Arthur C. Clarke – Cultura Quetzal https://culturaquetzal.com Cultura Quetzal Tue, 20 Feb 2024 01:27:07 +0000 es hourly 1 https://wordpress.org/?v=6.7.1 https://i0.wp.com/culturaquetzal.com/wp-content/uploads/2023/12/cropped-logoCQ_2.png?fit=32%2C32&ssl=1 Arthur C. Clarke – Cultura Quetzal https://culturaquetzal.com 32 32 214518998 Alba de Saturno https://culturaquetzal.com/2024/02/18/alba-de-saturno/ https://culturaquetzal.com/2024/02/18/alba-de-saturno/#respond Mon, 19 Feb 2024 03:50:33 +0000 https://culturaquetzal.com/?p=1110 Por: Arthur C. Clarke

Sí, es completamente cierto. Conocí a Morris Perlman cuando yo tenía veintiocho años. Entonces yo había conocido a miles de personas, desde presidentes para abajo.

Cuando volvimos de Saturno, todo el mundo deseaba vernos, y casi la mitad de la tripulación se fue a dar una serie de conferencias. A mí siempre me ha encantado hablar (no dirán ustedes que no lo han notado), pero algunos de mis colegas dijeron que más bien preferían ir al planeta Plutón que enfrentarse con otro auditorio. Y algunos lo hicieron.

Mi objetivo era el Medio Oeste, y la primera vez que vi a Mr. Perlman – nadie le llamaba de otra forma y, desde luego, jamás «Morris» -, estaba en Chicago. La agencia siempre me alojaba en buenos hoteles, aunque no demasiado lujosos. Lo prefería así; me gustaba hallarme en sitios donde yo pudiera ir y venir a mi gusto sin demasiada etiqueta y donde pudiese vestirme como yo quisiera. Veo que sonríen; bueno, entonces yo era solo un muchacho y han cambiado muchas cosas…

Ya hace mucho tiempo de ello, pero por aquel entonces estaba dando una conferencia en la Universidad. De cualquier forma, recuerdo que sufrí una decepción porque no pudieron mostrarme el sitio en que Fermi comenzó a construir la primera pila atómica. Dijeron que el edificio había sido derribado hacia ya cuarenta años y que solo existía una placa que marcaba el lugar. Me quedé mirándola durante un rato, pensando todo lo que había ocurrido desde aquellos lejanos días, allá por el año 1942. Yo ya había nacido, por una parte; y la energía atómica me había llevado hasta el planeta Saturno y vuelto a la Tierra. Aquella era probablemente algo que Fermi y Compañía nunca habían pensado cuando construyeron su primitiva entramado de uranio y grafito.

Estaba tomando el desayuno en una cafetería, cuando un hombre de mediana estatura se sentó en el otro lado de la mesa que yo ocupaba. Saludó con un cortés «Buenos días» y después expresó su sorpresa al reconocerme. (Por supuesto, había planeado aquel encuentro; pero yo no me di cuenta en aquel momento).

– ¡Es un placer encontrarle! – dijo -. Estuve presente en su conferencia de anoche. ¡Cómo le envidié!

Yo dejé escapar una sonrisa más bien forzada. Nunca suelo ser muy sociable en el desayuno y había aprendido, además, a ponerme en guardia contra los chiflados, los pelmazos y los entusiastas que parecían considerarme como una presa legítima. Mr. Perlman, sin embargo, no era un pelmazo… aunque ciertamente era un entusiasta, si bien supongo que ustedes podrían considerarle como un chiflado.

Tenía el aspecto de un próspero hombre de negocios del tipo medio, y supuse que sería un invitado al igual que yo. El hecho de que hubiese asistido a mi conferencia no era sorprendente; había sido una muy popular, abierta al público y bien anunciada por la prensa y la radio.

– Siempre, desde que era un chiquillo – dijo mi compañero no invitado –, me ha fascinado el planeta Saturno. Sé exactamente cómo y cuándo comenzó todo. Yo debía tener unos diez años cuando cayeron en mis manos aquellas maravillosas ilustraciones de Chelsey Bonestell, mostrando el planeta como visto desde sus nueve lunas. Supongo que usted las habrá visto, ¿no es así?

– Desde luego – repuse –. Aunque ya tienen medio siglo de antigüedad, nadie las ha sobrepasado todavía en belleza. Teníamos dos series de ellas a bordo del Endeavour, clavadas en la mesa de navegación. Yo solía mirarlas con frecuencia, para compararlas con la realidad.

– Después – continuó mi interlocutor –, ya puede imaginarse como me sentiría allá por los años 1950. Solía quedarme horas enteras mirándolas fijamente e intentando comprender lo que era aquel increíble objeto, con sus plateados anillos dando vueltas a su alrededor; no era el sueño de un artista, sino que existía, se trataba de un mundo diez veces mayor que la Tierra.

»En aquel tiempo, nunca imaginé que pudiese ver aquella cosa maravillosa por mí mismo; daba por descontado que solo los astrónomos, con sus grandes telescopios, podían gozar de semejante visión. Pero luego, cuando tuve unos quince años, hice otro descubrimiento… tan emocionante que apenas si podía creerlo.

– ¿Y de qué se trataba? – pregunté. Para entonces, ya me había reconciliado con la idea de compartir el desayuno. Mi compañero de mesa parecía bastante inofensivo, y existía algo realmente agradable y encantador en su entusiasmo.

– Descubrí que cualquier idiota podía construir un telescopio en la propia cocina de su casa, con unos cuantos dólares y un par de semanas de trabajo. Fue una revelación: como miles de otros muchachos, solicité de la biblioteca pública un ejemplar del libro «Construcción de un telescopio de aficionado» de Ingall, y puse manos a la obra. Dígame… ¿ha construido usted alguna vez un telescopio con sus propias manos?

– No. Yo soy ingeniero, no astrónomo. Creo que no sabría cómo emprender semejante tarea.– Pues es increíblemente sencillo, si sigue usted las instrucciones. Se comienza con dos discos de cristal, que tengan dos o tres centímetros de espesor. Yo conseguí los míos, por cincuenta centavos, de la chatarra procedente de un barco; eran claraboyas inútiles porque ya no encajaban por los bordes. Después, se fija uno de los discos en alguna superficie firme y plana; yo me serví de un viejo barril puesto de pie.

»Luego, hay que comprar diversos grados de polvo de esmerilar, empezando por el más grueso, hasta terminar por el más fino. Se pone una pequeña cantidad del polvo más basto entre los dos discos y se comienza a frotar de un lado a otro con impulsos regulares, procurando al hacerlo ir girando alrededor del barril.

»¿Sabe lo que ocurre? El disco superior se va ahuecando por la acción abrasiva del polvo de esmeril, y conforme se va trabajando acaba por adquirir una superficie cóncava, esférica. De vez en cuando, se cambia el polvo a más fino y se hacen comprobaciones ópticas para estar seguro de que la curva es correcta.

»Más tarde, se deja el esmeril y se utiliza rojo óptico, hasta que al final se tiene una superficie lisa y pulida hasta el extremo de que uno mismo no cree que haya sido su propia obra. Solo queda un paso más que dar, aunque es algo más fastidioso. Es preciso azogar el espejo y convertirlo así en un buen reflector. Eso implica la adquisición de algunos productos químicos que pueden comprarse en cualquier droguería, y proceder exactamente como dice el libro.

»Todavía recuerdo la sorpresa que recibí cuando aquella película plateada comenzó a extenderse como algo mágico por la cara de aquel espejo. No era perfecto, pero sí lo suficientemente bueno, y creo que no lo habría cambiado por el telescopio de Monte Palomar.

»Lo sujeté a un trozo de madera; no había necesidad de preocuparse por un tubo telescópico, aunque puse alrededor del espejo un par de palmos de cartón, para evitar la luz de alrededor. Como ocular, utilicé una pequeña lente de aumento que encontré en un almacén de trastos viejos y que me costó unos cuantos centavos.

En conjunto, no creo que el telescopio me costase más de cinco dólares… aunque era mucho dinero para mí siendo un muchacho.

»Vivíamos entonces en un viejo hotel, casi ruinoso, que mi familia poseía en la Tercera Avenida. Cuando monté el telescopio, subí al tejado y lo probé, entre la jungla de antenas de televisión que cubrían todos los edificios de la ciudad por aquellos días. Me llevó un buen rato el conseguir alinear el espejo y el ocular; pero no cometí errores y finalmente la cosa fue bien. Como instrumento óptico probablemente era una calamidad – después de todo, era mi primer intento -, pero tenía por lo menos cincuenta aumentos y apenas si pude contener mi impaciencia esperando que cayese la noche para probarlo mirando las estrellas.

»Consulté el almanaque astronómico y supe que Saturno se hallaría alto en el cielo por el Este, tras el crepúsculo. Tan pronto como ya fue de noche, subí de nuevo al tejado del hotel y me las compuse para situar el telescopio entre dos chimeneas. Hacía bastante frío; pero apenas si me daba cuenta, ya que el cielo estaba cuajado de estrellas… y todas eran mías.

»Me tomé mi tiempo enfocándolo convenientemente con tanta precisión como fuese posible, utilizando la primera estrella que entró en el campo de visión de mi telescopio. Después, comencé la búsqueda de Saturno, y pronto descubrí qué difícil es localizar cualquier cuerpo celeste en un telescopio reflector que no esté debidamente montado. Pero al poco, el planeta entró en el campo visual: con infinito cuidado acomodé mi cacharro cambiándolo unos centímetros de sitio… y allí estaba.

»Se veía pequeño, pero perfecto. Creo que me quedé sin aliento durante un buen rato; apenas si podía dar crédito a mis ojos. Después de lo que había visto en aquellos dibujos, allí estaba la realidad.

Daba la impresión de un juguete suspendido en el espacio, cuyos anillos estuviesen ligeramente inclinados hacia mí. Incluso ahora, cuarenta años más tarde, me acuerdo perfectamente que pensé que parecía algo ¡tan artificial…!

Como algo que cuelga de un árbol de Navidad. Se apreciaba una estrellita brillante a su izquierda, y en seguida me di cuenta de que se trataba de Titán.

Mi interlocutor hizo una pausa, y durante unos momentos debimos compartir los mismos pensamientos. Para ambos, Titán no solo era la luna más grande de Saturno, un punto de luz conocido solo por los astrónomos. Era, además, un mundo hostil y terrible, el más espantoso en que hubiera tomado contacto nuestra nave, la Endeavour, y donde tres de nuestros compañeros de tripulación yacían para siempre, en sus tumbas solitarias, más lejos de sus hogares de lo que jamás estuviera ningún miembro de la raza humana.

– No sé cuánto tiempo estuve mirando sin pestañear – continuó mi compañero de mesa –. Me dolían los ojos de seguir con el telescopio el paso de Saturno por el cielo. Estaba a mil millones de kilómetros de Nueva York. Pero más tarde Nueva York me trajo a la realidad.

»Le hablé antes del hotel; pertenecía a mi madre; pero mi padre lo administraba… no del todo bien. Había estado perdiendo dinero durante años, y a través de toda mi niñez solo habíamos conocido una serie de crisis financieras. Por eso no culpo a mi padre de darse a la bebida, ya que debió haber estado loco de preocupaciones tanto tiempo. Y yo había olvidado que se suponía que debía estar ayudando al conserje en recepción…

»Así que mi padre me vino a buscar, lleno de preocupaciones y sin saber nada sobre mis sueños. Me encontró en el tejado, mirando las estrellas.

»No era un hombre cruel… sencillamente no podía comprender el estudio, la paciencia y el cuidado que yo había dedicado a mi pequeño telescopio, ni las maravillas que me había mostrado durante el poco tiempo que lo estuve utilizando.

No le odié por lo que hizo; pero recordaré toda mi vida su acción brutal de estrellar el aparato contra el muro de ladrillo, y el ruido de los trozos de cristal del espejo reflector esparciéndose por doquier.

No había nada que pudiera decirle. Mi resentimiento inicial hacia aquel intruso hacia ya rato que se había convertido en curiosidad. Me di cuenta de que había mucho más detrás de la historia que me había contado. También me fijé en otra cosa: la camarera nos estaba tratando con una exagerada deferencia, de la cual la menor parte estaba dedicada a mi.

Mi compañero jugueteó con el frasco del azúcar, mientras yo aguardaba con una silenciosa simpatía. Entonces noté que un nexo especial había surgido entre nosotros, aunque no pude comprender realmente de qué se trataba.

– Nunca volví a construir otro telescopio – continuo -. Algo más se rompió, además de aquel espejo, en mi corazón. De todas formas, yo ya tenía muchas cosas en que ocuparme. Ocurrieron dos hechos que cambiaron el curso de mi vida. Mi padre se marchó de casa, dejándome al frente de la familia. Y además demolieron el Elevado de la Tercera Avenida.

Mi compañero debió notar algún gesto especial en mi rostro, ya que me sonrió.

– Oh, no sabrá usted seguramente lo que ocurrió. Cuando yo era un chiquillo, había un tren elevado que discurría por en medio de la Tercera Avenida. Aquello convertía la zona en algo sucio y ruidoso; la Avenida era un barrio indecente lleno de bares, garitos y hoteles baratos, como el nuestro. Todo cambió cuando desapareció el tren elevado; los terrenos subieron fantásticamente de precio, y de repente nos encontramos en una situación próspera. Mi padre se apresuró a volver inmediatamente, pero ya era demasiado tarde; yo era el encargado del negocio. Comencé a desarrollar mi actividad a través de la ciudad, después por el país. Ya no era un contemplador de estrellas de mente ausente y di a mi padre uno de mis más pequeños hoteles, donde su actuación no seria muy nociva.

»Hace pues cuarenta años que miré a Saturno, pero jamás he olvidado aquella primera impresión ante su vista. La noche pasada, sus fotografías me la trajeron a la memoria. Quisiera expresarle cuán agradecido me siento hacia usted. Hurgó en su billetera y sacó una tarjeta.

– Espero venga a verme cuando se encuentre de nuevo en la ciudad; puede estar seguro de que asistiré a cualquier conferencia que pronuncie. Buena suerte… y perdone si le he hecho perder una buena parte de su tiempo.

Y se marchó, casi antes de que yo pudiese pronunciar ni una palabra. Miré a la tarjeta de visita, la puse en el bolsillo y terminé mi desayuno, bastante pensativo.

Cuando había firmado el cheque en la cafetería para pagar el gasto, pregunté:

– ¿Quién era ese señor que estaba sentado a mi mesa? ¿Es el patrón? El cajero me miró como si yo fuese un retrasado mental.

– Supongo que esa será su forma de llamarle, señor – repuso -. Por supuesto es el propietario del hotel; pero nunca le hemos visto aquí antes. Siempre permanece en el «Ambassador» cuando está en Chicago.

– ¿Y también es el dueño? – dije sin mucha ironía, porque sospechaba ya cual era la respuesta.

– Pues claro que sí. Lo mismo que…

– Y comenzó a soltar un rosario de nombres de muchos otros, incluyendo dos de los más grandes hoteles de Nueva York.

Yo me hallaba impresionado y también bastante divertido, ya que resultaba obvio que Mr. Perlman había venido con la deliberada intención de conocerme y encontrarse conmigo. Parecía una forma un tanto laboriosa y complicada de hacerlo, pero yo ignoraba todo respecto a su notoria timidez y su tendencia a ocultarse.

Después, lo olvidé durante cinco años. (Bueno, debo citar lo sucedido cuando pedí la factura. Me respondieron que no debía nada.) Durante aquellos cinco años, hice mi segundo viaje.

Sabíamos entonces lo que nos esperaba, y ya no íbamos totalmente hacia lo desconocido. No hubo más preocupaciones respecto al combustible, porque todo el que pudiéramos necesitar nos esperaba en Titán: sólo teníamos que bombear su atmósfera de metano en nuestros tanques y seguir nuestros planes adelante por el espacio. Una tras otra, visitamos sus nueve lunas, y después seguimos por los anillos…

Hubo poco peligro en hacerlo, pero con todo es una experiencia capaz de destrozar los nervios. El sistema de sus anillos es de poco espesor, ya saben, más o menos unos treinta kilómetros de grueso. Descendimos en él lenta y precavidamente tras haber igualado la velocidad de su giro, de forma que nos moviésemos exactamente a su misma velocidad. Era como poner el pie en un carrusel de casi trescientos mil kilómetros de diámetro.

Pero una clase fantasmal de carrusel, porque los anillos no son algo sólido y puede verse a su través. De hecho son algo casi invisible; los billones de partículas que los constituyen están tan separadas entre sí que todo lo que uno puede ver en la inmediata vecindad son pequeños trozos ocasionales que se mueven muy lentamente. Es sólo cuando se les mira desde lejos que esos incontables fragmentos aparecen como unidos en una sola lámina, como una tormenta de granizo que girase eternamente alrededor de Saturno.

Esta no es una frase mía, pero puede considerarse como buena y apropiada. Resultó que la primera vez que atrapamos una partícula componente de los anillos de Saturno y la introdujimos en la compuerta de aire, se derritió en pocos minutos, convirtiéndose en un charco de agua sucia. Algunas personas creen que destruye el encanto el saber que los anillos – o el 90% de ellos –, están formados por trozos de hielo vulgar y corriente. Pero eso es una actitud estúpida, ya que su extraordinaria belleza en nada menguaría, tanto si son así como si estuviesen formados por diamantes.

