Isaac Asimov – Cultura Quetzal https://culturaquetzal.com Cultura Quetzal Sun, 09 Feb 2025 07:02:17 +0000 es hourly 1 https://wordpress.org/?v=6.7.2 https://i0.wp.com/culturaquetzal.com/wp-content/uploads/2023/12/cropped-logoCQ_2.png?fit=32%2C32&ssl=1 Isaac Asimov – Cultura Quetzal https://culturaquetzal.com 32 32 214518998 La maquina que ganó la guerra https://culturaquetzal.com/2025/02/09/la-maquina-que-gano-la-guerra/ https://culturaquetzal.com/2025/02/09/la-maquina-que-gano-la-guerra/#respond Sun, 09 Feb 2025 06:07:46 +0000 https://culturaquetzal.com/?p=1339 Por Isaac Asimov

Faltaba mucho aún para que terminara la celebración incluso en las cámaras subterráneas de «Multivac». Se palpaba en el ambiente.

Por lo menos quedaba el aislamiento y el silencio. Era la primera vez en diez años que los técnicos no circulaban apresurados por las entrañas de la computadora gigante, que las luces tenues no parpadeaban sus extraños recorridos, que el chorro de información hacia dentro y hacia fuera se había detenido.

Claro que no sería por mucho tiempo, porque las necesidades de la paz serían apremiantes. Sin embargo, durante un día, o quizá durante una semana, «Multivac» podría celebrar el gran acontecimiento y descansar. Lamar Swift se quitó el gorro militar que llevaba puesto y miró de arriba abajo el largo y vacío corredor principal de la inmensa computadora. Se sentó cansado sobre uno de los taburetes giratorios de los técnicos y su uniforme, con el que nunca se había encontrado cómodo, adquirió un aspecto agobiante y arrugado.

—Aunque de un modo extraño lo echaré todo en falta. Es difícil recordar cuando no estuvimos en guerra con Deneb. Ahora me parece antinatural estar en paz con ellos y contemplar las estrellas sin ansiedad.

Los dos hombres que acompañaban al director ejecutivo de la Federación Solar eran más jóvenes que Swift. Ninguno tenía tantas canas ni parecía tan cansado como él.

John Henderson, con los labios apretados, encontraba dificultad en controlar el alivio que sentía por el triunfo.

—¡Están destruidos! ¡Están destruidos! —dijo sin poder contenerse—. Es lo que no dejaba de decirme una y otra vez y aún no puedo creerlo.

Hablábamos tanto todos, hace tantísimos años, de la amenaza que se cernía sobre la Tierra, sobre sus mundos, y sobre todos los seres humanos que todo era cierto hasta el tiempo, y hasta el último detalle. Ahora estamos vivos y son los de Deneb los destruidos y acabados. Ahora, nunca más serán una amenaza.

—Gracias a «Multivac» —afirmó Swift con una mirada tranquila al imperturbable Jablonsky, que durante toda la guerra había sido el intérprete jefe de aquel oráculo de la ciencia—. ¿No es cierto, Max? Jablonsky se encogió de hombros. Maquinalmente alargó la mano hacia un cigarrillo, pero decidió no encenderlo. Entre los millares que habían vivido en los túneles dentro de «Multivac», sólo él tenía permiso para fumar, pero hacia el final se había esforzado por evitar aprovecharse del privilegio.

—Eso es lo que dicen —comentó. Su pulgar señaló por encima del hombro derecho, hacia arriba.

—¿Celoso, Max?

—¿Porque aclaman a «Multivac»? ¿Porque «Multivac» es la gran heroína de la humanidad en esta guerra? —El rostro seco de Jablonsky adoptó una expresión de aparente desdén—. ¿A mí qué me importa? Si eso les satisface, dejad que «Multivac» sea la máquina que ganó la guerra.

Henderson miró a los otros dos por el rabillo del ojo. En ese breve descanso que los tres habían buscado instintivamente en el rincón tranquilo de una metrópoli enloquecida, en ese entreacto entre los peligros de la guerra y las dificultades de la paz, cuando, por un momento, todos se encontraban acabados, solamente sentía el peso de la culpa.

De pronto fue como si aquel peso fuera difícil de soportar por más tiempo. Había que desprenderse de él, junto con la guerra: pero ¡ya!

—«Multivac» —declaró Henderson— no tiene nada que ver con la victoria. Es solamente una máquina.

—Sí, pero grande —replicó Smith.

—Entonces, solamente una máquina grande no mejor que los datos que la alimentaban. —Por un momento se detuvo, impresionado él mismo por lo que acababa de decir.

Jablonsky le miró, sus dedos gruesos buscaron de nuevo un cigarrillo y otra vez dieron marcha atrás.

—¿Quién mejor que tú para saberlo? Le proporcionaste los datos. ¿O es que quieres quedarte con el mérito tú solo?

—No —contestó Henderson, —furioso—, no hay méritos. ¿Qué sabes tú de los datos que utilizaba «Multivac», predigeridos por cien computadoras subsidiarias de la Tierra, de la Luna y de Marte, incluso de Titán? Con Titán siempre retrasado dando la impresión de que sus cifras introducirían una desviación inesperada.

—Haría enloquecer a cualquiera —dijo Swift con sincera simpatía. Henderson sacudió la cabeza:

—No era sólo eso. Admito que hace ocho años, cuando reemplacé a Lepont como jefe de Programación, me sentí nervioso. En aquellos días todas esas cosas eran excitantes. La guerra era aún algo lejano, una aventura sin peligro real. No habíamos llegado al punto en que fueran las naves dirigidas las que se hicieran cargo y en que los ingenios interestelares pudieran tragarse a un planeta completo si se les lanzaba correctamente.

Pero cuando empezaron las verdaderas dificultades… —Rabioso, pues al fin podía permitirse ese lujo, masculló—: De eso no sabéis nada.

—Bien —contemporizó Swift—, cuéntanoslo. La guerra ha terminado.

Hemos ganado.

—Sí —asintió Henderson. Tenía que recordar que la Tierra había ganado y todo había salido bien—. Pues los datos resultaron inútiles.

—¿Inútiles?

—¿Quieres decir literalmente inútiles? —preguntó Jablonsky.

—Literalmente inútiles. ¿Qué podías esperar? El problema con vosotros dos era que estabais en medio de todo. Nunca salisteis de «Multivac», ni tú ni Max. El señor director no dejó nunca la Mansión salvo para hacer visitas de estado donde veía exactamente lo que querían que viera.

—Pero yo no estaba ciego —cortó Swift—, como quieres dar a entender.

—¿Sabe hasta qué extremo los datos concernientes a nuestra capacidad de producción, a nuestro potencial de medios, a nuestra mano de obra especializada, a todo lo importante para el esfuerzo bélico no eran de fiar, ni se podía contar con ellos durante la última mitad de la guerra? Los jefes de grupo tanto civiles como militares no tenían otra obsesión que proyectar su buena imagen, por decirlo así, oscureciendo lo malo y ampliando lo bueno.

Fuera lo que fuera lo que pudieran hacer las máquinas, los hombres que las programaban y los que interpretaban los resultados sólo pensaban en su propia piel y en los competidores que había que eliminar. No había modo de parar eso. Lo intenté y fracasé.

—Naturalmente —le consoló Swift—. Comprendo que lo hicieras.

Esta vez Jablonsky decidió encender el cigarrillo:

—Pero yo imagino que tú proporcionaste datos a «Multivac» al programarlo. No nos hablaste para nada de ineficacia.

—¿Cómo podía decirlo? Y si lo hubiera hecho, ¿cómo podían creerme? —preguntó Henderson desesperado—. Nuestro esfuerzo de guerra estaba acoplado a «Multivac». Era un arma tremenda porque los denebianos no tenían nada parecido. ¿Qué otra cosa mantenía en alto nuestra moral sino la seguridad de que «Multivac» predeciría y desviaría cualquier movimiento denebiano y dirigiría nuestros movimientos? Después de que nuestro ingenio espía instalado en el hiperespacio fue destruido carecíamos de datos fiables sobre los denebianos para alimentar a «Multivac» y no nos atrevimos a publicarlo.

—Cierto —dijo Swift.

—Bien —prosiguió Henderson—. Pero si le hubiera dicho que los datos no eran de fiar, ¿qué hubiera podido hacer sino remplazarme y no creerme? No lo podía permitir.

—¿Qué hiciste? —quiso saber Jablonsky.

—Puesto que la guerra se ha ganado, os diré lo que hice. Corregí los datos.

—¿Cómo? —preguntó Swift.

