de rescatarme?
Conviene que el lector no acepte como verdad obje­tiva nada de cuanto sigue. Dado que los acontecimien­tos trascienden la ley natural, han de ser necesaria­mente creaciones subjetivas e irreales de mi mente so­breexcitada. Al llegar a la torreta, descubrí el mar, en general, muchísimo menos luminoso de lo que espe­raba. No había fosforescencia alguna vegetal ni animal, y la ciudad que descendía hacia el río era invisible en las tinieblas. Lo que vi no era espectacular; no era gro­tesco ni aterrador. Sin embargo, me hizo perder el úl­timo atisbo de confianza en mi conciencia. La puerta y los ventanales del templo subacuático tallado en el monte rocoso se encontraba vívidamente iluminado por un resplan­dor vacilante, como procedente de las llamas poderosas de un altar en lo más profundo de su interior.
Los incidentes que siguieron son caóticos. Mientras observaba el pórtico y los ventanales misteriosamente iluminados, sufrí las visiones más extravagantes; visio­nes tan insensatas, que no me es posible siquiera con­signarías. Me pareció vislumbrar bultos en el templo; bultos que estaban inmóviles, y bultos que se movían; y me pareció también oír otra vez el cántico irreal que flotaba a mi alrededor cuando desperté. Y por encima de todo, despertaron en mí pensamientos y temores que giraban en torno al joven del mar y la imagen de marfil cuya talla era reproducción de los frisos y colum­nas del templo que tenía ante mí. Pensé en el pobre Klenze, y me pregunté dónde descansaría, con aquella imagen que había devuelto al mar. El me había advertido que se había vuelto loco ante dificultades que un pru­siano es capaz de soportar perfectamente.
El resto es muy simple. Mi impulso a visitar y entrar en el templo se ha convertido ya en una orden inexpli­cable e imperiosa a la que finalmente no me puedo re­sistir. Mi voluntad alemana no es capaz de controlar mis actos, y la volición es posible en adelante sólo cuan­do se trata de cuestiones sin importancia. Semejante locu­ra es la que arrastró a la muerte al pobre Klenze, sin escafandra ni protección alguna, en el océano; pero yo soy prusiano y hombre con sentido común, y utilizaré hasta el final la poca voluntad que me queda. Cuando comprendí por primera vez que debía ir, preparé la escafandra y el regenerador de aire para ponérmelo inmediatamente; acto seguido, empecé a escribir esta crónica apresurada con la esperanza de que llegue al mundo alguna vez. Meteré el manuscrito en la botella, la sellaré, y cuando salga del U-29 y lo abandone por última vez, la confiaré al mar.
No tengo miedo, ni siquiera de las predicciones del loco Klenze. Lo que he visto no puede ser cierto, y sé que esta locura de mi propia voluntad puede condu­cirme a la asfixia todo lo más, cuando el aire se ter­mine. La luz del templo es una pura alucinación; así que moriré serenamente, como alemán, en las negras y olvidadas profundidades. Esa risa demoníaca que oigo mientras escribo es tan sólo producto de mi cerebro debilitado. Me pondré cuidadosamente el traje, y su­biré intrépidamente la escalinata de ese santuario pri­mordial, de ese mudo secreto de las aguas insondables y de los tiempos inmemoriales.

Fin

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Los que se marchan de Omelas https://culturaquetzal.com/2025/02/28/los-que-se-marchan-de-omelas/ https://culturaquetzal.com/2025/02/28/los-que-se-marchan-de-omelas/#respond Fri, 28 Feb 2025 07:10:14 +0000 https://culturaquetzal.com/?p=1352 Por: Ursula K. Le Guin

Con un estruendo de campanas que hizo alzar el vuelo a las golondrinas, la Fiesta del Verano penetró en la deslumbrante ciudad de Omelas, cuyas torres dominan el mar. En el puerto, los gallardetes ponían notas multicolores en los aparejos de los buques. En las calles, entre las casas de tejados rojos y paredes encaladas, entre los tupidos jardines y en las avenidas flanqueadas de árboles, ante los enormes parques y los edificios públicos, avanzaban las procesiones. Algunas eran solemnes: ancianos vestidos con ropas grises y malvas, maestros artesanos de rostros graves, mujeres sonrientes pero dignas, llevando en brazos a sus chiquillos y charlando mientras avanzaban. En otras calles, el ritmo de la música era más rápido, un estruendo de tambores y de platillos; y la gente bailaba, toda la procesión no era más que un enorme baile. Los chiquillos saltaban por todos lados, y sus agudos gritos se elevaban como el vuelo de las golondrinas por encima de la música y de los cantos. Todas las procesiones avanzaban ascendiendo hacia la parte norte de la ciudad, hacia la gran pradera llamada Campos Verdes, donde chicos y chicas, desnudos bajo el Sol, con los pies, las piernas y los ágiles brazos cubiertos de barro, ejercitaban a sus caballos antes de la carrera. Los caballos no llevaban ningún arreo, excepto un cabestro sin freno. Sus crines estaban adornadas con lazos de color plateado, verde y oro. Dilataban sus ollares, piafaban y se pavoneaban; se mostraban muy excitados, ya que el caballo es el único animal que ha hecho suyas nuestras ceremonias. En la lejanía, al norte y al oeste, se elevaban las montañas, rodeando a medias Omelas con su inmenso abrazo. El aire matutino era tan puro que la nieve que coronaba aún las Dieciocho Montañas brillaba con un fuego blanco y oro bajo la luz del Sol, ornada por el profundo azul del cielo. Había exactamente el viento preciso para hacer ondear y chasquear de tanto en tanto las banderas que limitaban el terreno donde iba a desarrollarse la carrera. En el silencio de los amplios prados verdes podía oírse cómo la música serpenteaba por las calles de la ciudad, primero lejana, luego más y más próxima, avanzando siempre, un agradable presente difundiéndose en el aire, que a veces reverberaba y se condensaba para estallar en un inmenso y alegre repicar de campanas.

¡Alegre! ¿Cómo es posible hablar de alegría? ¿Cómo describir a los ciudadanos de Omelas?

No eran gentes simples, aunque fueran felices. Pero las pala bras que expresan la alegría ya no suenan muy a menudo. Todas las sonrisas se han vuelto algo arcaico. Con una descripción así, uno tiende a hacer ciertas conjeturas. Con una descripción como ésta, uno espera ver al rey montado en un espléndido arañón y rodeado de sus nobles caballeros, o quizá en una litera de oro transportada por musculosos esclavos. Pero en Omelas no había rey. No se utilizaban las espadas, y tampoco había esclavos. No eran bárbaros. No conozco las reglas y las leyes de su sociedad, pero estoy segura que éstas eran poco numerosas. Y como vivían sin monarquía y sin esclavitud, tampoco tenían Bolsa, ni publicidad, ni policía secreta, ni bombas. Y sin embargo, no eran gentes sencillas, nada de dulces pastores, ni nobles salvajes, ni cándidos utópicos. No eran menos complejos que nosotros. Lo malo es que nosotros poseemos la mala costumbre, animada por los pedantes y los sofistas, de considerar la felicidad como algo más bien estúpido. Sólo el sufrimiento es intelectual, sólo el mal es interesante. Esta es la traición del artista: su negativa a admitir la banalidad del mal y el terrible aburrimiento del dolor. Si no les puedes vencer, únete a ellos. Si te duele, vuelve a comenzar. Pero aceptar la desesperación es condenar la alegría; adoptar la violencia es perder el dominio de todo lo demás. Y casi lo hemos perdido todo; ya no podemos describir a un hombre feliz, ni celebrar la menor alegría. ¿Podría hablarles yo, en algunas palabras, de los habitantes de Omelas? No eran en absoluto niños ingenuos y felices… aunque, de hecho, sus niños eran felices. Eran adultos maduros, inteligentes y apasionados, cuya vida no era en ningún sentido miserable. ¡Oh, milagro! Pero me gustaría poder ofrecer una mejor descripción. Me gustaría poder convencerles. Omelas resuena en mi boca como una ciudad de cuento de hadas; suena a érase una vez, hace tanto tiempo, en un lejano país… Quizá sería mejor forzarles a imaginarla por ustedes mismos, aunque no estoy segura del resultado, ya que seguramente no podré satisfacerles a todos. Por ejemplo: ¿cuál era su tecnología? No había coches en sus calles ni helicópteros volando sobre la ciudad; y esto provenía del hecho que los habitantes de Omelas son gentes felices. La felicidad se funda en un justo discernimiento entre lo que es necesario, lo que no es ni necesario ni nocivo, y lo que es nocivo. Si se considera la segunda categoría —la de lo que no es ni necesario ni nocivo; la del confort, el lujo, la exuberancia, etcétera—, podían tener perfectamente calefacción central, ferrocarril subterráneo, lavadoras, y toda esa clase de maravillosos aparatos que aquí aún no hemos inventado: lámparas flotantes, otra fuente de energía distinta al petróleo, un remedio contra el resfriado. Quizá no tuvieran nada de todo eso: es algo que no tiene la menor importancia. Ustedes mismos. Yo me inclino a creer que los habitantes de las ciudades vecinas llegaron a Omelas, durante los días que precedieron a la Fiesta, en pequeños trenes rápidos y en tranvías de dos pisos, y que la estación de Omelas es el edificio más hermoso de la ciudad, aunque su arquitectura sea más sencilla que la del magnífico Mercado de Agricultores. Pero pese a esos trenes, me temo que Omelas no les parezca una ciudad agradable. Sonrisas, campanas, paradas, caballos…, ¡bah! Entonces, añádanle una orgía. Si les parece útil añadirle una orgía, no vacilen. Sin embargo, no nos dejemos arrastrar hasta instalar en ella templos de donde surgen magníficos sacerdotes y sacerdotisas enteramente desnudos, ya casi en éxtasis y dispuestos a copular con cualquiera, hombre o mujer, amante o extranjero, deseando la unión con la divinidad de la sangre, aunque esta fuera mi primera idea. Pero, realmente, será mejor no tener templos en Omelas… al menos no templos materiales. Religión sí, clero no. Esas hermosas personas desnudas pueden sin duda contentarse con pasear por la ciudad, ofreciéndose como soplos divinos al apetito de los hambrientos y al placer de la carne. Dejémosles unirse a las procesiones. Dejemos que los tambores resuenen por encima de las parejas copulando, dejemos los platillos proclamar la gloria del deseo, y que (y este no es un extremo que haya que olvidar) los hijos nacidos de tales deliciosos rituales sean amados y educados por toda la comunidad. Una cosa que sé que no existe en Omelas es el crimen. ¿Pero podría ser de otro modo? Al principio pensaba que no existían las drogas, pero esta es una actitud puritana. Para aquellos que lo desean, el insistente y difuso dulzor del drooz puede perfumar las calles de la ciudad. El drooz no produce adicción. Otorga primero al cuerpo y a la mente una gran claridad y una increíble ligereza de miembros, y luego, tras algunas horas, una ensoñadora languidez, y finalmente maravillosas visiones sobre los secretos más íntimos y recónditos del Universo, al tiempo que excita los placeres del sexo más allá de toda imaginación. Para aquellos que tienen gustos más modestos, imagino que debe existir la cerveza. ¿Qué otra cosa puede hallarse en la radiante ciudad? El sentido de la victoria, por supuesto, la celebración del valor. Pero, puesto que no tenemos clérigos, no tengamos tampoco soldados. La alegría que nace de una victoria carnicera no es una alegría sana; no le convendría aquí; está llena de horror y no posee ningún interés. Un placer generoso e ilimitado, un triunfo magnánimo experimentado no contra algún enemigo exterior, sino en comunión con lo más justo y más hermoso que hay en la mente de todos los hombres, y con el esplendor del verano dominando el Mundo: eso es lo que hincha el corazón de los habitantes de Omelas, y la victoria que celebran es la victoria de la vida. Realmente, creo que no hay muchos que sientan la necesidad de tomar drooz.

La mayor parte de las procesiones han alcanzado ya Campos Verdes. Un maravilloso aroma a comida escapa de las tiendas rojas y azules tras los tenderetes. Los rostros de los niños están llenos de dulce. Unas migajas de un sabroso pastel permanecen prisioneras en la benévola barba gris de un anciano. Los chicos y las chicas han montado en sus caballos y van agrupándose cerca de la línea de salida de la carrera. Una vieja mujer, menuda, gorda y sonriente, distribuye flores de un cesto, y la gente se las mete entre sus brillantes cabellos. Un niño de nueve o diez años permanece sentado al borde de la multitud, solo, tocando una flauta de madera. Las gentes se detienen a escucharle, le sonríen, pero no le dicen nada, ya que él no deja de tocar y ni siquiera les ve, sus ojos obscuros están perdidos en la suave y ondulante magia de la melodía.

De pronto, se detiene y baja las manos que sostienen la flauta de madera.

Como si ese pequeño silencio personal fuera la señal, una trompeta deja oír su vibrante sonido desde la tienda que se halla junto a la línea de partida: imperiosa, melancólica, penetrante. Los caballos patalean y se agitan. Tranquilizadoramente, los jóvenes jinetes acarician el cuello de su montura y murmuran palabras halagadoras: «Tranquilo, tranquilo, vas a ganar, estoy seguro…». Comienzan a formar una hilera a lo largo de la línea de partida. La multitud que bordea el campo de carreras da la impresión de una pradera de hierba y flores agitada por el viento. La Fiesta del Verano acaba de comenzar.

¿Creen ustedes todo esto? ¿Aceptan la realidad de esta celebración, de esta ciudad, de esta alegría? ¿No? Entonces déjenme describirles algo más.

En el subsuelo de uno de los magníficos edificios públicos de Omelas, o quizá en los sótanos de una de esas espaciosas mansiones privadas, hay un cuarto. Su puerta está cerrada con llave, y no tiene ninguna ventana. Un poco de polvorienta luz se filtra en su interior por los intersticios de las planchas de otra ventana recubierta de telarañas en algún lugar al otro lado de la puerta. En un rincón del pequeño cuarto hay dos escobas hechas con ramas duras, llenas de mugre, de olor repugnante, colocadas cerca de un oxidado cubo. El suelo está sucio, es húmedo al tacto, como suelen serlo generalmente los suelos de los sótanos. El cuarto tiene tres pasos de largo por dos de ancho: apenas una alacena o un cuarto trastero abandonado. Hay un niño sentado en este lugar. Puede que sea un niño o una niña. Parece tener unos seis años, pero de hecho tiene casi diez. Es retrasado mental. Quizá naciera deficiente, o tal vez su imbecilidad sea debida al miedo, a la mala nutrición y a la falta de cuidados. Se rasca la nariz y a veces se manosea los dedos de los pies o el sexo, y permanece sentado, acurrucado en el rincón opuesto al cubo y a las dos escobas. Tiene miedo de las escobas. Las encuentra horribles. Cierra los ojos, pero sabe que las escobas siguen estando allá; y la puerta está cerrada con llave; y nadie vendrá. La puerta permanece siempre cerrada, y nadie viene nunca, excepto algunas veces —el niño no tiene la menor noción del paso del tiempo—, algunas veces en que la puerta chirría horriblemente y se abre, y una persona, o varias personas, aparecen. Una de ellas entra a veces y golpea al niño para que se levante. Las demás no se le acercan nunca, pero miran al interior del cuarto con ojos de horror y de disgusto. El cuenco de la comida y la jarra son llenados apresuradamente, la puerta vuelve a cerrarse con llave, los ojos desaparecen. Las gentes que permanecen en la puerta no dicen nunca nada, pero el niño, que no siempre ha vivido en aquel cuarto y puede recordar la luz del Sol y la voz de su madre, habla algunas veces.

«Seré bueno —dice—. Por favor, déjenme salir. ¡Seré bueno!».

Ellos no contestan nunca. Antes, por la noche, el niño gritaba pidiendo ayuda y lloraba mucho, pero ahora no hace más que gemir suavemente, «mhmm-haa, mhmmhaa », y habla menos cada vez. Está tan delgado que sus piernas son puros huesos y su vientre una enorme protuberancia; vive con medio cuenco diario de grasa y cereal. Está desnudo. Sus muslos y sus nalgas no son más que una masa de infectas úlceras, y permanece constantemente sentado sobre sus propios excrementos.

Todos saben que está allá, todos los habitantes de Omelas. Algunos comprenden por qué, otros no, pero todos comprenden que su felicidad, la belleza de su ciudad, el afecto de sus relaciones, la salud de sus hijos, la sabiduría de sus sabios, el talento de sus artistas, incluso la abundancia de sus cosechas y la suavidad de su clima dependen completamente de la horrible miseria de aquel niño.

Generalmente esto les es explicado a los niños cuando tienen entre ocho y doce años, cuando se hallan en edad de comprender; y la mayor parte de los que van a ver al niño son jóvenes, aunque hay también adultos que acuden a menudo a verle, algunas veces de nuevo. No importa el modo cómo les haya sido explicado, esos jóvenes espectadores se muestran siempre impresionados y disgustados por lo que ven. Sienten aversión, algo que creían superado. Sienten la cólera, el ultraje, la impotencia, pese a todas las explicaciones. Les gustaría hacer algo por el niño. Pero no hay nada que puedan hacer. Si el niño fuera conducido a la luz del Sol, fuera de aquel abominable lugar, si se le lavara y recibiera comida y cuidados, eso sería algo bueno, desde luego. Pero si se hiciera esto, toda la prosperidad, la belleza y la alegría de Omelas serían destruidas ese mismo día y esa misma hora. Ésas son las condiciones. Cambiar toda la bondad y alegría de Omelas por esa simple y mínima mejora: rechazar la felicidad de miles de personas por la posibilidad de la felicidad de uno solo: esto sería, por supuesto, dejar que la culpa atravesara las murallas.