Cuando volví a la Tierra, en el primer año del nuevo siglo, comencé otra serie de conferencias, aunque esta vez de corta duración, puesto que para entonces ya tenía familia y deseaba estar con ella el mayor tiempo posible. Esta vez vi a Mr. Perlman en Nueva York, con ocasión de pronunciar en Columbia una conferencia y mostrar nuestra película « Explorando Saturno». (Un título algo inapropiado, ya que el punto más cercano al planeta en que estuvimos fue a unos treinta mil kilómetros de distancia. Nadie soñaba, en aquellos días, que los hombres pudieran nunca descender a esa especie de turbulento fango que es lo que Saturno tiene más parecido a una superficie.)

Mr. Perlman me estaba esperando después de la conferencia. No le reconocí al primer momento, ya que había tenido que saludar y ver seguramente a un millón de personas desde la última vez que nos vimos. Pero cuando me dijo su nombre, los recuerdos volvieron rápidamente con tanta claridad, que comprendí que sin duda había dejado una profunda huella en mi mente.

Se las arregló de alguna forma para sacarme de entre la muchedumbre. Aunque sentía repugnancia por mezclarse entre la multitud, tenía, no obstante, una gracia especial para dominar cualquier grupo cuando era necesario, y después escaparse antes de que sus víctimas supieran lo que había ocurrido. Aunque le vi hacerlo muchas veces, nunca supe exactamente cómo lo hacía.

De todas formas, media hora más tarde estábamos despachando una soberbia cena en un restaurante de lujo (suyo, por supuesto). Era una comida suculenta y extraordinaria, en especial el pollo y el helado, aunque me hizo pagar por todo ello. Metafóricamente, quiero decir.

Por aquel tiempo todos los hechos y fotografías reunidos por las dos expediciones a Saturno estaban a disposición de todo el mundo, en cientos de reportajes, libros y artículos populares. Mr. Perlman parecía haber leído todo el material que no era demasiado técnico; lo que deseaba de mí era algo diferente. Incluso entonces, me conmovió el interés de aquel hombre ya de edad y solitario, tratando de recapturar un sueño que había quedado perdido en su juventud. Estaba en lo cierto; pero eso sólo era una fracción de la realidad.Se trataba de algo que todos los reportajes y artículos habían fallado en dar. Mr. Perlman quería saber qué se sentía al despertar por la mañana y ver aquel enorme y dorado globo con sus cinturones de nubes dominando el cielo. ¿Y los anillos? ¿ Qué impresión daban a la mente cuando uno estaba tan cerca de ellos que llenaban los cielos de un extremo a otro?

– Usted quiere a un poeta – le dije – y no a un ingeniero. Pero le diré esto: por mucho que uno mire a Saturno y vuele entre sus lunas, nunca puede creerse lo que se está viendo. A cada momento se piensa:

«Todo es un sueño… una cosa así no puede ser real». Entonces se asoma uno a una claraboya de la nave espacial… y allí está, cortando la respiración.

»Tiene que tener en cuenta que, aparte de la proximidad, estábamos en condiciones de mirar a los anillos desde ángulos y situaciones de ventaja que resultaban absolutamente imposibles desde la Tierra, donde siempre se les ve vueltos hacia el Sol. Nosotros podíamos desplazarnos entre su sombra, donde ya no brillan como la plata… entonces dan la impresión de un suave resplandor, como si fuesen un puente de humo entre las estrellas.

»La mayor parte del tiempo podíamos ver la sombra de Saturno extendida por toda la anchura de los anillos, eclipsando– los tan completamente que parecía como si se les hubiese arrancado un gran bocado de su estructura. Por el contrario, se obtenía un efecto diferente al observar del lado del día en el planeta cómo la sombra de los anillos trazaban algo parecido a una neblinosa banda paralela al ecuador y no lejos de él.

»Y, sobre todo – aunque esto sólo lo hicimos pocas veces –, pudimos elevarnos sobre cualquiera de los polos del planeta y mirar hacia abajo a todo aquel maravilloso sistema, de tal forma que quedaba en un plano bajo nosotros. Entonces, pudimos observar que en vez de los cuatro anillos vistos desde la Tierra debía haber, por lo menos, una docena de anillos separados; fusionándose unos con otros. Cuando vimos aquello, nuestro capitán hizo una observación que no olvidaré nunca: “Este – dijo, sin nada de pedantería en la voz – es el sitio en donde los ángeles aparcan sus halos”. »

Todo aquello, y mucho más, le fui contando a Mr. Perlman en aquel restaurante tan lujoso, situado a poca distancia de Central Park. Cuando hube terminado, pareció muy complacido, aunque se quedó en silencio durante un instante. Entonces me dijo, tan casualmente como uno puede preguntar por la hora en una estación de ferrocarril:

– ¿Cual sería el mejor satélite para instalar un parador de turismo?

Cuando comprendí el significado de sus palabras me atraganté con el coñac de cien años que estaba bebiendo. Entonces le dije con paciencia y cortesía (ya que, después de todo, me había tomado una estupenda cena):– Escuche, Mr. Perlman. Usted sabe tan bien como yo que Saturno se encuentra a más de mil quinientos millones de kilómetros de la Tierra, y de hecho mucho más cuando nos hallamos en lugares opuestos respecto al Sol. Alguien ha calculado que nuestros billetes de viaje, por término medio, han costado medio millón de dólares por cabeza, y créame, en el Endeavour I y II no había plazas de primera clase. De todas formas, por mucho dinero que alguien tenga, nadie puede obtener un pasaje para Saturno. Sólo las tripulaciones del espacio y las científicas irán hasta allá, por tanto tiempo como sea posible imaginar.

Me di cuenta en seguida de que mis palabras no habían surtido el menor efecto; se limitó sencillamente a sonreír como si supiese de algún secreto bien guardado.

– Lo que usted dice es bastante cierto ahora – repuso –. Pero yo también he estudiado la Historia. Y yo entiendo a la gente, ese es mi negocio. Permítame recordarle algunos hechos.

»Hace dos o tres siglos, casi todos los grandes centros de turismo mundial y lugares bellos de la Tierra se hallaban tan lejos de la civilización como lo está Saturno de nosotros en este momento. ¿Qué sabía Napoleón, pongamos por ejemplo, del Gran Cañón, de las cataratas Victoria, de las Islas Hawai, del monte Everest? Recuerde el Polo Sur: se llegó por primera vez a él cuando mi padre era un niño… pero allí hay un hotel que ha conocido usted durante toda su vida.

»Ahora todo comienza de nuevo. Usted solo puede apreciar los problemas y dificultades porque se halla demasiado cerca de ellos. Sean cuales fueren, los hombres los superarán con el tiempo, como lo han hecho siempre en el pasado.

»Allá donde haya algo extraño, o bello, o nuevo, la gente siempre querrá ir a verlo. Los anillos de Saturno son el mayor espectáculo existente en el Universo; yo siempre lo he creído así y ahora me ha convencido usted. Hoy cuesta una fortuna llegar hasta allí, y los hombres que van arriesgan sus vidas. Así lo hicieron los primeros hombres que volaron, pero ahora tiene usted a millones de pasajeros por el aire a cada momento, durante el día y la noche.

»Lo mismo tiene que ocurrir con el espacio. Esto no ocurrirá en diez años ni en veinte. Pero recuerde que veinticinco años fue todo lo que llevó el conseguir los primeros vuelos comerciales a la Luna. No creo que se tarde mucho más para Saturno…

»Yo ya no estaré vivo para cuando ese feliz día llegue. Pero, ocurra lo que ocurra, quiero que la gente recuerde. Entonces… ¿dónde podríamos construir un parador? Yo todavía continuaba creyendo que estaba decididamente loco; pero al fin comencé a comprenderle. No era cuestión de herirle con bromas, por lo que comencé a pensar cuidadosamente mis palabras.– Mimas está demasiado próximo – le dije –, y también Enceladus y Thetis.

Saturno ocupa todo el cielo y uno teme que vaya a caérsele encima. Además, no son lo bastante sólidos; en realidad son verdaderas bolas de nieve gigantes. Dione y Rhea son mejores, desde allí se tiene una espléndida vista, desde cualquiera de ambos. Pero todas esas lunas interiores son diminutas; incluso Rhea solo tiene mil doscientos kilómetros de diámetro y las otras son más pequeñas aún.

»No creo que la cuestión merezca discusión: el lugar ideal es Titán. Es un satélite hecho a la medida del hombre, ya que es mucho mayor que nuestra Luna y casi tan grande como el planeta Marte. Tiene una gravedad razonable, aproximadamente un quinto de la terrestre, por lo que sus huéspedes no flotarán por todas partes. Y siempre será el mejor punto para el aprovisionamiento de combustible, a causa de su atmósfera de metano, que debería ser un factor importantísimo en sus cálculos. Toda nave que salga de Saturno tiene que aprovisionarse allí necesariamente.

– ¿Y las otras lunas?

– Oh, Hiperion, Japeto y Febe están a una distancia mucho mayor. Los anillos casi no se ven desde Febe. Bien, olvídelo. Lo mejor es el viejo Titán, a pesar de que la temperatura es de 200 grados bajo cero y la nieve amoniacal que lo recubre no es lo mejor para ponerse a esquiar.

Mr. Perlman me escuchó con todo cuidado, y si pensó que me estaba burlando de sus nociones poco científicas y prácticas no dio la menor muestra de ello. Nos despedimos poco después. No recuerdo nada más de aquella cena, y transcurrieron otros quince años hasta que volvimos a encontrarnos. Yo me dediqué a mis trabajos y olvidé todo aquello. Pero cuando Mr. Perlman me necesitó, me llamó.

Ahora veo qué es lo que estuvo esperando. Su visión había sido más clara que la mía. No pudo haber imaginado, por supuesto, que el cohete desaparecería como el motor de vapor en menos de un siglo; pero sabía que existiría algo mejor, y ahora creo que financió los primeros trabajos de investigación de Saunderson sobre la Propulsión Paragravítica. Pero no fue sino hasta que se establecieron las plantas de fisión atómica que podían calentar cien kilómetros cuadrados de un mundo tan frío como el planeta Plutón que Mr. Perlman se puso en contacto de nuevo conmigo.

Ya era un anciano de edad muy avanzada y casi moribundo. Me dijo lo inmensamente rico que era, hasta el extremo de que apenas si pude creerlo. Me cercioré cuando me mostró los elaborados planos y bellas maquetas que sus expertos habían preparado con ausencia de toda publicidad.

Estaba sentado en su silla de ruedas, como una momia arrugada hasta lo inverosímil, observando mi rostro mientras yo estudiaba las maquetas y los diseños. Entonces me dijo:

–Capitán, tengo un trabajo para usted…

Y aquí me encuentro. Es como gobernar una nave del espacio, por supuesto… la mayor parte de los problemas técnicos son idénticos. A mi edad, ya soy demasiado viejo para mandar una nave, por lo que le estoy muy agradecido a Mr. Perlman.

Ha sonado el gong. Si las damas están dispuestas, sugiero que vayamos a cenar en el salón de observación.

A pesar de los años transcurridos, todavía me gusta observar a Saturno alzándose en el cielo… y esta noche puede apreciársele casi en su totalidad.

FIN

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Antes del Edén https://culturaquetzal.com/2023/12/21/antes-del-eden/ https://culturaquetzal.com/2023/12/21/antes-del-eden/#respond Thu, 21 Dec 2023 08:24:44 +0000 https://culturaquetzal.com/?p=983 Por: Arthur C. Clarke

–Me parece –dijo Jerry Garfield parando los motores – que éste es el final de la línea.

Con un leve suspiro, la eyección del chorro cesó gradualmente. Privado de su colchón de aire, el vehículo explorador Pecio Vagabundo se posó sobre las retorcidas rocas de la Meseta Hesperiana.

Delante no había camino alguno; ni con sus eyectores a chorro ni con su tractor podía el S-5 –para dar al Pecio su nombre oficial – escalar la escarpadura que tenía enfrente. El Polo Sur de Venus estaba sólo a treinta millas, pero igual podría haber estado en otro planeta. No quedaba otra solución que volver atrás y desandar el camino de cuatrocientas millas hecho a través de aquel paisaje de pesadilla.

La atmósfera era fantásticamente clara, con una visibilidad de casi mil metros. No había necesidad alguna de radar para mostrar los riscos que tenían delante; por una vez, la simple vista bastaba. La verde luminosidad de la aurora, filtrándose a través de nubes que habían rodado compactas por un millón de años, prestaba a la escena un aspecto submarino, al que se añadía la sorprendente manera con que todos los objetos se empañaban en la cabina, A veces era fácil para uno creer que se estaban moviendo a través de un insustancial lecho marino, y en más de una ocasión imaginó Jerry haber visto peces flotando sobre su cabeza.

–¿Llamo a la astronave para comunicar que volvemos? –preguntó.

–Aún no –respondió el doctor Hutchins –. Quiero pensar.

Jerry lanzó una suplicante mirada al tercer miembro de la tripulación, pero no encontró allí apoyo moral ninguno. Coleman era tan testarudo como su compañero; aunque los dos hombres discutían furiosamente la mitad de su tiempo, ambos eran científicos y, por ello, en la opinión de un no menos testarudo maquinista navegante, ciudadanos no cabalmente responsables. Si Cole y Huth tenían alguna brillante idea para seguir, no habría nada que hacer excepto registrar una protesta.

Hutchins estaba dando vueltas en la exigua cabina, examinando mapas e instrumentos. Dirigió ahora el proyector del vehículo hacia los riscos y comenzó a observarlos detenidamente con los gemelos. ¡Seguramente, pensó Jerry, no esperará conducir este trasto por ahí! El S-5 era un revoloteador de carril y no una cabra montés…

Bruscamente, Hutchins encontró algo. Lanzó un suspiro que era más bien una súbita y explosiva boqueada, y se volvió a Coleman.

–¡Mira! –gritó con voz sumamente excitada -. ¡Justamente a la izquierda de aquella marca negra! ¿Qué es lo que ves?

Le tendió los gemelos, y ahora fue Coleman quien escrutó los riscos.

–¡Que me condenen si no tenias razón! –dijo al fin –. Hay ríos en Venus. Ésa es una cascada seca.

–Así, pues, me debes una cena en el Bel Gourmet cuando volvamos a Cambridge. Con champán.

–No necesitas recordármelo. De todos modos, es barato por el precio. Pero eso deja aún tus otras teorías a la altura del barro.

–¡Hey, un minuto! –interpeló Jerry –. ¿Qué es todo eso de ríos y cascadas? Todo el mundo sabe que no pueden existir en Venus: nunca se produce en este vaporoso planeta el suficiente frío como para que se condensen las nubes.
–¿Has mirado el termómetro recientemente? –preguntó Hutchins con engañosa suavidad.

–He estado ligeramente demasiado ocupado conduciendo.

–Pues entonces tengo noticias para ti. Está por debajo de los 230, y descendiendo todavía.

No olvides que estamos en el polo, que es invierno y que nos encontramos a 18.000 metros sobre las tierras bajas. Todo esto se nota en el aire. Si baja un poco más la temperatura tendremos lluvia. El agua hervirá, desde luego…, pero será agua. Y aunque Jorge no lo admita aún, esto presenta a Venus con una fisonomía totalmente distinta.

–¿Por qué? –preguntó Jerry, aunque ya lo había supuesto.

–Porque donde hay agua debe haber vida. Nos hemos apresurado demasiado en conjeturar que Venus era estéril, simplemente debido a que el promedio de su temperatura es de más de quinientos grados. Aquí en las montañas hay lagos y quiero echarles un vistazo.

–¡Pero es agua hirviente! –protestó Coleman –. ¡Nada puede vivir en eso!

–Hay algas que lo logran en la Tierra. Y si hemos aprendido algo desde que comenzamos a explorar los planetas es esto…, que en cualquier lugar donde la vida tenga la más ligera probabilidad de supervivencia se la encontrará. Ésta es la única posibilidad que jamás se haya presentado sobre Venus.

–Desearía que pudiéramos comprobar tu teoría. Pero, ya lo puedes ver por ti mismo, es imposible escalar ese risco.

–Quizá lo sea en el vehículo, pero no será demasiado difícil hacerlo a pie, con los trajes térmicos. Todo lo que necesitamos es andar unas cuantas millas en dirección al polo; según los mapas del radar, todo es muy llano una vez alcanzado el borde. Podemos apañárnoslas allá dentro… oh, durante doce horas o más. Cada uno de nosotros ha estado fuera más tiempo que ese, y en mucho peores condiciones.

Aquello era enteramente cierto. La ropa protectora que había sido diseñada para mantener con vida al hombre en las tierras bajas venusianas tendría una tarea más fácil aquí, donde la temperatura era sólo cien grados más calurosa que en el Valle de la Muerte en plena canícula.

–Bien –dijo Coleman –. Ya conoces las ordenanzas: no se puede ir solo, y alguien ha de quedarse aquí para mantener contacto con la nave. ¿Cómo lo zanjaremos esta vez: ajedrez o cartas?

–El ajedrez lleva demasiado tiempo –dijo Hutchins –, especialmente cuando lo jugáis vosotros dos. –Tendió la mano a la mesa de juego y tomó un naipe muy usado. Córtalo, Jerry.

–Diez de picas –dijo Jerry –. Espero que puedas derrotarlo, Jorge.