—Intuitivamente, supongo. Les fui dando vueltas hasta que me parecieron correctos. Al principio casi no me atrevía. Cambiaba un poco aquí, otro poco allí para corregir lo que eran imposibilidades obvias. Al ver que el cielo no se nos caía encima, me sentí más valiente. Al final apenas me preocupaba. Me limitaba a escribir los datos precisos a medida que se necesitaban. Incluso hice que el anexo de «Multivac» me preparara datos según un plan de programación privada que inventé a ese propósito.

—¿Cifras al azar? —preguntó Jablonsky.

—En absoluto. Introduje el número de desviaciones necesarias.

Jablonsky sonrió. Sus ojillos oscuros brillaron tras sus párpados arrugados.

—Por tres veces me llegó un informe sobre utilización no autorizada del anexo, y le dejé pasar todas las veces. Si hubiera importado le habría seguido la pista descubriéndote, John, y averiguando así lo que estabas haciendo. Pero, naturalmente, nada sobre «Multivac» importaba en aquellos días, así que te saliste con la tuya.

—¿Qué quiere decir que no importaba nada? —insistió Henderson, suspicaz.

—Nada importaba nada. Supongo que si te lo hubiera dicho entonces te habría ahorrado tus angustias, pero también si tú te hubieras confiado a mí, me habrías ahorrado las mías. ¿Qué te hizo pensar que «Multivac» funcionaba bien, por muy furiosos que fueran los datos con que la alimentabas?

—¿Que no funcionaba bien? —exclamó Swift.

—No del todo. No para fiarse. Al fin y al cabo, ¿dónde estaban mis técnicos en los últimos años de la guerra? Te lo diré, alimentaban computadoras de mil diferentes aparatos especiales. ¡Se habían ido! Tuve que arreglarme con chiquillos en los que no podía confiar y veteranos anticuados. Además, ¿creen que podía fiarme de los componentes en estado sólido que salían de Criogenética en los últimos años? Criogenética no estaba mejor servido de personal que yo. Para mí, no tenía la menor importancia que los datos que estaban siendo suministrados a «Multivac» fueran o no fiables. Los resultados no lo eran. Yo lo sabía.

—¿Qué hiciste? —preguntó Henderson.

—Hice lo que tú, John. Introduje datos falsos. Ajusté las cosas de acuerdo con la intuición… y así fue como la máquina ganó la guerra.

Swift se recostó en su sillón y estiró las piernas.

—¡Vaya revelaciones! Ahora resulta que el material que se me entregaba para guiarme en mi capacidad de «tomar decisiones» era una interpretación humana de datos preparados por el hombre. ¿No es verdad?

—Eso parece —afirmó Jablonsky.

—Ahora me doy cuenta de que obré correctamente al no confiar en ellos —declaró Swift.

—¿No lo hiciste? —insistió Jablonsky que, pese a lo que acababa de oír consiguió parecer profesionalmente insultado.

—Me temo que no. A lo mejor «Multivac» me decía: «Ataque aquí, no ahí»; «haga esto, no aquello»; «espere, no actúe». Pero nunca podía estar seguro de si lo que «Multivac» parecía decirme, me lo decía realmente; o si lo que realmente decía, lo decía en serio. Nunca podía estar seguro.

—Pero el informe final estaba siempre muy claro, señor —objetó Jablonsky.

—Quizá lo estaría para los que no tenían que tomar una decisión. No para mí. El horror de la responsabilidad de tales decisiones me resultaba intolerable y ni siquiera «Multivac» bastaba para quitarme ese peso de encima. Pero lo importante era que estaba justificado en mis dudas y encuentro un tremendo alivio en ello.

Envuelto en la conspiración de su mutua confesión, Jablonsky dejó de lado todo protocolo:

—Pues, ¿qué hiciste, Lamar? Después de todo había que tomar decisiones.

—Bueno, creo que ya es hora de regresar pero… os diré primero lo que hice. ¿Por qué no? Utilicé una computadora, Max, pero una más vieja que «Multivac», mucho más vieja.

Se metió la mano en el bolsillo en busca de cigarrillos y sacó un paquete y un puñado de monedas, antiguas monedas con fecha de los primeros años antes de que la escasez del metal hubiera hecho nacer un sistema crediticio sujeto a un complejo de computadora. Swift sonrió con socarronería:

—Las necesito para hacer que el dinero me parezca sustancial. Para un viejo resulta difícil abandonar los hábitos de la juventud.

Se puso un cigarrillo entre los labios y fue dejando caer las monedas, una a una, en el bolsillo. La última la sostuvo entre los dedos, mirándola sin verla.

—«Multivac» no es la primera computadora, amigos, ni la más conocida ni la que puede, eficientemente, levantar el peso de la decisión de los hombros del ejecutivo. Una máquina ganó; en efecto, la guerra, John; por lo menos un aparato computador muy simple lo hizo; uno que utilicé todas las veces que tenía que tomar una decisión difícil.

Con una leve sonrisa lanzó la moneda que sostenía. Brilló en el aire al girar y volver a caer en la mano tendida de Swift. Cerró la mano izquierda y la puso sobre el dorso. La mano derecha permaneció inmóvil, ocultando la moneda.

—¿Cara o cruz, caballeros? —dijo Swift.

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En puerto Marte sin Hilda https://culturaquetzal.com/2024/04/13/en-puerto-marte-sin-hilda/ https://culturaquetzal.com/2024/04/13/en-puerto-marte-sin-hilda/#respond Sat, 13 Apr 2024 06:43:36 +0000 https://culturaquetzal.com/?p=1134 Por: Isaac Asimov

Todo empezó como un sueño. No tuve que preparar nada, ni disponer las cosas de antemano. Me limité a observar cómo todo salía por sí solo…
Tal vez eso debería haberme puesto sobre aviso, y hacerme presentir la catástrofe.

Todo empezó con mi acostumbrado mes de descanso entre dos misiones. Un mes de trabajo y un mes de permiso constituye la norma del Servicio Galáctico. Llegué a Puerto Marte para la espera acostumbrada de tres días antes de emprender el breve viaje a la Tierra.

En circunstancias ordinarias, Hilda, que Dios la bendiga, la esposa más cariñosa que pueda tener un hombre, hubiera estado allí sperándome, y ambos hubiéramos pasado tres días muy agradables y tranquilos…, un pequeño y dichoso compás de espera para los dos. La única dificultad para que esto fuera posible consistía en que Puerto Marte era el lugar más turbulento y ruidoso de todo el Sistema, y un pequeño compás de espera no es exactamente lo que mejor encaja allí. Pero…, ¿cómo podía explicarle eso a Hilda?

Pues bien, esta vez, mi querida mamá política, que Dios la bendiga también (para variar), se puso enferma precisamente dos días antes que yo arribase a Puerto Marte, y la noche antes de desembarcar recibí un espaciograma de Hilda comunicándome que tenía que quedarse en la Tierra con mamá y que, sintiéndolo mucho, no podía acudir allí a recibirme.

Le envié otro espaciograma diciéndole que yo también lo sentía mucho y que lamentaba enormemente lo de su madre, cuyo estado me inspiraba una gran ansiedad (así se lo dije). Y cuando desembarqué…

¡Me encontré en Puerto Marte y sin Hilda!

De momento me quedé anonadado; luego se me ocurrió llamar a Flora (con la que había tenido ciertas aventurillas en otros tiempos), y con este fin tomé una cabina de vídeo…, sin reparar en gastos, pero es que tenía prisa.

Estaba casi seguro que la encontraría fuera, o que tendría el videófono desconectado, o incluso que habría muerto.

Pero allí estaba ella, con el videófono conectado y, por toda la Galaxia, lo estaba todo menos muerta.

Estaba mejor que nunca. El paso de los años no podía marchitarla, como dijo una vez alguien, ni la costumbre empañar su cambiante belleza.¡No estuvo poco contenta de verme! Alborozada, gritó:

—¡Max! ¡Hacía años que no nos veíamos!

—Ya lo sé, Flora, pero ahora nos veremos, si tú estás libre. ¿Sabes qué pasa? ¡Estoy en Puerto Marte y sin Hilda!

Ella chilló de nuevo:

—¡Estupendo! Entonces ven inmediatamente.

Yo me quedé bizco. Aquello era demasiado.

—¿Quieres decir que estás libre…, libre de verdad?

El lector debe saber que a Flora había que pedirle audiencia con días de anticipación. Era algo que se salía de lo corriente. Ella me contestó:

—Oh, tenía un compromiso sin importancia, Max, pero ya lo arreglaré. Tú ven.

—Voy volando —contesté, estallando de puro gozo.