Las condiciones son estrictas y absolutas; ni siquiera hay que decirle una palabra amable al niño. A menudo los jóvenes entran llorando en sus casas, o inundados de una contenida rabia, cuando han visto al niño y afrontado aquella terrible paradoja. Pueden irla asimilando durante semanas o incluso años. Pero con el tiempo empiezan a darse cuenta que, incluso si el niño fuera liberado, no sacaría mucho provecho de su libertad: un pequeño y vago placer de calor y alimento, por supuesto, pero no mucho más. Está demasiado idiotizado y degradado como para sentir la menor alegría real. Ha vivido durante demasiado tiempo atemorizado para verse alguna vez liberado de él. Sus costumbres son demasiado salvajes para que pueda reaccionar ante un trato humano. De hecho, tras tanto tiempo, se sentiría indudablemente desgraciado sin paredes que le protegieran, sin tinieblas para sus ojos, sin excrementos sobre los que sentarse. Sus lágrimas ante tan cruel injusticia se secan cuando empiezan a percibir y a aceptar la terrible justicia de la realidad. Y sin embargo son sus lágrimas y su cólera, su tentativa de generosidad y el reconocimiento de su impotencia, lo que tal vez constituya la auténtica fuente del esplendor de sus vidas. Entre ellos no existe la felicidad insípida e irresponsable. Saben que ellos mismos, al igual que el niño, no son tampoco libres. Conocen la compasión. Es la existencia del niño, y su conocimiento de tal existencia, lo que hace posible la nobleza de su arquitectura, la fuerza de su música, la grandiosidad de su ciencia. Es a causa de este niño que son tan considerados con sus propios hijos. Saben que si aquel ser tan miserable no estuviera allá, lloriqueando en las tinieblas, el otro, el que toca la flauta, no podría interpretar aquella gozosa música mientras los jóvenes y magníficos jinetes se alinean para la carrera, bajo el Sol de la primera mañana del verano.

¿Creen ahora en ellos? ¿No les parecen mucho más reales? Pero aún queda algo por decir, y esto es casi increíble.

A veces, uno o una de los adolescentes que acuden a ver al niño no regresa a su casa para llorar o rumiar su cólera; de hecho, no regresa nunca a su casa. Algunas veces también, un hombre o una mujer adulto permanece silencioso durante uno o dos días, y luego abandona su hogar. Esas gentes salen a la calle y avanzan, solitarios, a lo largo de ella. Siguen andando y abandonan la ciudad de Omelas. Todos ellos se van solos, chico o chica, hombre o mujer. Cae la noche; el viajero debe atravesar poblados, pasar entre casas de iluminadas ventanas, luego hundirse en las tinieblas de los campos. Solitario, cada uno de ellos va hacia el oeste o hacia el norte, hacia las montañas. Y siguen. Abandonan Omelas, se sumergen en la oscuridad, y no vuelven nunca. Para la mayor parte de nosotros, el lugar hacia el cual se dirigen es aún más increíble que la ciudad de la felicidad. Me es imposible describirlo. Quizá ni siquiera exista. Pero, sin embargo, todos los que se van de Omelas parecen saber muy bien hacia dónde van.

Fin.

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La maquina que ganó la guerra https://culturaquetzal.com/2025/02/09/la-maquina-que-gano-la-guerra/ https://culturaquetzal.com/2025/02/09/la-maquina-que-gano-la-guerra/#respond Sun, 09 Feb 2025 06:07:46 +0000 https://culturaquetzal.com/?p=1339 Por Isaac Asimov

Faltaba mucho aún para que terminara la celebración incluso en las cámaras subterráneas de «Multivac». Se palpaba en el ambiente.

Por lo menos quedaba el aislamiento y el silencio. Era la primera vez en diez años que los técnicos no circulaban apresurados por las entrañas de la computadora gigante, que las luces tenues no parpadeaban sus extraños recorridos, que el chorro de información hacia dentro y hacia fuera se había detenido.

Claro que no sería por mucho tiempo, porque las necesidades de la paz serían apremiantes. Sin embargo, durante un día, o quizá durante una semana, «Multivac» podría celebrar el gran acontecimiento y descansar. Lamar Swift se quitó el gorro militar que llevaba puesto y miró de arriba abajo el largo y vacío corredor principal de la inmensa computadora. Se sentó cansado sobre uno de los taburetes giratorios de los técnicos y su uniforme, con el que nunca se había encontrado cómodo, adquirió un aspecto agobiante y arrugado.

—Aunque de un modo extraño lo echaré todo en falta. Es difícil recordar cuando no estuvimos en guerra con Deneb. Ahora me parece antinatural estar en paz con ellos y contemplar las estrellas sin ansiedad.

Los dos hombres que acompañaban al director ejecutivo de la Federación Solar eran más jóvenes que Swift. Ninguno tenía tantas canas ni parecía tan cansado como él.

John Henderson, con los labios apretados, encontraba dificultad en controlar el alivio que sentía por el triunfo.

—¡Están destruidos! ¡Están destruidos! —dijo sin poder contenerse—. Es lo que no dejaba de decirme una y otra vez y aún no puedo creerlo.

Hablábamos tanto todos, hace tantísimos años, de la amenaza que se cernía sobre la Tierra, sobre sus mundos, y sobre todos los seres humanos que todo era cierto hasta el tiempo, y hasta el último detalle. Ahora estamos vivos y son los de Deneb los destruidos y acabados. Ahora, nunca más serán una amenaza.

—Gracias a «Multivac» —afirmó Swift con una mirada tranquila al imperturbable Jablonsky, que durante toda la guerra había sido el intérprete jefe de aquel oráculo de la ciencia—. ¿No es cierto, Max? Jablonsky se encogió de hombros. Maquinalmente alargó la mano hacia un cigarrillo, pero decidió no encenderlo. Entre los millares que habían vivido en los túneles dentro de «Multivac», sólo él tenía permiso para fumar, pero hacia el final se había esforzado por evitar aprovecharse del privilegio.

—Eso es lo que dicen —comentó. Su pulgar señaló por encima del hombro derecho, hacia arriba.

—¿Celoso, Max?

—¿Porque aclaman a «Multivac»? ¿Porque «Multivac» es la gran heroína de la humanidad en esta guerra? —El rostro seco de Jablonsky adoptó una expresión de aparente desdén—. ¿A mí qué me importa? Si eso les satisface, dejad que «Multivac» sea la máquina que ganó la guerra.

Henderson miró a los otros dos por el rabillo del ojo. En ese breve descanso que los tres habían buscado instintivamente en el rincón tranquilo de una metrópoli enloquecida, en ese entreacto entre los peligros de la guerra y las dificultades de la paz, cuando, por un momento, todos se encontraban acabados, solamente sentía el peso de la culpa.

De pronto fue como si aquel peso fuera difícil de soportar por más tiempo. Había que desprenderse de él, junto con la guerra: pero ¡ya!

—«Multivac» —declaró Henderson— no tiene nada que ver con la victoria. Es solamente una máquina.

—Sí, pero grande —replicó Smith.

—Entonces, solamente una máquina grande no mejor que los datos que la alimentaban. —Por un momento se detuvo, impresionado él mismo por lo que acababa de decir.

Jablonsky le miró, sus dedos gruesos buscaron de nuevo un cigarrillo y otra vez dieron marcha atrás.

—¿Quién mejor que tú para saberlo? Le proporcionaste los datos. ¿O es que quieres quedarte con el mérito tú solo?

—No —contestó Henderson, —furioso—, no hay méritos. ¿Qué sabes tú de los datos que utilizaba «Multivac», predigeridos por cien computadoras subsidiarias de la Tierra, de la Luna y de Marte, incluso de Titán? Con Titán siempre retrasado dando la impresión de que sus cifras introducirían una desviación inesperada.

—Haría enloquecer a cualquiera —dijo Swift con sincera simpatía. Henderson sacudió la cabeza:

—No era sólo eso. Admito que hace ocho años, cuando reemplacé a Lepont como jefe de Programación, me sentí nervioso. En aquellos días todas esas cosas eran excitantes. La guerra era aún algo lejano, una aventura sin peligro real. No habíamos llegado al punto en que fueran las naves dirigidas las que se hicieran cargo y en que los ingenios interestelares pudieran tragarse a un planeta completo si se les lanzaba correctamente.

Pero cuando empezaron las verdaderas dificultades… —Rabioso, pues al fin podía permitirse ese lujo, masculló—: De eso no sabéis nada.

—Bien —contemporizó Swift—, cuéntanoslo. La guerra ha terminado.

Hemos ganado.

—Sí —asintió Henderson. Tenía que recordar que la Tierra había ganado y todo había salido bien—. Pues los datos resultaron inútiles.

—¿Inútiles?

—¿Quieres decir literalmente inútiles? —preguntó Jablonsky.

—Literalmente inútiles. ¿Qué podías esperar? El problema con vosotros dos era que estabais en medio de todo. Nunca salisteis de «Multivac», ni tú ni Max. El señor director no dejó nunca la Mansión salvo para hacer visitas de estado donde veía exactamente lo que querían que viera.

—Pero yo no estaba ciego —cortó Swift—, como quieres dar a entender.

—¿Sabe hasta qué extremo los datos concernientes a nuestra capacidad de producción, a nuestro potencial de medios, a nuestra mano de obra especializada, a todo lo importante para el esfuerzo bélico no eran de fiar, ni se podía contar con ellos durante la última mitad de la guerra? Los jefes de grupo tanto civiles como militares no tenían otra obsesión que proyectar su buena imagen, por decirlo así, oscureciendo lo malo y ampliando lo bueno.

Fuera lo que fuera lo que pudieran hacer las máquinas, los hombres que las programaban y los que interpretaban los resultados sólo pensaban en su propia piel y en los competidores que había que eliminar. No había modo de parar eso. Lo intenté y fracasé.

—Naturalmente —le consoló Swift—. Comprendo que lo hicieras.

Esta vez Jablonsky decidió encender el cigarrillo:

—Pero yo imagino que tú proporcionaste datos a «Multivac» al programarlo. No nos hablaste para nada de ineficacia.

—¿Cómo podía decirlo? Y si lo hubiera hecho, ¿cómo podían creerme? —preguntó Henderson desesperado—. Nuestro esfuerzo de guerra estaba acoplado a «Multivac». Era un arma tremenda porque los denebianos no tenían nada parecido. ¿Qué otra cosa mantenía en alto nuestra moral sino la seguridad de que «Multivac» predeciría y desviaría cualquier movimiento denebiano y dirigiría nuestros movimientos? Después de que nuestro ingenio espía instalado en el hiperespacio fue destruido carecíamos de datos fiables sobre los denebianos para alimentar a «Multivac» y no nos atrevimos a publicarlo.

—Cierto —dijo Swift.

—Bien —prosiguió Henderson—. Pero si le hubiera dicho que los datos no eran de fiar, ¿qué hubiera podido hacer sino remplazarme y no creerme? No lo podía permitir.

—¿Qué hiciste? —quiso saber Jablonsky.

—Puesto que la guerra se ha ganado, os diré lo que hice. Corregí los datos.

—¿Cómo? —preguntó Swift.

—Intuitivamente, supongo. Les fui dando vueltas hasta que me parecieron correctos. Al principio casi no me atrevía. Cambiaba un poco aquí, otro poco allí para corregir lo que eran imposibilidades obvias. Al ver que el cielo no se nos caía encima, me sentí más valiente. Al final apenas me preocupaba. Me limitaba a escribir los datos precisos a medida que se necesitaban. Incluso hice que el anexo de «Multivac» me preparara datos según un plan de programación privada que inventé a ese propósito.

—¿Cifras al azar? —preguntó Jablonsky.

—En absoluto. Introduje el número de desviaciones necesarias.

Jablonsky sonrió. Sus ojillos oscuros brillaron tras sus párpados arrugados.

—Por tres veces me llegó un informe sobre utilización no autorizada del anexo, y le dejé pasar todas las veces. Si hubiera importado le habría seguido la pista descubriéndote, John, y averiguando así lo que estabas haciendo. Pero, naturalmente, nada sobre «Multivac» importaba en aquellos días, así que te saliste con la tuya.

—¿Qué quiere decir que no importaba nada? —insistió Henderson, suspicaz.

—Nada importaba nada. Supongo que si te lo hubiera dicho entonces te habría ahorrado tus angustias, pero también si tú te hubieras confiado a mí, me habrías ahorrado las mías. ¿Qué te hizo pensar que «Multivac» funcionaba bien, por muy furiosos que fueran los datos con que la alimentabas?

—¿Que no funcionaba bien? —exclamó Swift.

—No del todo. No para fiarse. Al fin y al cabo, ¿dónde estaban mis técnicos en los últimos años de la guerra? Te lo diré, alimentaban computadoras de mil diferentes aparatos especiales. ¡Se habían ido! Tuve que arreglarme con chiquillos en los que no podía confiar y veteranos anticuados. Además, ¿creen que podía fiarme de los componentes en estado sólido que salían de Criogenética en los últimos años? Criogenética no estaba mejor servido de personal que yo. Para mí, no tenía la menor importancia que los datos que estaban siendo suministrados a «Multivac» fueran o no fiables. Los resultados no lo eran. Yo lo sabía.

—¿Qué hiciste? —preguntó Henderson.

—Hice lo que tú, John. Introduje datos falsos. Ajusté las cosas de acuerdo con la intuición… y así fue como la máquina ganó la guerra.

Swift se recostó en su sillón y estiró las piernas.

—¡Vaya revelaciones! Ahora resulta que el material que se me entregaba para guiarme en mi capacidad de «tomar decisiones» era una interpretación humana de datos preparados por el hombre. ¿No es verdad?

—Eso parece —afirmó Jablonsky.

—Ahora me doy cuenta de que obré correctamente al no confiar en ellos —declaró Swift.

—¿No lo hiciste? —insistió Jablonsky que, pese a lo que acababa de oír consiguió parecer profesionalmente insultado.

—Me temo que no. A lo mejor «Multivac» me decía: «Ataque aquí, no ahí»; «haga esto, no aquello»; «espere, no actúe». Pero nunca podía estar seguro de si lo que «Multivac» parecía decirme, me lo decía realmente; o si lo que realmente decía, lo decía en serio. Nunca podía estar seguro.

—Pero el informe final estaba siempre muy claro, señor —objetó Jablonsky.

—Quizá lo estaría para los que no tenían que tomar una decisión. No para mí. El horror de la responsabilidad de tales decisiones me resultaba intolerable y ni siquiera «Multivac» bastaba para quitarme ese peso de encima. Pero lo importante era que estaba justificado en mis dudas y encuentro un tremendo alivio en ello.

Envuelto en la conspiración de su mutua confesión, Jablonsky dejó de lado todo protocolo:

—Pues, ¿qué hiciste, Lamar? Después de todo había que tomar decisiones.

—Bueno, creo que ya es hora de regresar pero… os diré primero lo que hice. ¿Por qué no? Utilicé una computadora, Max, pero una más vieja que «Multivac», mucho más vieja.

Se metió la mano en el bolsillo en busca de cigarrillos y sacó un paquete y un puñado de monedas, antiguas monedas con fecha de los primeros años antes de que la escasez del metal hubiera hecho nacer un sistema crediticio sujeto a un complejo de computadora. Swift sonrió con socarronería:

—Las necesito para hacer que el dinero me parezca sustancial. Para un viejo resulta difícil abandonar los hábitos de la juventud.

Se puso un cigarrillo entre los labios y fue dejando caer las monedas, una a una, en el bolsillo. La última la sostuvo entre los dedos, mirándola sin verla.

—«Multivac» no es la primera computadora, amigos, ni la más conocida ni la que puede, eficientemente, levantar el peso de la decisión de los hombros del ejecutivo. Una máquina ganó; en efecto, la guerra, John; por lo menos un aparato computador muy simple lo hizo; uno que utilicé todas las veces que tenía que tomar una decisión difícil.

Con una leve sonrisa lanzó la moneda que sostenía. Brilló en el aire al girar y volver a caer en la mano tendida de Swift. Cerró la mano izquierda y la puso sobre el dorso. La mano derecha permaneció inmóvil, ocultando la moneda.

—¿Cara o cruz, caballeros? —dijo Swift.

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La extraña casa en la Niebla https://culturaquetzal.com/2025/01/18/la-extrana-casa-en-la-niebla/ https://culturaquetzal.com/2025/01/18/la-extrana-casa-en-la-niebla/#respond Sat, 18 Jan 2025 08:35:37 +0000 https://culturaquetzal.com/?p=1333 Por: H. P. Lovecraft

De mañana, la niebla asciende del mar por los acantilados de mas allá de Kingsport. Sube, blanca y algodonosa, al encuentro de sus hermanas las nubes, henchidas de sueños de húmedos pastos y cavernas de leviatanes. Y más tarde, en sosegadas lluvias estivales que mojan los empinados tejados de los poetas, las nubes esparcen esos sueños a fin de que los hombres no vivan sin el rumor de los viejos y extraños secretos y maravillas que los planetas cuentan a los planetas durante la noche. Cuando los relatos acuden en tropel a las grutas de los tritones, y las caracolas de las ciudades invadidas por las algas emiten aires insensatos aprendidos de los Dioses Anteriores, entonces las grandes brumas ansiosas se espesan en el cielo cargado de saber, y los ojos que miran el océano desde lo alto de las rocas tan sólo ven una mística blancura, como si el borde del acantilado fuese el límite de toda la tierra, y las campanas solemnes de las boyas tañesen libremente en el éter irreal.