–Así lo haré… ¡Maldita sea, sólo un cinco de tréboles! Bueno, dad mis recuerdos a los venusianos…

A pesar de la seguridad de Hutchins, resultaba tarea ardua el escalar la escarpadura. El declive no era muy pronunciado, pero el peso del aparato de oxígeno, el traje térmico refrigerado y el equipo científico alcanzaban un peso de más de cien libras por hombre. La menor gravedad –un trece por ciento más débil que la de la Tierra –proporcionaba una ligera ayuda, pero no mucha, cuando se afanaban por pedregales en declive, descansaban brevemente en los bordes para recuperar aliento y volvían a trepar a través del crepúsculo submarino. El esmeraldino fulgor que se derramaba en torno a ellos era más brillante que el de la luna llena en la Tierra. Una luna se habría disipado en Venus, se dijo Jerry; jamás hubiese podido ser vista desde la superficie, no había allí mar alguno cuyas mareas regir… y la incesante aurora era un manantial de luz mucho más constante. Habían escalado más de seiscientos metros antes de que el terreno se nivelara en un suave declive, surcado aquí y allá por costurones que eran canales claramente tajados por el correr del agua. Al cabo de una breve búsqueda llegaron a una hondonada lo suficientemente ancha y profunda como para merecer el nombre de lecho de río, y echaron a andar por ella.

–Acabo de pensar en algo –dijo Jerry cuando hubieron caminado unos cientos de metros –.

¿Y suponiendo que haya una tormenta ante nosotros? No me hace ni pizca de gracia el tener que soportar un flujo de agua hirviendo.

–Si hay una tormenta la oiremos –replicó Hutchins con cierta impaciencia –. Tendremos tiempo de sobra para llegar a terreno elevado.

Tenía indudablemente razón, pero Jerry no se sintió más satisfecho por ello mientras continuaban remontando el suavemente inclinado lecho del curso del agua. Su inquietud había estado aumentando desde que pasaran sobre la cresta del risco, perdiendo así contacto por radio con el vehículo explorador. El hallarse desconectado con sus compañeros resultaba para él una experiencia única y turbadora. Nunca le había ocurrido antes en toda su vida; hasta a bordo de la Estrella de la Mañana, aun hallándose a cientos de millones de millas de la Tierra, pudo siempre enviar un mensaje a su familia y obtener una respuesta en el lapso de breves minutos. Pero ahora, apenas unos cuantos metros de roca acababan de aislarles del resto de la humanidad; si algo les sucedía, nadie jamás lo sabría… a menos que alguna expedición posterior hallara sus cadáveres. Jorge esperaría el número de horas convenido y luego marcharía de regreso a la nave… solo. Se dijo a sí mismo que él no era ciertamente el tipo ideal de explorador, que lo que le gustaba era manipular complicadas máquinas, y que así fue como se vio mezclado en el vuelo espacial. Nunca llegó a pensar hasta dónde le conduciría aquello… y ahora era ya demasiado tarde para cambiar.

Habían cubierto quizá tres millas en dirección al polo, siguiendo los meandros del lecho del río, cuando Hutchins se detuvo para hacer observaciones y recoger muestras.

–¡Sigue descendiendo la temperatura!

– Ha bajado ya de los 199; es, con mucho, la menor registrada jamás en Venus. Quisiera poder llamar a Jorge y comunicárselo.

Jerry probó todas las bandas de ondas y hasta intentó captar a la astronave –los impredecibles altibajos de la ionosfera del planeta hacían a veces posible la recepción a larga distancia –, pero no se produjo ni un susurro portador de onda sobre el rugido y el crepitar de las fragorosas tormentas venusianas.

–Eso es aún mejor –dijo Hutchins, ahora con auténtica excitación en su voz–. La concentración de oxigeno ha aumentado… quince partes en un millón. En el vehículo era sólo de cinco, y en las tierras bajas apenas se podía detectarlo.

–¡Pero quince en un millón! –protestó Jerry –. ¡Nada podría respirar eso!

–Inviertes la cuestión –manifestó Hutchins –. Nadie ni nada lo respira: algo lo hace. ¿De dónde crees que proviene el oxígeno de la Tierra? Todo él está producido por la vida…, por las plantas en desarrollo. Antes de que hubiese plantas en la Tierra, nuestra atmósfera era semejante a esta…, una mezcla de anhídrido carbónico y amoníaco y metano. Luego evolucionó la vegetación y lentamente convirtió nuestra atmósfera en algo que los animales podían respirar.

–Ya –dijo Jerry –. Y tú piensas que el mismo proceso ha comenzado aquí…

–Así parece. Algo no lejos de aquí, se halla produciendo oxígeno…, y la vida vegetal es la explicación más simple.

–Y donde hay plantas –reflexionó Jerry – es de suponer que más pronto o más tarde haya animales.

–Eso es –dijo Hutchins, recogiendo sus cosas y comenzando a remontar la hondonada –, aunque el proceso lleva unos cuantos millones de años. Puede ser que hayamos llegado aún demasiado pronto…, aunque espero que no.

–Todo esto está muy bien –respondió Jerry –. Pero ¿y suponiendo que topemos con alguien que no nos quiera? No tenemos armas.

–Ni las necesitamos. ¿Te has detenido a pensar en el aspecto que tenemos? No cabe duda de que cualquier animal echaría a correr apenas nos viera desde lejos.

Había algo de verdad en sus palabras. La envoltura metálica de los trajes térmicos, que les cubría de pies a cabeza, reverberaba como una flexible y destellante armadura. Insecto alguno tenía antenas más primorosas que las encajadas en sus cascos y mochilas, y los anchos lentes a través de los cuales miraban al mundo que los rodeaba semejaban unos ojos vacíos y monstruosos. Sí, pocos habrían sido los animales terrestres que quisieran enfrentarse a una tal aparición, pero los venusianos podían sustentar diferentes ideas.

Jerry estaba aún rumiando la cuestión cuando llegaron al lago. La primera ojeada le hizo pensar ya no en la vida que estaban buscando, sino en la muerte. Semejante a un negro espejo, yacía en medio de un pliegue de los cerros; su orilla extrema se hallaba oculta en la bruma eterna, y fantasmales columnas de vapor remolineaban y danzaban sobre su superficie. Todo lo que necesitaban, se dijo a sí mismo Jerry, era la barca de Caronte en espera de llevarlos a ellos a la otra orilla… o el cisne de Tuonela surcando mayestáticamente las aguas, en guardia de la entrada del averno…

Sin embargo, a pesar de todo, era un milagro… la primera agua libre que el hombre hallara jamás en Venus. Hutchins estaba ya de rodillas, casi en una actitud de rezo. Pero lo único que hacía era recoger gotas del preciado líquido para examinarlas a través de su microscopio de bolsillo.

–¿Hay algo en ellas? –preguntó ansiosamente Jerry.

–Si lo hay es demasiado pequeño para verlo con este instrumento. Te diré algo más cuando volvamos a la nave.

Taponó y precintó una probeta y la puso en su estuche de muestras con tanta ternura como un buscador que acabara de hallar su primera pepita de oro. Pudiera ser –y probablemente lo era –nada más que pura y simple agua. Pero también cabría la posibilidad de que fuese un universo de criaturas ignotas y vivientes en la primera fase de un recorrido de billones de años hasta la plasmación de la inteligencia.

No había caminado Hutchins más de una docena de metros a lo largo de la orilla del lago cuando volvió a detenerse, tan súbitamente que Garfield estuvo a punto de tropezar con él.

–¿Qué sucede? preguntó Jerry –. ¿Has visto algo?

–Aquella mancha oscura de allí. La advertí antes de que nos detuviéramos en el lago.

–¿Y qué pasa con ella? A mí me parece bastante corriente.

–Creo que se ha hecho más grande.

En toda su vida recordaría Jerry aquel momento. De todos modos, nunca dudó de la afirmación de Hutchins; en aquellos momentos podía creer cualquier cosa, hasta que las rocas crecían. La sensación de misterio y aislamiento, la presencia de aquel oscuro y melancólico lago, el sordo ruido de las lejanas tormentas y el verde titilar de la aurora…, todo aquello había causado un fuerte impacto en su mente, disponiéndole para creer aun lo increíble. Sin embargo, no sentía miedo alguno: eso vendría después.

Miró a la roca. Estaba a unos ciento cincuenta metros, creyó calcular, aunque en aquella difusa luz esmeraldina resultaba enormemente difícil estimar distancias y dimensiones. La roca o lo que fuese parecía una losa horizontal de un material casi negro, situada cerca de la cresta de un risco bajo. Había una segunda mancha, mucho más pequeña, de material semejante, cerca de ella. Jerry intentó medir y registrar en la memoria el espacio que existía entre ambas a fin de poder tener una referencia que le permitiera descubrir cualquier cambio.

Aun cuando vio que aquel espacio iba estrechándose, no sintió ninguna alarma…, sólo una perpleja excitación. No fue hasta que hubo desaparecido totalmente que experimentó en su corazón una espantosa sensación de desamparado terror. No había allí rocas crecientes o movientes: lo que contemplaban era una oscura marea, una alfombra serpeante que iba extendiéndose inexorablemente hacia ellos sobre la cresta del risco.

El momento de pánico total, irrazonable, no duró por fortuna más allá de unos pocos segundos. El primer terror de Garfield comenzó a desvanecerse tan pronto como reconoció su causa…, es decir, que aquella marea que avanzaba le había recordado en los primeros momentos, muy vívidamente, una historia que había leído hacía muchos años sobre el ejército de hormigas del Amazonas y la manera como destruían todo cuanto encontraban a su paso…

Pero, fuera lo que fuese aquella marea, se estaba moviendo demasiado lentamente como para suponer un peligro real, a menos que cortase su línea de retirada. Hutchins la estaba observando intensamente a través de sus gemelos; él era biólogo y estaba manteniendo su terreno. No voy a hacer el ridículo, pensó Jerry, huyendo como un gato escaldado si no es necesario.

–Por el amor del cielo –dijo al fin, cuando aquella alfombra viviente se halló a sólo cien metros, y Hutchins no había pronunciado aún una palabra ni movido un solo músculo –.

¿Qué es eso?

Hutchins se desheló lentamente como una estatua cobrando vida.

–Lo siento, te olvidé por completo. Es una planta, desde luego. Cuando menos, me parece que deberíamos darle este nombre.

–¡Pero se está moviendo!

–¿Y por qué habría de sorprenderte eso? Así lo hacen también las plantas terrestres. ¿ Es que no has visto películas aceleradas de la hiedra en acción?

–Pero la hiedra permanece en su sitio…, no se extiende por todo el paisaje.

–¿Y qué hay de las plantas de plancton en el mar? Ellas pueden nadar cuando lo necesitan.

Jerry cedió; de todos modos, el prodigio que se aproximaba le había privado de palabras.

Siguió pensando en aquella cosa como una alfombra espesa, orlada en los bordes. Variaba de espesor al moverse; en algunas partes era tenue como una película, y en otras tenía treinta y más centímetros de grosor. Al aproximarse más, Jerry pudo comprobar su tejido, y lo comparó al terciopelo negro. Se preguntó cómo sería al tacto…, recordando luego que como menos quemaría sus dedos, aun cuando no les hiciera nada más. Otro pensamiento vino en persecución de éste, movido por la delirante reacción nerviosa que a menudo sigue a una repentina conmoción: «Si existen venusianos, jamás podremos estrechar nuestras manos con las de ellos; nos las quemarían, y nosotros se las helaríamos. »

Hasta entonces aquella cosa no había dado muestra alguna de haberse percatado de su presencia. Había efectuado su flujo hacia adelante como la inconsciente marea que casi seguramente era. Aparte el hecho de que trepaba sobre pequeños obstáculos, bien podría haber sido una progresiva corriente de agua.

De pronto, cuando estuvo sólo a diez metros, la marea aterciopelada se detuvo en su frente, aunque siguió extendiéndose a los lados.

–Estamos siendo rodeados –dijo Jerry ansiosamente –. Será mejor retroceder hasta asegurarnos de que es inofensiva.

Para su alivio, Hutchins retrocedió al instante. Tras una breve vacilación, la cosa prosiguió su avance estirando su línea frontal.

Entonces Hutchins se adelantó de nuevo… y la cosa se retiró lentamente. El biólogo avanzó media docena de veces, para retroceder otras tantas, y a cada una de ellas la marea viviente verificó un flujo y reflujo acorde por completo con sus movimientos. Nunca me imaginé, se dijo Jerry, ver a un hombre bailando un vals con una planta…

–Termofobia –dijo Hutchins –. Una reacción puramente automática. No le gusta nuestro calor.

–¡Nuestro calor! –protestó Jerry –. ¡Pero si somos témpanos en comparación con ella!

–Desde luego…, pero nuestros trajes no lo son, y eso es todo cuanto ella nota.

¡Estúpido de mí!, pensó Jerry. Hallándose uno abrigado y fresco en el interior del traje térmico, resultaba fácil olvidar que el aparato refrigerador, a su espalda, bombeaba constantemente ráfagas de calor al aire circundante. No era extraño que la planta venusiana retrocediera ante ellos.

–Vamos a ver ahora cómo reacciona a la luz –dijo Hutchins.

Encendió su lámpara pectoral, y el verde resplandor boreal fue ahuyentado al instante por el blanco y puro destello. Hasta que el hombre llegara a aquel planeta, ninguna luz blanca había brillado ni siquiera de día sobre la superficie de Venus. Como en el fondo de los mares de la Tierra, sólo había en ella un verdoso crepúsculo, intensificándose lentamente hasta una profunda oscuridad.

La transformación fue tan pasmosa, que ningún hombre hubiera podido reprimir una exclamación de asombro. Como en un chispazo, la negrura de la espesa alfombra aterciopelada desapareció a sus pies, dejando en su lugar un satinado tejido de brillantes y vivos rojos con áureas estrías. Ningún príncipe persa hubiera podido jamás encargar a sus tejedores una tapicería tan suntuosa y que sin embargo no era más que el producto accidental de fuerzas biológicas, una gama de colores que hasta el momento de producirse el destello no habían existido… y que se desvanecería nuevamente en cuanto la luz extraña de la Tierra dejara de conjurarlos a esa existencia.

–Tijov tenía razón –dijo Hutchins –. Me hubiera gustado que lo viera.

–¿Razón sobre qué? –preguntó Jerry, aunque parecía casi un sacrilegio hablar en presencia de aquella maravilla.

–Allá en Rusia, hace cincuenta años, observó que las plantas que viven en climas muy fríos tienden a ser azules o violetas, mientras que las de los cálidos son rojas o naranja. Predijo que la vegetación marciana sería violeta y que, si había plantas en Venus, su color sería encarnado. Pues bien, estaba en lo cierto en ambas conjeturas. Pero no podemos permanecer todo el día aquí; tenemos trabajo que hacer.

–¿Estás seguro de que esto… no es peligroso? –preguntó Jerry, volviendo a reafirmarse en él algo de su precaución.

–Absolutamente. No puede tocar nuestros trajes aunque lo quisiera. Y de todos modos, se mueve pasando ante nosotros.

Así era. Podían ver ahora que toda aquella cosa –si era una simple planta y no una colonia –cubría una superficie circular de unos cien metros de diámetro aproximadamente. Iba barriendo el suelo igual que lo hace la sombra de una nube impelida por el viento…, y allá donde se había detenido, las rocas estaban punteadas de innumerables pequeños agujeros, tenues como quemaduras de ácido.

–Sí –dijo Hutchins en respuesta a la observación de Jerry sobre el particular –. Así es cómo se nutren los líquenes: segregan ácidos que disuelven la roca. Pero nada de preguntas, por favor, hasta que estemos de vuelta a la nave. Tengo aquí trabajo para varios días, y disponemos solamente de un par de horas para hacerlo.

Aquello fue casi botánica a la carrera… El borde sensitivo de la inmensa planta podía moverse con sorprendente velocidad cuando intentaba evadirlos. Era como si estuviese contendiendo con una hojuela animada de unos cuatro mil metros cuadrados de extensión.

No se producía en ella reacción alguna –aparte la automática evitación del calor despedido por sus trajes – cuando Hutchins cortaba muestras o tomaba pruebas. Aquel objeto fluía constantemente, progresando sobre cerros y valles, guiado por algún singular instinto vegetal. Quizás estaba siguiendo alguna vena de mineral; los geólogos lo decidirían cuando analizaran las muestras de roca que Hutchins había recogido antes y después del paso del tapiz viviente.

Apenas había tiempo para pensar o incluso para enmarcar las innumerables cuestiones que había planteado su descubrimiento. Probablemente aquellas criaturas debían ser bastante numerosas, o no se hubieran topado tan pronto con una de ellas. ¿Cómo se reproducían? ¿Mediante retoños, esporas, escisión o cuál otro medio? Aquélla podía no ser la única forma de vida en Venus… La misma idea era absurda, pues indudablemente, habiendo una especie, ha de haber al mismo tiempo miles de ellas…

Un hambre canina y la fatiga les obligó finalmente a efectuar un alto. La criatura que estaban estudiando podía seguir, si lo deseaba, su camino nutritivo en torno a Venus – aunque Hutchins creía que no iba nunca mucho más allá del lago, aproximándose de cuando en cuando al agua e introduciendo en ella un largo zarcillo tubular–; los animales de la Tierra necesitaban descansar.