Flora era una de esas chicas… Bien, para que el lector tenga una idea, le diré que en sus habitaciones reinaba la gravedad marciana: 0,4 respecto a la normal en la Tierra. La instalación que la liberaba del campo seudogravitatorio a que se hallaba sometido Puerto Marte era carísima, desde luego, pero si el lector ha sostenido alguna vez entre sus brazos a una chica a 0,4 gravedades, sobran las explicaciones. Y si no lo ha hecho, las explicaciones de nada sirven. Además, le compadezco.

Es algo así como flotar en las nubes.

Corté la comunicación. Sólo la perspectiva de verla en carne y hueso podía obligarme a borrar su imagen con tal celeridad. Salí corriendo de la cabina.

En aquel momento, en aquel preciso instante, con precisión de décimas de segundo, el primer soplo de la catástrofe me rozó.

Aquel primer barrunto estuvo representado por la calva cabeza de aquel desarrapado de Rog Crinton, de las oficinas de Marte, calva que brillaba sobre unos grandes ojos azul pálido, una tez cetrina y un desvaído bigote pajizo. No me molesté en ponerme a gatas y tratar de enterrar la cabeza en el suelo, porque mis vacaciones acababan de comenzar en el mismo momento en que había descendido de la nave.

Por lo tanto, le dije con una cortesía normal:

—¿Qué deseas? Tengo prisa. Me esperan.

Él repuso:

—Quien te espera soy yo. Te he estado esperando en la rampa de descarga.

—Pues no te he visto.

—Tú nunca ves nada.Tenía razón, porque al pensar en ello, me dije que si él estaba en la rampa de descarga, debería haberse quedado girando para siempre, porque había pasado junto a él como el cometa Halley rozando la corona solar.

—Muy bien —dije entonces—. ¿Qué deseas?

—Tengo un trabajillo para ti.

Yo me eché a reír.

—Acaba de empezar mi mes de permiso, amigo.

—Pero se trata de una alarma roja de emergencia, amigo —repuso él.

Lo cual significaba que me quedaba sin vacaciones, ni más ni menos.

No podía creerlo. Así que le dije:

—Vamos, Rog. Sé compasivo. Yo también tengo una llamada de urgencia particular.

—No puede compararse con esto.

—Rog —vociferé—. ¿No puedes encontrar a otro? ¿Es que no hay nadie más?

—Tú eres el único agente de primera clase que hay en Marte.

—Pídelo a la Tierra entonces. En el Cuartel General tienen agentes a montones.

—Esto tiene que hacerse antes de las once de esta misma mañana.

Pero, ¿qué pasa? ¿Acaso no tienes que esperar tres días?

Yo me oprimí la cabeza. ¡Qué sabía él!

—¿Me dejas llamar? —le dije.

Tras fulminarlo con la mirada, volví a meterme en la cabina y dije:

—¡Particular!

Flora apareció de nuevo en la pantalla, deslumbrante como un espejismo en un asteroide. Sorprendida, dijo:

—¿Ocurre algo, Max? No vayas a decirme que algo va mal. Ya he anulado el otro compromiso.

—Flora, cariño —repuse—, iré, iré. Pero ha surgido algo.

Ella preguntó con voz dolida lo que ya podía suponerme, y yo contesté:

—No, no es otra chica. Donde estás tú, las demás no cuentan. ¡Cielito!

—Sentí el súbito impulso de abrazar la pantalla de vídeo, pero comprendí que eso no es un pasatiempo adecuado para adultos—. Una cosa del trabajo.

Pero tú espérame. No tardaré mucho.

Ella suspiró y dijo:

—Muy bien.

Pero lo dijo de una manera que no me gustó, y que me hizo temblar.

Salí de la cabina con paso vacilante y me encaré con aquel pelmazo:

—Muy bien, Rog, ¿qué clase de embrollo me han preparado?Nos fuimos al bar del espacio-puerto y nos metimos en un reservado.

Rog me explicó.

—El Antares Giant llega procedente de Sirio dentro de exactamente media hora; a las ocho en punto.

—Muy bien.

—Descenderán de él tres hombres, mezclados con los demás pasajeros, para esperar al Space Eater, que tiene su llegada de la Tierra a las once y sale para Capella poco después. Estos tres hombres subirán al Space Eater, y a partir de ese momento quedarán fuera de nuestra jurisdicción.

—Bueno, ¿y qué?

—Entre las ocho y las once permanecerán en una sala de espera especial, y tú les harás compañía. Tengo una imagen tridimensional de cada
uno de ellos, con el fin que puedas identificarlos. En esas tres horas tendrás que averiguar cuál de los tres transporta contrabando.

—¿Qué clase de contrabando?

—De la peor clase. Espaciolina alterada.

—¿Espaciolina alterada?

Me había matado. Sabía perfectamente lo que era la espaciolina. Si el lector ha viajado por el espacio también lo sabrá, sin duda. Y para el caso que no se haya movido nunca de la Tierra, le diré que todos los que efectúan su primer viaje por el espacio la necesitan; casi todos la toman en el primer viaje que realizan; y muchísimas personas ya no saben prescindir jamás de ella. Sin ese producto maravilloso, se experimenta vértigo cuando se está en caída libre, algunos lanzan chillidos de terror y contraen psicosis semipermanentes. Pero la espaciolina hace desaparecer completamente estas molestias y sus efectos. Además, no crea hábito; no posee efectos perjudiciales secundarios. La espaciolina es ideal, esencial, insustituible. Si el lector lo duda, tome espaciolina. Rog continuó:

—Exactamente. Espaciolina alterada. Sólo puede alterarse mediante una sencilla reacción que cualquiera es capaz de realizar en el sótano de su casa. Entonces pasa a ser una droga y se administra en dosis masivas, convirtiéndose en un terrible hábito desde la primera toma. Se la puede comparar a los más peligrosos alcaloides que se conocen.

—¿Y acabamos de descubrirlo precisamente ahora, Rog?

—No. El Servicio conocía la existencia de esa droga desde hace años, y hemos evitado que este peligroso conocimiento se difundiese, manteniendo en el mayor secreto los casos en que se ha hallado droga. Pero ahora las cosas han llegado demasiado lejos.

—¿En qué sentido?

—Uno de los tres individuos que se detendrán aquí transporta cierta cantidad de espaciolina alterada sobre su persona. Los químicos del sistema de Capella, que se encuentra fuera de la Federación, la analizarán y averiguarán la manera de producirla sintéticamente. Después de esto nos encontraremos enfrentados con el dilema de tener que luchar contra la peor amenaza que jamás han provocado los estupefacientes, o tener que suprimir el peligro suprimiendo su causa.

—¿La espaciolina?

—Exacto. Y si suprimimos la espaciolina, de rechazo suprimimos los viajes interplanetarios.

Me resolví a poner el dedo en la llaga:

—¿Cuál de esos tres individuos lleva la droga?

Rog sonrió con desdén.

—¿Crees que te necesitaríamos si lo supiésemos? Eres tú quien tiene que averiguarlo.

—Me encargas una misión muy arriesgada.

—En efecto; si te equivocas de individuo te expones a que te corten el pelo hasta la laringe. Cada uno de esos tres es un hombre importantísimo en su propio planeta. Uno de ellos es Edward Harponaster; otro, Joaquin Lipsky, y el tercer es Andiamo Ferrucci. ¿Qué te parece?

Tenía razón. Yo conocía aquellos tres nombres. Probablemente el lector los conoce también; y no podía poner la mano encima de ninguno de ellos sin poseer sólidas pruebas, naturalmente.

—¿Y uno de ellos se ha metido en un negocio tan sucio por unos cuantos…?

—Este asunto representa trillones —repuso Rog—, lo cual quiere decir que cualquiera de ellos lo haría con mucho gusto. Y sabemos que es uno de ellos, porque Jack Hawk consiguió averiguarlo antes que le matasen…

—¿Han matado a Jack Hawk?

Durante un minuto me olvidé de la amenaza que pesaba sobre la galaxia a causa de aquellos traficantes de drogas. Y casi, casi, llegué a olvidarme también de Flora.

—Sí, y lo asesinaron a instigación de uno de esos tipos. Tú tienes que descubrirlo. Si nos señalas al criminal antes de las once, cuenta con un ascenso, un aumento de sueldo y la satisfacción de haber vengado al pobre Jack Hawk. Y, por ende, habrás salvado a la galaxia. Pero si señalas a un inocente, crearás un conflicto interestelar, perderás el puesto, y te pondrán en todas las listas negras que hay entre la Tierra y Antares.

—¿Y si no señalo a ninguno de ellos? —pregunté.—Eso sería como señalar a uno inocente, por lo que se refiere al Servicio.

—O sea que tengo que señalar a uno, pero sólo al culpable, de lo contrario mi cabeza está en juego.

—Harían rebanadas con ella. Estás empezando a comprender, Max.