Ahora bien, al norte del arcaico Kingsport, los riscos se elevan con arrogancia, altos y curiosos, terraza sobre terraza, hasta que el más septentrional de todos se recorta en el cielo como una nube gris y helada por el viento. Desolada, sobresale una punta en el espacio ilimitado, ya que la costa tuerce bruscamente allí donde desemboca el gran Miskatonic, después de dejar atrás Arkham, trayendo leyendas de los bosques y recuerdos singulares de las colinas de Nueva Inglaterra.

Las gentes marineras de Kingsport miran hacia ese acantilado como miran otros hacia la estrella polar y computan las guardias de la noche según éste oculta o permite ver la Osa Mayor, Casiopea y el Dragón.

Para ellos, forma parte del firmamento, y, en verdad, también desaparece cuando la niebla oculta las estrellas o el sol. Sienten cariño por algunos acantilados, como ese al que llaman el Padre Neptuno por su grotesco perfil, o ese otro de peldaños gigantescos al que llaman “La Calzada”; pero éste último les produce temor, porque está muy próximo al cielo. Los marineros portugueses que llegan de viaje se santiguan al verlo, y los viejos yanquis creen que escalarlo, en caso de que fuera posible hacerlo, sería un asunto mucho más grave que la muerte. Sin embargo, hay una casa antigua en ese acantilado, y por la noche se ven luces en sus ventanas de cristales pequeños.

Esa antigua casa está allí desde siempre, y dicen las gentes que habita Uno que habla con las brumas matinales que suben del mar y que quizá ve cosas singulares en el océano cuando el borde del acantilado se convierte en el confín de la tierra y las boyas solemnes tañen libremente en el blanco éter de lo irreal. Eso dicen que han oído contar, pues jamás han visitado ese despeñadero prohibido, ni les gusta dirigir hacia allí sus catalejos. Los veraneantes la han examinado con sus gemelos descarados, pero no han visto otra cosa que el tejado, primordial, puntiagudo, de ripia, con aleros que llegan casi hasta los grises cimientos, y la luz amarillenta de sus pequeñas ventanas, cuando asoma por debajo de esos aleros al oscurecer. Estos visitantes veraniegos no creen que el habitante de la antigua casa esté en ella desde hace siglos; pero no pueden probar semejante herejía a ningún auténtico vecino de Kingsport. Hasta el Anciano Terrible que habla con péndulos de plomo encerrados en botellas, compra comida con viejo oro español, y guarda ídolos de piedra en el patio de su casa antediluviana de Water Street, no puede sino decir que ya vivía allí cuando su abuelo era niño, lo que debió ocurrir hace un montón de años, cuando Belcher o Shirley o Pownall o Bernard era gobernador de la provincia de Massachusetts-Bay al servicio de Su Majestad.

Luego, en verano, llegó a Kingspot un filósofo. Se llamaba Thomas Olney, y enseñaba cosas tediosas en una facultad cercana a Narragansett. Llegó con una esposa robusta y unos hijos retozones, y sus ojos estaban cansados de ver las mismas cosas durante muchos años y de pensar los mismos disciplinados pensamientos. Miró las brumas desde la diadema del Padre Neptuno, y trató de adentrarse en el mundo blanco y misterioso por los titánicos escalones de la Calzada. Mañana tras mañana subía a tumbarse a los acantilados y contemplar, desde el borde del mundo, el éter misterioso que se extendía más allá, escuchando las campanas espectrales y los gritos insensatos de lo que quizá fueran gaviotas. Luego, cuando levantaba la niebla y el mar recobraba su aire prosaico con el humo de los barcos, suspiraba y bajaba al pueblo, donde le encantaba recorrer los estrechos y antiguos callejones que subían y bajaban por la colina y estudiar los ruinosos hastiales y los portales de extraños pilares que habían cobijado a tantas generaciones de robustos marineros. Incluso habló con el Viejo Terrible, a quien desagradaban los forasteros, y éste le invitó a su casa arcaica y temible, cuyos techos bajos y carcomidos enmaderados escuchan los ecos de inquietantes soliloquios en la oscuridad de las primeras horas de la madrugada.

Naturalmente, fue inevitable que Olney reparase en la casa solitaria y gris del cielo, situada en lo alto de aquel siniestro despeñadero formando un todo común con las brumas y el firmamento.

Siempre se alzó sobre Kingsport, y siempre corrió el rumor de su misterio por los callejones tortuosos de Kingsport. El Viejo Terrible le contó a Olney, entre jadeos, una historia que había oído a su padre sobre un rayo que brotó una noche de aquella casa puntiaguda, y se perdió en las nubes más altas del cielo; y la abuela Orme, cuya minúscula casa de Ship Street tiene su techumbre holandesa toda cubierta de musgo y de hiedra, le refirió con voz chillona algo que su abuela había oído contar sobre unas sombras voladoras que salían de las brumas orientales y se dirigían a la única puerta de esa inalcanzable morada, la cual se abre al borde mismo del barranco que desciende hasta el océano y sólo puede verse desde los barcos que cruzan por el mar.

Finalmente, ávido de experiencias nuevas y extrañas, y sin que le contuvieran ni el temor de los vecinos de Kingsport ni la usual indolencia de los veraneantes, tomó Olney una resolución terrible. A pesar de su formación conservadora – o a causa de ella, que las vidas rutinarias albergan anhelos ansiosos de lo desconocido – hizo solemne juramento de escalar aquel acantilado del norte y visitar la casa anormalmente antigua y gris del cielo. Sin duda, su yo racional debió de persuadirle de que sus moradores entraban por la parte de tierra, a través de alguna cresta accesible próxima al estuario del Miskatonic.

Probablemente bajaban a comerciar a Arkham, conscientes de lo poco que les gustaba la casa a los Kingsport, o incapaces quizá de descender por la parte del acantilado que daba a Kingsport. Olney recorrió los riscos más accesibles, hasta el pie del gran precipicio que subía a unirse insolente con las cosas celestes, y comprobó de manera patente que ningún ser humano podía escalarlo ni descender por la ladera sur.

Al este y al norte se elevaba perpendicularmente también, desde el agua hasta una altura de miles de pies, de forma que sólo quedaba la vertiente norte, la cual miraba hacia tierra y hacia Arkham.

Una mañana de agosto salió Olney en busca de algún sendero que subiera hasta el inaccesible pináculo. Marchó en dirección noroeste por agradables caminos secundarios, pasó por la charca de Hooper y el viejo polvorín de ladrillo gris, hasta llegar allá donde los pastizales coronan la cresta que se asoma sobre el Miskatonic y dominan un precioso panorama de blancos campanarios georgianos de Arkham que se alzan leguas más allá, al otro lado del río y de los prados. Aquí encontró un dudoso camino en dirección a Arkham, aunque no vio ninguno en la del mar, como quería. Los bosques y los prados se apretujaban en la ribera alta de la desembocadura del río, donde no se veía signo alguno de presencia humana, ni siquiera una tapia de piedra, ni una vaca extraviada, sino sólo yerba alta, árboles gigantescos y marañas de zarzas que quizá vieron los primeros indios.

A medida que subía lentamente por el este, cada vez más alto, por encima del estuario que quedaba a la izquierda, y cada vez más cerca del mar, el camino se iba haciendo más difícil; hasta que se preguntó cómo se las arreglaban los moradores de aquel desagradable lugar para llegar al mundo exterior, y si bajarían a menudo al mercado de Arkham.

Luego fueron escaseando los árboles y muy por debajo de él, a su derecha, vio las lejanas colinas y los antiguos tejados y campanarios de Kingsport. Incluso Central Hill era una elevación enana vista desde esta altura, y apenas se distinguía el antiguo cementerio situado junto al Hospital Congregacionalista, bajo el cual se decía que había terribles cavernas o pasadizos. Ante sí tenía una extensión de yerba rala y matas de arándanos; más allá estaba la roca pelada del despeñadero y el delgado pico donde se encaramaba la temible casa gris. La cresta se estrechó ahora, y Olney sintió vértigo en la soledad del cielo, con el espantoso precipicio al sur, por encima de Kingsport, y la caída vertical de casi una milla, hasta la desembocadura del río, al norte. De repente descubrió ante sí una zanja de unos diez pies de profundidad, de forma que tuvo que colgarse de las manos en su interior, dejarse caer por su suelo inclinado y después arrastrarse peligrosamente, pendiente arriba, hacia un desfiladero natural que había en la pared opuesta. ¡Este era, pues, el camino que los habitantes de la inusitada casa recorrían entre la tierra y el cielo!

Cuando salió de la zanja se estaba formando una bruma matinal, pero vio claramente la casa impía y orgullosa allá adelante; sus paredes eran grises como la roca, y su elevado pico se alzaba osadamente contra la blancura lechosa de los vapores marinos. Y descubrió que no había puerta en la fachada que miraba hacia tierra, sino sólo un par de ventanucos sucios y enrejados, de cristales redondos, según la moda del siglo XVIII. A todo su alrededor no había más que nubes y caos, y no se distinguía nada por debajo de la blancura del espacio ilimitado.

Estaba solo en el cielo, con esta casa extraña e inquietante; y al rodearla precavidamente, en dirección hacia la parte delantera, y ver que no se podía llegar a su única puerta salvo por el éter vacío, sintió un claro terror que la altura no acababa de explicar enteramente. Y era muy extraño que todavía existieran tablas carcomidas que formaban la techumbre, y que los desechos ladrillos formaran aún la chimenea.

Cuando espesó la niebla, Olney reptó de una ventana a otra, por las fachadas norte, oeste y sur, tratando de abrirlas, pero todas estaban cerradas. Se sintió vagamente aliviado al comprobarlo, porque cuanto más miraba la casa, menos deseos tenía de entrar. Entonces, un ruido le hizo detenerse. Oyó un chirrido de cerradura, el ruido de un cerrojo al descorrerse y un gemido largo como si abriesen lentamente una pesada puerta. Sonó en la parte que daba al océano, la que él no podía ver, donde la estrecha puerta se abría al vacío, en el cielo brumoso, a miles de pies por encima de las olas.

A continuación sonaron unas pisadas graves, pausadas, en el interior de la casa, y Olney oyó que abrían las ventanas; primero las que daban al norte, que era el lado opuesto adonde estaba él ahora; después, las del oeste, al otro lado de la esquina. A continuación abrían las del sur, bajo los grandes aleros del lado donde él se encontraba; y hay que decir que se sentía más que incómodo, pensando que tenía la detestable casa a un lado, y al otro el vacío. Cuando le llegó el ruido de las ventanas más próximas, se deslizó otra vez hacia la fachada de poniente, aplastándose contra el muro junto a las que ahora estaban abiertas. Era evidente que el propietario había llegado a casa; pero no había llegado por tierra, ni en globo, ni en ninguna aeronave imaginable. Volvieron a sonar pasos, y Olney se escurrió a la cara norte; pero antes de haber conseguido ocultarse una voz le llamó suavemente, y comprendió que debía enfrentarse con su anfitrión.

Asomado a la ventana oeste vio un rostro con una gran barba negra y ojos fosforescentes que reflejaban la huella de visiones inauditas. Pero su voz era afable y tenía una calidad singularmente antigua, de forma que Olney no sintió temor alguno cuando una mano morena le ayudó a subir el alféizar y asaltar al interior de la baja habitación revestida de oscuro roble y con mobiliario estilo tudor. El hombre vestía ropas antiguas, y le envolvía un halo indefinible de sabiduría marinera y ensueños sobre altos galeones. Olney no recuerda muchos de los prodigios que le contó, ni siquiera quién era; pero dice que era extraño y afable, y poseía la magia de insondables vacíos de tiempo y de espacio. La pequeña habitación parecía verde, a causa de la luz acuosa que la iluminaba, y Olney vio que las ventanas distantes que daban al este no estaban abiertas, sino cerradas al brumoso éter con cristales gruesos como fondos de viejas botellas.

El barbado anfitrión parecía joven, aunque miraba con ojos impregnados de antiguos misterios; y por los relatos de hechos antiguos y prodigiosos que contaba, podía inferirse que tenían razón las gentes del pueblo al decir que comulgaba con las brumas del mar y las nubes del cielo antes de que hubiese un pueblo que contemplara su taciturna mirada desde la llanura de abajo. Y transcurrió el día, y Olney seguía escuchando el rumor de los viejos tiempos y lugares; y oyó cómo los reyes de la Atlántida lucharon contra viscosas blasfemias que salían retorciéndose de las grietas del fondo oceánico, y cómo los barcos extraviados podían ver a medianoche el templo hipóslito de Poseidón, y cómo comprendían al verlo que se habían extraviado para siempre. El anfitrión rememoró los tiempos de los Titanes, pero se mostró reservado al hablar de la era oscura y primera, del caos que precedió a los dioses e incluso al nacimiento de los Anteriores, cuando los otros dioses iban a danzar a la cima del Hatheg-Kla, situado en el desierto pedregoso próximo a Ulthar, más allá del río Skai.

Al llegar a este punto llamaron a la puerta, a aquella antigua puerta de roble tachonada de clavos frente a la cual sólo existía un abismo de nube blanca. Olney alzó la mirada con temor, pero el hombre barbado le hizo una seña para que permaneciese en silencio, acudió a la puerta de puntillas y se asomó por una mirilla muy pequeña. No le agradó lo que vio, de modo que se llevó un dedo a la boca, y corrió con sigilo a cerrar las ventanas antes de regresar a su antigua butaca junto a su invitado. Entonces Olney vio recortarse sucesivamente contra los rectángulos traslúcidos de cada una de las pequeñas ventanas, conforme el visitante daba vuelta en torno a la casa antes de marcharse, una silueta negra y extraña, y se alegró de que su anfitrión no contestara a esas llamadas. Porque hay extraños seres en el gran abismo, y el buscador de sueños debe tener cuidado de no despertar ni encontrar a los que no le conviene.

Después empezaron a congregarse las sombras: primero, unas sombras pequeñas, furtivas, bajo la mesa; luego, las más atrevidas, por los rincones recubiertos de madera. Y el hombre barbado hizo enigmáticos gestos de oración, y encendió altas velas hincadas en extraños candelabros de latón. De cuando en cuando miraba hacia la puerta como si esperase a alguien; finalmente, unos golpecitos singulares parecieron contestar a su mirada, sin duda reproduciendo algún código secreto y antiguo. Esta vez ni siquiera se asomó por la mirilla, sino que quitó el gran barrote de roble y descorrió el cerrojo, abriendo la pesada puerta de par en par a las estrellas y la niebla.

Y entonces, al son de oscuras armonías, entraron flotando en la estancia todos los sueños y recuerdos de los Dioses Poderosos de la tierra. Y unas llamas doradas jugaron con cabelleras de algas, y Olney les rindió homenaje deslumbrado. Allí estaba Neptuno con su tridente, y los bulliciosos tritones, y las fantásticas nereidas, y a lomos de delfines iba una enorme concha dentada en la que viajaba la figura pavorosa y gris de Nodens, Señor del Gran Abismo. Y las caracolas de los tritones emitían espectrales mugidos y las nereidas producían extraños ruidos golpeando grotescas conchas resonantes de desconocidos moradores de las negras cavernas marinas. A continuación, el venerable Nodens tendió una mano arrugada y ayudó a Olney y a su anfitrión a subir a su concha gigantesca, al tiempo que las conchas y los gongos prorrumpían en un clamor tremendo y espantoso. Y el fabuloso cortejo salió al éter ilimitado, y los gritos y el estrépito se perdieron en los ecos de los truenos.

Toda la noche estuvieron los de Kingsport observando el altísimo acantilado, cuando la tormenta y las brumas se abrían transitoriamente; y cuando, hacia las primeras horas de la madrugada, se apagaron las luces débiles de las ventanas, hablaron en voz baja de temores y desastres. Y los hijos y la robusta esposa de Olney rezaron al dios amable de los anabaptistas, y confiaron en que el viajero pidiera prestados paraguas y chanclos, si no cesaba la lluvia por la mañana.

Luego surgió goteante el amanecer envuelto en brumas marinas, y las boyas tañeron solemnes en los vórtices del blanco éter. Y a mediodía, los cuerpos mágicos de unos duendes sonaron por encima del océano mientras Olney descendía de los acantilados al antiguo Kingsport, seco, con los pies ligeros y una expresión lejana en los ojos. No pudo recordar qué había soñado en la casa del anónimo ermitaño, encaramada en el cielo, ni explicar cómo había bajado por aquel despeñadero que no habían podido recorrer otros pies…Ni fue capaz de hablar con nadie de estas cosas, excepto con el Anciano Terrible, quien después murmuró extrañas cosas para su larga y blanca barba, y juró que el hombre que había descendido de aquel despeñadero no era el mismo que había subido, y que en algún lugar, bajo aquel tejado gris y puntiagudo, o en medio de aquella siniestra niebla blanca, se había quedado extraviado el espíritu del que fuera Thomas Olney.

Y desde aquel momento, a lo largo de lentos, oscuros años de monotonía y hastío, el filósofo trabaja y come y duerme y cumple sin queja sus deberes de ciudadano. Ya no añora la magia de las lejanas colinas, ni suspira por secretos que asoman como verdes arrecifes en un mar insondable. Ya no le produce tristeza la monotonía de sus días, y sus disciplinados pensamientos resultan suficientes para su imaginación. Su buena esposa es más fuerte cada vez, y sus hijos se hacen mayores, y más prosaicos y prácticos; pero él no deja de sonreír con orgullo cuando el momento lo requiere. En su mirada no hay un solo destello de inquietud, y si alguna vez presta atención, tratando de escuchar solemnes campanas o lejanos cuernos de duendes, es sólo de noche, cuando vagan libremente los sueños antiguos. Jamás ha vuelto a visitar Kingsport, porque a su familia le desagradan las casas viejas y raras y dice que tiene un pésimo alcantarillado. Ahora tienen un precioso chalet en las tierras altas de Bristol, donde no hay elevados riscos y los vecinos son corteses y modernos.