Supuso un gran alivio hinchar la tienda sobrecomprimida, meterse en ella a través de la cámara intermedia y despojarse de los trajes térmicos. Por primera vez, mientras se relajaban en el interior de su diminuto hemisferio de plástico, ocupó sus mentes la verdadera maravilla e importancia del descubrimiento. Aquel mundo que los rodeaba no era ya el mismo: Venus no era más un planeta muerto, sino que se había unido a la Tierra y a Marte.

Pues la vida llama a la vida, a través de las simas del espacio. Todo cuanto se desarrollaba o se movía sobre la superficie de un planeta era un portento, una promesa de que el hombre no estaba solo en aquel universo de brillantes soles y remolineantes nebulosas. Si hasta entonces no había encontrado compañeros con quienes poder hablar, aquello era de esperar, pues los años y las eras se extendían aún inmensas ante él, en espera de ser explorados.

Mientras tanto debía preservar y fomentar la vida que hallara en su camino, bien fuera sobre la Tierra, sobre Marte o sobre Venus…

Así se dijo Graham Hutchins, el biólogo mas afortunado del sistema solar, mientras ayudaba a Gaffield a recoger los residuos y meterlos en un hermético estuche de plástico.

Cuando deshincharon la tienda e iniciaron el viaje de retorno no había señal alguna de la criatura que habían estado examinando. Era mejor así, pues de lo contrario podían haberse sentido tentados a demorarse para efectuar más experimentos, y estaba muy próximo el plazo de que disponían.

No importaba; dentro de pocos meses volverían con un equipo de ayudantes, mucho mejor dotados con todo lo necesario para la investigación y con los ojos del mundo posados sobre ellos. La evolución había seguido su curso operando durante un billón de años para hacer posible aquel encuentro; podía muy bien esperar un poco más.

Durante un rato nada se movió en la verdosidad titilante del paisaje envuelto en bruma, desierto a la vez de seres humanos y tapiz carmesí Luego, discurriendo sobre los cerros tallados por el viento, reapareció la extraña criatura. O tal vez era otra de la misma extraña especie y nadie lo sabría jamás.

Pasó ante el pequeño montón de piedras donde habían enterrado sus desechos Hutchins y Garfield. Y luego se detuvo.

No estaba perpleja, pues no tenía mente alguna. Pero el impulso químico que la conducía inexorablemente sobre la meseta polar estaba gritando: ¡Aquí, aquí! En alguna parte próxima se encontraba el más precioso de todos los alimentos que necesitaba, el fósforo, el elemento sin el cual no podía jamás producirse la chispa de vida Comenzó a hozar las rocas, a escurrirse entre las grietas y hendiduras, a arañar y raspar con sus tanteantes zarcillos. Nada de cuanto hizo superaba la capacidad de cualquier planta o árbol terrestre…, pero se movía mil veces más rápidamente, y necesitó tan sólo unos minutos para alcanzar su meta y atravesar la película de plástico.

Y luego se regaló con el alimento, de manera más concentrada que en cualquier otra forma de vida que conociera jamás. Absorbía los carbohidratos, y las proteínas y los fosfatos, la nicotina de las colillas, y la celulosa de los vasos de papel, y la celulosa de los vasos y las cucharas de cartón. Lo trituraba todo y lo asimilaba en su extraño cuerpo sin dificultad ni perjuicio.

Y asimismo absorbía todo un microcosmos de criaturas vivientes…, bacterias y virus que, sobre otros planetas, habían evolucionado de mil mortales linajes. Aun cuando tan sólo muy pocos podían sobrevivir en aquella atmósfera y temperatura, eran suficientes. Cuando la alfombra se arrastró de nuevo al lago, llevaba el contagio a todo su mundo.

Y cuando la Estrella de la Mañana puso rumbo a su lejana patria, Venus estaba muriéndose.

Las películas y fotografías y muestras de que era portador triunfal Hutchins eran aún más preciosas de lo que pensaba, pues eran el único archivo que jamás existiría del tercer intento de asentamiento de la Vida en el sistema solar.

Bajo las nubes de Venus, la historia de la Creación había terminado.

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Crimen en Marte https://culturaquetzal.com/2023/11/18/crimen-en-marte/ https://culturaquetzal.com/2023/11/18/crimen-en-marte/#respond Sun, 19 Nov 2023 05:18:52 +0000 https://culturaquetzal.com/?p=970 Por: Arthur C. Clarke

—En Marte hay poca delincuencia —observó el inspector Rawlings con tristeza—. En realidad, éste es el motivo principal de que regrese al Yard. De quedarme aquí más tiempo, perdería toda mi práctica.

Estábamos sentados en el salón del observatorio principal del espacio puerto de Phobos, mirando las grietas resecas por el sol de la diminuta luna de Marte. El cohete transbordador que nos había traído desde Marte se había marchado diez minutos antes y ahora iniciaba la larga caída hacia el globo color ocre que colgaba entre las estrellas. Media hora más tarde, subiríamos a la nave espacial en dirección a la Tierra…, planeta en el que la mayoría de pasajeros nunca habían puesto los pies, si bien aún lo llamaban, «su patria».

—Al mismo tiempo —continuó el inspector—, de vez en cuando se presenta un caso que presta interés a la vida. Usted, señor Macear, es tratante en arte, y estoy seguro que habrá oído hablar de lo ocurrido en la Ciudad del Meridiano hace un par de meses.

—No creo —dijo el individuo regordete y de tez olivácea al que había tomado por otro turista de regreso.

Por lo visto, el inspector ya había examinado la lista de pasajeros; me pregunté qué sabría de mí y traté de tranquilizar mi conciencia, diciéndome que estaba razonablemente limpia. Al fin y al cabo, todo el mundo pasaba algo de contrabando por la aduana de Marte…

—La cosa se acalló —prosiguió el inspector—, pero hay asuntos que no pueden mantenerse en secreto largo tiempo. Bien, un ladrón de joyas de la Tierra intentó robar del Museo de Meridiano el mayor de los tesoros… la Diosa Sirena.

—¡Eso es absurdo! —objeté—. Naturalmente, no tiene precio, pero no es más que un pedazo de roca arenisca. Lo mismo podrían querer robar La Monna Lisa.

—Eso ya ha ocurrido también —sonrió sin alegría el inspector—. Y tal vez el motivo fuese el mismo. Hay coleccionistas que pagarían una fortuna por tal objeto, aunque sólo fuese para contemplarlo en secreto. ¿No está de acuerdo, señor Macear?

—Muy cierto —aseguró el experto en artes——. En mi profesión, hallamos a toda clase de chiflados.

—Bien, ese individuo, que se llama Danny Weaver, debía recibir una buena suma por el objeto. Y a no ser por una fantástica mala suerte, habría llevado a cabo el robo.

El sistema de altavoces del espacio puerto dio toda clase de excusas por un leve retraso debido a la última comprobación del combustible, y pidió a varios pasajeros que se presentasen en Información. Mientras esperábamos que callase la voz, recordé lo poco que sabía de la Diosa Sirena. Aunque no había visto el original, llevaba una copia, como la mayoría de turistas, en mi equipaje. El objeto llevaba el certificado del Departamento de Antigüedades de Marte, garantizando que «se trata de una reproducción a tamaño natural de la llamada Diosa Sirena, descubierta en el mar Sirenium por la Tercera Expedición, en 2012 después de Cristo (23 D. M.).»

Era raro que un objeto tan pequeño causara tantas discusiones. Medía poco más de veinte centímetros de altura, y nadie miraría el objeto dos veces de hallarse en un museo de la Tierra. Se trataba de la cabeza de una joven, de rasgos levemente orientales, con el cabello rizado en abundancia cerca del cráneo, los labios entreabiertos en una expresión de placer o sorpresa… y nada más.

Pero se trataba de un enigma tan misterioso que había inspirado un centenar de sectas religiosas, haciendo enloquecer a varios arqueólogos. Ya que una cabeza tan perfectamente humana no podía ser hallada en Marte, cuyos únicos seres inteligentes eran crustáceos…

«langostas educadas», como los llamaban los periódicos. Los aborígenes marcianos nunca habían inventado el vuelo espacial, y su civilización desapareció antes de que el hombre apareciera sobre la Tierra.

Sin duda, la Diosa es ahora el misterio Número Uno del sistema solar. Supongo que la respuesta no la obtendrán durante mi existencia…, si llegan a obtenerla.

—El plan de Danny era sumamente simple —prosiguió el inspector—. Ya saben ustedes lo muertas que quedan las ciudades marcianas en domingo, cuando se cierra todo y los colonos se quedan en casa para ver la televisión de la Tierra. Danny confiaba en esto cuando se inscribió en el hotel de Meridiano Oeste, la tarde del viernes. Tenía el sábado para recorrer el museo, un domingo solitario para robar, y el lunes por la mañana sería otro de los turistas que saldrían de la ciudad…

»A primera hora del domingo cruzó el parque, pasando al Meridiano Este, donde se alza el museo. Por si no lo saben, la ciudad se llama del Meridiano porque está exactamente en el grado 180 de longitud; en el parque hay una gran losa con el Primer Meridiano grabado en ella, para que los visitantes puedan ser fotografiados de pie en los dos hemisferios a la vez. Es asombroso cómo estas niñerías divierten a la gente.

»Danny pasó el día recorriendo el museo como cualquier turista decidido a aprovecharse del valor de la entrada. Pero a la hora de cierre no se marchó, sino que se escondió en una de las galerías no abiertas al público, donde estaban disponiendo una reconstrucción del período del Ultimo Canal, que por falta de dinero no habían terminado.

Danny se quedó allí hasta medianoche, por si todavía había en el edificio algún investigador entusiasta. Luego abandonó el escondite y puso manos a la obra.

—Un momento —le interrumpí—. ¿Y el vigilante nocturno?

—¡Mi querido amigo! En Marte no existen esos lujos. Ni siquiera hay señal de alarma en el museo porque, ¿quién quiere robar trozos de piedra? Cierto, la Diosa estaba encerrada en una vitrina de metal y cristal, por si algún cazador de recuerdos se entusiasmaba con ella. Pero aun en el caso de ser robada, el ladrón no podría ocultarla en ninguna parte, y, claro está, todo el tranco de entrada y salida de Marte sería registrado.

Esto era exacto. Yo había pensado en términos de la Tierra, olvidando que cada ciudad de Marte es un pequeño mundo cerrado por debajo del campo de fuerzas que la protege del casi vacío congelador. Más allá de las protecciones electrónicas existe sólo el vacío altamente hostil del exterior marciano, donde un hombre sin protección moriría en pocos segundos.

Y esto facilita las leyes de seguridad.

—Danny poseía una serie de herramientas excelentes, tan especializadas como las de un relojero. La principal era una microsierra no mayor que un soldador, con una hoja sumamente delgada, impulsada a un millón de ciclos por segundo, gracias a un motor ultrasónico. Cortaba el cristal o el metal como mantequilla… y sólo dejaba el corte del espesor de un cabello. Lo importante para Danny era no dejar rastro de su labor.

»Ya habrán adivinado cómo pensaba operar. Cortaría la base de la vitrina y sustituiría el original por una de las copias de la Diosa. Tal vez transcurriesen un par de años antes de que un experto descubriera la verdad, y entonces el original ya estaría en la Tierra, disimulado como una copia, con un certificado de autenticidad. Listo, ¿en? »Debió ser algo espantoso trabajar en aquella galería a obscuras, con todos aquellos pedruscos de millones de años de antigüedad, todos aquellos inexplicables artefactos a su alrededor. En la Tierra, un museo ya es bastante siniestro de noche, pero… es humano. Y la Galería Tres, donde está la Diosa, resulta especialmente inquietante. Está llena de bajorrelieves con animales increíbles luchando entre sí; parecen avispas gigantes, y la mayoría de paleontólogos niegan que hayan existido alguna vez. Pero, imaginarios o no, pertenecieron a este mundo, y no trastornaron tanto a Danny como la Diosa, que le miraba a través de las edades, desafiándole a que explicara la presencia de ella allí. Y esto le daba escalofríos. ¿Cómo lo sé? El me lo confesó.

«Danny empezó a trabajar con la vitrina con el mismo cuidado con que un diamantista se dispone a cortar una gema. Tardó casi toda la noche en rajar la trampilla, y amanecía cuando descansó, guardándose la microsierra. Aún faltaba mucho que hacer, pero la parte más penosa había terminado. Colocar la copia en la vitrina, comprobar su aspecto con las fotos que llevaba consigo y ocultar todas las huellas le ocuparía gran parte del domingo, pero esto no le inquietaba en absoluto. Le quedaban otras veinticuatro horas y recibiría con agrado la llegada de los primeros visitantes del lunes, momento en que podría mezclarse con ellos y salir de allí.

»Fue un tremendo golpe para su sistema nervioso, por tanto, cuando a las ocho y media abrieron las enormes puertas y el personal del museo, ocho en total, se dispusieron a iniciar el día de trabajo. Danny corrió hacia la salida de emergencia, abandonándolo todo: herramientas, la Diosa…, todo.

»Y se llevó otra enorme sorpresa al verse en la calle; a aquella hora debía estar completamente desierta, con todo el mundo en casa leyendo los periódicos dominicales. Pero he aquí que los habitantes de Meridiano Este se encaminaban hacia las fábricas y oficinas, como en cualquier día normal de trabajo.

»Cuando el pobre Danny llegó al hotel ya le aguardábamos. No hacía falta ser un lince para comprender que sólo un visitante de la Tierra, y uno muy reciente, había pasado por alto el hecho que constituye la fama de la Ciudad del Meridiano. Y supongo que ustedes ya lo habrán adivinado.

—Sinceramente, no —objeté—. No es posible visitar todo Marte en seis semanas, y nunca pasé del Syrtis Mayor.

—Pues es sumamente sencillo, aunque no podemos censurar excesivamente a Danny, puesto que incluso los habitantes del planeta caen ocasionalmente en la misma trampa. Es una cosa que no nos preocupa en la Tierra, donde hemos solucionado el problema con el océano Pacífico. Pero Marte, claro está, carece de mares; y esto significa que alguien se ve obligado a vivir en la Línea de Fecha Internacional…

»Banny planeó el robo desde Meridiano Oeste… Y allí era domingo, claro… y seguía siendo domingo cuando lo atrapamos en el hotel. Pero en el Meridiano Este, a menos de un kilómetro de distancia, sólo era sábado. ¡El pequeño cruce del parque era toda la diferencia! Repito que fue mala suerte.

Hubo un largo momento de silencio.

—¿Cuánto le largaron? —inquirí al fin.

—Tres años —repuso el inspector.

—No es mucho.

—Años de Marte…, casi seis de los nuestros. Y una multa que, por exacta coincidencia, es exactamente el precio del billete de regreso a la Tierra. Naturalmente, no está en la cárcel…, pues en Marte no pueden permitirse tales gastos. Danny tiene que trabajar para vivir, bajo una vigilancia discreta. Les dije que el museo no podía pagar a un vigilante nocturno, ¿verdad? Bien, ahora tiene uno. ¿Adivinan quién?

—¡Todos los pasajeros dispónganse a subir a bordo dentro de diez minutos! ¡Por favor, recojan sus maletas! —ordenó el altavoz.

Cuando empezamos a avanzar hacia la puerta, me vi impulsado a formular otra pregunta:

—¿Y la persona que contrató a Danny? Debía respaldarle mucho dinero. ¿Le atraparon?

—Aún no; la persona, o personas, han borrado las huellas completamente, y creo que Danny dijo la verdad al declarar que no podía darnos ninguna pista. Bien, ya no es mi caso.

Como dije, regreso al Yard. Pero un policía siempre tiene los ojos bien abiertos… como un experto en arte, ¿eh, señor Macear? Oh, parece haberse puesto un poco verde en torno a las branquias. Tómese una de mis tabletas contra el mareo espacial.

—No, gracias —repuso el señor Macear—, estoy muy bien.

Su tono era desabrido; la temperatura social parecía haber descendido por debajo de cero en los últimos minutos. Miré al señor Macear y al inspector. Y de pronto comprendí que la travesía sería muy interesante.

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Un paseo en la Oscuridad https://culturaquetzal.com/2023/07/09/un-paseo-en-la-oscuridad/ https://culturaquetzal.com/2023/07/09/un-paseo-en-la-oscuridad/#respond Sun, 09 Jul 2023 06:47:02 +0000 https://culturaquetzal.com/?p=853 Por: Arthur C. Clarke

Sólo había caminado Robert Armstrong dos millas, por lo que pudo juzgar, cuando su linterna se descompuso. Estuvo inmóvil por un instante, incapaz de creer que tal desgracia pudiera haber caído sobre él. Luego, medio enloquecido por el furor, arrojó el inútil instrumento muy lejos. Aterrizó en algún lugar de la oscuridad, alterando el silencio de ese pequeño mundo. Un eco metálico resonó volviendo de las bajas colinas: luego, todo se tranquilizó de nuevo.

Esta, pensó Armstrong, era la desgracia definitiva. Nada más podía ocurrirle va. Hasta podía reírse amargamente de su suerte, y, resolvió que nunca más se imaginaría que la veleidosa deidad le había favorecido alguna vez. ¿Quién hubiera creído que el único tractor del Campamento IV se descompondría justo cuando él iba a salir para Port Sanderson? Recordó el frenético trabajo de reparación, el alivio cuando arrancó nuevamente… y la debacle final cuando se atascó la ortiga del tractor.