En una larga vida de parecer feo, Rog Crinton nunca lo había parecido tanto como entonces. Lo único que me consoló al mirarle fue pensar que él también estaba casado y que vivía con su mujer en Puerto Marte todo el año. Y se lo tenía muy merecido. Tal vez me mostraba demasiado duro con él, pero se merecía aquello.

Así que perdí de vista a Rog, me apresuré a llamar a Flora.

—¿Qué pasa? —me preguntó ella.

—Verás, cielito —le dije—, no puedo contártelo ahora, pero se trata de un compromiso ineludible. Ten un poco de paciencia, que terminaré este asunto en seguida, aunque tenga que recorrer a nado todo el Gran Canal hasta el casquete polar en ropa interior, ¿sabes?, o arrancar a Fobos del cielo…, o cortarme en pedacitos y enviarme como paquete postal.

—Vaya —dijo ella, con un mohín de disgusto—, si hubiese, sabido que tenía que esperar…

Yo di un respingo. Flora, a pesar de su nombre, no era de esas chicas que se impresionan por la poesía. En realidad, ella sólo era una mujer de acción… Pero, después de todo, cuando flotase en brazos de la gravedad marciana en un mar perfumado con jazmín y en compañía de Flora, la sensibilidad poética no sería precisamente la cualidad que yo consideraría más indispensable.

Con una nota de urgencia en la voz, dije:

—Por favor, espérame, Flora. No tardaré. Después ya recuperaremos el tiempo perdido.

Estaba disgustado, desde luego, pero todavía no me dominaba la preocupación. Apenas me había dejado Rog, cuando concebí un plan para descubrir cuál era el culpable.

Era muy fácil. Estuve a punto de llamar a Rog para decírselo, pero no hay ninguna ley que prohiba que la cerveza se suba a la cabeza y que el aire contenga oxígeno. Lo resolvería en cinco minutos y luego me iría disparado a reunirme con Flora; con cierto retraso tal vez, pero con un ascenso en el bolsillo, un aumento de sueldo en mi cuenta y un pegajoso beso del Servicio en ambas mejillas.

Mi plan era el siguiente: los magnates de la industria no suelen viajar mucho por el espacio; prefieren utilizar el transvídeo. Cuando tienen que asistir a alguna importante conferencia interestelar, como era probablemente el caso de aquellos tres, tomaban espaciolina. No estaban suficientemente acostumbrados a viajar por el espacio para atreverse a prescindir de ella. Además, la espaciolina es un producto carísimo, y los grandes potentados siempre quieren lo mejor de lo mejor. Conozco su psicología.

Eso sería perfectamente aplicable a dos de ellos. No obstante, el que transportaba el contrabando no podía arriesgarse a tomar espaciolina…, ni siquiera para evitar el mareo del espacio. Bajo la influencia de la espaciolina, podría revelar la existencia de la droga; o perderla; o decir algo incoherente que luego resultase comprometedor. Tenía que mantener el dominio de sí mismo en todo momento.

Así de sencillo era. Me dispuse a esperar.

El Antares Giant arribó puntualmente, y yo esperé con los músculos de las piernas en tensión, para salir corriendo en cuanto hubiese puesto las esposas al inmundo y criminal traficante de drogas y me hubiese despedido de los otros dos eminentes personajes.

El primero en entrar fue Lipsky. Era un hombre de labios carnosos y sonrosados, mentón redondeado, cejas negrísimas y cabello ceniciento. Se limitó a mirarme, para sentarse sin pronunciar palabra. No era aquél. Se hallaba bajo los efectos de la espaciolina.

Yo le dije:

—Buenas tardes.

Con voz soñolienta, él murmuró:

—Ardes surrealista en Panamá corazones en misiones para una taza de té. Libertad de palabra.

Era la espaciolina, en efecto. La espaciolina, que aflojaba los resortes de la mente humana. La última palabra pronunciada por alguien sugería la siguiente frase, en una desordenada asociación de ideas.

El siguiente fue Andiamo Ferrucci. Bigotes negros, largo y cerúleo, tez olivácea, cara marcada de viruelas. Tomó asiento en otra butaca, frente a nosotros.

Yo le dije:

—¿Qué, buen viaje?

Él contestó:

—Baje la luz sobre el testuz del buey de Camagüey, me voy a Indiana a comer.

Lipsky intervino:

—Comercio sabio resabio con una libra de libros en Biblos y edificiofenicios.

Yo sonreí. Me quedaba Harponaster. Ya tenía cuidadosamente preparada mi pistola neurónica, y las esposas magnéticas a punto para ponérselas.

Y en aquel momento entró Harponaster. Era un hombre flaco, correoso, muy calvo, y bastante más joven de lo que parecía en su imagen tridimensional. ¡Y estaba empapado de espaciolina hasta el tuétano!

No pude contener una exclamación:

—¡Atiza!

—Paliza fenomenal sobre mal papel si no tocamos madera en la carretera.

Ferrucci añadió:

—Estera sobre la ruta en disputa por encontrar un ruiseñor.

Y Lipsky continuó:

—Señor, jugaré a ping-pong ante amigos dulces son.

Yo miraba de uno a otro lado mientras ellos iban diciendo tonterías en parrafadas cada vez más breves, hasta que reinó el silencio.

Inmediatamente comprendí lo que sucedía. Uno de ellos estaba fingiendo, pues había tenido suficiente inteligencia para comprender que si no aparecía bajo los efectos de la espaciolina, eso le delataría. Tal vez sobornó a un empleado para que le inyectase una solución salina, o hizo cualquier otro truco parecido.

Uno de ellos fingía. No resultaba difícil representar aquella comedia. Los actores del subetérico hacían regularmente el número de la espaciolina. El lector debe haberlos oído docenas de veces.

Contemplé a aquellos tres hombres y noté que se me erizaban por primera vez los pelos del cuello al pensar en lo que me sucedería si no conseguía descubrir al culpable.

Eran las 8,30, y estaban en juego mi empleo, mi reputación, y mi propia cabeza. Dejé de pensar de momento en ello y pensé en Flora. Desde luego, no me esperaría eternamente. Lo más probable era que ni siquiera me esperase otra media hora.

Entonces me dije: ¿sería capaz el culpable de realizar con la misma soltura las asociaciones de ideas, si le hacía meterse en terreno resbaladizo?

Así es que dije:

—Estoy tan estupefacto que siento estupefacción.

Lipsky pescó la frase al vuelo y prosiguió:

—Estupefacción estupefaciente dijo el cliente con do re mi fa sol para ser salvado.

—Salvado con estofado de toro de nada sirve la efervescencia con un cañón —dijo Ferrucci.

—Cañones al son dulzón del trombón —dijo Lipsky.

—Bombón astroso —dijo Ferrucci.

—Oso de cal —dijo Harponaster.

Unos cuantos gruñidos y se callaron.

Lo intenté de nuevo, con mayor cuidado esta vez, pensando que recordarían después todo cuanto yo dijese. Por lo tanto, debía esforzarme por decir frases inofensivas.

Dije pues:

—No hay nada como la espaciolina.

Ferrucci dijo:

—La colina de la mina en la Scala de Milán, tan taran, tan…

Yo interrumpí tan ingeniosas palabras y repetí, mirando a Harponaster:

—Sí, para viajar por el espacio, no hay nada como la espaciolina.

—Avelina con su cama de algodón en rama salta la rana…

Le interrumpí también, dirigiéndome esta vez a Lipsky:

—No hay nada como la espaciolina.

—Melusina toma chocolate con patatas baratas tras los talones de Aquiles.

Uno de ellos añadió:

—Miles de angulas grandes como mulas me tienen que matar.

—Atar después de bailar.

—Hilar muy finas.

—Minas de sal.

—Salga el rey.

—Buey.

Lo intenté dos o tres veces más, hasta que vi que por allí no iría a ninguna parte. El culpable, quienquiera que fuese de los tres, se había ejercitado, o bien poseía un talento natural para efectuar asociaciones de ideas espontáneas. Desconectaba su cerebro y dejaba que las palabras saliesen al buen tun tun. Además, debía saber lo que yo estaba buscando. Si «estupefacción» con su derivado «estupefaciente» no le habían delatado, la repetición por tres veces consecutivas de la palabra «espaciolina» debía haberlo hecho. Los otros dos nada debían sospechar, pero él sí.

¿Cómo conseguiría descubrirlo entonces? Sentí un odio furioso hacia él y noté que me temblaban las manos. Aquella asquerosa rata, si se escapaba, corrompería toda la galaxia. Por si fuese poco, era culpable de la muerte de mi mejor amigo. Y por encima de todo esto, me impedía acudir a mi cita con Flora.