Pero en Kingsport corren extraños rumores, y hasta el Viejo Terrible admite algo que su abuelo no contó. Porque ahora, cuando el viento sopla tumultuoso del norte, azotando la casa elevada que se funde con el firmamento, se rompe al fin ese silencio siniestro y ominoso que siempre fue dañino para los campesinos de Kingsport. Y los viejos hablan de voces agradables que oyen cantar allá arriba, y de risas henchidas de una alegría más grande que la alegría de la tierra; y cuentan que al atardecer las pequeñas ventanas se ven más iluminadas que antes. Dicen también que la fiera aurora llega más a menudo al lugar, vistiendo al norte de brillante azul con visiones de helados mundos, mientras el despeñadero y la casa se recortan negros y fantásticos contra singulares centelleos. Y que las brumas del amanecer son más espesas, y que los marineros no están tan seguros de que todos los tañidos que suenan amortiguados en el mar se deban a las boyas solemnes.

Lo peor, sin embargo, es que se han secado los viejos temores en los corazones de los jóvenes de Kingsport, más inclinados cada vez a escuchar por la noche los rumores distantes que les trae el viento del norte. Juran que ningún daño ni dolor puede habitar en esa casa elevada, ya que las nuevas voces llevan alegría y, con ella, un tintineo de risas y música. No saben qué relatos pueden traer las brumas marinas a ese pináculo encantado del norte, pero ansían conocer a alguno de los prodigios que llaman a la puerta que da al vacío, cuando las luces aumentan de espesor. Los patriarcas temen que algún día suban uno a uno a ese pico inaccesible, y averigüen los secretos seculares que se ocultan bajo el puntiagudo tejado que forma parte de las rocas, las estrellas y los antiguos temores de Kingsport. Están convencidos de que esos jóvenes atrevidos podrán regresar; pero piensan que quizá se apague alguna luz en sus ojos, y algún deseo en sus corazones. Y no desean que un Kingsport extraño, con sus empinados callejones y sus hastiales arcaicos, contemple indiferente el paso de los años, mientras crece el coro de risas, voz tras voz, y se haga más fuerte y desenfrenado en ese desconocido y terrible nido de águilas donde las brumas y los sueños de las brumas se demoran en su trayecto del mar a los cielos.

No quieren que las almas de sus jóvenes abandonen los plácidos hogares y las tabernas de techumbre holandesa del viejo Kingsport, ni desean que suenen con fuerza las risas y canciones del elevado y rocoso lugar. Porque así como la voz recién llegada ha traído nuevas brumas del mar y nuevas luces del norte, así, dicen, otras voces traerán más brumas y luces, hasta que tal vez los viejos dioses (cuya existencia insinúan sólo en susurros por temor a que les oiga el sacerdote congregacionalista) salgan de abajo, abandonen la desconocida Kadath del desierto frío, y vengan a morar en ese despeñadero perversamente apropiado, tan próximo a las suaves colinas y valles de las sencillas y apacibles gentes marineras. No quieren que esto suceda, pues la gente sencilla, las cosas que no son de esta tierra son mal recibidas; y además, el Viejo Terrible recuerda a menudo lo que Olney contó sobre la llamada que el morador solitario temía, y la forma negra e inquisitiva que ambos vieron recortarse en la bruma, a través de esas extrañas ventanas traslúcidas en forma de ojo de buey.

Todas estas cosas, sin embargo, sólo las pueden decidir los Dioses anteriores; entretanto, las brumas matinales suben por ese pico vertiginoso y solitario de la vieja casa puntiaguda, esa casa gris de aleros bajos en la que no se ve a nadie, pero a la que la noche trae furtivas luces mientras el viento del norte habla de extrañas fiestas.

Suben desde las profundidades, blancas y algodonosas, a reunirse con sus hermanas las nubes, llenas de ensueños sobre húmedos pastos y cavernas de leviatanes. Y cuando los cuentos vuelan densos en las grutas de los tritones, y las caracolas de las ciudades cubiertas de algas elevan sones salvajes aprendidos de los Dioses Anteriores, entonces los grandes vapores de las brumas suben ansiosos en tropel hacia el cielo cargado de saber; y Kingsport, refugiándose inquieto en los acantilados menores, bajo el vaporoso centinela de la roca, ven tan sólo, hacia el océano, una mística blancura, como si el borde del acantilado fuese el confín de la tierra, y las solemnes campanas de boyas tañesen libremente en el éter irreal.

FIN

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Panorama desde la terraza https://culturaquetzal.com/2024/12/19/panorama-desde-la-terraza/ https://culturaquetzal.com/2024/12/19/panorama-desde-la-terraza/#respond Thu, 19 Dec 2024 07:15:45 +0000 https://culturaquetzal.com/?p=1326 Por: Mike Marmer
El anaranjado sol, completado su recorrido descendente, iba a salir del cielo de Jamaica; pero, antes de hundirse del todo tras el horizonte del Caribe, pareció inmovilizarse un momento, como en una divina exposición fotográfica. Las sombras de última hora de la tarde se alargaron, extendiendo un leve tinte oscuro sobre la buganvilias y los hibiscos de brillantes colores, para, por fin, ir a dar contra la brillante y blanca fachada del más lujoso hotel de la Bahía de Montego: el “Dorado”. Y en cierto modo pareció un detalle de mal gusto que aquel paisaje de postal fuera alterado por la caída del cuerpo de George Farnham que, agitando las manos y arrastrando tras sí un último grito, atravesó las ramas de las palmeras y se desplomó contra el suelo del patio.

Veinte minutos más tarde, en la suite del piso doce, desde la cual el finado señor Farnham había iniciado su descendente viaje, la viuda, inmóvil, sentada en un sofá, constituía la viva imagen de la desolación.
Frente a ella, apenas apoyado en el borde de una silla, estaba el señor Tibble, el delgado y calvo sub regente del “Dorado”. Su aspecto era convenientemente desolado, pese a que el hombre llevaba un cuarto de hora sintiéndose muy incómodo, tiempo que coincidía con el transcurrido desde que la viuda del señor Farnham había sido puesta a su cargo.
Tibble meneó la cabeza.
—Terrible —dijo a la mujer—. Un terrible accidente — repitió.
La viuda le miró, correspondiendo a sus palabras con un leve, casi imperceptible, asentimiento de cabeza. Luego volvió a inclinar la cabeza.
Un accidente. No se le había ocurrido que la muerte de George fuera a ser considerada un accidente. En aquel breve momento de la terraza sólo había pensado en la policía, los tribunales, el juicio. Pero ahora, por enésima vez en los últimos quince minutos, el señor Tibble se refería al accidente.
Y antes, cuando bajó al patio a toda la velocidad que permitía el ascensor, todos habían murmurado cosas sobre el accidente. “Una tragedia”, susurraron. “Espantoso accidente… una esposa encantadora… dos niños hermosísimos… un terrible accidente.”
¿Es que nadie había visto lo ocurrido?
Priscilla Farnham era una mujer agradable, un poco regordeta. En ella aún se advertían los restos de una gran belleza juvenil. Como nunca se consideró particularmente fuerte ni resuelta, le sorprendió encontrar de pronto, en su interior, una férrea voluntad. El hallazgo se produjo durante aquellos últimos minutos. Estaba asombradísima por su facilidad para mantenerse calmada interiormente mientras, en la superficie, llevaba la máscara de viuda acongojada por su trágica pérdida.
Su amor por George había desaparecido mucho tiempo atrás. Recordó que, al mirar hacia el patio desde la terraza, lo único que había sentido fue un leve remordimiento. En seguida pensó que George tenía un extraño aspecto, como una pieza de rompecabezas enmarcada por las losas del patio.

El timbre del teléfono interrumpió el hilo de sus recuerdos.
Tibble, disculpándose con los ojos por la irreverente interrupción, se apresuró a contestar. Se presentó a sí mismo, atendió a lo que le decían y luego tapó con su delgada mano el micrófono.
—Es Edmonds, el alguacil. Dice que en el vestíbulo hay un hombre de la C. I. D. y que, si se siente usted con ánimos, desearía subir a hacerle unas cuantas preguntas.
Tibble sonrió, animando a la viuda, y siguió:
—Mera rutina, estoy seguro. Es usted una visitante de la isla, ya sabe. El alguacil me advirtió antes que vendría alguien a investigar.
Debió de producirse un notable cambio en la expresión de Priscilla, pues Tibble agregó rápidamente:
—Desde luego, si no se siente usted capaz…
—Sí, sí. Estoy bien.
Tibble transmitió la respuesta y se volvió de nuevo hacia la mujer.
—¿Dentro de cinco minutos? Priscilla asintió con la cabeza.
—Sí, perfecto; dentro de cinco minutos —informó Tibble al alguacil Edmonds. Luego colgó. Dirigiéndose hacia Priscilla—: ¿Hay algo más que pueda hacer por usted?
—Le agradecería que fuese a echar un vistazo a los niños.
Aprovechando con gusto la oportunidad de salir de allí, Tibble pasó al dormitorio.
Los niños. Era lo único que ahora importaba, pensó Priscilla. ¿Qué harían sin ella? Recordó a Mark, con su pelo negro y rizado y sus largas pestañas. Sólo tenía nueve años, pero ya mostraba indicios del hombre tan atractivo que iba a ser. Y Amy, dos años menor, con la misma belleza rubia de su madre y aquellos grandes ojos color violeta. Priscilla no soportaba la idea de que la separasen de ellos y su recién hallada energía fue repentinamente aumentada por el miedo.
Cinco minutos. Cinco minutos para organizar su defensa. ¿Para qué? Si como el señor Tibble aseguraba, la investigación iba a ser una simple formalidad — las pesquisas naturales tras un desgraciado accidente —, no había necesidad de ninguna preparación. Pero si el hombre de la C. I. D. intentaba hacer averiguaciones más a fondo, si había descubierto alguna pista que condujese a la verdad, todo se desarrollaría de un modo muy distinto.
¡Asesinato!
La palabra la hizo estremecer; pero, ¿de qué otra forma podía llamarse? Indudablemente, la muerte de George no podía ser considerada algo “premeditado”; no se habían hecho planes a largo plazo y a sangre fría. No obstante, fue precedida por cinco o diez minutos de meditación. ¿Homicidio sin premeditación? Tal vez. Podía haber diversas interpretaciones de grado, pero cada una de ellas iba acompañada por su castigo particular. No, debía dar con otra cosa. ¿Homicidio por causas justificadas? ¿Había sido justificada la muerte de George? Legalmente, no; aunque, en una forma simple y casi primitiva, Priscilla suponía que sí lo era. En cierto modo, fue culpa del propio George. El mismo se la buscó.

La vuelta de Tibble interrumpió sus razonamientos. El hombre anunció que los niños estaban bien. La doncella, que él mismo había enviado un rato antes a cuidar de ellos, decía que Mark y Amy se portaban espléndidamente.
—Por lo único que se preocupan es por usted —añadió Tibble, con una confortadora sonrisa —. Les dije que iría a verles muy pronto.
Priscilla agradeció aquellas palabras con un movimiento de cabeza.
—Estamos unidos —explicó, al tiempo que Tibble se sentaba de nuevo en el borde de la silla.
“Y ahora a enfrentarse con el inminente problema”, se dijo Priscilla, con firmeza. El de aludir la responsabilidad inherente a un crimen.
¿Qué podría preguntar el hombre de la C. I. D.? Sin duda, buscaría un motivo. ¿Dinero? No, en aquel caso resultaba difícil pensar en tal cosa. ¿Celos? Priscilla rechazó en seguida la idea. ¿Odio? Bueno, se habían producido discusiones, desde luego, pero… ¿no ocurría eso en las mejores familias?
Después de todo, los Farnham se encontraban en un país extraño. ¿No tendrían las investigaciones que basar se en su comportamiento en Jamaica?
De pronto, sus esperanzas se derrumbaron. Había habido una discusión. Una pelea. Y Priscilla recordaba que, al final de ella, se había vuelto de espaldas a George y visto a los dos niños allí, en la puerta de la sala de estar, demostrando claramente preocupación y miedo. Priscilla trató de advertir a George, pero él continuó gritándole todas aquellas horribles cosas. Luego, el hombre salió a la terraza y los niños corrieron hacia su madre.
Priscilla necesitaba permanecer cinco o diez minutos a solas para ordenar sus pensamientos, para imaginar alguna forma de disuadir a George de lo que planeaba hacer. Por eso sugirió el juego. Del rostro de sus hijos desapareció inmediatamente el miedo y los dos niños corrieron al dormitorio para comenzar a jugarlo.
Resultaba muy extraño, pensó Priscilla. Si George hubiera comprendido y participado en el juego, todo hubiera sido distinto. En realidad, si George hubiera participado en cualquier cosa que significase amor y unión, ahora no se encontraría allá abajo, cubierto por aquel ridículo mantel de colorines.
Las circunstancias que condujeron a la escena de la terraza comenzaron, razonó Priscilla, mucho tiempo atrás, cuando en George se produjo el cambio. De novio se mostró siempre muy alegre y considerado. Pero cuando el padre de ella murió, poco después de la boda, y George se hizo cargo de la administración de los múltiples intereses e inversiones que su suegro había dejado tras sí, tuvo lugar la metamorfosis. George comenzó a no ocuparse más que de los negocios. No más diversiones. No más regalos inesperados. No más flores ni dulces. No más sorpresas; ése era George.
Ella intentó interesarle en el juego, hacerle descubrir toda la alegría y el amor que su propia familia había encontrado en él. De mala gana, el hombre consintió una vez en jugarlo. Priscilla se acercó y le dijo:
—A ver si adivinas.
George, según las reglas del juego, replicó:
—¿El qué? Y ella:
—A ver si adivinas lo que he hecho hoy por ti.
Entonces, George debía aventurar alguna absurda suposición como: “Has encontrado un millón de dólares en oro y me los vas a poner debajo de mi servilleta”. O: “Has hecho un Taj Majal de mondadientes y mañana iremos a comprar los muebles”. Luego las suposiciones debían hacerse más serias hasta que George descubriera lo que su mujer había hecho en su beneficio, o se rindiese, permitiendo que Priscilla le revelara la sorpresa.
Como es natural, George abandonó el entretenimiento después de preguntar: “¿El qué?”. Encontraba el juego “tonto” y a Priscilla más tonta aún por jugarlo.
¡Claro que era tonto! Priscilla lo admitía; pero era bonito. Estaba lleno de sorpresas, de unión, de amor. Y también era romántico, porque aquella noche su sorpresa había sido el más transparente de los negligés.
George y ella fueron separándose cada vez más. Únicamente la llegada de los niños salvó su matrimonio. Mark y Amy heredaron los gustos y la alegría de vivir de su madre. Les entusiasmaban las excursiones, las sorpresas, el juego y las demostraciones de afecto. Por eso adoraban a Priscilla.
Permitiéndose una leve sensación de culpa, Priscilla se dijo que tal vez se había concentrado excesivamente en Mark y Amy y no lo bastante en George. Pero si él hubiera deseado formar parte de su mundo… Si hubiera querido compartir el maravilloso entendimiento… Con sólo que…
Priscilla no fue más lejos. Una discreta llamada cortó el hilo de sus pensamientos y levantó a Tibble del borde de su silla. Fue a la puerta, la abrió y dejó entrar a Edmonds, el alguacil, y a un hombre alto y vestido con un ligero traje tropical.
Edmonds, resplandeciente en su uniforme veraniego de roja faja y blanco salacot, presentó a su compañero. Luego inclinó la cabeza y volvió al corredor, cerrando tras él la puerta de la suite.
El sargento detective Waring, un hombre de aspecto eficiente, ojos azules y pelo gris, era el representante de la C. I. D. en el área de Bahía Montego.
—Lamento molestarla en estos momentos, señora Farnham —dijo, con marcado acento inglés—. Pero si se siente con ánimos de responder a unas cuantas preguntas, trataré de robarle el menor tiempo posible.
—Le daré toda la información que pueda — dijo ella.
El sargento se acomodó en un asiento contiguo al de Tibble y del bolsillo de la chaqueta sacó un pequeño cuaderno. Mientras buscaba un lápiz fue pasando hojas de la libretita, echando un vistazo a sus anotaciones. Al fin volvió a dirigirse a Priscilla.
—Tal vez sea mejor que empecemos contándome usted, lo mejor que pueda, todos los hechos que recuerde inmediatamente anteriores al… suceso.
—Me temo que no será mucho. Estaba tumbada aquí, en el sofá… adormecida. No recuerdo si lo que me despertó fue el grito o fueron los niños. Sólo puedo decir que ellos me estaban meneando y me levanté. Fui a la terraza… miré hacia abajo —consiguió dar a su voz un matiz tembloroso— y vi a mi marido.
El sargento Waring se levantó, fue rápidamente a la terraza, la inspeccionó un momento y luego volvió a su silla.
—¿Su esposo se mostraba deprimido últimamente? ¿Le dio alguna vez la sensación de que pudiera pensar en quitarse la vida?
—¡Oh, no! —exclamó Priscilla.
Y al cabo de un segundo, lamentó haberlo dicho. No había considerado una posible deducción de suicidio. Ahora la oportunidad ya había pasado.
Waring preguntó:
—¿Se encontraba él bien?. Priscilla no supo qué decir.
—Me refiero a si se encontraba bien de salud — explicó el hombre—. ¿Sufría de mareos o vértigos?
—Sí. En realidad, ése fue uno de los motivos de que nos tomásemos estas vacaciones. Mi marido trabajaba mucho. Demasiado, le decíamos todos. Y se quejaba de dolores de cabeza y mareos continuos. Me pareció que necesitaba descansar, relajarse. Por eso vinimos a Jamaica.
Priscilla se maravilló de lo fácil que resultaba mentir cuando estaba en juego algo tan importante.
El hombre de la C. I. D. anotó algo en su cuaderno.
—Comprendo que esto es muy doloroso para usted — dijo, en tono solícito —. Pero si logra resistir unos minutos más, estoy seguro de que todo quedará claro. En los casos de muerte violenta debemos hacer averiguaciones. — Hizo una breve pausa y continuó—: Como sabe, su terraza está rodeada por una barandilla de un metro. Resulta difícil pensar que un hombre, sin más, vaya a caer por encima de una baranda de esa altura.
Priscilla comenzó a sentir una especie de comezón nerviosa.
—A no ser que haya sufrido un vértigo y se haya desmayado. Resulta, señora Farnham, que uno de los camareros… — volvió a consultar su cuaderno— un hombre llamado Parsons estaba en el patio, preparando las mesas para cenar. Miró hacia arriba por casualidad, o tal vez porque el grito de su esposo, el que usted dijo haber oído, atrajo su atención. Y vio a su marido caer por encima de la barandilla. Pero Parsons asegura que tuvo una impresión muy distinta de lo que motivó esa caída.