Era inútil quejarse por la tardanza en su salida: él no podía prever estos accidentes, y aún faltaban cuatro buenas horas para que saliese el Canopus. Tenía que alcanzarlo, de cualquier modo; ninguna otra nave llegaría a este mundo hasta dentro de un mes. Además de la urgencia de su trabajo, era imposible pensar en cuatro semanas más sobre este planeta alejado de las rutas usuales.

Sólo había una cosa que hacer. Por suerte, Port Sanderson estaba a poco más de seis millas del campamento… no una GRAN distancia, aun a píe. Había tenido que dejar atrás todo su equipo, pero éste lo podría seguir en la próxima nave, y podía arreglárselas sin él. La ruta era pobre, apenas marcada en la roca con las aplanadoras de cien toneladas del Directorio, pero no había riesgo de perderse.

Aun ahora, no estaba en real peligro, pese a que bien podría ser demasiado tarde para alcanzar la nave. Sería lento avanzar, porque no se atrevía a correr el riesgo de perder el camino en esta región de cañones y túneles enigmáticos que nunca habían sido explorados. Había, por supuesto, una completa oscuridad. Aquí en el borde de la Galaxia, las estrellas eran tan pocas y estaban tan dispersas, que su luz era despreciable. El extraño sol carmesí de este mundo no se levantaría hasta dentro de muchas horas, y pese a que cinco de sus pequeñas lunas brillaban en el cielo, apenas podían ser vistas a simple vista. Ninguna de ellas podía siquiera producir sombra.

Armstrong no era hombre de llorar su suerte por mucho tiempo. Lentamente comenzó a caminar a lo largo de la ruta, sintiendo su textura con sus pies. Era, lo sabía, suavemente recta excepto donde se curvaba alrededor del Paso Carver. Deseó tener un palo o algo para probar el camino que seguía, pero estaba obligado a confiar en su sentido del tacto como única guía.

Al principio fue terriblemente lento, hasta que ganó confianza. Nunca había sabido lo difícil que era caminar en línea recta. Pese a que las débiles estrellas lo orientaban, una y otra vez se encontró dando traspiés entre las rocas vírgenes del borde de la irregular carretera. Viajaba en largos zigzags que le llevaban alternativamente a uno y otro borde de la ruta. Entonces, los dedos de sus pies tropezaban nuevamente con la roca desnuda, y una vez más retornaba a tientas hacia la superficie fuertemente apisonada. En seguida se hizo rutina. Era imposible estimar su velocidad; sólo podía esforzarse y esperar lo mejor. Había cuatro millas por delante…, cuatro millas y otras tantas horas.

Sería suficientemente fácil, salvo que se extraviara. Pero no se atrevía a pensar en eso. Una vez que hubo dominado la técnica, se pudo dar gusto de pensar. No podía pretender que gozaba de experiencia, pero ya había estado antes en peores condiciones. Mientras permaneciera sobre la ruta, estaba completamente a salvo. Había tenido la esperanza de que cuando sus ojos se hubiesen adaptado a la luz de las estrellas podría ver el camino, pero ahora sabía que toda la travesía sería a ciegas. El descubrimiento proporcionó un claro sentido de su alejamiento del corazón de la Galaxia. En una noche tan clara como los cielos de casi todos los planetas, hubieran brillado bajo las estrellas.

Aquí, en este fortín de frontera del Universo, el cielo contenía apenas cien débiles lunas brillantes, tan inútiles como las cinco lunas ridículas sobre las que nadie se había molestado en aterrizar. Un leve cambio en la carretera interrumpió sus pensamientos.

¿Había una curva o se había torcido otra vez hacia la derecha? Se movió muy lentamente a lo largo de la invisible y real definida frontera. Sí, no hacía ningún error: la ruta se inclinaba hacia la izquierda. Trato de recordar su apariencia a la luz del día, pero a había visto una sola vez. ¿Significaba esto que se estaba aproximando al Paso? Así lo esperaba, porque entonces la travesía ya estaría medio completa.

Miró hacia adelante en la oscuridad, pero la arrugada línea del horizonte no le dijo nada. Inmediatamente descubrió que la ruta se enderezaba una vez. Carver debía estar todavía un poco más adelante: había que andar como mínimo cuatro millas. Cuatro millas…, ¡qué ridícula parecía esta distancia!

Cuánto tardaría el Canopus en recorrer cuatro millas? Dudaba que el hombre pudiera medir un intervalo de tiempo tan corto. ¿Y cuántos billones de millas había recorrido él, Robert Armstrong, en toda su vida? Debería alcanzar un total asombroso, ya que en los últimos veinte años apenas si había permanecido más de un mes en el mismo mundo.

Este mismo año había atravesado osado dos veces la Galaxia, y ésa era una notable travesía, aun en estos días de fantástica aceleración.

Tropezó con una piedra suelta y la sacudida le de volvió a la realidad. Aquí era inútil pensar en naves que podrían devorar años-luz. Se estaba enfrentando con la Naturaleza, sin armas excepto su propia fuerza y habilidad.

Era raro que tardase tanto en identificar la causa real de su inquietud. Las últimas cuatro semanas habían sido abrumadoras y el apuro de su partida, unido a la sorpresa y ansiedad causadas por las descomposturas del tractor, había borrado de su mente cualquier otra cosa. Además, siempre se había enorgullecido de su obstinación y falta de imaginación. Hasta ahora se había olvidado de todo lo conectado con su primera velada en la Base, cuando los tripulantes le regalaron los usuales hilos trenzados en honor a los recién llegados.Fue entonces cuando el viejo empleado de la Base contó su paseo nocturno desde Port Sanderson hasta el campamento, y de lo que le había seguido a través del Paso Carver, manteniéndose siempre más allá del límite de su linterna. Armstrong, que había oído esos relatos en una veintena de mundos, en ese entonces no le prestó mucha atención. Se sabía, después de todo, que este planeta estaba deshabitado. Pero la lógica no podía disponer del asunto así tan fácilmente. ¿Y qué, si después de todo, había algo de verdad en el fantástico relato del anciano…?

No era un pensamiento placentero, y Armstrong trató de no pensar en eso con mucho detenimiento. Pero sabía que si lo abandonaba seguiría haciendo presa de su mente. La única manera de vencer los temores imaginarios era hacerles frente audazmente y ahora tendría que hacerlo.

Su argumento más fuerte era la completa esterilidad en este mundo y su extrema desolación, pese a que, en contra de esto, uno podría oponer muchos contraargumentos, como bien lo había hecho el anciano empleado. El Hombre había vivido en este planeta durante veinte años y muchas partes estaban aún sin explorar. Nadie podía negar que los túneles de los desiertos eran algo inquietantes, pero todo el mundo creía que eran cavidades volcánicas. No obstante, por supuesto, la vida se arrastraba con frecuencia dentro de tales lugares. Recordó, con un estremecimiento, los pólipos gigantes que habían atrapado a los primeros exploradores de Vargon III.

Nada era definitivo. Supongamos, para seguir con esos argumentos, que allí se admitiera la existencia de vida. ¿Y con eso qué?

La gran mayoría de las formas de vida del Universo eran completamente indiferentes al Hombre. Algunas, por supuesto, como los seres gaseosos de Alcoran o los errantes reticulados undulatorios de Shandaloon, ni siquiera podían detectarlo, y le atravesaban o le rodeaban como si no existiera.

Otras eran apenas inquisidoras, algunas embarazosamente amistosas. En verdad, había pocas que atacaran sin provocación. De todas maneras, el cuadro que pintara el viejo empleado era horrendo. Allá atrás, en el cómodo y bien iluminado salón de fumar, con las bebidas pasando alrededor, había sido bastante fácil reírse del relato. Pero aquí en la oscuridad, a millas de cualquier establecimiento humano, era muy diferente.

Fue casi un alivio cuando tropezó de nuevo fuera de la ruta y tuvo que palpar con sus manos hasta que la encontró una vez más. Parecía un terreno muy áspero y la ruta era escasamente distinguible de las rocas de alrededor. En pocos minutos, sin embargo, estuvo nuevamente a salvo en su camino.Era desagradable ver con qué rapidez sus pensamientos volvían al mismo inquietante tema. Claramente le estaba preocupando más de lo que se molestaba en admitir.

Le consoló este hecho: había sido bastante obvio que nadie en la Base había creído la historia del anciano. Las preguntas y las burlas se lo probaron. En ese momento se rió tan fuerte como el que más. Después de todo, ¿cuál era la evidencia? Una silueta opaca, apenas vista en la oscuridad, que muy bien podría haber sido una roca de extraña formación. Y el curioso ruido rítmico que tanto había impresionado al viejo… de noche cualquiera podría imaginarse tales sonidos si estuviera lo suficientemente excitado. Si hubiera sido hostil, ¿por qué la criatura no se acercó más? «Porque tenía miedo de mi luz», dijo el viejo. Bueno, era bastante plausible: explicaría por qué no se había visto nada a la luz del sol. Tal criatura debía vivir bajo tierra, subiendo sólo de noche… ¡maldición!, ¡por qué se estaba tomando tan seriamente los delirios de ese viejo idiota! Armstrong tomó una vez más el control de sus pensamientos. Si seguía de esta forma, se dijo a sí mismo enfadado, pronto estaría viendo y oyendo una completa colección de monstruos.

Había un factor, por supuesto, que echaba inmediatamente por tierra todo el ridículo relato. Era realmente muy simple; se lamentó por no haberlo pensado antes. ¿De qué viviría una criatura como ésa? No había ni una pizca de vegetación en todo el planeta. Se rió al pensar que el duende podía ser arrojado tan fácilmente… y en el mismo instante se sintió molesto consigo mismo por no reírse en voz alta. Si estaba tan seguro de su razonamiento, ¿por qué no silbar, o cantar, o hacer algo para levantar el espíritu? Se hizo la pregunta a sí mismo con claridad, como una prueba a su hombría. Medio avergonzado, tuvo que admitir que aún estaba asustado…, asustado porque «podría haber algo de eso, después de todo». Pero al menos su análisis le había hecho algún bien.

Habría sido mejor si hubiera dejado todo así, aceptando a medias su argumento. Pero una parte de su mente estaba aún ocupada en destruir su cuidadoso razonamiento. Lo consiguió con tal éxito, que cuando recordó los seres plantas de Xantil Mayor, la impresión fue tan desagradable que se detuvo como muerto.

En realidad, los seres-plantas de Xantil no eran de ninguna manera horribles. Eran, de hecho, criaturas extremadamente bellas. Pero lo que las hacía ahora aparecer tan deprimentes era el conocimiento de que podían vivir sin comida durante períodos indefinidos. Toda la energía que necesitaban para sus extrañas vidas la extraían de la radiación cósmica… y aquí era casi tan intensa como en cualquier lugar del Universo.

Apenas hubo pensado un ejemplo cuando otros se apiñaron en su mente y recordó la forma de vida de Trantor Beta, que era la única conocida capaz de utilizar la energía atómica directamente. Aquélla también había vivido en un mundo extremadamente desierto, muy parecido a éste…

La mente de Armstrong se estaba partiendo rápidamente en dos porciones diferentes, cada una tratando de convencer a la otra sin lograrlo por completo. No se dio cuenta de lo desmoralizado que estaba hasta que se encontró conteniendo la respiración por miedo a que ésta le ocultara cualquier sonido proveniente de la oscuridad circundante. Enfadado, limpió su mente de la basura que se había estado acumulando allí y volvió una vez más al problema inmediato.

No había duda de que la carretera se elevaba lentamente, y la silueta del horizonte aparecía mucho más alta. La carretera comenzó a girar y de repente percibió grandes rocas a derecha e izquierda. Pronto sólo se pudo ver una franja del cielo, y la oscuridad se tornó, si era posible, aún más intensa.

De alguna manera, se sentía más seguro con las paredes rocosas rodeándole: ello implicaba que estaba protegido excepto en dos direcciones. Además, la ruta había sido nivelada con más cuidado y era más fácil mantenerse en ella. Pero lo mejor de todo es que ahora sabía que la travesía estaba a medio completar.

Dentro de media milla, estaría otra vez a campo raso, fuera de la protección de estas rocas acogedoras. El pensamiento le pareció ahora doblemente horrible y entonces comenzó a sentir una sensación de desnudez.

Podría ser atacado desde cualquier dirección, y estaría extremadamente indefenso…

Hasta ahora, había conservado cierto autocontrol. Con mucha resolución había mantenido apartada su mente del único hecho que le daba un poco de color al relato del viejo… la única evidencia que había detenido las burlas allá en el repleto salón del campamento, y que produjo un repentino silencio en toda la compañía. Ahora, mientras se debilitaba la voluntad de Armstrong, recordó nuevamente las palabras que habían producido un escalofrío aun en el cálido confort del edificio de la Base.

El pequeño empleado había insistido mucho sobre este punto. Nunca había oído ningún sonido de persecución proveniente de la opaca forma que percibió más que observó, en el límite de su luz. No había ningún golpeteo de garras o cascos sobre la roca, ni siquiera el sonido de piedras desplazadas. Era como si, así lo había declarado el anciano con su solemne modo de hablar, «como si la cosa que me seguía pudiera ver perfectamente en la oscuridad, y tuviera muchas patas o almohadillas y pudiera moverse suave y fácilmente sobre la roca…, como una oruga gigante o como una de las alfombras vivientes de Kralkor II».

A pesar de que no había habido ningún ruido de persecución, el viejo captó varias veces un único sonido. Era tan fuera de lo común que su misma rareza le hacía doblemente terrible. Era un débil pero persistente sonido acompasado.

El viejo fue capaz de describirlo muy vivamente… demasiado vivamente para el gusto de Armstrong.

—¿Escucharon alguna vez a un gran insecto cascando su presa con los dientes? —dijo—. Bueno, era igual que eso. Me imagino que un cangrejo hace exactamente el mismo ruido con sus pinzas al entrechocarlas. Era un sonido…, ¿cuál es la palabra?… Quitinoso. Al llegar a este punto, Armstrong recordó haberse reído bien fuerte. (Era extraño, cómo ahora todo volvía hacia él.) Pero nadie más se había reído, pese a que antes habían sido rápidos en hacerlo. Sintiendo el cambio de tono, se serenó inmediatamente y le pidió al anciano que continuara con su cuento. ¡Cómo deseaba ahora no haberlo hecho!

Fue rápidamente satisfecho. Al día siguiente, una partida de escépticos técnicos había ido a la tierra de nadie más allá del Paso Carver. No eran lo suficientemente escépticos como para ir sin armas, pero no tuvieron oportunidad de usarlas, porque no encontraron huellas de ningún ser viviente. Estaban los inevitables sismos y túneles, brillantes agujeros en los que la luz de las linternas rebotaba indefinidamente hasta que se perdía en la distancia…, pero el planeta estaba acribillado de estos agujeros.

Pese a que la expedición no encontró señales de nada, descubrió una cosa que no le gustó nada. Allá afuera, en la desierta e inexplorada región más allá del aso se habían topado con un túnel aún más ancho que el resto. Cerca de la boca del túnel había una roca maciza, medio incrustada en la tierra. Y los costados de la roca estaban desgastados «como si se hubieran pasado como una enorme piedra de moler».

No menos de cinco de los presentes había visto esta inquietante roca. Ninguno de ellos pudo explicarla satisfactoriamente como una formación natural, pero todavía se negaban a aceptar la historia del anciano. Armstrong no había preguntado si la habían examinan alguna vez. Se había producido un incómodo silencio Entonces el gran Andrew Hargraves dijo: «¡Demonios, quién caminaría de noche hacia el Paso por pura diversión!», y lo dejó ahí. En realidad, no había otro registro de nadie que hubiera caminado de noche desde Port Sanderson hasta el campamento, o ni siguiera de día. Durante las horas de luz, ningún ser humano podía vivir a cielo abierto sin protección bajo los rayos del sol enormey pálido que parecía llenar la mitad del firmamento. Y ninguno caminaría seis millas, vistiendo una armadura contra la radiación, si cera posible conseguir el tractor.

Armstrong sintió que estaba abandonando el Paso las rocas desaparecían a ambos lados, y la ruta ya no era tan firme y bien apisonada como antes. Estaba sabiendo una vez más al campo raso, y en un no muy lejano lugar de la oscuridad estaba el enigmático pilar que podría haber sido utilizado para afilar monstruosos colmillos o garras. No era un pensamiento muy alentador, pero no se lo podía quitar de la cabeza.

Sintiéndose ahora claramente preocupado, Armstrong hizo un gran esfuerzo por imponerse. Trataría de ser otra vez racional; pensaría en su trabajo, en la tarea que había realizado en el campamento…, en cualquier cosa menos en este lugar infernal. Por un rato, tuvo bastante éxito. Pero pasado un tiempo, con una persistencia enloquecedora, todo el cúmulo de sus pensamientos volvió al mismo punto. No podía apartar de su mente la imagen de esa roca inexplicable y sus aterradoras posibilidades. Una y otra vez se encontró preguntándose cuán lejos estaba, si ya la había pasado y si estaba a su derecha o a su izquierda…

El terreno era otra vez bastante plano, y la carretera seguía tan recta como una flecha. Había un resplandor de consuelo: Port Sanderson no podía estar a mucho más de dos millas.

Armstrong no tenía idea de cuánto tiempo había estado en la carretera. Desgraciadamente, su reloj non era luminoso y sólo podía conjeturar el paso del tiempo.

Con suerte, el Canopus no partiría como mínimo hasta después de dos horas. Pero no podía estar seguro y ahora otro temor comenzó a invadirle…, el terror de llegar a ver una vasta constelación de luces elevándose suavemente hacia el firmamento y saber que toda su agonía mental había sido en vano.