Me quedaba el recurso de registrarlos. Los dos que se hallaban realmente bajo los efectos de la espaciolina no harían nada por impedirlo, pues no podían sentir emoción, temor, ansiedad, odio, pasión ni deseos de defenderse. Y si uno de ellos hacía el menor gesto de resistencia, ya tendría al hombre que buscaba.

Pero los inocentes recordarían lo sucedido, al recobrar la lucidez.

Recordarían que los habían registrado minuciosamente mientras se hallaban bajo los efectos de la espaciolina.

Suspiré. Si lo intentaba, descubriría al criminal, desde luego, pero yo me convertiría después en algo extraordinariamente parecido al hígado trinchado. El Servicio recibiría una terrible reprimenda, el escándalo alcanzaría proporciones cósmicas, y en el aturdimiento y la confusión que esto produciría, el secreto de la espaciolina alterada se difundiría a los cuatro vientos, con lo que todo se iría a rodar.

Desde luego, el culpable podía ser el primero que yo registrase. Tenía una probabilidad entre tres que lo fuese. Pero no me fiaba.

Consulté desesperado mi reloj y mi mirada se enfocó en la hora: las 9:15.

¿Cómo era posible que el tiempo pasase tan de prisa?

¡Oh, Dios mío! ¡Oh, pobre de mí! ¡Oh, Flora!

No tenía elección. Volví a la cabina para hacer otra rápida llamada a Flora. Una llamada rápida, para que la cosa no se enfriase; suponiendo que ya no estuviese helada.

No cesaba de decirme: «No contestará».

Traté de prepararme para aquello, diciéndome que había otras chicas, que había otras…

Todo inútil, no había otras chicas.

Si Hilda hubiese estado en Puerto Marte, nunca hubiera pensado en Flora; eso para empezar, y entonces su falta no me hubiera importado. Pero estaba en Puerto Marte y sin Hilda, y además tenía una cita con Flora.

La señal de llamada funcionaba insistentemente, y yo no me decidía a cortar la comunicación.

¡De pronto contestaron!

Era ella. Me dijo:

—Ah, eres tú.

—Claro, cariño, ¿quién si no podía ser?

—Pues cualquier otro. Otro que viniese.

—Tengo que terminar este asunto, cielito.

—¿Qué asunto? ¿Plastones pa quien?

Estuve a punto de corregir su error gramatical, pero estaba demasiado ocupado tratando de adivinar qué debía significar «plastones».

Entonces me acordé. Una vez le había dicho que yo era representante de plastón. Fue aquel día que le regalé un camisón de plastón que era una monada.

Entonces le dije:

—Escucha. Concédeme otra media hora…

Las lágrimas asomaron a sus ojos.

—Estoy aquí sola y sentada, esperándote.

—Ya te lo compensaré.

Para que el lector vea cuán desesperado me hallaba, le diré que ya empezaba a pensar en tomar un camino que sólo podía llevarme al interior de una joyería, aunque eso significase que mi cuenta corriente mostraría un mordisco tan considerable que para la mirada penetrante de Hilda parecería algo así como la nebulosa Cabeza de Caballo irrumpiendo en la Vía Láctea.

Pero entonces estaba completamente desesperado.

Ella dijo, contrita:

—Tenía una cita estupenda y la anulé por ti.

Yo protesté:

—Me dijiste que era un compromiso sin importancia.

Después que lo dije, comprendí que me había equivocado.

Ella se puso a gritar:

—¡Un compromiso sin importancia!

(Eso fue exactamente lo que dijo. Pero de nada sirve tener la verdad de nuestra parte al discutir con una mujer. En realidad, eso no hace sino empeorar las cosas. ¿Es que no lo sabía, estúpido de mí?)

Flora prosiguió:

—Mira que decir eso de un hombre que me ha prometido una finca en la Tierra…

Entonces se puso a charlar por los codos de aquella finca en la Tierra. A decir verdad, casi todos los donjuanes de ocasión que se paseaban por Puerto Marte aseguraban poseer una finca en la Tierra, pero el número de los que la poseían de verdad se podía contar con el sexto dedo de cada mano.

Traté de hacerla callar. Todo inútil.

Por último dijo, llorosa:

—Y yo aquí sola, y sin nadie.

Y cortó el contacto.Desde luego, tenía razón. Me sentí el individuo más despreciable de toda la galaxia.

Regresé a la sala de espera. Un rastrero botones se apresuró a dejarme paso.

Contemplé a los tres magnates de la industria y me puse a pensar en qué orden los estrangularía lentamente hasta matarlos si pudiese tener la suerte de recibir aquella orden. Tal vez empezaría por Harponaster. Aquel sujeto tenía un cuello flaco y correoso que podría rodear perfectamente con mis dedos, y una nuez prominente sobre la cual podría hacer presión con los pulgares.

La satisfacción que estos pensamientos me proporcionaron fue, a decir verdad, ínfima, y sin darme cuenta murmuré la palabra «¡Cielito!», de pura añoranza.

Aquello los disparó otra vez. Ferrucci dijo:

—Bonito lío tiene mi tío con la lluvia rubia Dios salve al rey…

Harponaster, el del flaco pescuezo, añadió:

—Ley de la selva para un gato malva.

Lipsky dijo:

—Calva cubierta con varias tortillas.

—Pillas niñas son.

—Sonaba.

—Haba.

—Va.

Y se callaron.

Entonces me miraron fijamente. Yo les devolví la mirada. Estaban desprovistos de emoción (dos de ellos al menos), y yo estaba vacío de ideas.

Y el tiempo iba pasando.

Seguí mirándoles fijamente y me puse a pensar en Flora. Se me ocurrió que no tenía nada que perder que ya no hubiese perdido. ¿Y si les hablase de ella?

Entonces les dije:

—Señores, hay una chica en esta ciudad, cuyo nombre no mencionaré para no comprometerla. Permítanme que se la describa.

Y eso fue lo que hice. Debo reconocer que las últimas dos horas habían aumentado hasta tal punto mis reservas de energía, que la descripción que les hice de Flora y de sus encantos asumió tal calidad poética que parecía surgir de un manantial oculto en lo más hondo de mi ser subconsciente.

Los tres permanecían alelados, casi como si escuchasen, sin interrumpirme apenas. Las personas sometidas a la espaciolina se hallandominadas por una extraña cortesía. No interrumpen nunca al que está hablando. Esperan a que éste termine.

Seguí describiéndoles a Flora con un tono de sincera tristeza en mi voz, hasta que los altavoces anunciaron estruendosamente la llegada del Space Eater.

Había terminado. En voz alta, les dije:

—Levántense, caballeros. —Para añadir—: Tú no, asesino.

Y sujeté las muñecas de Ferrucci con mis esposas magnéticas, casi sin darle tiempo a respirar.

Ferrucci luchó como un diablo. Naturalmente, no se hallaba bajo la influencia de la espaciolina. Mis compañeros descubrieron la peligrosa droga, que transportaba en paquetes de plástico color carne adheridos a la parte interior de sus muslos. De esta manera resultaban invisibles; sólo se descubrían al tacto, y aun así, había que utilizar un cuchillo para cerciorarse.

Rog Crinton, sonriendo y medio loco de alegría, me sujetó después por la solapa para sacudirme como un condenado:

—¿Cómo lo hiciste? ¿Cómo conseguiste descubrirlo?

Yo respondí, tratando de desasirme:

—Estaba seguro que uno de ellos fingía hallarse bajo los efectos de la espaciolina. Así es que se me ocurrió hablarles… (adopté precauciones…, a él no le importaban en lo más mínimo los detalles), ejem, de una chica, ¿sabes?, y dos de ellos no reaccionaron, con lo cual comprendí que se hallaban drogados. Pero la respiración de Ferrucci se aceleró y aparecieron gotas de sudor en su frente. Yo la describí muy a lo vivo, y él reaccionó ante la descripción, con lo cual me demostró que no se hallaba drogado. Ahora, ¿harás el favor de dejarme ir?

Me soltó, y casi me caí de espalda.

Me disponía a salir corriendo…, los pies se me iban solos, cuando de pronto di media vuelta y volví de nuevo junto a mi amigo.

—Oye, Rog —le dije—. ¿Podrías firmarme un vale por mil créditos, pero no como anticipo de mi paga…, sino en concepto de servicios prestados a la organización?

Entonces fue cuando comprendí que estaba verdaderamente loco de alegría y que no sabía cómo demostrarme su gratitud, pues me dijo:

—Naturalmente, Max, naturalmente. Pero mil es poco… Te daré diez mil, si quieres.

—Quiero —repuse, sujetándole yo para variar—. Quiero. ¡Quiero!