El repentino shock la hizo estremecer. Alguien había visto lo ocurrido.
—Como es natural —siguió Waring—, preguntamos a Parsons si vio a alguien en la terraza, aparte del señor Farnham. Admitió que no.
—No creo que usted piense…
—¡Claro que no! —cortó Waring, con desarmante sonrisa—. Pero debemos comprobar cualquier información de esa clase. En seguida descubrimos que la declaración de Parsons carecía de base. En primer lugar, Parsons se encontraba casi directamente bajo la línea de terrazas y su campo de visión era prácticamente vertical. Por tanto, no podía ver la terraza de este piso con claridad. Y en segundo lugar, la opinión de Parsons se basaba en que le dio la impresión de que su marido trataba de recuperar el equilibrio. Agitaba los brazos en el aire, como si… como si tratara de defenderse. Se sobreentiende que…
Priscilla sintió una cálida y repentina sensación de confianza. ¡Tal vez fuera posible que el crimen no tuviera castigo!
—Probablemente Parsons malinterpretara el desesperado intento de su marido por salvarse, confundiéndolo con algo distinto —seguía el sargento—. Y ahora que usted verifica lo de los vértigos del señor Farnham, podemos comprender a qué fue debido el que cayese sobre la barandilla.
Una llamada a la puerta le interrumpió. El sargento abrió y Priscilla pudo ver el blanco casco del alguacil Edmonds. Los dos hombres hablaron un momento entre sí, en voz baja.
Waring volvió la cabeza hacia la sala de estar y miró cuidadosamente a Priscilla antes de decir.
—¿Querrá perdonarme, por favor? Sólo será un momento. Según parece, hay otros testigos.
Desapareció, y Priscilla quedó sentada, con los labios muy apretados y notando que se disolvía toda su confianza. En su cerebro, las preguntas se amontonaban una sobre otra.
La respuesta se produjo cuando Waring volvió a entrar en el cuarto y fue rápidamente hacia ella. De pronto, el aspecto del hombre había cambiado.
—Señora Farnham… —comenzó—. ¿Se pelearon su marido y usted poco antes de que él muriera?
—Sí — replicó Priscilla, en un susurro. Waring insistió:
—La pareja de la suite de al lado, los Rinehart, dicen que les oyeron disputar en forma más bien violenta. Hablaban a voces y los Rinehart están seguros de que su marido habló de… morir.
—Ahora me parece una discusión absurda… El sargento la miró inquisitivamente.
—No quiero decir exactamente absurda —continuó ella—. Sólo que en estos momentos me parece que carecía de importancia. Mi esposo deseaba interrumpir nuestras vacaciones y volver a casa. Los niños y yo queríamos quedarnos. Según lo que habíamos planeado inicialmente, aún teníamos que permanecer aquí al menos otra semana. Temo que nos fuimos exaltando y pronunciamos palabras desagradables. Luego él dijo que, cuando estuviese muerto, yo podría hacer lo que me diera la gana, pero que ahora, dado que él era el cabeza de familia, nos iríamos a casa. —Priscilla sonrió tristemente—. Esa era una de sus afirmaciones favoritas.
Miró a Waring. El silencio que se produjo fue inacabable.
El rostro del sargento se suavizó.
—Eso parece concordar en esencia con los fragmentos de discusión que oyeron los Rinehart.—El hombre volvió a consultar su cuaderno y continuó—: Siguió una cosa más, señora Farnham. Ha dicho usted que, cuando su marido cayó, se encontraba echada en el sofá.
Priscilla dijo que sí con la cabeza.
—Y también ha dicho que sus hijos la menearon inmediatamente después de que a usted le pareció haber oído gritar a su esposo.
Priscilla asintió de nuevo.
Waring volvía a mostrar su desarmante sonrisa.
—Entonces, ¿le importaría que trajésemos aquí a los niños y les preguntáramos dónde estaba usted cuando ellos la llamaron? Es una simple comprobación de rutina. Como es natural, no puedo preguntarles oficialmente; y debo contar con el permiso de usted. Pero eso aclararía mi informe y nos permitiría acabar ahora mismo este desagradable asunto.
Priscilla se encogió de hombros.
—De acuerdo —dijo—. Pero, por favor…
Waring asintió, comprensivo. Hizo un ademán a Tibble y éste entró en el dormitorio y regresó con Mark y Amy.
Al entrar los niños, Priscilla no levantó la mirada. Luego, mientras eran conducidos hacia el sargento, alzó la cabeza lentamente y les acarició con una sonrisa.
Waring se sentó en su silla, inclinándose un poco para quedar a la misma altura que los pequeños. Habló con suavidad, pero yendo al grano:
—¿Comprenden lo que ha ocurrido hoy? Mark y Amy asintieron gravemente.
—Voy a preguntarles algo. ¿Quieren contestarme? — continuó Waring.
Con rostros muy serios, los dos chiquillos miraron a su madre.
—Debéis contestar al caballero —les dijo Priscilla, suavemente, notando fijos en ella los ojos del sargento.
El hombre volvió su atención a Mark y Amy y comenzó, cautamente:
—Hace un ratito, cuando oíste… gritar a tu papá… ¿Te acuerdas?
Los dos asintieron solemnemente. Waring siguió:
—Al oírlo, ustedes también gritaron. Y fuiste a buscar a tu mamá, ¿verdad? Los dos niños dijeron que sí.
—¿Recuerdan dónde estaba tu mamá en aquel momento?
Mark contestó:
—Estaba donde está ahora.

—¿Seguro? —insistió Waring.
—Aja —dijo Amy—. Jugábamos al juego.—¿Al juego?
Priscilla comenzó a explicar:
—Sólo es un jueguecito…
Fue interrumpida por un ademán preventivo del sargento Waring. Aquél era el momento temido por Priscilla. Sin saber por qué, en todo instante tuvo la seguridad de que la sentencia final se encontraría en el juego.
—¿Qué pasa con él? — inquirió Waring, como sin darle importancia—. ¿De qué clase de juego se trata? Mark tomó la palabra.
—Lo jugamos con mamá. Es muy divertido. Preparamos sorpresas. Compramos cosas… o las hacemos… Luego decimos: “¿A ver si adivinas?”
—¿A ver si adivinas? —repitió el sargento, como un eco.
—Claro —intervino Amy—. Mamá dice: “A ver si adivinas lo que he hecho por ti”. Y nosotros tratamos de acertar con la sorpresa.
—O decimos: “Adivina lo que hecho por ti”. Y mamá trata de acertar —añadió Mark.
—Sigue —apremió Waring.
—Bueno, después de que mamá y papá… —bajó la voz— tuvieron la pelea, mamá dijo que jugáramos al juego. —Alzando de nuevo la voz y mirando a su hermana, siguió—: Así que Amy y yo nos fuimos al dormitorio para pensar en la sorpresa que podíamos darle a mamá. Y mamá se quedó aquí, imaginando una para nosotros.
—Luego, cuando oíste gritar a tu padre, viniste junto a tu mamá. ¿No? ¿Estaba ella en el sofá?
—¡Oh, sí! —aseguró Amy—. Tumbada. Vinimos a decirle nuestra sorpresa. ¿Quiere usted saber cuál era?
—No —dijo el sargento, riendo—. Un secreto es un secreto. Solamente deseaba averiguar si sabías dónde estaba tu madre.
Se volvió a Priscilla:
—Creo que con esto todo queda aclarado, señora Farnham. Como es lógico, tras la autopsia habrá una encuesta, pero será un asunto de mera rutina.
—¿Tendrán que volver a interrogar a los niños? — preguntó Priscilla.
—No creo. Esta ha sido ya una dura prueba para ellos.
Waring estrechó las manos de Mark y Amy y les dio las gracias.
—Lo siento, señora Farnham —dijo—. Espero no haberla molestado con exceso. Ya imagino que la trágica muerte de su marido la habrá trastornado mucho y que no era el momento más oportuno para importunarla con mis preguntas, pero.., era mi deber.
—Comprendo, sargento Waring. Y gracias por mostrarse tan considerado con los niños.
—No tiene importancia —replicó Waring—. Yo también tengo hijos. —Hizo una señal a Tibble para que le acompañara y ambos salieron de la suite, cerrando cuidadosamente la puerta tras ellos.
Priscilla permaneció inmóvil un largo momento, sin atreverse a creer que todo hubiera concluido. Luego sonrió a los pequeños, que permanecían callados frente a ella.
Amy, con impaciente expresión, rompió el silencio.
—Mamá, no nos has dicho tu sorpresa —dijo—. Te has olvidado.
—No, no me he olvidado —replicó Priscilla, con un deje de tristeza.
Muy pronto les diría lo que había hecho por ellos. Cuando llegara el momento de sentarse con sus hijos y explicarles que hoy el juego se había jugado muy mal.
No, no se había olvidado. Ni olvidaría nunca el momento en que Mark y Amy le menearon, gritando:
—¡A ver si adivinas!
Entre sueños, ella preguntó:
—¿Qué?
Los niños, con rostros relucientes por la sorpresa que le tenían preparada, la llevaron a rastras a la terraza, señalaron por encima de la barandilla y, con cantarínas voces, exclamaron:
—¡Adivina lo que hemos hecho hoy por ti!

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El Extraño https://culturaquetzal.com/2024/12/01/el-extrano/ https://culturaquetzal.com/2024/12/01/el-extrano/#respond Sun, 01 Dec 2024 10:14:35 +0000 https://culturaquetzal.com/?p=1308 Por: H. P. Lovecraft

Infeliz es aquel a quien sus recuerdos infantiles sólo traen miedo y tristeza. Desgraciado aquel que vuelve la mirada hacia horas solitarias en bastos y lúgubres recintos de cortinados marrones y alucinantes hileras de antiguos volúmenes, o hacia pavorosas vigilias a la sombra de árboles descomunales y grotescos, cargados de enredaderas, que agitan silenciosamente en las alturas sus ramas retorcidas. Tal es lo que los dioses me destinaron… a mí, el aturdido, el frustrado, el estéril, el arruinado y sin embargo, me siento extrañamente satisfecho y me aferro con desesperación a esos recuerdos marchitos cada vez que mi mente amenaza con ir más allá, hacia el otro.

No sé dónde nací, salvo que el castillo era infinitamente horrible, lleno de pasadizos oscuros y con altos cielos rasos donde la mirada sólo hallaba telarañas y sombras. Las piedras de los agrietados corredores estaban siempre odiosamente húmedas y por doquier se percibía un olor maldito, como de pilas de cadáveres de generaciones muertas. Jamás había luz, por lo que solía encender velas y quedarme mirándolas fijamente en busca de alivio; tampoco afuera brillaba el sol, ya que esas terribles arboledas se elevaban por encima de la torre más alta. Una sola, una torre negra, sobrepasaba el ramaje y salía al cielo abierto y desconocido, pero estaba casi en ruinas y sólo se podía ascender a ella por un escarpado muro poco menos que imposible de escalar.

Debo haber vivido años en ese lugar, pero no puedo medir el tiempo. Seres vivos debieron haber atendido a mis necesidades, y sin embargo no puedo rememorar a persona alguna excepto yo mismo, ni ninguna cosa viviente salvo ratas, murciélagos y arañas, silenciosos todos. Supongo que, quienquiera me haya cuidado, debió haber sido asombrosamente viejo, puesto que mi primera representación mental de una persona viva fue la de algo semejante a mí, pero retorcido, marchito y deteriorado como el castillo. Para mí no tenían nada de grotescos los huesos y los esqueletos esparcidos por las criptas de piedra cavadas en las profundidades de los cimientos. En mi fantasía asociaba estas cosas con los hechos cotidianos y los hallaba más reales que las figuras en colores de seres vivos que veía en muchos libros mohosos. En esos libros aprendí todo lo que sé. Maestro alguno me urgió o me guió, y no recuerdo haber escuchado en todos esos años voces humanas…, ni siquiera la mía; ya que, si bien había leído acerca de la palabra hablada nunca se me ocurrió hablar en voz alta. Mi aspecto era asimismo una cuestión ajena a mi mente, ya que no había espejos en el castillo y me limitaba, por instinto, a verme como un semejante de las figuras juveniles que veía dibujadas o pintadas en los libros. Tenía conciencia de la juventud a causa de lo poco que recordaba.

Afuera, tendido en el pútrido foso, bajo los árboles tenebrosos y mudos, solía pasarme horas enteras soñando lo que había leído en los libros; añoraba verme entre gentes alegres, en el mundo soleado allende de la floresta interminable. Una vez traté de escapar del bosque, pero a medida que me alejaba del castillo las sombras se hacían más densas y el aire más impregnado de crecientes temores, de modo que eché a correr frenéticamente por el camino andado, no fuera a extraviarme en un laberinto de lúgubre silencio.

Y así, a través de crepúsculos sin fin, soñaba y esperaba, aún cuando no supiera qué. Hasta que en mi negra soledad, el deseo de luz se hizo tan frenético que ya no pude permanecer inactivo y mis manos suplicantes se elevaron hacia esa única torre en ruinas que por encima de la arboleda se hundía en el cielo exterior e ignoto. Y por fin resolví escalar la torre, aunque me cayera; ya que mejor era vislumbrar un instante el cielo y perecer, que vivir sin haber contemplado jamás el día.

A la húmeda luz crepuscular subí los vetustos peldaños de piedra hasta llegar al nivel donde se interrumpían, y de allí en adelante, trepando por pequeñas entrantes donde apenas cabía un pie, seguí mi peligrosa ascensión. Horrendo y pavoroso era aquel cilindro rocoso, inerte y sin peldaños; negro, ruinoso y solitario, siniestro con su mudo aleteo de espantados murciélagos. Pero más horrenda aún era la lentitud de mi avance, ya que por más que trepase, las tinieblas que me envolvían no se disipaban y un frío nuevo, como de moho venerable y embrujado, me invadió. Tiritando de frío me preguntaba por qué no llegaba a la claridad, y, de haberme atrevido, habría mirado hacia abajo. Antojóseme que la noche había caído de pronto sobre mí y en vano tanteé con la mano libre en busca del antepecho de alguna ventana por la cual espiar hacia afuera y arriba y calcular a qué altura me encontraba.

De pronto, al cabo de una interminable y espantosa ascensión a ciegas por aquel precipicio cóncavo y desesperado, sentí que la cabeza tocaba algo sólido; supe entonces que debía haber ganado la terraza o, cuando menos, alguna clase de piso. Alcé la mano libre y, en la oscuridad, palpé un obstáculo, descubriendo que era de piedra e inamovible. Luego vino un mortal rodeo a la torre, aferrándome de cualquier soporte que su viscosa pared pudiera ofrecer; hasta que finalmente mi mano, tanteando siempre, halló un punto donde la valla cedía y reanudé la marcha hacia arriba, empujando la losa o puerta con la cabeza, ya que utilizaba ambas manos en mi cauteloso avance. Arriba no apareció luz alguna y, a medida que mis manos iban más y más alto, supe que por el momento mi ascensión había terminado, ya que la puerta daba a una abertura que conducía a una superficie plana de piedra, de mayor circunferencia que la torre inferior, sin duda el piso de alguna elevada y espaciosa cámara de observación. Me deslicé sigilosamente por el recinto tratando que la pesada losa no volviera a su lugar, pero fracasé en mi intento. Mientras yacía exhausto sobre el piso de piedra, oí el alucinante eco de su caída, pero con todo tuve la esperanza de volver a levantarla cuando fuese necesario.

Creyéndome ya a una altura prodigiosa, muy por encima de las odiadas ramas del bosque, me incorporé fatigosamente y tanteé la pared en busca de alguna ventana que me permitiese mirar por vez primera el cielo y esa luna y esas estrellas sobre las que había leído. Pero ambas manos me decepcionaron, ya que todo cuanto hallé fueron amplias estanterías de mármol cubiertas de aborrecibles cajas oblongas de inquietante dimensión. Más reflexionaba y más me preguntaba qué extraños secretos podía albergar aquel alto recinto construido a tan inmensa distancia del castillo subyacente. De pronto mis manos tropezaron inesperadamente con el marco de una puerta, del cual colgaba una plancha de piedra de superficie rugosa a causa de las extrañas incisiones que la cubrían. La puerta estaba cerrada, pero haciendo un supremo esfuerzo superé todos los obstáculos y la abrí hacia adentro. Hecho esto, invadióme el éxtasis más puro jamás conocido; a través de una ornamentada verja de hierro, y en el extremo de una corta escalinata de piedra que ascendía desde la puerta recién descubierta, brillando plácidamente en todo su esplendor estaba la luna llena, a la que nunca había visto antes, salvo en sueños y en vagas visiones que no me atrevía a llamar recuerdos.