Ya no zigzagueaba tanto y parecía ser capaz de anticipar el borde de la carretera antes de tropezar fuera de ella. Era probable, y se animó al pensarlo, que estuviera caminando casi tan rápido como si tuviera una luz. Si todo iba bien, se aproximaría a Port Sanderson en treinta minutos…, un espacio temporal ridículamente pequeño. Cómo se reiría de sus temores cuando se paseara en su camarote reservado en el Canopus y sintiera aquel peculiar temblor cuando la fantástica aceleración arrojara la gran nave bien lejos de este sistema, de nuevo a las apiñadas nubes estelares cerca del centro de la Galaxia…, de vuelta a la Tierra misma, a la que no veía desde hacía tantos años. Un día, se dijo, realmente debería visitar la Tierra otra vez. Toda su vida se estuvo haciendo esta promesa, pero siempre hubo la misma respuesta…: falta de tiempo. ¡Era extraño, o, que un planeta tan pequeño haya jugado una parte tan enorme en el desarrollo del Universo, que incluso haya llegado a dominar mundos mucho más sabios e inteligentes que él mismo!

Los pensamientos de Armstrong eran de nuevo inofensivos y se sintió más tranquilo. El saber que se aproximaba a Port Sanderson era inmensamente reconfortante y deliberadamente mantuvo su mente ocupada con asuntos familiares, sin importancia. El Paso Carver a estaba bien atrás, y con él esa cosa que ya no trataba de recordar. Un día, si alguna vez volvía a este mundo, visitaría el Paso a la luz solar, y se reiría de sus terrores. Dentro de veinte minutos se unirían a las pesadillas de su infancia.

Fue casi un shock, aunque de los más placenteros que había conocido, cuando vio aparecer sobre el horizonte las luces de Port Sanderson. La curvatura de este pequeño mundo era muy engañosa: no parecía correcto que un planeta con un campo gravitatorio casi tan grande como el de la Tierra tuviera el horizonte al alcance de la mano. Un día, alguien tendría que descubrir qué había en el corazón de este mundo para darle una densidad tan grande. Quizá los numerosos túneles podrían ayudar…, fue un desafortunado giro de pensamiento, pero la cercanía de su meta ya le había despojado del terror. Además, la idea de que podría estar realmente en peligro parecía conferir a su aventura cierto gusto picante y un elevado interés. Ya nada le podría suceder, con diez minutos que le quedaban de andar y las luces de Port Sanderson a la vista.

Pocos minutos más tarde, sus sentimientos cambiaron rápidamente cuando llegó a una repentina curva de la ruta. Se había olvidado de la grieta que causaba ese rodeo y que añadía una media hora más a su travesía. Bueno, ¿y con eso qué?, pensó tercamente. Una media milla extra no haría ahora ninguna diferencia… otros diez minutos, como máximo.

Se sintió engañado cuando se desvanecieron las luces de la ciudad. Armstrong no se había acordado de la colina que bordeaba la ruta; quizá fuera sólo un monte bajo, apenas observable de día. Pero al ocultar las luces de Port Sanderson le había despojado de su primitivo talismán, dejándole a merced de sus temores. Irracionalmente, se lo dijo su inteligencia, comenzó a pensar qué horrible sería si ahora sucediese algo, estando tan cerca del fin del viaje. Por un momento entretuvo al peor de sus temores con promesas, deseando desesperadamente que reaparecieran las luces de la ciudad. Pero mientras los minutos pasaban lentamente, se dio cuenta de que el monte debía ser más grande de lo que se había imaginado. Trató de solazarse con la idea de que cuando la viera de nuevo, la ciudad estaría muy cerca, pero de alguna manera, ahora la lógica parecía haberle fallado. Porque de golpe se encontró condescendiendo a hacer algo que antes no hubiera hecho, ni aun en el desierto cerca del Paso.Se detuvo, se volvió lentamente, y escuchó conteniendo la respiración hasta que casi estallaron sus pulmones.

El silencio era pavoroso, considerando que debía estar muy cerca de Port Sanderson. Con certeza, no había ningún sonido detrás de él. Por supuesto que no tendría que haber, se dijo enfadado. Pero sentía un inmenso alivio. La idea de ese débil y persistente sonido acompasado le había estado obsesionando durante la última hora.

Tan familiar y amistoso fue el sonido que al fin le llegó que el desconcierto casi le hizo reír. Esparciéndose a través del aire tranquilo, proveniente de una fuente que claramente no distaba más de una milla, llegaba el sonido de un tractor-de-campo-de-aterrizaje, quizá una de las máquinas que cargaban al mismo Canopus. En cosa de segundos, pensó Armstrong, rodearía esta elevación y estaría a pocos cientos de yardas de Port Sanderson. El viaje estaba casi terminado. En pocos instantes, esta diabólica llanura no sería más que una pesadilla desdibujada.

Pareció terriblemente injusto: tan poco tiempo, una fracción tan pequeña de vida humana, era todo lo que ahora necesitaba. Pero los dioses siempre fueron injustos con el Hombre y ahora estaban gozando de su pequeña broma. Porque no podía haber ningún error con respecto al repiqueteo de garras monstruosas en la oscuridad, «delante de él».

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Dentro del cometa https://culturaquetzal.com/2023/06/24/dentro-del-cometa/ https://culturaquetzal.com/2023/06/24/dentro-del-cometa/#respond Sun, 25 Jun 2023 04:45:24 +0000 https://culturaquetzal.com/?p=842 Por Arthur C. Clarke

—No sé por qué grabo esto —dijo George Takeo Pickett, lentamente, hablando ante el micrófono—. No existe la menor probabilidad de que alguien lo escuche. Dicen que el cometa nos volverá a llevar a la Tierra dentro de dos millones de años, o sea, cuando dé la próxima vuelta al Sol. Me pregunto si entonces aún existirá la humanidad y si el cometa constituirá una vista tan magnífica para nuestros presuntos descendientes como lo ha sido para nosotros. Tal vez envíen una expedición, como hicimos nosotros, para ver qué descubren. Y nos encontrarán a nosotros…

»Pues la nave estará en perfectas condiciones, incluso al cabo de tantos milenios. Habrá combustible en los tanques, tal vez aire, ya que la comida se acabará primero, y moriremos de hambre antes que asfixiados. Supongo que no aguardaremos tanto; será más rápido abrir la escotilla y acabar de una vez.

»De niño, leí una obra sobre una expedición polar llamada Un invierno entre los hielos, del ingenioso Julio Verne. Bien, es lo que ahora nos ocurre a nosotros. Hay hielo a nuestro alrededor, flotando en poderosos icebergs. La Challenger está en medio de ellos, orbitando tan lentamente que ha de pasar algún tiempo antes de comprender que se mueven. Pero ninguna expedición a los polos de la Tierra se enfrentó con nuestro invierno. Durante la mayoría de estos millones de años, la temperatura será de doscientos setenta grados bajo cero. Estaremos tan alejados del Sol que nos enviará el mismo calor que las estrellas. ¿Y quién ha intentado nunca calentarse las manos con el calor de Sirio en una noche invernal?

Esta imagen absurda, asaltando de pronto su cerebro, le quebrantó por completo. No podía hablar de recuerdos de luz lunar sobre campos nevados, de campanas de Navidad sonando a través de una Tierra que estaba ya a ochenta millones de kilómetros de distancia. De repente, se echó a llorar como un chiquillo, destrozado su propio dominio ante el recuerdo de todas las bellezas familiares de la Tierra que había perdido para siempre.

Todo había empezado bien, en medio de un gran alarde de excitación y aventura.

Recordaba (¿hacía sólo seis meses?) la primera vez que salió a contemplar el cometa, poco después de que Jimmy Randall, de dieciocho años, lo descubriese con su telescopio de construcción casera y enviara su famoso telegrama al observatorio de Monte Stromlo. En aquellos días, sólo era una débil mota de niebla moviéndose lentamente por la constelación de Eridano, al sur del Ecuador. Estaba mucho más allá de Marte, trasladándose hacia el Sol por su órbita inmensamente elíptica. Cuando había brillado por última vez en el cielo de la Tierra, no había aún ningún hombre, y tal vez tampoco los habría cuando volviera. La raza humana veía el cometa Randall por primera y quizá por última vez.

Al acercarse al Sol, fue creciendo, adornándose con plumas y surtidores, el menor de los cuales era tan grande como cien Tierras. Como un enorme penacho arrastrándose en medio de alguna brisa cósmica, la cola del cometa tenía ya una longitud de sesenta millones de kilómetros cuando pasó por la órbita de Marte. Fue entonces cuando los astrónomos comprendieron que podía tratarse de la visión más espectacular que había aparecido en el firmamento; la exhibición del cometa Halley, en 1986, no sería nada en comparación. Y fue entonces cuando los administradores de la Década Internacional de Astrofísica decidieron enviar la nave de investigación Challenger hacia el cometa, si podía terminarse a tiempo, ya que se trataba de una oportunidad que no volvería a ocurrir seguramente en mil años.

Durante interminables semanas, en las horas que preceden al amanecer, el cometa cruzaba el cielo como una segunda, pero más brillante, Vía Láctea. Al aproximarse al Sol, y volver a experimentar los fuegos desconocidos desde que los mamuts recorrían la Tierra, se tornó más activo. Chorros de gas luminoso surgieron de su núcleo, formando grandes abanicos que giraban lentamente como faros a través de las estrellas. La cola, de ciento cincuenta millones de kilómetros de longitud, se dividió en franjas intrincadas y en chorros que cambiaban completamente de forma en una sola noche. Siempre señalaban al sur, como enviados allí por un gran vendaval que soplase hacia el exterior el calor del sistema solar.

Cuando le asignaron la Challenger, Georges Pickett apenas creyó en su suerte. A ningún periodista le había ocurrido algo parecido desde William Laurence y la bomba atómica. El hecho de poseer un diploma en ciencia, no estar casado, gozar de buena salud, pesar menos de setenta kilos y no tener el apéndice, ayudó indudablemente. Pero debía de haber otros en su mismo caso; bien, su envidia no tardaría en convertirse en alivio.

Como la reducida dotación de la Challenger no permitía incluir a un simple periodista, Pickett tuvo que doblar sus horas de trabajo como oficial administrativo. Esto significó, en la práctica, tener que redactar el diario de a bordo, actuar como secretario del comandante, llevar el control de lo almacenado y nivelar las cuentas. Era una suerte, pensaba, que en el mundo ingrávido del espacio sólo se necesitasen tres horas de sueño cada veinticuatro.

Mantener separadas sus obligaciones requería mucho tacto. Cuando no estaba escribiendo en su despachito, o comprobando los miles de artículos apilados en los almacenes, tenía que atender a su grabadora. Había tenido buen cuidado, alguna que otra vez, de entrevistar a cada uno de los veinte científicos e ingenieros que formaban la tripulación de la nave. No habían sido enviadas todas las grabaciones a la Tierra, ya que algunas eran demasiado técnicas y otras al contrario. Pero, al menos, no había mostrado favoritismos y, por lo que sabía, no había herido los sentimientos de nadie. Claro que esto ya no importaba.

Ignoraba qué pensaba el doctor Martens; el astrónomo había sido uno de los sujetos más difíciles, aunque uno de los que le habían dado más información. Con un impulso súbito, Pickett localizó las primeras cintas de Martens, insertándolas en el magnetófono.

Sabía que trataba de escapar a la situación presente volviendo al pasado, pero el único efecto de aquel conocimiento personal era la esperanza de que el experimento tuviese éxito.

Todavía recordaba claramente aquella primera entrevista, ya que el micrófono ingrávido, balanceándose suavemente bajo la corriente de aire de los ventiladores, casi le había hipnotizado, tornándole incoherente. Pero nadie lo había observado, pues su voz continuó normal, con suavidad profesional.
Estaban a la sazón a treinta millones de kilómetros detrás del cometa, aunque acercándosele rápidamente, cuando atrapó a Martens en el observatorio y le disparó la primera pregunta:

—Doctor Martens, ¿de qué está compuesto el cometa Randall?

—De una mezcla —fue la respuesta del astrónomo—, y cambia constantemente a medida que nos apartamos del Sol. Pero la cola se compone principalmente de amoníaco, metano, anhídrido carbónico, vapor de agua, cianógeno…

—¿Cianógeno? ¿No es un gas venenoso? ¿Qué ocurriría si la Tierra quedase envuelta en esa cola?

—Nada. Aunque parezca tan espectacular, de acuerdo con nuestras normas, la cola de un cometa es casi un vacío absoluto. Para volumen tan grande como la Tierra, contiene tanto gas como una caja de cerillas llena de aire.

—¡Y sin embargo, esta insignificante cantidad de materia ofrece esa visión majestuosa!

—Lo mismo hace el gas en un letrero eléctrico, por el mismo motivo. La cola de un cometa brilla porque el sol la bombardea con partículas cargadas eléctricamente. Es un anuncio luminoso cósmico; algún día, me temo, los agentes de publicidad se darán cuenta de esto, y hallarán el modo de redactar anuncios a través del sistema solar.

—Una idea deprimente, aunque supongo que alguien afirmará que es un triunfo de la ciencia aplicada. Pero dejemos la cola. ¿Cuánto tardaremos en llegar al núcleo del cometa?

—Puesto que una caza siempre toma tiempo, pasarán otras dos semanas antes de penetrar en el núcleo. Iremos adentrándonos más y más en la cola, cruzando a través del cometa cuando lleguemos a él. Pero aunque el núcleo se halla a treinta millones de kilómetros al frente, ya hemos aprendido muchas cosas. Por ejemplo, que es extremadamente pequeño, menos de ochenta kilómetros de diámetro. Y ni siquiera es sólido, ya que probablemente está formado por millares de cuerpos más pequeños, todos dando vueltas en una nube.

—¿Podremos penetrar en el núcleo? —Lo sabremos cuando lleguemos. Tal vez nos limitaremos a estudiarlo con nuestros telescopios desde unos miles de kilómetros. Aunque, personalmente, me sentiré defraudado si no entramos en su interior.

Pickett cerró el magnetófono. Sí, Martens había estado en lo cierto. Se habría sentido defraudado, especialmente al no existir, al parecer, el menor peligro. El peligro no residía en el cometa, ya que había venido de dentro.

Habían navegado a través de las diversas y sucesivas cortinas de gas, enormes, pero increíblemente tenues, que el cometa Randall seguía expulsando al alejarse del Sol. Incluso ahora, cuando se acercaban a las regiones más densas del núcleo, se hallaban prácticamente en medio del vacío. La niebla luminosa que se extendía en torno a la Challenger durante tantos millones de kilómetros, apenas disminuía la luz de las estrellas; pero directamente al frente, donde se hallaba el núcleo del cometa, había un brillante trecho de luz resplandeciente, que les atraía como un fuego fatuo.

Las perturbaciones eléctricas tenían lugar a su alrededor con violencia creciente, habiendo cortado casi por entero sus comunicaciones con la Tierra. El principal transmisor de radio de la nave podía enviar una leve señal, y en los últimos días se habían visto obligados a enviar unos mensajes de «estamos bien» en morse. Cuando se apartasen del cometa, de vuelta a la Tierra, quedarían restablecidas las comunicaciones; pero ahora estaban casi tan aislados como los exploradores en la época anterior a la radio. Era un inconveniente, pero nada más. Pickett casi agradecía este corte de comunicaciones, ya que le concedía más tiempo para dedicarse a sus tareas administrativas. Aunque la nave viajaba ya por el corazón del cometa, en un rumbo que ningún comandante hubiera soñado antes del siglo XX, alguien tenía que comprobar las provisiones y demás artículos.

Lenta y cautelosamente, con la sonda radar captando toda la esfera de espacio que la rodeaba, la Challenger penetró en el núcleo del cometa. Y se había posado… en medio del hielo.

En los años 40, Whipple, de Harvard, ya adivinó la verdad, aunque era difícil de aceptar incluso teniéndola ante los ojos. El núcleo relativamente pequeño del cometa era un conjunto de icebergs a la deriva, que giraban entre sí, al moverse a lo largo de su órbita.

Pero al revés de los icebergs que flotan en los mares polares, éstos no eran de blancura deslumbrante, ni compuestos de agua. Eran de color gris sucio y muy porosos, como nieve pisoteada. Y estaban socavados por bolsas de metano y amoníaco helado, que de cuando en cuando se desprendían en gigantescos surtidores de gas, al absorber el calor del Sol.

Era una visión maravillosa, pero al principio Pickett tuvo poco tiempo para admirarla. Trabajaba en exceso.

Estaba dando la vuelta de rutina por los depósitos de la nave, cuando se enfrentó con la catástrofe… aunque tardó algún tiempo en darse cuenta, puesto que la situación de las provisiones había sido ampliamente satisfactoria, y poseían grandes reservas hasta volver a la Tierra. Las había comprobado personalmente y sólo tenía que confirmar los balances grabados en la sección de la memoria electrónica de la nave, donde se almacenaba toda la contabilidad.

Cuando aparecieron en la pantalla las primeras cifras absurdas, Pickett supuso que había presionado una palanca errónea. Borró los totales y volvió a alimentar la computadora con la información obtenida. 60 cajas de carne presionada para empezar: 17 consumidas; quedaban: 99.999.943.

Probó innumerables veces sin resultado. Luego, sintiéndose enojado aunque no alarmado, fue en busca del doctor Martens.