Él me extendió un vale en papel oficial del Servicio por diez mil créditos; dinero válido, contante y sonante en toda la galaxia. Me entregó el vale sonriendo, y en cuanto a mí, no sonreía menos al recibirlo, como puede suponerse.

Respecto a la forma de contabilizarlo, era cuenta suya; lo importante era que yo no tendría que rendir cuentas de aquella cantidad a Hilda.

Por última vez, me metí en la cabina para llamar a Flora. No me atrevía a concebir demasiadas esperanzas hasta que llegase a su casa. Durante la última media hora, ella había podido tener tiempo de llamar a otro, si es que ese otro no estaba ya con ella.

«Que responda. Que responda. Que res…»

Respondió, pero estaba vestida para salir. Por lo visto, la había pillado en el momento mismo de marcharse.

—Tengo que salir —me dijo—. Aún existen hombres formales. En cuanto a ti, deseo no verte más. No quiero verte ni en pintura. Me harás un gran favor, señor cantamañanas, si no vuelves a llamarme nunca más en tu vida y…

Yo no decía nada. Me limitaba a contener la respiración y sostener el vale de manera que ella pudiese verlo. No hacía más que eso.

Pero fue bastante. Así que terminó de decir las palabras «nunca más en tu vida y…», se acercó para ver mejor. No era una chica excesivamente culta, pero sabía leer «diez mil créditos» más de prisa que cualquier graduado universitario de todo el Sistema Solar.

Abriendo mucho los ojos, exclamó:

—¡Max! ¿Son para mí?

—Todos para ti, cielito. Ya te dije que tenía que resolver cierto asuntillo.

Quería darte una sorpresa.

—Oh, Max, qué delicado eres. Bueno, todo ha sido una broma. No lo decía en serio, como puedes suponer. Ven en seguida. Te espero.

Y empezó a quitarse el abrigo.

—¿Y tu cita, qué? —le pregunté.

—¿No te he dicho que bromeaba?

—Voy volando —dije, sintiéndome desfallecer.

—Bueno, no te vayas a olvidar del valecito ese, ¿eh? —dijo ella, con una expresión pícara.

—Te los daré del primero al último.

Corté el contacto, salí de la cabina y pensé que por último estaba a punto…, a punto…

Oí que me llamaban por mi nombre de pila.

—¡Max, Max!

Alguien venía corriendo hacia mí.—Rog Crinton me dijo que te encontraría por aquí. Mamá se ha puesto bien, ¿sabes? Entonces conseguí encontrar todavía pasaje en el Space Eater, y aquí me tienes… Oye, ¿qué es eso de los diez mil créditos?

Sin volverme, dije:

—Hola, Hilda.

Y entonces me volví e hice la cosa más difícil de toda mi vida de aventurero del espacio. Conseguí sonreír.

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Factor clave https://culturaquetzal.com/2024/02/29/factor-clave/ https://culturaquetzal.com/2024/02/29/factor-clave/#respond Fri, 01 Mar 2024 05:33:42 +0000 https://culturaquetzal.com/?p=1114 Por: Isaac Asimov

Jack Weaver salió de las entrañas de Multivac cansado y malhumorado.

-¿Nada? -le preguntó Todd Nemerson desde el taburete donde mantenía su guardia permanente.

-Nada -contestó Weaver-. Nada, nada, nada. Nadie puede descubrir qué pasa.

-Excepto que no funciona, querrás decir.

-Tú no eres una gran ayuda, ahí sentado.

-Estoy pensando.

-¡Pensando!

Weaver entreabrió una comisura de la boca, mostrando un colmillo. Nemerson se removió con impaciencia en el taburete.

-¿Por qué no? Hay seis equipos de técnicos en informática merodeando por los corredores de Multivac. No han obtenido ningún resultado en tres días. ¿No puedes dedicar una persona a pensar?

-No es cuestión de pensar. Tenemos que buscar. Hay un relé atascado en alguna parte.

-No es tan simple, Jack.

-¿Quién dice que sea simple? ¿Sabes cuántos millones de relés hay aquí?

-Eso no importa. Si sólo fuera un relé, Multivac tendría circuitos alternativos, dispositivos para localizar el fallo y capacidad para reparar o sustituir la pieza defectuosa. El problema es que Multivac no sólo no responde a la pregunta original, sino que se niega a decirnos cuál es el problema. Y entre tanto cundirá el pánico en todas las ciudades si no hacemos algo. La economía mundial depende de Multivac, y todo el mundo lo sabe.

-Yo también lo sé. ¿Pero qué se puede hacer?

-Te lo he dicho. Pensar. Sin duda hemos pasado algo por alto. Mira, Jack, durante cien años los genios de la informática se han dedicado a hacer a Multivac cada vez más complejo. Ahora puede hacer de todo, incluso hablar y escuchar. Es casi tan complejo como el cerebro humano.
No entendemos el cerebro humano; ¿cómo vamos a entender a Multivac?

-Oh, cállate. Sólo te queda decir que Multivac es humano.

-¿Por qué no? -Nemerson se sumió en sus reflexiones-. Ahora que lo dices, ¿por qué no? ¿Podríamos asegurar si Multivac ha atravesado la fina línea divisoria en que dejó de ser una máquina para comenzar a ser humano? ¿Existe esa línea divisoria? Si el cerebro es apenas más complejo que Multivac y no paramos de hacer a Multivac cada vez más complejo, ¿no hay un punto donde…?

Dejó la frase en el aire. Weaver se puso nervioso.

-¿Adónde quieres llegar? Supongamos que Multivac sea humano. ¿De qué nos serviría eso para averiguar por qué no funciona?

-Por una razón humana, quizá. Supongamos que te preguntaran a ti el precio más probable del trigo en el próximo verano y no contestaras. ¿Por qué no contestarías?

-Porque no lo sé. Pero Multivac lo sabría. Le hemos dado todos los factores. Puede analizar los futuros del clima, de la política y de la economía. Sabemos que puede. Lo ha hecho antes.

-De acuerdo. Supongamos que yo te hiciera la pregunta y que tú conocieras la respuesta pero no me contestaras. ¿Por qué?

-Porque tendría un tumor cerebral -rezongó Weaver-. Porque habría perdido el conocimiento. Porque estaría borracho. ¡Demonios, porque mi maquinaria no funcionaría! Eso es lo que tratamos de averiguar en Multivac. Estamos buscando el lugar donde su maquinaria está estropeada, buscamos el factor clave.

-Pero no lo habéis encontrado. -Nemerson se levantó del taburete-. ¿Por qué no me haces la pregunta en la que se atascó Multivac?

-¿Cómo? ¿Quieres que te pase la cinta?

-Vamos, Jack. Hazme la pregunta con toda la charla previa que le das a Multivac. Porque le hablas, ¿no?

-Tengo que hacerlo. Es terapia.

Nemerson asintió con la cabeza.

-Sí, de eso se trata, de terapia. Ésa es la versión oficial. Hablamos con él para fingir que es un ser humano, con el objeto de no volvernos neuróticos por tener una máquina que sabe muchísimo más que nosotros. Convertimos a un espantoso monstruo de metal en una imagen paternal y protectora.

-Si quieres decirlo así…

-Bien, está mal y lo sabes. Un ordenador tan complejo como Multivac debe hablar y escuchar para ser eficaz. No basta con insertarle y sacarle puntitos codificados. En un cierto nivel de complejidad, Multivac debe parecer humano, porque, por Dios, es que es humano. Vamos, Jack, hazme la pregunta. Quiero ver cómo reacciono.

Jack Weaver se sonrojó.

-Esto es una tontería.

-Vamos, hazlo.

Weaver estaba tan deprimido y desesperado que accedió. A regañadientes, fingió que insertaba el programa en Multivac y le habló del modo habitual. Comentó los datos más recientes sobre los disturbios rurales, habló de la nueva ecuación que describía las contorsiones de las corrientes de aire, sermoneó respecto a la constante solar.

Al principio lo hacía de un modo rígido, pero pronto el hábitto se impuso y habló con mayor soltura, y cuando terminó de introducir el programa casi cortó el contacto oprimiendo un interruptor en la cintura de Todd Nemerson.
-Ya está. Desarrolla eso y danos la respuesta sin demora.

Por un instante, Jack Weaver se quedó allí como si sintiera una vez más la excitación de activar la máquina más gigantesca y majestuosa jamás ensamblada por la mente y las manos del hombre. Luego, regresó a la realidad y masculló:

-Bien, se acabó el juego.

-Al menos ahora sé por qué yo no respondería -dijo Nemerson-, así que vamos a probarlo con Multivac. Lo despejaremos; haremos que los investigadores le quiten las zarpas de encima. Meteremos el programa, pero déjame hablar a mí. Sólo una vez.