Seguro ahora de que había alcanzado la cima del castillo, subí rápidamente los pocos peldaños que me separaban de la verja; pero en eso una nube tapó la luna haciéndome tropezar, y en la oscuridad tuve que avanzar con mayor lentitud. Estaba todavía muy oscuro cuando llegué a la verja, que hallé abierta tras un cuidadoso examen pero que no quise trasponer por temor de precipitarme desde la increíble altura que había alcanzado. Luego volvió a salir la luna.

De todos los impactos imaginables, ninguno tan demoníaco como el de lo insondable y grotescamente inconcebible. Nada de lo soportado antes podía compararse al terror de lo que ahora estaba viendo; de las extraordinarias maravillas que el espectáculo implicaba. El panorama en sí era tan simple como asombroso, ya que consistía meramente en esto: en lugar de una impresionante perspectiva de copas de árboles vistas desde una altura imponente, se extendía a mi alrededor, al mismo nivel de la verja, nada menos que la tierra firme, separada en compartimentos diversos por medio de lajas de mármol y columnas, y sombreada por una antigua iglesia de piedra cuyo devastado capitel brillaba fantasmagóricamente a la luz de la luna.

Medio inconsciente, abrí la verja y avancé bamboleándome por la senda de grava blanca que se extendía en dos direcciones. Por aturdida y caótica que estuviera mi mente, persistía en ella ese frenético anhelo de luz, ni siquiera el pasmoso descubrimiento de momentos antes podía detenerme. No sabía, ni me importaba, si mi experiencia era locura, enajenación o magia, pero estaba resuelto a ir en pos de luminosidad y alegría a toda costa. No sabía quién o qué era yo, ni cuáles podían ser mi ámbito y mis circunstancias; sin embargo, a medida que proseguía mi tambaleante marcha, se insinuaba en mí una especie de tímido recuerdo latente que hacía mi avance no del todo fortuito, sin rumbo fijo por campo abierto; unas veces sin perder de vista el camino, otras abandonándolo para internarme, lleno de curiosidad, por praderas en las que sólo alguna ruina ocasional revelaba la presencia, en tiempos remotos, de una senda olvidada. En un momento dado tuve que cruzar a nado un rápido río cuyos restos de mampostería agrietada y mohosa hablaban de un puente mucho tiempo atrás desaparecido.

Habían transcurrido más de dos horas cuando llegué a lo que aparentemente era mi meta: un venerable castillo cubierto de hiedras, enclavado en un gran parque de espesa arboleda, de alucinante familiaridad para mí, y sin embargo lleno de intrigantes novedades. Vi que el foso había sido rellenado y que varias de las torres que yo bien conocía estaban demolidas, al mismo tiempo que se erguían nuevas alas que confundían al espectador. Pero lo que observé con el máximo interés y deleite fueron las ventanas abiertas, inundadas de esplendorosa claridad y que enviaban al exterior ecos de la más alegre de las francachelas. Adelantándome hacia una de ellas, miré el interior y vi un grupo de personas extrañamente vestidas, que departían entre sí con gran jarana. Como jamás había oído la voz humana, apenas sí podía adivinar vagamente lo que decían. Algunas caras tenían expresiones que despertaban en mí remotísimos recuerdos; otras me eran absolutamente ajenas.

Salté por la ventana y me introduje en la habitación, brillantemente iluminada, a la vez que mi mente saltaba del único instante de esperanza al más negro de los desalientos. La pesadilla no tardó en venir, ya que, no bien entré, se produjo una de las más aterradoras reacciones que hubiera podido concebir. No había terminado de cruzar el umbral cuando cundió entre todos los presentes un inesperado y súbito pavor, de horrible intensidad, que distorsionaba los rostros y arrancaba de todas las gargantas los chillidos más espantosos. El desbande fue general, y en medio del griterío y del pánico varios sufrieron desmayos, siendo arrastrados por los que huían enloquecidos. Muchos se taparon los ojos con las manos y corrían a ciegas llevándose todo por delante, derribando los muebles y dándose contra las paredes en su desesperado intento de ganar alguna de las numerosas puertas.

Solo y aturdido en el brillante recinto, escuchando los ecos cada vez más apagados de aquellos espeluznantes gritos, comencé a temblar pensando qué podía ser aquello que me acechaba sin que yo lo viera. A primera vista el lugar parecía vacío, pero cuando me dirigí a una de las alcobas creí detectar una presencia… un amago de movimiento del otro lado del arco dorado que conducía a otra habitación, similar a la primera. A medida que me aproximaba a la arcada comencé a percibir la presencia con más nitidez; y luego, con el primero y último sonido que jamás emití -un aullido horrendo que me repugnó casi tanto como su morbosa causa-, contemplé en toda su horrible intensidad el inconcebible, indescriptible, inenarrable monstruo que, por obra de su mera aparición, había convertido una alegre reunión en una horda de delirantes fugitivos.

No puedo siquiera decir aproximadamente a qué se parecía, pues era un compuesto de todo lo que es impuro, pavoroso, indeseado, anormal y detestable. Era una fantasmagórica sombra de podredumbre, decrepitud y desolación; la pútrida y viscosa imagen de lo dañino; la atroz desnudez de algo que la tierra misericordiosa debería ocultar por siempre jamás. Dios sabe que no era de este mundo -o al menos había dejado de serlo-, y sin embargo, con enorme horror de mi parte, pude ver en sus rasgos carcomidos, con huesos que se entreveían, una repulsiva y lejana reminiscencia de formas humanas; y en sus enmohecidas y destrozadas ropas, una indecible cualidad que me estremecía más aún.

Estaba casi paralizado, pero no tanto como para no hacer un débil esfuerzo hacia la salvación: un tropezón hacia atrás que no pudo romper el hechizo en que me tenía apresado el monstruo sin voz y sin nombre. Mis ojos, embrujados por aquellos asqueantes ojos vítreos que los miraba fijamente, se negaba a cerrarse, si bien el terrible objeto, tras el primer impacto, se veía ahora más confuso. Traté de levantar la mano y disipar la visión, pero estaba tan anonadado que el brazo no respondió por entero a mi voluntad. Sin embargo, el intento fue suficiente como para alterar mi equilibrio y, bamboléandome, di unos pasos hacia adelante para no caer. Al hacerlo adquirí de pronto la angustiosa noción de la proximidad de la cosa, cuya inmunda respiración tenía casi la impresión de oír. Poco menos que enloquecido, pude no obstante adelantar una mano para detener a la fétida imagen, que se acercaba más y más, cuando de pronto, mis dedos tocaron la extremidad putrefacta que el monstruo extendía por debajo del arco dorado.

No chillé, pero todos los satánicos vampiros que cabalgan en el viento de la noche lo hicieron por mí, a la vez que dejaron caer en mi mente una avalancha de anonadantes recuerdos.

Supe en ese mismo instante todo lo ocurrido; recordé hasta más allá del terrorífico castillo y sus árboles; reconocí el edificio en el cual me hallaba; reconocí, lo más terrible, la impía abominación que se erguía ante mí, mirándome de soslayo mientras apartaba de los suyos mis dedos manchados.

Pero en el cosmos existe el bálsamo además de la amargura, y ese bálsamo es el olvido. En el supremo horror de ese instante olvidé lo que me había espantado y el estallido del recuerdo se desvaneció en un caos de reiteradas imágenes. Como entre sueños, salí de aquel edificio fantasmal y execrado y eché a correr rauda y silenciosamente a la luz de la luna. Cuando retorné al mausoleo de mármol y descendí los peldaños, encontré que no podía mover la trampa de piedra; pero no lo lamenté, ya que había llegado a odiar el viejo castillo y sus árboles. Ahora cabalgo junto a los fantasmas, burlones y cordiales, al viento de la noche, y durante el día juego entre las catacumbas de Nefre-Ka, en el recóndito y desconocido valle de Hadoth, a orillas del Nilo. Sé que la luz no es para mí, salvo la luz de la luna sobre las tumbas de roca de Neb, como tampoco es para mí la alegría, salvo las innominadas fiestas de Nitokris bajo la Gran Pirámide; y sin embargo en mi nueva y salvaje libertad, agradezco casi la amargura de la alienación.

Pues aunque el olvido me ha dado la calma, no por eso ignoro que soy un extranjero; un extraño a este siglo y a todos los que aún son hombres. Esto es lo que supe desde que extendí mis dedos hacia esa cosa abominable surgida en aquel gran marco dorado; desde que extendí mis dedos y toqué una fría e inexorable superficie de pulido espejo.

FIN

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El gato negro – Edgar Allan Poe https://culturaquetzal.com/2024/10/25/el-gato-negro-edgar-allan-poe/ https://culturaquetzal.com/2024/10/25/el-gato-negro-edgar-allan-poe/#respond Sat, 26 Oct 2024 00:55:11 +0000 https://culturaquetzal.com/?p=1223 No espero ni pido que alguien crea en el extraño aunque simple relato que me dispongo a escribir. Loco estaría si lo esperara, cuando mis sentidos rechazan su propia evidencia. Pero no estoy loco y sé muy bien que esto no es un sueño. Mañana voy a morir y quisiera aliviar hoy mi alma. Mi propósito inmediato consiste en poner de manifiesto, simple, sucintamente y sin comentarios, una serie de episodios domésticos. Las consecuencias de esos episodios me han aterrorizado, me han torturado y, por fin, me han destruido. Pero no intentaré explicarlos. Si para mí han sido horribles, para otros resultarán menos espantosos que barrocos. Más adelante, tal vez, aparecerá alguien cuya inteligencia reduzca mis fantasmas a lugares comunes; una inteligencia más serena, más lógica y mucho menos excitable que la mía, capaz de ver en las circunstancias que temerosamente describiré, una vulgar sucesión de causas y efectos naturales.

Desde la infancia me destaqué por la docilidad y bondad de mi carácter. La ternura que abrigaba mi corazón era tan grande que llegaba a convertirme en objeto de burla para mis compañeros. Me gustaban especialmente los animales, y mis padres me permitían tener una gran variedad. Pasaba a su lado la mayor parte del tiempo, y jamás me sentía más feliz que cuando les daba de comer y los acariciaba. Este rasgo de mi carácter creció conmigo y, cuando llegué a la virilidad, se convirtió en una de mis principales fuentes de placer. Aquellos que alguna vez han experimentado cariño hacia un perro fiel y sagaz no necesitan que me moleste en explicarles la naturaleza o la intensidad de la retribución que recibía. Hay algo en el generoso y abnegado amor de un animal que llega directamente al corazón de aquel que con frecuencia ha probado la falsa amistad y la frágil fidelidad del hombre.

Me casé joven y tuve la alegría de que mi esposa compartiera mis preferencias. Al observar mi gusto por los animales domésticos, no perdía oportunidad de procurarme los más agradables de entre ellos. Teníamos pájaros, peces de colores, un hermoso perro, conejos, un monito y un gato.

Este último era un animal de notable tamaño y hermosura, completamente negro y de una sagacidad asombrosa. Al referirse a su inteligencia, mi mujer, que en el fondo era no poco supersticiosa, aludía con frecuencia a la antigua creencia popular de que todos los gatos negros son brujas metamorfoseadas. No quiero decir que lo creyera seriamente, y sólo menciono la cosa porque acabo de recordarla.

Plutón -tal era el nombre del gato- se había convertido en mi favorito y mi camarada. Sólo yo le daba de comer y él me seguía por todas partes en casa. Me costaba mucho impedir que anduviera tras de mí en la calle.

Nuestra amistad duró así varios años, en el curso de los cuales (enrojezco al confesarlo) mi temperamento y mi carácter se alteraron radicalmente por culpa del demonio. Intemperancia. Día a día me fui volviendo más melancólico, irritable e indiferente hacia los sentimientos ajenos. Llegué, incluso, a hablar descomedidamente a mi mujer y terminé por infligirle violencias personales. Mis favoritos, claro está, sintieron igualmente el cambio de mi carácter. No sólo los descuidaba, sino que llegué a hacerles daño. Hacia Plutón, sin embargo, conservé suficiente consideración como para abstenerme de maltratarlo, cosa que hacía con los conejos, el mono y hasta el perro cuando, por casualidad o movidos por el afecto, se cruzaban en mi camino. Mi enfermedad, empero, se agravaba -pues, ¿qué enfermedad es comparable al alcohol?-, y finalmente el mismo Plutón, que ya estaba viejo y, por tanto, algo enojadizo, empezó a sufrir las consecuencias de mi mal humor.

Una noche en que volvía a casa completamente embriagado, después de una de mis correrías por la ciudad, me pareció que el gato evitaba mi presencia. Lo alcé en brazos, pero, asustado por mi violencia, me mordió ligeramente en la mano. Al punto se apoderó de mí una furia demoníaca y ya no supe lo que hacía. Fue como si la raíz de mi alma se separara de golpe de mi cuerpo; una maldad más que diabólica, alimentada por la ginebra, estremeció cada fibra de mi ser. Sacando del bolsillo del chaleco un cortaplumas, lo abrí mientras sujetaba al pobre animal por el cuello y, deliberadamente, le hice saltar un ojo. Enrojezco, me abraso, tiemblo mientras escribo tan condenable atrocidad.

Cuando la razón retornó con la mañana, cuando hube disipado en el sueño los vapores de la orgía nocturna, sentí que el horror se mezclaba con el remordimiento ante el crimen cometido; pero mi sentimiento era débil y ambiguo, no alcanzaba a interesar al alma. Una vez más me hundí en los excesos y muy pronto ahogué en vino los recuerdos de lo sucedido.

El gato, entretanto, mejoraba poco a poco. Cierto que la órbita donde faltaba el ojo presentaba un horrible aspecto, pero el animal no parecía sufrir ya. Se paseaba, como de costumbre, por la casa, aunque, como es de imaginar, huía aterrorizado al verme. Me quedaba aún bastante de mi antigua manera de ser para sentirme agraviado por la evidente antipatía de un animal que alguna vez me había querido tanto. Pero ese sentimiento no tardó en ceder paso a la irritación. Y entonces, para mi caída final e irrevocable, se presentó el espíritu de la perversidad. La filosofía no tiene en cuenta a este espíritu; y, sin embargo, tan seguro estoy de que mi alma existe como de que la perversidad es uno de los impulsos primordiales del corazón humano, una de las facultades primarias indivisibles, uno de esos sentimientos que dirigen el carácter del hombre. ¿Quién no se ha sorprendido a sí mismo cien veces en momentos en que cometía una acción tonta o malvada por la simple razón de que no debía cometerla? ¿No hay en nosotros una tendencia permanente, que enfrenta descaradamente al buen sentido, una tendencia a transgredir lo que constituye la Ley por el solo hecho de serlo? Este espíritu de perversidad se presentó, como he dicho, en mi caída final. Y el insondable anhelo que tenía mi alma de vejarse a sí misma, de violentar su propia naturaleza, de hacer mal por el mal mismo, me incitó a continuar y, finalmente, a consumar el suplicio que había infligido a la inocente bestia. Una mañana, obrando a sangre fría, le pasé un lazo por el cuello y lo ahorqué en la rama de un árbol; lo ahorqué mientras las lágrimas manaban de mis ojos y el más amargo remordimiento me apretaba el corazón; lo ahorqué porque recordaba que me había querido y porque estaba seguro de que no me había dado motivo para matarlo; lo ahorqué porque sabía que, al hacerlo, cometía un pecado, un pecado mortal que comprometería mi alma hasta llevarla -si ello fuera posible- más allá del alcance de la infinita misericordia del Dios más misericordioso y más terrible.

La noche de aquel mismo día en que cometí tan cruel acción me despertaron gritos de: “¡Incendio!” Las cortinas de mi cama eran una llama viva y toda la casa estaba ardiendo. Con gran dificultad pudimos escapar de la conflagración mi mujer, un sirviente y yo. Todo quedó destruido. Mis bienes terrenales se perdieron y desde ese momento tuve que resignarme a la desesperanza.

No incurriré en la debilidad de establecer una relación de causa y efecto entre el desastre y mi criminal acción. Pero estoy detallando una cadena de hechos y no quiero dejar ningún eslabón incompleto. Al día siguiente del incendio acudí a visitar las ruinas. Salvo una, las paredes se habían desplomado. La que quedaba en pie era un tabique divisorio de poco espesor, situado en el centro de la casa, y contra el cual se apoyaba antes la cabecera de mi lecho. El enlucido había quedado a salvo de la acción del fuego, cosa que atribuí a su reciente aplicación. Una densa muchedumbre habíase reunido frente a la pared y varias personas parecían examinar parte de la misma con gran atención y detalle. Las palabras “¡extraño!, ¡curioso!” y otras similares excitaron mi curiosidad. Al aproximarme vi que en la blanca superficie, grabada como un bajorrelieve, aparecía la imagen de un gigantesco gato. El contorno tenía una nitidez verdaderamente maravillosa. Había una soga alrededor del cuello del animal.

Al descubrir esta aparición -ya que no podía considerarla otra cosa- me sentí dominado por el asombro y el terror. Pero la reflexión vino luego en mi ayuda. Recordé que había ahorcado al gato en un jardín contiguo a la casa. Al producirse la alarma del incendio, la multitud había invadido inmediatamente el jardín: alguien debió de cortar la soga y tirar al gato en mi habitación por la ventana abierta. Sin duda, habían tratado de despertarme en esa forma. Probablemente la caída de las paredes comprimió a la víctima de mi crueldad contra el enlucido recién aplicado, cuya cal, junto con la acción de las llamas y el amoniaco del cadáver, produjo la imagen que acababa de ver.