Halló al astrónomo en la «cámara de tortura», el diminuto gimnasio apretado entre los almacenes técnicos y la caja del principal tanque de combustible. Todos los miembros de la tripulación tenían que ejercitarse allí una hora diaria, de lo contrario sus músculos se distenderían a causa del ambiente falto de gravedad. Martens estaba luchando con una serie de muelles poderosos, con expresión determinada en su rostro. Pero la expresión se tornó más determinada cuando Pikett le explicó lo ocurrido.

Unas cuantas pruebas con la principal computadora les comunicó lo peor.

—La computadora se ha vuelto loca —confesó Martens—. Ni siquiera suma o resta.

—¡Pero seguramente podremos repararla! Martens meneó la cabeza. Había perdido su confianza habitual: parecía, según pensó Pikett, un muñeco de goma hinchado al empezar a perder gas.

—Ni los fabricantes podrían hacerlo. Es una masa sólida de microcircuitos, tan apretados como los del cerebro humano. Todavía funcionan las unidades de memoria, pero la sección calculadora se ha inutilizado. Sólo enreda las cifras vertidas en ella.

—Y esto ¿dónde nos deja? —preguntó el periodista.

—Significa que todos estamos muertos —respondió llanamente Martens—. Sin la computadora, estamos listos. Es imposible calcular una órbita de regreso a la Tierra. Se necesitaría todo un ejército de matemáticos trabajando varias semanas para resolverlo en un papel.

—¡Esto es ridículo! La nave está en perfectas condiciones, tenemos abundancia de comida y combustible… y usted dice que vamos a morir sólo por no poder realizar unas sumas.

—¡Una sumas! —repitió el astrónomo con sarcasmo—. Un cambio navegacional tan grande como es preciso para alejarnos del cometa y entrar en una órbita terrestre, necesita unos cien mil cálculos por separado. Incluso la computadora necesita varios minutos para llevarlos a cabo.

Pickett no era matemático, pero sabía lo suficiente de astronáutica para comprender la situación. Una nave viajando a través del espacio se halla bajo la influencia de muchos cuerpos celestes. La principal fuerza controladora es la de la gravedad del Sol, que mantiene a todos los planetas firmemente sujetos a sus respectivas órbitas.

Pero los planetas también se atraen, aunque en forma mucho menor, entre sí. Calcular estas atracciones mutuas (por encima de todo, aprovecharse de ellas para alcanzar en el instante preciso una meta situada a millones de kilómetros de distancia) era un problema fantásticamente complejo. Comprendía la desesperación de Martens; ningún hombre puede trabajar sin los instrumentos de su profesión, y ninguna profesión necesitaba unos instrumentos más complicados que la suya.

Incluso después de anunciarlo al comandante y de la primera conferencia de emergencia cuando toda la tripulación se reunió para discutir la situación, tardaron varias horas en asimilar los hechos. El final aún estaba a unos meses de distancia, y la mente humana no podía captarlo; pero estaban sentenciados a muerte, si bien no corría prisa la ejecución. Y el panorama seguía siendo soberbio…

Más allá de las brumas resplandecientes que les envolvían, y que sería su monumento celestial al final de los tiempos, podía divisar el gran faro de Júpiter, el más brillante de todos los cuerpos celestes. Algunos aún vivirían, si los otros estaban dispuestos a sacrificarse, cuando la nave pasara junto al más poderoso de los hijos del Sol. ¿Valía la pena vivir unas semanas más, se preguntó Pickett, para ver con tus propios ojos la visión que Galileo tuvo por primera vez con su tosco telescopio, varios siglos antes: los satélites de Júpiter, yendo y viniendo como cuentas en una sarta invisible?

Cuentas en una sarta. Con esta idea, un recuerdo largamente olvidado de su niñez surgió de su subconsciente. Debía de estar allí desde varios días atrás, esforzándose por salir a la luz. Y ahora al fin había llegado a su cerebro.

—¡No! —gritó—. ¡Es ridículo! ¡Se reiría de mí! ¿Y qué?, le dijo la otra mitad de su mente. No tienes nada que perder; si no para otra cosa, servirá para que todos trabajen mientras se consumen las provisiones y el combustible. Incluso la más mínima esperanza era mejor que nada en absoluto…

Dejó de jugar con el magnetófono; había superado el sentimiento de autoconmiseración. Soltando la cinta elástica que le ataba a la silla, se marchó a los almacenes técnicos en busca del material que necesitaba.

—Esta no es mi idea de una broma —gruñó el doctor Martens, contemplando con desprecio la tenue estructura de alambre y madera que Pickett sostenía en la mano.

—Supuse que diría eso —replicó Pickett, conservando la calma—. Pero, por favor, escuche un instante. Mi abuela era japonesa y siendo yo niño me contó una historia que olvidé por completo hasta esta semana pasada. Creo que puede salvarnos.

»Poco después de la segunda guerra mundial, hubo un concurso entre un americano con una computadora eléctrica y un japonés que usaba un ábaco como éste. Y ganó el ábaco.

—Entonces, debía tratarse de una computadora deficiente o de un ingeniero muy malo.

—Emplearon la mejor computadora del ejército de Estados Unidos. Pero no discutamos. Permítame una prueba: diga un par de cantidades de tres cifras para multiplicarlas.

—Pues… 856 por 437.

Los dedos de Pickett bailotearon sobre las cuentas, deslizándolas arriba y abajo de los alambres con increíble velocidad. Había doce alambres en conjunto, de modo que el ábaco podía funcionar con cantidades de 999.999.999.999, o ser dividido en sectores separados donde podían llevarse a cabo simultáneamente cálculos independientes.

—374.072 —dijo Pickett, después de un intervalo increíblemente corto de tiempo—.

Veamos ahora cuánto tiempo tarda usted en hacer la misma operación con un lápiz.

Transcurrió mucho más tiempo antes de que Martens, que como la mayoría de matemáticos estaba muy flojo en aritmética elemental, proclamase «375.072». Una prueba no tardó en confirmar que Martens había tardado al menos tres veces más que Pickett para obtener un resultado equivocado.

El rostro del astrónomo era un estudio de pesar, asombro y curiosidad.

—¿Dónde aprendió ese truco? —quiso saber—. Creí que estos aparatos sólo sumaban y restaban.

—Bueno, la multiplicación no es más que una suma repetida, ¿verdad? Sólo sumé siete veces 856 en la columna de las unidades, tres veces en la de las decenas, y cuatro en las centenas. Usted hace lo mismo al usar el papel y el lápiz. Claro está, existen varios atajos, pero si cree que yo soy rápido, hubiera debido ver a mi tío—abuelo. Trabajaba en un Banco de Yokohama, y cuando sumaba a gran velocidad no se le veían los dedos. Él me enseñó algunos trucos, pero casi los he olvidado todos en los últimos veinte años. Sólo practiqué un par de años, de modo que soy bastante lento. Es igual, espero convencerle de que esto puede servirnos.

—Sí, me ha dejado impresionado. ¿Sabe dividir con igual rapidez?

—Casi, sobre todo si adquiero más pericia.

Martens cogió el ábaco y empezó a pasar las cuentas arriba y abajo. Luego suspiró.

—Ingenioso, aunque no creo que pueda ayudarnos. Aunque fuese diez veces más rápido que el hombre con papel y lápiz, cosa que no es así, la computadora era un millón de veces más veloz.

—Ya pensé en esto —replicó Pickett con impaciencia.

(Martens carecía de coraje, cedía al momento. ¿Cómo se las arreglaban los astrónomos cien años atrás, cuando no había computadoras?)

—Le propongo un plan, y dígame si ve algún fallo…

Cuidadosa y lentamente detalló el plan. Y al escucharle. Martens se fue relajando y profirió la primera carcajada que Pickett había oído a bordo de la nave en muchos días.

—Quiero ver la cara del comandante —rió el astrónomo—, cuando usted le diga que todos volveremos a la guardería, jugando con cuentas de cristal.

Al principio reinó un gran escepticismo, que se desvaneció muy pronto cuando Pickett realizó unas demostraciones. Para los hombres que se habían educado en un mundo electrónico, el hecho de que una simple estructura de alambres y madera pudiera ejecutar un milagro era una revelación. Y también un reto, y como del mismo dependía sus vidas, se apresuraron a aceptarlo.

Tan pronto como los ingenieros construyeron suficientes copias del tosco modelo de Pickett, empezaron las clases. Pickett sólo tardó unos minutos en explicar los principios básicos; lo que requería más tiempo era la práctica, hora tras hora, hasta que los dedos movían automáticamente las cuentas, colocándolas en la debida posición sin necesidad de la conciencia. Hubo algunos miembros de la tripulación que ni al cabo de varias semanas llegaron a adquirir rapidez o seguridad; pero otros pronto vencieron al mismo Pickett.

En sus sueños, soñaban con cuentas y columnas, con cuentas y alambres. Tan pronto como pasaron más allá del estado elemental, quedaron divididos por equipos que compitieron ferozmente entre sí, hasta alcanzar unos índices muy elevados de eficiencia.

Al fin, hubo hombres a bordo que podían multiplicar cantidades de cuatro cifras en quince segundos, durante interminables horas.

Aquella labor era puramente mecánica; requería destreza, pero no inteligencia. La tarea realmente difícil era la de Martens, en la que casi nadie podía ayudarle. Tuvo que olvidar todas las técnicas basadas en maquinarias y estudiar de nuevo cálculo, a fin de que los que debían efectuarse pudieran ser realizados automáticamente por individuos que no tenían la menor noción de las cantidades que manejaban. Les suministraría los datos básicos, y seguirían el programa trazado. Tras unas horas de trabajo paciente y rutinario, la respuesta surgiría del final de la línea de producción matemática… siempre que no se cometieran errores. Y la forma de precaverse contra tal cosa era hacer trabajar a dos equipos independientes, comprobando con regularidad los resultados.

—Lo que hemos logrado —murmuró Pickett, hablando para el magnetófono, cuando al fin tuvo tiempo de pensar en un público para el que no había esperado hablar nunca más—, es construir una computadora formada por seres humanos en lugar de circuitos electrónicos. Es miles de veces más lento, no es posible manejar a la vez muchos dígitos, y resulta muy pesado…, pero da buenos resultados. No es que toda la tarea de regresar a la Tierra, cosa sumamente complicada, vayamos a realizarla ahora, sino sólo la más sencilla de obtener una órbita que nos ponga dentro del radio de alcance terrestre. Una vez hayamos escapado a las interferencias eléctricas que nos rodean, podremos radiar nuestra posición y las grandes computadoras de la Tierra nos dirán qué hemos de hacer.

»Nos estamos alejando ya del cometa y nos salimos del sistema solar. Nuestra nueva órbita encaja con nuestros cálculos hasta el límite esperado. Todavía nos hallamos dentro de la cola del cometa, pero el núcleo se halla a un millón y medio de kilómetros de distancia y no vemos ningún iceberg de amoníaco. Estos corren alocadamente hacia las estrellas entre la noche helada, mientras regresamos a casa…

—Tierra… Tierra… Llamando la Challenger, llamando la Challenger. Contesten tan pronto como nos oigan… Nos gustaría comprobar nuestros cálculos… ¡antes de que se nos despellejen más los dedos!

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El Centinela https://culturaquetzal.com/2023/04/15/el-centinela/ https://culturaquetzal.com/2023/04/15/el-centinela/#respond Sat, 15 Apr 2023 22:13:22 +0000 https://culturaquetzal.com/?p=768 Por: Arthur C. Clarke

La próxima vez que vean ustedes la luna llena brillar alta en el sur, examinen atentamente el borde derecho y dejen resbalar la mirada a lo largo de la curva del disco. Allá donde serían las dos si nuestro satélite fuera un reloj, observarán un minúsculo óvalo oscuro: cualquiera que posea una vista normal puede descubrirlo. En una gran llanura rodeada de montañas, una de las más hermosas de la Luna, conocida con el nombre de Mare Crisium: el Mar de las Crisis. Casi quinientos kilómetros de diámetro, rodeada por un anillo de magníficas montañas, no había sido explorada nunca hasta que nosotros penetramos en ella a finales del verano de 1996.

Nuestra expedición había sido cuidadosamente planeada. Dos grandes cargos habían transportado nuestras provisiones y nuestro equipo desde la base lunar del Mare Serenitatis, a ochocientos kilómetros. Disponíamos además de tres pequeños cohetes destinados al transporte a cortas distancias en regiones en las que era imposible servirse de los vehículos de superficie. Afortunadamente, la mayor parte del Mare Crisium es llana. No existen allí esas enormes grietas tan frecuentes y tan peligrosas en otras partes, y los cráteres o elevaciones de una cierta altura son bastante raros. A primera vista, nuestros potentes tractores oruga no tendrían la menor dificultad en conducirnos hasta donde quisiéramos ir.

Yo era el geólogo, o selenólogo, si quieren ser ustedes pedantes, jefe del grupo destinado a la exploración de la zona sur del Mare. Habíamos recorrido un centenar y medio de kilómetros en una semana, bordeando los contrafuertes de las montañas que dominaban la playa de lo qué, muchos millones de años atrás, había sido un antiguo mar. Cuando la vida se había iniciado en la Tierra, aquel mar estaba ya moribundo. El agua se retiraba de los flancos de aquellas maravillosas escolleras para fluir hacia el vacío corazón de la Luna. Sobre el suelo que estábamos recorriendo, el océano que no conocía mareas había alcanzado en su tiempo una profundidad de ochocientos metros, y ahora la única huella de humedad que podía hallarse era la escarcha que descubrimos a veces en las profundidades de las cavernas, donde jamás penetra la luz del sol.

Habíamos comenzado nuestro viaje al despuntar el alba lunar, y nos quedaba aún casi una semana de tiempo terrestre antes de que la noche cayera de nuevo. Descendíamos de nuestros vehículos cinco o seis veces al día, vestidos con nuestros trajes espaciales, y nos dedicábamos a la búsqueda de minerales interesantes, o plantábamos señales indicadoras para guiar a futuros viajeros. Era una rutina monótona y carente de excitación. Podíamos vivir confortablemente al menos durante un mes en el interior de nuestros tractores presurizados, y si nos ocurría algún percance siempre nos quedaba la radio para pedirayuda, tras lo cual no teníamos otra cosa que hacer más que aguardar la llegada de la nave

que acudiría a rescatarnos.

Acabo de decir que la exploración lunar es una rutina carente de excitación, y no es cierto. Uno nunca se cansa de contemplar aquellas increíbles montañas, tan distintas de las suaves colinas de la Tierra. Al doblar un cabo o un promontorio, uno nunca sabía qué nuevos esplendores nos iban a ser revelados. Toda la parte meridional del Mare Crisium es un vasto delta donde, hace mucho tiempo, algunos ríos desembocaban en el océano, quizás alimentados por las torrenciales lluvias que habían erosionado las montañas durante el corto periodo de la era volcánica, cuando la Luna era aún joven. Cada uno de aquellos antiguos valles era una tentación, un desafío a trepar hasta las desconocidas mesetas que había más allá. Pero teníamos aún un centenar y medio de kilómetros que cubrir, y todo lo que podíamos hacer era contemplar con envidia aquellas cimas que otros escalarían.

Abordo del tractor vivíamos según el tiempo terrestre, y a las 22 horas exactamente enviábamos el último mensaje por radio a la Base y terminábamos nuestro trabajo. Afuera, las rocas seguían ardiendo bajo un sol casi vertical; para nosotros era de noche hasta que nos despertábamos de nuevo, tras ocho horas de sueño. Entonces uno de nosotros preparaba el desayuno, se oía un gran zumbido de afeitadoras eléctricas, y alguien conectaba la radio que nos unía a la Tierra. Realmente, cuando el olor de las salchichas cociéndose comenzaba a llenar la cabina, a uno le resultaba difícil creer que no habíamos regresado a nuestro planeta: Todo era tan normal, tan familiar, excepto la disminución de nuestro peso y la lentitud con que caían todos los objetos.

Era mi turno de preparar el desayuno en el ángulo de la cabina principal que servía como cocina. Pese a los años transcurridos, recuerdo con extrema claridad aquel momento, porque la radio acababa de transmitir una de mis canciones preferidas, la vieja tonada gala David de las Rocas Blancas. Nuestro conductor estaba ya fuera, embutido en su traje espacial, inspeccionando los vehículos oruga. Mi asistente, Louis Garnett, en la cabina de control, escribía algo relativo al trabajo del día anterior en el diario de a bordo.

Como cualquier ama de casa terrestre mientras esperaba a que las salchichas se cocieran en la sartén dejé que mi mirada vagase sobre las montañosas paredes que cercaban el horizonte por la parte sur, prolongándose hasta perderse de vista por el este y por el oeste. Parecían no estar a más de tres kilómetros del tractor, pero sabía que la más próxima estaba a treinta kilómetros. En la Luna, por supuesto, las imágenes no pierden nitidez con la distancia, no hay ninguna atmósfera que atenúe, difumine o incluso transfigure los objetos lejanos, como ocurre en la Tierra.

Aquellas montañas se elevaban hasta tres mil metros, surgiendo abruptas de la llanura como si alguna erupción subterránea las hubiera hecho emerger a través de la corteza en fusión. No se podía ver la base ni siquiera de la más próxima, debido a la acusada curvatura de la superficie, ya que la Luna es un mundo muy pequeño y el horizonte no estaba a más de tres kilómetros del lugar donde yo me hallaba.