Weaver se encogió de hombros y se volvió hacia la pared de control de Multivac, cubierta de cuadrantes y de luces fijas. Lo despejó poco a poco. Uno a uno ordenó a los equipos de técnicos que se fueran.

Luego, inhaló profundamente y comenzó a cargar el programa en Multivac. Era la duodécima vez que lo hacía. En alguna parte lejana, algún periodista comentaría que lo estaban intentando de nuevo. En todo el mundo, la humanidad dependiente de Multivac contendría colectivamente el aliento.

Nemerson hablaba mientras Weaver cargaba los datos en silencio. Hablaba con soltura, tratando de recordar qué había dicho Weaver, pero aguardando al momento de añadir el factor clave.

Weaver terminó, y Nemerson dijo, con un punto de tensión en la voz:

-Bien, Multivac. Desarrolla eso y danos la respuesta. -Hizo una pausa y añadió el factor clave-:

Por favor.

Y por todo Multivac las válvulas y los relés se pusieron a trabajar con alegría. A fin de cuentas, una máquina tiene sentimientos… cuando ha dejado ya de ser una máquina.

Fin

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Los ojos hacen algo más que ver https://culturaquetzal.com/2023/10/14/los-ojos-hacen-algo-mas-que-ver/ https://culturaquetzal.com/2023/10/14/los-ojos-hacen-algo-mas-que-ver/#respond Sat, 14 Oct 2023 08:18:51 +0000 https://culturaquetzal.com/?p=929 Por: Isaac Asimov

Después de cientos de miles de millones de años, pensó de súbito en sí mismo como Ames. No la combinación de longitudes de ondas que a través de todo el universo era ahora el equivalente de Ames, sino el sonido en sí.

Una clara memoria trajo las ondas sonoras que él no escuchó ni podía escuchar.

Su nuevo proyecto le aguzaba sus recuerdos más allá de lo usualmente recordable. Registró el vórtice energético que constituía la suma de su individualidad y las líneas de fuerza se extendieron más allá de las estrellas.

La señal de respuesta de Brock llegó.

Con seguridad, pensó Ames, él podía decírselo a Brock. Sin duda, podría hablar con cualquiera.

Los modelos fluctuantes de energía enviados por Brock, comunicaron:

—¿Vienes, Ames?

—Naturalmente.

—¿Tomarás parte en el torneo?

—¡Sí! —Las líneas de fuerza de Ames fluctuaron irregularmente—. Pensé en una forma artística completamente nueva. Algo realmente insólito.

—¡Qué despilfarro de esfuerzo! ¿Cómo puedes creer que una nueva variante pueda ser concebida tras doscientos mil millones de años? Nada puede haber que sea nuevo.

Por un momento Brock quedó fuera de fase e interrumpió la comunicación, y Ames se apresuró en ajustar sus líneas de fuerza. Captó el flujo de los pensamientos de otros emisores mientras lo hizo; captó la poderosa visión de la extensa galaxia contra el terciopelo de la nada, y las líneas de fuerza pulsada en forma incesante por una multitudinaria vida energética, discurriendo entre las galaxias.

—Por favor, Brock —suplicó Ames—, absorbe mis pensamientos. No los evites. Estuve pensando en manipular la Materia. ¡Imagínate! Una sinfonía de Materia. ¿Por qué molestarse con Energía? Es cierto que nada hay de nuevo en la Energía. ¿Cómo podría ser de otra forma? ¿No nos enseña esto que debemos experimentar con la Materia?

—¡Materia!

Ames interpretó las vibraciones energéticas de Brock como un claro gesto de disgusto.

—¿Por qué no? —dijo—. Nosotros mismos fuimos Materia en otros tiempos… ¡Oh, quizás un trillón de años atrás! ¿Por qué no construir objetos en un medio material? O con formas abstractas, o… escucha, Brock… ¿Por qué no construir una imitación nuestra con Materia, una Materia a nuestra imagen y semejanza, tal como fuimos alguna vez?

—No recuerdo cómo fuimos —dijo Brock—. Nadie lo recuerda.

—Yo lo recuerdo —dijo Ames con seguridad—. No he pensado sino en eso y estoy comenzando a recordar. Brock, déjame que te lo muestre. Dime si tengo razón. Dímelo.

—No. Es ridículo. Es… repugnante.

—Déjame intentarlo, Brock. Hemos sido amigos desde los inicios cuando irradiamos juntos nuestra energía vital, desde el momento en que nos convertimos en lo que ahora somos. ¡Por favor, Brock!

—De acuerdo, pero hazlo rápido.

Ames no sentía aquel temblor a lo largo de sus líneas de fuerza desde…

¿desde cuándo? Si lo intentaba ahora para Brock y funcionaba, se atrevería a manipular la Materia ante la Asamblea de Seres Energéticos que, durante tanto tiempo, esperaban algo novedoso.

La Materia era muy escasa entre las galaxias, pero Ames la reunió, la juntó en un radio de varios años-luz, escogiendo los átomos, dotándola de consistencia arcillosa y conformándola en sentido ovoide.

—¿No lo recuerdas, Brock? —preguntó suavemente—. ¿No era algo parecido?

El vórtice de Brock tembló al entrar en fase.

—No me obligues a recordar. No recuerdo nada.

—Existía una cúspide y ellos la llamaban cabeza. Lo recuerdo tan claramente como te lo digo ahora. —Efectuó una pausa y luego continuó—. Mira, ¿recuerdas algo así?

Sobre la parte superior del ovoide apareció la «cabeza».

—¿Qué es eso? —preguntó Brock.

—Es la palabra que designa la cabeza. Los símbolos que representan el sonido de la palabra. Dime que lo recuerdas, Brock.

—Había algo más —dijo Brock con dudas—. Había algo en medio.

Una forma abultada surgió.

—¡Sí! —exclamó Ames—. ¡Es la nariz! —Y la palabra «nariz» apareció en su lugar—. Y también había ojos a cada lado: «Ojo izquierdo…, Ojo derecho».

Ames contempló lo que había conformado, sus líneas de fuerza palpitaban lentamente. ¿Estaba seguro que era algo así?

—La boca y la barbilla —dijo luego—, y la nuez de Adán y las clavículas. Recuerdo bien todas las palabras. —Y todas ellas aparecieron escritas junto a la figura ovoide.

—No pensaba en estas cosas desde hace cientos de millones de años —dijo Brock—. ¿Por qué me haces recordarlas? ¿Por qué? Ames permaneció sumido en sus pensamientos.

—Algo más. Órganos para oír. Algo para escuchar las ondas acústicas. ¡Oídos! ¿Dónde estaban? ¡No puedo recordar dónde estaban!

—¡Olvídalo! —gritó Brock—. ¡Olvídate de los oídos y de todo lo demás! ¡No recuerdes!

—¿Qué hay de malo en recordar? —replicó Ames, desconcertado.

—Porque el exterior no era tan rugoso y frío como eso, sino cálido y suave. Los ojos miraban con ternura y estaban vivos y los labios de la boca temblaban y eran suaves sobre los míos.

Las líneas de fuerza de Brock palpitaban y se agitaban, palpitaban y se agitaban.

—¡Lo lamento! —dijo Ames—. ¡Lo lamento!

—Me has recordado que en otro tiempo fui mujer y supe amar, que esos ojos hacían algo más que ver y que no había nadie que lo hiciera por mí… y ahora no tengo ojos para hacerlo.

Con violencia, ella añadió una porción de materia a la rugosa y áspera cabeza y dijo:

—Ahora, deja que ellos lo hagan —y desapareció.

Y Ames vio y recordó que en otro tiempo él fue un hombre. La fuerza de su vórtice partió la cabeza en dos y partió a través de las galaxias siguiendo las huellas energéticas de Brock, de vuelta al infinito destino de la vida.

Y los ojos de la destrozada cabeza de Materia aún centelleaban con lo que Brock colocó allí en representación de las lágrimas. La cabeza de Materia hizo lo que los seres energéticos ya no podían hacer y lloró por toda la humanidad y por la frágil belleza de los cuerpos que abandonaron un billón de años atrás.

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Tetra Tridimensional https://culturaquetzal.com/2023/08/31/tetra-tridimensional/ https://culturaquetzal.com/2023/08/31/tetra-tridimensional/#respond Thu, 31 Aug 2023 06:58:23 +0000 https://culturaquetzal.com/?p=903 Por: Isaac Asimov
—Vamos, vamos —dijo Shapur con bastante cortesía, considerando que se trataba de un demonio—. Está usted desperdiciando mi tiempo. Y el suyo propio también, podría añadir, puesto que sólo le queda media hora.

Y su rabo se enroscó.

—¿No es desmaterialización? —preguntó caviloso Isidore Wellby.

—Ya le he dicho que no.