Si bien en esta forma quedó satisfecha mi razón, ya que no mi conciencia, sobre el extraño episodio, lo ocurrido impresionó profundamente mi imaginación. Durante muchos meses no pude librarme del fantasma del gato, y en todo ese tiempo dominó mi espíritu un sentimiento informe que se parecía, sin serlo, al remordimiento. Llegué al punto de lamentar la pérdida del animal y buscar, en los viles antros que habitualmente frecuentaba, algún otro de la misma especie y apariencia que pudiera ocupar su lugar.

Una noche en que, borracho a medias, me hallaba en una taberna más que infame, reclamó mi atención algo negro posado sobre uno de los enormes toneles de ginebra que constituían el principal moblaje del lugar. Durante algunos minutos había estado mirando dicho tonel y me sorprendió no haber advertido antes la presencia de la mancha negra en lo alto. Me aproximé y la toqué con la mano. Era un gato negro muy grande, tan grande como Plutón y absolutamente igual a éste, salvo un detalle. Plutón no tenía el menor pelo blanco en el cuerpo, mientras este gato mostraba una vasta aunque indefinida mancha blanca que le cubría casi todo el pecho.

Al sentirse acariciado se enderezó prontamente, ronroneando con fuerza, se frotó contra mi mano y pareció encantado de mis atenciones. Acababa, pues, de encontrar el animal que precisamente andaba buscando. De inmediato, propuse su compra al tabernero, pero me contestó que el animal no era suyo y que jamás lo había visto antes ni sabía nada de él.

Continué acariciando al gato y, cuando me disponía a volver a casa, el animal pareció dispuesto a acompañarme. Le permití que lo hiciera, deteniéndome una y otra vez para inclinarme y acariciarlo. Cuando estuvo en casa, se acostumbró a ella de inmediato y se convirtió en el gran favorito de mi mujer.

Por mi parte, pronto sentí nacer en mí una antipatía hacia aquel animal. Era exactamente lo contrario de lo que había anticipado, pero -sin que pueda decir cómo ni por qué- su marcado cariño por mí me disgustaba y me fatigaba. Gradualmente, el sentimiento de disgusto y fatiga creció hasta alcanzar la amargura del odio. Evitaba encontrarme con el animal; un resto de vergüenza y el recuerdo de mi crueldad de antaño me vedaban maltratarlo. Durante algunas semanas me abstuve de pegarle o de hacerlo víctima de cualquier violencia; pero gradualmente -muy gradualmente- llegué a mirarlo con inexpresable odio y a huir en silencio de su detestable presencia, como si fuera una emanación de la peste.

Lo que, sin duda, contribuyó a aumentar mi odio fue descubrir, a la mañana siguiente de haberlo traído a casa, que aquel gato, igual que Plutón, era tuerto. Esta circunstancia fue precisamente la que lo hizo más grato a mi mujer, quien, como ya dije, poseía en alto grado esos sentimientos humanitarios que alguna vez habían sido mi rasgo distintivo y la fuente de mis placeres más simples y más puros.

El cariño del gato por mí parecía aumentar en el mismo grado que mi aversión. Seguía mis pasos con una pertinencia que me costaría hacer entender al lector. Dondequiera que me sentara venía a ovillarse bajo mi silla o saltaba a mis rodillas, prodigándome sus odiosas caricias. Si echaba a caminar, se metía entre mis pies, amenazando con hacerme caer, o bien clavaba sus largas y afiladas uñas en mis ropas, para poder trepar hasta mi pecho. En esos momentos, aunque ansiaba aniquilarlo de un solo golpe, me sentía paralizado por el recuerdo de mi primer crimen, pero sobre todo -quiero confesarlo ahora mismo- por un espantoso temor al animal.

Aquel temor no era precisamente miedo de un mal físico y, sin embargo, me sería imposible definirlo de otra manera. Me siento casi avergonzado de reconocer, sí, aún en esta celda de criminales me siento casi avergonzado de reconocer que el terror, el espanto que aquel animal me inspiraba, era intensificado por una de las más insensatas quimeras que sería dado concebir. Más de una vez mi mujer me había llamado la atención sobre la forma de la mancha blanca de la cual ya he hablado, y que constituía la única diferencia entre el extraño animal y el que yo había matado. El lector recordará que esta mancha, aunque grande, me había parecido al principio de forma indefinida; pero gradualmente, de manera tan imperceptible que mi razón luchó durante largo tiempo por rechazarla como fantástica, la mancha fue asumiendo un contorno de rigurosa precisión. Representaba ahora algo que me estremezco al nombrar, y por ello odiaba, temía y hubiera querido librarme del monstruo si hubiese sido capaz de atreverme; representaba, digo, la imagen de una cosa atroz, siniestra…, ¡la imagen del patíbulo! ¡Oh lúgubre y terrible máquina del horror y del crimen, de la agonía y de la muerte!

Me sentí entonces más miserable que todas las miserias humanas. ¡Pensar que una bestia, cuyo semejante había yo destruido desdeñosamente, una bestia era capaz de producir tan insoportable angustia en un hombre creado a imagen y semejanza de Dios! ¡Ay, ni de día ni de noche pude ya gozar de la bendición del reposo! De día, aquella criatura no me dejaba un instante solo; de noche, despertaba hora a hora de los más horrorosos sueños, para sentir el ardiente aliento de la cosa en mi rostro y su terrible peso -pesadilla encarnada de la que no me era posible desprenderme- apoyado eternamente sobre mi corazón.

Bajo el agobio de tormentos semejantes, sucumbió en mí lo poco que me quedaba de bueno. Sólo los malos pensamientos disfrutaban ya de mi intimidad; los más tenebrosos, los más perversos pensamientos. La melancolía habitual de mi humor creció hasta convertirse en aborrecimiento de todo lo que me rodeaba y de la entera humanidad; y mi pobre mujer, que de nada se quejaba, llegó a ser la habitual y paciente víctima de los repentinos y frecuentes arrebatos de ciega cólera a que me abandonaba.

Cierto día, para cumplir una tarea doméstica, me acompañó al sótano de la vieja casa donde nuestra pobreza nos obligaba a vivir. El gato me siguió mientras bajaba la empinada escalera y estuvo a punto de tirarme cabeza abajo, lo cual me exasperó hasta la locura. Alzando un hacha y olvidando en mi rabia los pueriles temores que hasta entonces habían detenido mi mano, descargué un golpe que hubiera matado instantáneamente al animal de haberlo alcanzado. Pero la mano de mi mujer detuvo su trayectoria. Entonces, llevado por su intervención a una rabia más que demoníaca, me zafé de su abrazo y le hundí el hacha en la cabeza. Sin un solo quejido, cayó muerta a mis pies.

Cumplido este espantoso asesinato, me entregué al punto y con toda sangre fría a la tarea de ocultar el cadáver. Sabía que era imposible sacarlo de casa, tanto de día como de noche, sin correr el riesgo de que algún vecino me observara. Diversos proyectos cruzaron mi mente. Por un momento pensé en descuartizar el cuerpo y quemar los pedazos. Luego se me ocurrió cavar una tumba en el piso del sótano. Pensé también si no convenía arrojar el cuerpo al pozo del patio o meterlo en un cajón, como si se tratara de una mercadería común, y llamar a un mozo de cordel para que lo retirara de casa. Pero, al fin, di con lo que me pareció el mejor expediente y decidí emparedar el cadáver en el sótano, tal como se dice que los monjes de la Edad Media emparedaban a sus víctimas.

El sótano se adaptaba bien a este propósito. Sus muros eran de material poco resistente y estaban recién revocados con un mortero ordinario, que la humedad de la atmósfera no había dejado endurecer. Además, en una de las paredes se veía la saliencia de una falsa chimenea, la cual había sido rellenada y tratada de manera semejante al resto del sótano. Sin lugar a dudas, sería muy fácil sacar los ladrillos en esa parte, introducir el cadáver y tapar el agujero como antes, de manera que ninguna mirada pudiese descubrir algo sospechoso.

No me equivocaba en mis cálculos. Fácilmente saqué los ladrillos con ayuda de una palanca y, luego de colocar cuidadosamente el cuerpo contra la pared interna, lo mantuve en esa posición mientras aplicaba de nuevo la mampostería en su forma original. Después de procurarme argamasa, arena y cerda, preparé un enlucido que no se distinguía del anterior y revoqué cuidadosamente el nuevo enladrillado. Concluida la tarea, me sentí seguro de que todo estaba bien. La pared no mostraba la menor señal de haber sido tocada. Había barrido hasta el menor fragmento de material suelto. Miré en torno, triunfante, y me dije: “Aquí, por lo menos, no he trabajado en vano”.

Mi paso siguiente consistió en buscar a la bestia causante de tanta desgracia, pues al final me había decidido a matarla. Si en aquel momento el gato hubiera surgido ante mí, su destino habría quedado sellado, pero, por lo visto, el astuto animal, alarmado por la violencia de mi primer acceso de cólera, se cuidaba de aparecer mientras no cambiara mi humor. Imposible describir o imaginar el profundo, el maravilloso alivio que la ausencia de la detestada criatura trajo a mi pecho. No se presentó aquella noche, y así, por primera vez desde su llegada a la casa, pude dormir profunda y tranquilamente; sí, pude dormir, aun con el peso del crimen sobre mi alma.

Pasaron el segundo y el tercer día y mi atormentador no volvía. Una vez más respiré como un hombre libre. ¡Aterrado, el monstruo había huido de casa para siempre! ¡Ya no volvería a contemplarlo! Gozaba de una suprema felicidad, y la culpa de mi negra acción me preocupaba muy poco. Se practicaron algunas averiguaciones, a las que no me costó mucho responder. Incluso hubo una perquisición en la casa; pero, naturalmente, no se descubrió nada. Mi tranquilidad futura me parecía asegurada.

Al cuarto día del asesinato, un grupo de policías se presentó inesperadamente y procedió a una nueva y rigurosa inspección. Convencido de que mi escondrijo era impenetrable, no sentí la más leve inquietud. Los oficiales me pidieron que los acompañara en su examen. No dejaron hueco ni rincón sin revisar. Al final, por tercera o cuarta vez, bajaron al sótano. Los seguí sin que me temblara un solo músculo. Mi corazón latía tranquilamente, como el de aquel que duerme en la inocencia. Me paseé de un lado al otro del sótano. Había cruzado los brazos sobre el pecho y andaba tranquilamente de aquí para allá. Los policías estaban completamente satisfechos y se disponían a marcharse. La alegría de mi corazón era demasiado grande para reprimirla. Ardía en deseos de decirles, por lo menos, una palabra como prueba de triunfo y confirmar doblemente mi inocencia.

-Caballeros -dije, por fin, cuando el grupo subía la escalera-, me alegro mucho de haber disipado sus sospechas. Les deseo felicidad y un poco más de cortesía. Dicho sea de paso, caballeros, esta casa está muy bien construida… (En mi frenético deseo de decir alguna cosa con naturalidad, casi no me daba cuenta de mis palabras). Repito que es una casa de excelente construcción. Estas paredes… ¿ya se marchan ustedes, caballeros?… tienen una gran solidez.

Y entonces, arrastrado por mis propias bravatas, golpeé fuertemente con el bastón que llevaba en la mano sobre la pared del enladrillado tras de la cual se hallaba el cadáver de la esposa de mi corazón.

¡Que Dios me proteja y me libre de las garras del archidemonio! Apenas había cesado el eco de mis golpes cuando una voz respondió desde dentro de la tumba. Un quejido, sordo y entrecortado al comienzo, semejante al sollozar de un niño, que luego creció rápidamente hasta convertirse en un largo, agudo y continuo alarido, anormal, como inhumano, un aullido, un clamor de lamentación, mitad de horror, mitad de triunfo, como sólo puede haber brotado en el infierno de la garganta de los condenados en su agonía y de los demonios exultantes en la condenación.

Hablar de lo que pensé en ese momento sería locura. Presa de vértigo, fui tambaleándome hasta la pared opuesta. Por un instante el grupo de hombres en la escalera quedó paralizado por el terror. Luego, una docena de robustos brazos atacaron la pared, que cayó de una pieza. El cadáver, ya muy corrompido y manchado de sangre coagulada, apareció de pie ante los ojos de los espectadores. Sobre su cabeza, con la roja boca abierta y el único ojo como de fuego, estaba agazapada la horrible bestia cuya astucia me había inducido al asesinato y cuya voz delatadora me entregaba al verdugo. ¡Había emparedado al monstruo en la tumba!

FIN

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Mi hijo el físico https://culturaquetzal.com/2024/09/01/mi-hijo-el-fisico/ https://culturaquetzal.com/2024/09/01/mi-hijo-el-fisico/#respond Sun, 01 Sep 2024 07:32:07 +0000 https://culturaquetzal.com/?p=1211 Por: Isaac Asimov

Su cabello era claro de un color verde manzana, muy apagado, muy pasado de moda. Se notaba que tenía buena mano con el tinte, como hace treinta años, antes de que se pusieran de moda los reflejos y las mechas.

Una sonrisa dulce cubría su rostro y una mirada tranquila convertía cierta vejez en algo sereno.

Y, en comparación, convertía en caos la confusión que la rodeaba en aquel enorme edificio gubernamental.

Una chica pasó medio corriendo a su lado, se detuvo y la observó con una mirada vacía y sorprendida.

—¿Cómo ha entrado?

—Estoy buscando a mi hijo, el físico.

La mujer sonrió.

—Su hijo, el…

—En realidad es ingeniero de Comunicaciones. El físico en jefe Gerard Cremona.

—El doctor Cremona. Bueno, está… ¿Dónde está su pase?

—Aquí lo tiene. Soy su madre.

—Bueno, señora Cremona, no lo sé. Tengo que… Su despacho está por ahí. Pregúnteselo al primero que encuentre. —Se alejó medio corriendo.

La señora Cremona movió la cabeza lentamente. Supuso que había ocurrido alguna cosa. Esperaba que Gerard estuviera bien. Oyó voces al otro extremo del pasillo y sonrió contenta. Pudo distinguir la de Gerard.

—Hola, Gerard —dijo al entrar en la habitación.

Gerard era un hombre grande que lucía todavía una buena cabellera en donde empezaban a verse las canas que no se molestaba en teñir. Dijo que estaba demasiado ocupado. Ella se sentía muy orgullosa de él y del aspecto que tenía.

En aquel momento, hablaba en voz muy alta con un hombre vestido con atuendo militar. No pudo distinguir el rango pero sabía que Gerard podía manejarlo bien.

Gerard levantó la vista y dijo:

—¿Qué quiere…? ¡Madre! ¿Qué haces aquí?

—Quedamos que vendría hoy a verte.

—¿Es jueves hoy? Oh, Dios, lo había olvidado. Siéntate, mamá, ahora no puedo hablar. Cualquier sitio. Cualquier sitio. Mire, general.

El general Reiner miró por encima del hombro y con una mano le tocó la espalda.

—¿Su madre?

—Sí.

—¿Tendría que estar aquí?

—En este momento, no, pero yo me hago responsable de ella. Ni siquiera sabe leer un termómetro de modo que no entenderá nada de todo esto. Mire, general. Están en Plutón. ¿Lo entiende? Están allí. Las señales de radio no pueden ser de origen natural de modo que deben proceder de seres humanos, de nuestros hombres. Tendrán que admitirlo. De todas las expediciones que hemos enviado más allá del cinturón de asteroides, una ha conseguido llegar. Y están en Plutón.

—Sí, comprendo lo que está diciendo, ¿pero no sigue siendo imposible? Los hombres que están ahora en Plutón salieron hace cuatro años con un equipo que no podía mantenerles con vida más de un año. Así es como lo veo yo. Su objetivo era Ganímedes y parecen haber recorrido ocho veces esa distancia.

—Exactamente. Y nosotros tenemos que averiguar cómo y por qué. Puede…, puede simplemente… que hayan conseguido ayuda.

—¿Qué clase de ayuda? ¿Cómo?

Cremona apretó con fuerza las mandíbulas como si estuviera rezando interiormente.

—General —dijo—, estoy poniéndome en una situación precaria pero es remotamente posible que hayan recibido la ayuda de seres no humanos. Extraterrestres. Tenemos que averiguarlo. No sabemos cuánto tiempo puede mantenerse el contacto.

—Quiere decir —(en el serio rostro del general apareció una media sonrisa)— que quizá se hayan escapado y que en cualquier momento puedan ser capturados de nuevo.

—Quizá. Quizá. El futuro entero de la raza humana quizá dependa de que sepamos exactamente lo que ocurre. De saberlo ahora.

—De acuerdo. ¿Qué es lo que quiere?

—Vamos a necesitar en seguida el ordenador Multivac del Ejército. Tiene que abandonar el trabajo que está haciendo en este momento y empezar a programar nuestro problema semántico general. Todos sus ingenieros de Comunicaciones tienen que abandonar cualquier trabajo y coordinarse con los nuestros.

—Pero, ¿por qué? No entiendo qué tiene que ver una cosa con la otra.

Una suave voz les interrumpió.

—General, ¿quiere un poco de fruta? He traído unas naranjas.

—¡Mamá! ¡Por favor! —exclamó Cremona—. ¡Después! General, es muy sencillo. En este momento Plutón está a una distancia de seis mil millones de kilómetros. Las ondas de radio tardan seis horas, viajando a la velocidad de la luz, para llegar de aquí a allá. Si decimos algo, tendremos que esperar doce horas hasta recibir una respuesta. Si ellos dicen algo y nosotros no lo entendemos y contestamos «qué» y ellos lo tienen que repetir…, perdemos todo un día.