Levanté los ojos hacia los picos que ningún hombre había escalado nunca, aquellos picos que, antes del nacimiento de la vida sobre la Tierra, habían contemplado cómo se retiraba elocéano, llevándose hacia su tumba la esperanza y las promesas de un mundo. El sol golpeaba los farallones con un resplandor que cegaba los ojos, mientras que, un poco más arriba, las estrellas brillaban fijas en un cielo más negro que la más oscura medianoche de invierno en la Tierra.

Iba a girarme, cuando mi mirada fue atraída por un destello metálico casi en la cima de uno de los grandes promontorios que avanzaba hacia el mar, cincuenta kilómetros al oeste. Era un punto de luz pequeñísimo carente de dimensiones, como si una estrella hubiera sido arrancada del cielo por alguno de aquellos crueles picos, e imaginé que una roca excepcionalmente lisa captaba la luz del sol y me la reflejaba directamente a los ojos. Era algo que sucedía a menudo. Cuando la Luna entra en el segundo cuarto, los observadores de la Tierra pueden ver a veces las grandes cadenas montañosas del Oceanus Procellarum, el Océano de las Tormentas, arder con una iridiscencia blancoazulada debida al reflejo del

sol en sus laderas. Pero sentía la curiosidad de saber qué tipo de roca podía brillar allá arriba con tanta intensidad, de modo que subí a la torreta de observación y orienté nuestro telescopio hacia el oeste.

Lo que vi fue suficiente para despertar mi interés. Los picos montañosos, claros y nítidos en mi campo de visión, parecían no estar a más de ochocientos metros de distancia, pero el objeto que reflejaba la luz del sol era aún demasiado pequeño para poder ser identificado. Sin embargo, aunque no pudiera distinguirlo claramente, sí podía darme cuenta de que estaba provisto de una cierta simetría, y la base sobre la que se hallaba parecía extrañamente plana. Estuve observando durante un buen rato aquel brillante enigma, aguzando mi vista en el espacio, hasta que un olor a quemado proveniente de la cocina me informó que las salchichas del desayuno habían hecho un viaje de casi cuatrocientos mil kilómetros para nada.

Mientras avanzábamos a través del Mare Crisium, aquella mañana, con las montañas irguiéndose a occidente, discutimos sobre el caso, y continuamos discutiendo a través de la radio cuando salimos a realizar nuestras prospecciones. Mis compañeros sostenían que había sido probado sin la menor sombra de duda que jamás había existido ninguna forma de vida inteligente en la Luna. Las únicas cosas vivas que habían llegado a existir eran algunas plantas primitivas, y sus antecesoras, tan sólo un poco menos degeneradas. Esto lo sabía yo tan bien como todos, pero hay ocasiones en las que un científico no debe temer al ridículo.

—Escuchad —dije firmemente—, quiero subir hasta allí arriba, aunque sólo sea para tranquilizar mi conciencia. Esta montaña tiene menos de cuatro mil metros, lo que equivale a setecientos con gravedad terrestre, y puedo hacérmela en una veintena de horas. Siempre he deseado escalar una de esas colinas, y aquí tengo un buen pretexto para hacerlo.

—Si no te partes el cuello —dijo Garnett—, vas a ser el hazmerreír de la expedición cuando regresemos a la Base. De ahora en adelante, esta montaña se llamará seguramente la Locura de Wilson.

—No me partiré el cuello —dije con firmeza—. ¿Quién fue el primero que escaló Pico y Helicon?

—¿Pero no eras un poco más joven por aquel entonces? —preguntó suavemente Louis.

—Una razón de más para ir —dije muy dignamente.

Aquella noche nos acostamos pronto, tras conducir el tractor hasta unos quinientos metros del promontorio. Garnett vendría conmigo al día siguiente; era un buen escalador y había participado conmigo en otras expediciones semejantes. Nuestro conductor se sintió muy feliz de quedarse guardando el vehículo.

A primera vista, aquellas paredes parecían prácticamente inescalables, pero cualquiera que tuviera un poco de experiencia sabía que la escalada no presenta serias dificultades en un mundo donde el peso queda reducido a una sexta parte. El auténtico peligro del alpinismo lunar reside en el exceso de confianza: una caída desde cien metros en la Luna es tan mortal como una caída desde quince metros en la Tierra.

Hicimos nuestro primer alto en una cornisa a unos mil quinientos metros de la llanura. La escalada no había sido difícil, pero el esfuerzo al que no estaba acostumbrado había envarado mis miembros, y me sentía feliz de poder descansar un poco. Visto desde allí, el tractor parecía un minúsculo insecto metálico al pie de la pared. Por radio comunicamos nuestro avance al conductor antes de proseguir la escalada.

Dentro de nuestros trajes la temperatura era agradablemente fresca, puesto que el sistema de refrigeración anulaba los efectos del ardiente sol y eliminaba al exterior los desechos de nuestra transpiración. Hablábamos raramente, salvo que debiéramos intercambiar instrucciones o discutir acerca del mejor camino a seguir. No sabía lo que estaría pensando Garnett, seguramente que era la empresa más absurda en la que se había embarcado. Yo no podía dejar de darle la razón, al menos en parte, pero el placer de la escalada, la seguridad de que nunca ningún hombre había llegado antes hasta allí, y la exaltante visión del paisaje, eran para mí una recompensa suficiente.

No recuerdo haber experimentado ninguna excitación especial al hallarnos ante la pared rocosa que había examinado a través del telescopio el día antes, desde una distancia de cincuenta kilómetros. Se extendía hasta una veintena de metros por encima de nosotros y allá, en aquella explanada, se hallaba el objeto que me había atraído a través de toda aquella extensión desértica. Casi con toda seguridad no era más que un bloque de roca nacido en alguna época pasada a consecuencia del impacto de un meteorito, con los planos de estratificación pulidos y brillantes aún en la inmovilidad eterna e inmutable.

La roca no tenía apoyos, de modo que tuvimos que usar un garfio. Mis cansados brazos parecieron recuperar una nueva fuerza cuando lancé el anda de tres puntas haciéndola girar sobre mi cabeza. La primera vez falló su presa, y cayó lentamente cuando tironeamos de ella para comprobar su solidez. Al tercer intento las púas se sujetaron sólidamente, y ni siquiera el peso combinado de nuestros dos cuerpos consiguió moverla.

Garnett me lanzó una ansiosa mirada. Hubiera podido decirle que deseaba subir yo primero, pero me limité a sonreír a través del cristal del casco y agité la cabeza. Luego, lentamente, sin prisas, inicié el último tramo de la ascensión.

Aún enfundado en el traje espacial, pesaba tan sólo veinte kilos, por lo que subí a pulso, sin enroscar la cuerda entre mis piernas ni ayudarme con los pies contra la pared. Cuando alcancé el borde me detuve un instante para saludar con la mano a mi compañero, luego di el último tirón, me icé de pie sobre la plataforma, y contemplé lo que había ante mí.

Hasta aquel momento estaba casi convencido de que no iba a descubrir nada extraño o insólito allí. Casi, pero no completamente, y era esa torturante duda la que me había empujado hasta allí. Bueno, la duda había sido disipada, pero la tortura apenas acababa de empezar.

Me encontraba en una explanada de unos treinta metros de profundidad. En alguna ocasión había sido lisa, demasiado lisa para ser natural, pero los impactos de los meteoritos habían mordido y cribado su superficie a través de incontables eones. Y había sido nivelada para poder sostener una estructura translúcida, burdamente piramidal, de dos veces la altura de un hombre, encajada en la roca como una gigantesca gema facetada.

Probablemente no experimenté ninguna sensación durante los primeros segundos. Luego, inexplicablemente, sentí una extraña alegría. Porque yo amaba la Luna, y ahora sabía que el musgo que trepaba en Aristarco y Eratóstenes no era la única forma de vida que había producido cuando era joven. Los antiguos y desacreditados sueños de los primeros exploradores eran ciertos. Después de todo había existido una civilización lunar, y yo había sido el primero en descubrirla. El hecho de haber llegado con un millón de años de retraso no me preocupaba; tenía bastante con haber llegado.

Mi cerebro comenzaba a funcionar de nuevo normalmente, analizando, planteando preguntas. ¿Qué era aquella construcción? ¿Un santuario… o alguna otra cosa que en mi lengua no tenía nombre? Si era una construcción habitable, ¿por qué la habían edificado en aquel lugar casi inaccesible? Me pregunté si se trataría de un templo, e imaginé ver a los adeptos de alguna extraña religión invocando a sus divinidades para que les salvaran la vida mientras la Luna declinaba con la muerte de sus océanos.

Avancé unos pasos para examinar más de cerca el objeto, pero la cautela me impidió acercarme demasiado. Entendía un poco de arqueología, e intenté establecer el nivel de la civilización que había aplanado aquella montaña y erigido aquellas superficies resplandecientes que me cegaban aún.

Pensé que los egipcios hubieran estado en condiciones de erigir una construcción como aquélla, siempre que sus operarios dispusieran del extraño material que aquellos arquitectos aún más antiguos habían utilizado. Debido a que el objeto era relativamente pequeño, no se me ocurrió pensar que probablemente estaba examinando el producto de una raza más avanzada que la nuestra. La idea de que en la Luna hubieran existido seres inteligentes era ya bastante difícil de asimilar, y mi orgullo se negaba a dar el último y más humillante paso.

Y luego observé algo que hizo que los cabellos se me erizaran en la nuca, algo tan trivial e inocuo que quizá cualquier otro nunca lo hubiera visto. Ya he dicho que la explanada habíasido torturada por la caída de los meteoritos, de tal modo que estaba recubierta de una espesa capa de polvo cósmico, ese polvo que se extiende como un manto por la superficie de todos los mundos en los que no existen vientos que puedan turbarlo. Sin embargo, tanto el polvo como las señales dejadas por los meteoritos terminaban bruscamente en el borde de un amplio círculo en el centro del cual se hallaba la pirámide, como si un muro invisible la protegiera de las inclemencias del tiempo y del lento pero incesante bombardeo del espacio.

Sentí que alguien estaba gritando en mis auriculares, y finalmente me di cuenta de que Garnett me estaba llamando desde hacía rato. Avancé con paso vacilante hacia el borde de la explanada y le hice señas de que subiera, porque no me sentía muy seguro de ser capaz de hablar. Luego me giré de nuevo hacia el círculo en el polvo. Me incliné y tomé un fragmento de roca, y lo lancé, sin excesiva fuerza, hacia el brillante enigma. Si la piedra hubiera desaparecido al chocar contra aquella invisible barrera no me hubiera sorprendido, pero se limitó a caer al suelo, como si hubiera chocado contra una superficie curva.

Ahora sabía que el objeto que tenía ante mí no podía ser comparado con ninguna obra de mis antepasados. No era una construcción sino una máquina, que se protegía a sí misma a través de unas fuerzas que habían desafiado la eternidad. Aquellas fuerzas, cualesquiera que fuesen, seguían funcionando aún, y quizás yo me había acercado demasiado a ellas. Pensé en todas las radiaciones que el hombre había capturado y dominado en el transcurso del último siglo. Por lo que sabía, podía hallarme incluso condenado para siempre, como si hubiera penetrado en la atmósfera silenciosa y letal de una pila atómica no aislada.

Recuerdo que me giré hacia Garnett, que se había reunido conmigo y permanecía inmóvil a mi lado. Me pareció tan absorto que no quise molestarle, y me dirigí hacia el borde de la explanada esforzándome en ordenar de nuevo mis pensamientos. Allí, delante de mí, se extendía el Mare Crisium, extraño y fascinante para casi toda la humanidad, pero conocido y tranquilizador para mí. Levanté la mirada hacia la hoz de la Tierra que yacía en su cuna de estrellas, y me pregunté qué habían ocultado sus nubes cuando aquellos desconocidos constructores habían terminado su trabajo. ¿Era la humeante jungla del Carbonífero, la desierta orilla de los océanos sobre la que reptaban los primeros anfibios para conquistar la tierra firme…, o un período más anterior aún, el periodo de la soledad, antes de que la vida iniciara su desarrollo?

No me pregunten por qué no intuí antes la verdad, que ahora parece tan obvia. En la excitación del descubrimiento, me había convencido a mí mismo de que la aparición cristalina debía de haber sido construida por una raza que había vivido en el remoto pasado lunar, pero de pronto, con una terrible fuerza, me traspasó la certeza de que aquella raza era tan extranjera a la Luna como lo era yo.

En el transcurso de veinte años de exploraciones no habíamos hallado ningún otro rastro de vida a excepción de algunas plantas degeneradas. Ninguna civilización lunar, aún moribunda, podía dejar tan sólo una única prueba de su existencia.

Volví a mirar la resplandeciente pirámide, y me pareció más extraña que nunca a cualquier cosa perteneciente a la Luna. Y entonces, de golpe fue sacudido por un estallido de risa histérica, provocado por la excitación y por la excesiva fatiga. Porque me había parecido que la pirámide me dirigía la palabra y me decía: “Lo siento, pero yo tampoco soy de aquí”.

Hemos necesitado veinte años para conseguir romper aquel invisible escudo y alcanzar la máquina encerrada en aquellas paredes de cristal. Lo que no hemos podido comprender lo hemos destruido finalmente con la salvaje potencia de la energía atómica, y he podido ver los fragmentos de aquel hermoso y brillante objeto que descubriera allí, en la cima de la montaña.

No significaban absolutamente nada. Los mecanismos de la pirámide, suponiendo que lo sean, son fruto de una tecnología que se halla mucho más allá de nuestro horizonte, quizás una tecnología de fuerzas parafísicas.

El misterio continúa atormentándonos cada vez más, ahora que hemos alcanzado otros planetas y sabemos que sólo la Tierra ha sido cuna de vida inteligente en nuestro Sistema. Una civilización antiquísima y desconocida perteneciente a nuestro mundo no podría haberla construido, ya que el espesor del polvo meteórico en la explanada nos ha permitido calcular su edad. Aquel polvo comenzó a posarse antes de que la vida hiciera su aparición en la Tierra.

Cuando nuestro mundo alcanzó la mitad de su edad actual, algo que venía de las estrellas pasó a través del Sistema Solar, dejó aquella huella de su paso, y prosiguió su camino. Hasta que nosotros la destruimos, aquella máquina cumplió su cometido. Y empiezo a intuir cuál era.

Alrededor de cien mil millones de estrellas giran en el círculo de la Vía Láctea, y, hace mucho tiempo, otras razas de los mundos pertenecientes a otros soles deben de haber alcanzado y superado el estadio en el que ahora nos hallamos nosotros. Piensen en una tal civilización, muy lejana en el tiempo, cuando la Creación era aún tibia, dueña de un universo tan joven que la vida había surgido tan sólo en una infinitésima parte de mundos. La soledad de aquel mundo es algo imposible de imaginar, la soledad de los dioses que miran a través del infinito y no hallan a nadie con quien compartir sus pensamientos.

Deben de haber explorado las galaxias como nosotros exploramos los mundos. Por todos lados había mundos, pero estaban vacíos, o a lo sumo poblados de cosas que se arrastraban y eran incapaces de pensar. Así debía de ser nuestra Tierra, con el humo de los volcanes ofuscando aún el cielo, cuando la primera nave de los pueblos del alba surgió de los abismos más allá de Plutón. Rebasó los planetas exteriores apresados por el hielo, sabiendo que la vida no podía formar parte de sus destinos. Alcanzó y se detuvo en los planetas interiores, que se calentaban al fuego del Sol, esperando a que comenzara su historia.

Aquellos exploradores deben de haber observado la Tierra, sobrevolando la estrecha franja entre los hielos y el fuego, llegando a la conclusión de que aquél debía de ser el hijo predilecto del Sol. Allí, en un remoto futuro, surgiría la inteligencia; pero ante ellos quedaban aún innumerables estrellas, y nunca regresarían por aquel mismo camino.

Así pues, dejaron un centinela, uno de los millones que deben de existir esparcidos por todo el universo, vigilando los mundos en los cuales vibra la promesa de la vida. Era un faro que, a través de todas las edades, señalaba pacientemente que aún nadie lo había descubierto.

Quizás ahora comprendan por qué la pirámide de cristal fue instalada en la Luna y no en la Tierra. A sus creadores no les importaban las razas que luchaban aún por salir del salvajismo. Nuestra civilización les podía interesar tan sólo si dábamos prueba de nuestra capacidad de supervivencia, lanzándonos al espacio y escapando así de la Tierra, nuestra cuna. Este es el desafío que, antes o después, se plantea a todas las razas inteligentes. Es un desafío doble, porque depende de la conquista de la energía atómica y de la decisiva elección entre la vida y la muerte.

Una vez superado este punto crítico, era tan sólo cuestión de tiempo que descubriéramos la pirámide, y la forzásemos para ver lo que había dentro. Ahora ya no emite ninguna señal, y aquellos encargados de su escucha deben de haber vuelto su atención hacia la Tierra. Quizás acudan a ayudar a nuestra civilización, aún en su infancia. Pero deben de ser viejos, muy viejos, y a menudo los viejos son morbosamente celosos de los jóvenes.

Ahora ya no puedo mirar la Vía Láctea sin preguntarme de cuál de esas nebulosas estelares están acudiendo los emisarios. Si me permiten hacer una comparación bastante vulgar, hemos tirado del aparato de alarma, y ahora no podemos hacer otra cosa más que esperar.

Y no creo que tengamos que esperar mucho.

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