—¿No hay forma de ir más rápido? —preguntó el general.

—Claro que no. Es la ley básica de la comunicación. Ninguna información puede transmitirse a mayor velocidad que la luz. Necesitaríamos meses para tener la misma conversación con Plutón que en pocas horas tendríamos nosotros ahora mismo.

—Sí, lo entiendo. ¿Y realmente cree que hay extraterrestres metidos en esto?

—Lo creo. Para ser sincero, no todos los que están aquí están de acuerdo conmigo. No obstante, estamos utilizando todos los recursos posibles para encontrar algún método de concentrar la comunicación. Tenemos que transmitir cuantas más señales posibles por segundo y esperar que consigamos lo que necesitamos antes de perder el contacto. Y ahí es donde necesito la Multivac y a sus hombres. Debe de existir alguna estrategia de comunicaciones que podemos utilizar para reducir el número de señales. Tan sólo el aumento del diez por ciento en la eficacia puede suponer un ahorro de una semana.

La suave voz interrumpió de nuevo.

—Dios mío, Gerard, ¿se trata de hablar un poco?

—¡Madre! ¡Por favor!

—Pero si lo estás enfocando todo al revés.

—Madre. —La voz de Cremona empezaba a traslucir una cierta impaciencia.

—Bueno, de acuerdo, pero si vas a decir algo y después esperar doce horas a que te respondan, es una tontería. No deberían hacerlo así.

El general emitió un bufido.

—Doctor Cremona, ¿quiere que consultemos a…?

—Un momento, general —dijo Cremona—. ¿A qué te estás refiriendo, mamá?

—Mientras esperas una respuesta —dijo la señora Cremona, seriamente— continúa transmitiendo y diles que ellos hagan lo mismo. Tú hablas continuamente y ellos hablan continuamente. Tú pones a alguien que escuche continuamente y ellos también hacen lo mismo. Si cualquiera de los dos dice algo que quiere una respuesta, puedes hacerlo, pero lo más probable es que te digan todo lo que necesites saber sin preguntar.

Ambos hombres se la quedaron mirando fijamente.

—Claro. Una conversación continua —susurró Cremona—. Sólo con un desfase de doce horas. Dios mío, tenemos que ponernos en marcha.

Salió de la habitación dando grandes zancadas y casi arrastrando al general. Al cabo de unos segundos volvió a entrar.

—Madre —dijo—, si me perdonas, creo que tardaré unas horas. Te mandaré a una de las chicas para que te haga compañía. O échate una siesta, si lo prefieres.

—No te preocupes, Gerard —contestó la señora Cremona.

—De todas formas ¿cómo se te ha ocurrido, mamá? ¿Qué te hizo pensar en esta solución?

—Pero, Gerard, todas las mujeres lo saben. Cualquiera de dos mujeres al videófono o simplemente cara a cara sabe que el secreto de hacer que se extienda una noticia es, sea lo que sea, hablar continuamente.

Cremona intentó sonreír. A continuación, y temblándole el labio inferior, salió.

La señora Cremona lo observó cariñosamente. Un hombre tan guapo, su hijo, el físico. A pesar de ser un hombre maduro e importante, todavía era consciente de que un chico siempre debe escuchar los consejos de su madre.

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La señorita Winters y el viento https://culturaquetzal.com/2024/08/18/la-senorita-winters-y-el-viento/ https://culturaquetzal.com/2024/08/18/la-senorita-winters-y-el-viento/#respond Sun, 18 Aug 2024 07:45:27 +0000 https://culturaquetzal.com/?p=1206 Por: Christine Noble Govan

Mientras permanecía en la esquina, aferrando con fuerza su billete de vuelta de autobús, la señorita Winters sentía un intenso odio hacia el viento. Durante los años que llevaba en aquella espantosa y desagradable ciudad, entre la mujer y el viento se había mantenido un constante estado de guerra. El aire parecía haberla elegido a ella —una solitaria y desamparada figura— para desahogar sus deseos de venganza. Le ladeaba el viejo sombrero de fieltro, le echaba sobre el rostro el revuelto cabello y le subía indecentemente las faldas, dejando a la vista sus negras medias de algodón.

Una vez, cuando regresaba a casa desde el trabajo, el viento le arrebató de las manos el billete de vuelta y lo arrojó bajo el autobús que pasaba. Cuando el vehículo hubo desaparecido, la señorita Winters miró entre el polvo y buscó por todas partes; pero el trocito de amarillo papel parecía eludirla. La gente que se arremolinaba a su alrededor casi la empujó bajo un camión y manifestó impacientemente su disgusto contra ella. La cosa había sucedido el día antes de cobrar, cuando la mujer sólo disponía del dinero para pagarse el autobús de la mañana siguiente. Tuvo que hacer a pie el resto del camino a casa; cinco kilómetros, y todos con el viento en contra. Cuando era niña y vivía en el Sur, el viento era una cosa agradable. Las montañas lo mantenían adecuadamente dominado, domándole como se doma a un brioso potro. El aire chocaba contra las cumbres y era troceado en minúsculas partículas por los árboles, que susurraban con un sonido similar al del océano. En los campos, las flores silvestres se mecían con suavidad, formando hermosos mares color rojo dorado. En la escuela, cuando la señorita Winters leía Hiawatha, su delgado rostro se iluminaba momentáneamente ante estas líneas:

Como bajo el sol brillan los rizos
que el frío viento forma en los ríos.

Pero entonces la señorita Winters no sabía realmente lo que era un viento frío. Ahora sí lo sabía. Era algo que se introducía por todos los resquicios y entumecía los pies de la señorita Winters, pese al fuego que tan asiduamente cuidaba. Por las noches, el helado viento se metía con ella en la cama, de forma que hasta su atigrado gato, que permanecía bajo las mantas, se estremecía y durante horas de oscuridad, no paraba de moverse tratando de calentar sus doloridos huesos. El aire se metía bajo el usado abrigo de la mujer, penetrando por el agujero que había hecho en sus pantalones el alambre del tejado en que los tendía. También atravesaba sus remendados guantes, entumeciéndole los dedos hasta que le quemaban en una agonía de frío.

Su madre procedía de una agradable región del Sur. Y después de la muerte del padre de la señorita Winters, la anciana señora anheló con todas sus fuerzas volver a su tierra natal. Pero el viento había podido con ella, recordó la señorita Winters, con amargura: tras aguantarlo durante dos temporadas, la pobre murió de pleuresía. Por entonces, la señorita Winters poseía un negocio que funcionaba satisfactoriamente. Se dedicaba a Costura Selecta y Elegante, Precios Razonables. La mujer se había convertido en una solterona de pecho plano, cuyas juveniles ilusiones se redujeron a cenizas años atrás. Confeccionaba repitas para bebés, con diminutos canesúes bordados; trajes de novia, y bonitos delantales para niñas.

La enfermedad y la muerte de su madre representaron grandes gastos. Luego vino la depresión. La señorita Winters se trasladó a barrios peores, barrios que, por lo visto, gustaban mucho al viento, ya que los azotaba constantemente. La mujer se sentía sola, inquieta y, a veces, asustada. El miedo le atenazaba la garganta como si fuese una verdadera mano, haciéndole difícil tragar.

Más tarde, la Administración de Proyectos Obreros le facilitó costura. La señorita Winters hizo gruesas chaquetas y pesadas prendas de trabajo. La dura tarea envaró y despellejó sus dedos. No dejaba de pensar en las damas a quienes había vestido de seda y crepé de China y en los bellos trajes que realizara durante su juventud. El peor de los golpes lo recibió al concluir el proyecto obrero. Las mujeres llevaban pantalones, laboraban en las fábricas y compraban ropa hecha. No tenían tiempo para probarse las meticulosas prendas cosidas por la señorita Winters. Las viejas clientes de ésta murieron o se marcharon a Florida, donde el viento era menos cruel. El miedo iba cerniéndose sobre la mujer como una creciente marea. Las manos, que en tiempos bordaron ramilletes de lilas sobre la batista y la estopilla, se habían vuelto artríticas a causa del frío y del tosco trabajo. Todo lo que ahora podía hacer eran zurcidos y, de vez en cuando, algún encargo para una tienda de ropas usadas.

El autobús llegó atestado, y la señorita Winters tuvo que ir de pie. En la calle en que vivía, el frío había matado incluso el olor a ajo y a repollo. Pero el viento seguía allí, haciendo volar los papeles, echándole a la cara humo y polvo, y tirando de su sombrero hasta que los ojos de la mujer se llenaron de lágrimas de impotencia.

Para llegar a su cuarto tuvo que subir dos tramos de escalera. El gato esperaba, hecho un ovillo, en medio de la cama. El animal saltó al suelo, estiró su flaco y listado cuerpo y se encaminó hacia su dueña. Era la única criatura que ún la recibía como a una amiga. Gracias al gato, la señorita Winters podía olvidar algunas veces su miedo atenazador. La confianza del animal en ella le daba un poquito de valor y determinación. Sin embargo, también temía por él. Había demasiadas personas que eran malas con los gatos, especialmente si éstos no eran de raza.

—¿Estaba solito el minino de mamá? — dijo, con sus agrietados labios —. Mamá va a encender fuego y luego dará de comer a su gatito.

El bicho, como apreciando tan patética devoción, se frotó, runruneando, contra la falda de la mujer. La señorita Winters, aún con guantes, puso en la cocina unas astillas y unos preciosos trocitos de carbón y les colocó debajo una cerilla. El maldito viento llegó por la chimenea y apagó la llama, sembrando de cenizas el suelo y manchando los limpios zapatos de la mujer.

La señorita Winters consiguió al fin encender un débil fuego. Sobre el fogón colocó un recipiente para preparar el té. Mientras el agua se calentaba, la mujer se sentó en la mecedora de abombado asiento que había frente al fuego, con las piernas cómodamente extendidas y los brazos doblados contra el cuerpo para darse calor. El gato saltó a su regazo, dándole suaves cabezazos en la barbilla. La solterona, agradecida, le abrazó. El animal ponía una nota de vida en el desnudo cuarto. Era algo que le hacía olvidar un poco la creciente marea de su miedo: el alquiler, que se llevaba todo lo que ganaba en la tienda, los treinta y siete centavos que debía al lechero, las suelas de sus zapatos… El miedo siempre estaba allí. Atormentada por él, la anciana había estropeado una prenda en la ropavejería y casi perdido su día de trabajo. Al recordarlo, le invadía un frío que no era debido al viento, precisamente.

El gato, sobre su falda, frotaba la suave nariz contra el rostro de la señorita Winters, a la vez que emitía un sonido que era, a un tiempo, ronroneo y maullido. En un repentino arranque de ternura, la señorita lo atrajo hacia sí, y el animal la miró con aire presuntuoso. Sus ojos eran como pálidas lunas verdes con misteriosas manchas doradas.

La solterona se levantó y preparó el té. Luego echó un poco de leche y parte del agua caliente en una fuentecita, para el gato. De su bolso extrajo un hueso de chuleta que había conseguido le diera una de sus compañeras de trabajo. El hueso aún tenía una tira de carne y de ella emanaba un fuerte olor a pimienta y a frito. La mujer arrancó la carne, mirando, avergonzada, el desnudo cuarto. Luego comió lentamente, mientraslágrimas de autocompasión le llenaban los ojos. espués se agachó y colocó el hueso, al que aún estaba adherida la grasa, en la fuentecilla del gato. El animal dejó la leche y comenzó a roer el sebo mientras movía el rabo como muestra de satisfacción.

La señorita Winters se quitó el sombrero y comenzó a beber el té. Tomó asiento y fue dando pequeños sorbos a la infusión, mientras contemplaba al gato, deleitándose con los graciosos movimientos del animal y con la maravilla de sus verdes y profundos ojos.

Cada vez hacía más viento. A medida que la oscuridad aumentaba, la habitación se enfriaba más y más. La señorita Winters se quitó la ropa de salir a la calle, fue a buscar su bata de franela y la puso a caldear junto al fuego. Calentó más agua y llenó con ella una botella para meterla entre las frías sábanas. En seguida, armada con el gato y la botella, y tras remover los carbones para que el fuego durase el mayor tiempo posible, se introdujo en la cama. La bombilla que había junto al mueble apenas daba la luz suficiente para leer la sensacional revista de historias amorosas que cada noche ayudaba a la solterona a olvidar sus problemas.

Horas más tarde se despertó. El viento, no contentándose con atormentarla de día, convirtiendo cada una de las horas de luz en un suplicio, tenía que desvelarla por la noche con el fin de devolverla a la miseria de que los sueños la libraban brevemente.

El aire rugía en torno a la chimenea y golpeaba las ventanas hasta hacerlas temblar en sus marcos. La que la señorita Winters había pegado con un gran trozo de papel de goma parecía abombarse como si en cualquier momento fuera a reventar, llenando la habitación de cristales.

En el tejado algo se soltó y quedó allí, batiendo y saltando, haciendo imposible el sueño. El frío parecía algo tangible, que recorría la columna vertebral de la anciana, mordía su rostro y punzaba sus pies, donde la ya helada botella se burlaba de cualquier idea de comodidad. La mujer dio la luz, como si eso pudiera calentarla. El gato se rebulló y comenzó a moverse nerviosamente por la cama.

De pronto se produjo una ráfaga de viento más fuerte que las demás. Se oyó un fuerte ulular y la ventana rota saltó. El cristal penetró en la habitación como si fuera metralla. El gato brincó al suelo y, en medio del salto, fue alcanzado por una arista de vidrio. El animal lanzó un último maullido y cayó inerte. Sobre la amarilla alfombrilla, las manchas de sangre parecieron pétalos de rosa.

La señorita Winters se levantó de entre las gruesas mantas. Tenía frío, pero el de ahora estaba producido por una insensata furia. Pasó entre los fragmentos de cristal y recogió el inerte cuerpo del animalito. Los maravillosos ojos verdes aparecían vidriados, y la sangre caía en cálidas gotas sobre los pies, enfundados en medias, de la mujer.

La señorita Winters permaneció allí, inmóvil, durante mucho, mucho tiempo. Al fin dejó al gato en el suelo y dijo, con expresión ausente:

—Esto ya ha ido demasiado lejos.

Al menos, ahora ya sabía lo que debía hacer y, por consecuencia, se sentía tranquila. Se acercó a la cama, apartó las mantas, el abrigo que llevaba durante el día, la colcha que confeccionara con los retales del terciopelo y la seda de sus días más felices. Tomó la sábana, inmensa y llena de remiendos, y se quedó mirándola pensativamente.

Todo era tan claro, tan sencillo, que la señorita Winters se preguntó cómo no se le había ocurrido antes. Debía atrapar el viento y encerrarlo herméticamente dentro de algo, de forma que nunca pudiera escaparse, para asustar y dejar ateridas a pobres ancianas, manteniéndolas despiertas y conscientes de su miseria, matando sus gatos… La mujer se puso los zapatos y, sin dirigir una sola mirada al animal muerto, abrió la puerta y comenzó a bajar resueltamente las escaleras.

“¿Quién ha visto al viento?”, cantó, con la atiplada voz de su niñez, mientras el aire la zarandeaba y trataba de arrebatarle la sábana.

—¡Ja, ja! —rió la señorita, entre dientes, aferrando con más fuerza el enorme trozo de tela—. ¡Esta vez, no, querido amigo! ¡Esta vez, no! “¿Quién ha visto al viento? ¿Adonde se va el aire? ¡Arriba, arriba, arriba! ¡Hasta llegar al cielo!

Miró hacia el campanario de la iglesia. Era el edificio más alto que había a la vista. Incluso en aquella nochebrillaba como una arista reluciente. A su gato le había matado una arista. Ella mataría al viento.

—R.I.P. —dijo sonriendo la mujer.

A la torre de la iglesia se llegaba a través de una puertecita que había en la parte trasera. Tal como la señorita Winters esperaba, no estaba cerrada. Sin un momento de vacilación, la solterona comenzó su decidido ascenso. Cada vez más arriba, dando vueltas y vueltas, tropezando con la sábana, pisándose el borde del abrigo, dando traspiés, riéndose y volviendo a ascender. En el interior de la torre no había viento; pero aquello no la disuadió de su idea. El aire la estaba aguardando allá arriba… ¡y ella le aguardaría a él! Al fin llegó al pequeño cuarto donde se encontraban las campanas, una habitación cuadrada, con arcos góticos y una terraza abierta por un lado. El viento estaba allí, tal como la anciana había esperado, rugiendo como un león. Pero la señorita Winters ya no le tenía miedo.

—¡Ahora veremos! —gritó, feliz—. ¡Ahora veremos!

Sacudió la sábana. Como es lógico, el viento trató de arrebatársela; pero ella, diestramente, agarró las cuatro esquinas y salió a la pequeña terraza abierta. Allá abajo, las luces de la ciudad brillaban y parpadeaban. La señorita Winters las miró plácidamente, como diciendo:

—¡Contémplenme! ¡Estoy dándole su merecido, de una vez para siempre, a este asqueroso viento!

Fue precisamente entonces cuando una ráfaga de aire la fustigó. Sopló furiosamente y ella la atrapó en la sábana, que se hinchó como una inmensa hogaza de pan en el horno. La anciana tuvo que dar unos pasos para apoderarse del viento; pero al fin lo tenía allí. ¡Se sentía tan feliz, que le pareció caminar por el aire! Miró hacia abajo y pudo ver que las luces se precipitaban hacia ella. Antes de morir, la señorita Winters pasó por un momento aterrador… Un momento durante el que se dio cuenta de que el viento había ganado.

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