Por centésima vez, Wellby miró el bronce que le rodeaba por todas partes sin solución de continuidad. El demonio se había permitido el impío placer (¿de qué otra clase iba a ser?) de señalar que el piso, el techo y las cuatro paredes carecían de rasgos diferenciales, y estaban formados todos ellos por planchas de bronce de sesenta centímetros soldadas sin unión.

Era la última estancia cerrada, y Wellby disponía sólo de otra media hora para salir de ella. El demonio le contemplaba con expresión de concentrada anticipación.

Isidore Wellby había firmado diez años antes, que se cumplían aquel día.

—Pagamos de antemano —insistió Shapur en tono persuasivo—. Diez años de todo cuanto desee, dentro de lo razonable. Al final, pasará a ser un demonio. Uno de los nuestros, con un nuevo nombre de demoníaca potencia y todos los privilegios que eso incluye. Apenas se dará cuenta de que está condenado. De todos modos, aunque no firme, tal vez acabe igual en el fuego, por el simple curso de los acontecimientos. Nunca se sabe… Fíjese en mí. No lo hago tan mal. Firmé, disfruté de mis diez años, y aquí estoy. No lo hago tan mal.

—En ese caso, si puedo terminar por condenarme, ¿por qué se muestra tan ansioso de que firme? —preguntó Wellby.

—No resulta fácil reclutar directivos para el infierno —respondió el demonio con un franco encogimiento de hombros, que intensificó el débil olor a bióxido sulfúrico que se advertía en el aire—. Todo el mundo especula para llegar al cielo. Una pobre especulación, pero así es. Yo creo que usted es demasiado sensible para eso. Pero entretanto nos encontramos con más almas condenadas de las que somos capaces de atender y una creciente penuria en el plano administrativo.

Wellby, que acababa de ser licenciado del ejército con muy poco entre las manos, a excepción de una cojera y la carta de despedida de una muchacha a la que en cierto modo amaba aún, se pinchó el dedo y suspiró.

Lógicamente, leyó primero el pequeño impreso. Tras la firma con su sangre, se depositaría en su cuenta cierta cantidad de poder demoníaco. No sabía en detalle cómo se manejaban aquellos poderes, ni siquiera la naturaleza de los mismos. Sin embargo, vería colmados sus deseos de tal modo que parecerían el producto de mecanismos perfectamente normales.

Desde luego, no se cumpliría ningún deseo que interfiriese con los designios superiores y con los propósitos de la historia humana. Wellby enarcó las cejas ante esta cláusula.

Shapur carraspeó.

—Una precaución que nos ha sido impuesta por… ¡ejem!… arriba. Sea razonable. La limitación no le supondrá obstáculo alguno.

—Parece también una cláusula trampa.

—Algo de eso, sí. Después de todo, hemos de comprobar sus aptitudes para el puesto. Como ve, se establece que, al finalizar sus diez años, habrá de ejecutar una tarea para nosotros, una labor que sus poderes demoníacos le harán perfectamente posible realizar. No le diremos aún la naturaleza de esa tarea, pero dispondrá de diez años para estudiar sus poderes. Considere toda la cuestión como un examen de ingreso.

—Y si no paso la prueba, ¿qué?

—En tal caso —respondió el demonio—, será usted una vulgar alma condenada. —Y como al fin y al cabo era demonio, sus ojos fulguraron humeantes ante la idea, y sus ganchudos dedos se retorcieron como si los sintiera ya profundamente clavados en las partes vitales de su interlocutor. No obstante, añadió con suavidad—: ¡Oh, vamos! La prueba será sencilla. Preferimos tenerle como directivo que como un alma más en nuestras manos.

A Wellby, sumido en melancólicos pensamientos sobre su inasequible amada, le importaba muy poco por el momento lo que sucedería al cabo de diez años. Firmó.

Los diez años pasaron rápidamente. Como el demonio había predicho, Isidore Wellby se mostró razonable y las cosas marcharon bien. Aceptó un trabajo y, como aparecía siempre en el momento adecuado y en el lugar oportuno y siempre decía la palabra apropiada al hombre apropiado, alcanzó pronto un puesto de gran autoridad.

Las inversiones que hacía resultaban invariablemente beneficiosas. Y lo más gratificante era que su chica volvió a él con el arrepentimiento más sincero y la más satisfactoria adoración.

Su casamiento fue feliz y bendecido con cuatro criaturas, dos varones y dos hembras, todos ellos inteligentes y con un comportamiento razonable. Al final de los diez años, se hallaba en la cúspide de su autoridad, reputación y riqueza, en tanto que su mujer, al madurar, se había vuelto todavía más bella.

Y a los diez años (en el día justo, naturalmente) de establecer el pacto, se despertó para encontrarse, no en su dormitorio, sino en una horrible cámara de bronce de la más espantosa solidez, sin más compañía que la de un ávido demonio.

—Todo lo que tiene que hacer es salir de aquí y se convertirá en uno de los nuestros —le explicó Shapur—. Lo conseguirá con facilidad empleando con lógica sus poderes demoníacos, siempre que sepa cómo manejarlos. A estas alturas, debería saberlo.

—Mi mujer y mis pequeños se inquietarán mucho por mi desaparición — dijo Wellby, con un comienzo de arrepentimiento.

—Hallarán su cadáver —manifestó el demonio en tono de consuelo—. Habrá muerto al parecer de un ataque al corazón. Celebrarán unos funerales magníficos. El sacerdote anunciará su subida al cielo, y nosotros no le desilusionaremos, como tampoco a quienes le estén escuchando. Vamos, Wellby, dispone usted de tiempo hasta el mediodía.

Wellby, que se había acorazado en su inconsciente durante los diez años para este momento, se sintió menos asaltado por el pánico de lo que podía haberlo estado. Miró inquisitivo a su alrededor.

—¿Está herméticamente cerrada esta habitación? ¿No hay aberturas secretas?

—Ninguna en paredes, piso o techo —dijo el demonio con deleite profesional ante su obra—. Ni tampoco en las intersecciones de cualquiera de las superficies. ¿Va a renunciar?

—No, no. Deme tan sólo tiempo.

Wellby meditó intensamente. No había señal alguna de cierre en la estancia. Sin embargo, se notaba como una corriente de aire. Tal vez penetrase por desmaterialización a través de las paredes. Acaso también el demonio había entrado así. Cabía en lo posible que él, Wellby, pudiera desmaterializarse para salir. Lo preguntó.

El demonio le respondió con una risita entre sus dientes afilados.

—La desmaterialización no forma parte de sus poderes. Ni tampoco la empleé yo para entrar.

—¿Está seguro?

—La cámara es de mi propia creación —manifestó petulante el demonio—. La construí especialmente para usted.

—¿Y penetró desde el exterior?

—Así fue.

—¿Y yo también podría hacerlo con los poderes demoníacos que poseo?

—En efecto. Mire, seamos precisos. No puede moverse a través de la materia, pero sí en cualquier dimensión, por un simple esfuerzo de su voluntad. Arriba y abajo, a derecha e izquierda, oblicuamente, etcétera, mas no atravesar la materia en modo alguno.

Wellby siguió cavilando, mientras Shapur le señalaba la suma e inconmovible solidez de las paredes de bronce, del piso y del techo, y su inquebrantable acabado.

A Wellby le pareció obvio que Shapur, por mucho que creyera en la necesidad de reclutar directivos, estaba pura y simplemente conteniendo su demoníaco placer ante la posibilidad de ver en sus garras una vulgar alma condenada, para jugar con ella al gato y al ratón.

—Cuando menos —dijo Wellby, con afligido intento de aferrarse a la filosofía—, me quedará el consuelo de pensar en los diez felices años de que disfruté. Seguro que eso significará un alivio y un consuelo hasta para un alma condenada en el infierno.

—En absoluto —denegó el demonio—. ¿Qué clase de infierno sería si se permitiesen consolaciones? Todo cuanto uno obtiene en la Tierra por pacto con el diablo, como en su caso (o el mío), es punto por punto lo mismo que se habría logrado sin tal pacto, de haber trabajado con laboriosidad y plena confianza en… arriba. Eso es lo que transforma tales convenios en algo tan auténticamente demoníaco.

Y el demonio rió con una especie de regocijado aullido.

Wellby exclamó lleno de indignación:

—¿Quiere decir que mi mujer hubiese vuelto a mí aunque no hubiese firmado el contrato?

—Cabe en lo posible —respondió Shapur—. Todo cuanto sucede es por voluntad de arriba. Ni siquiera nosotros podemos cambiar eso.

El pesar de aquel momento debió de agudizar los sentidos de Wellby, pues fue entonces cuando se desvaneció, dejando la habitación vacía, excepto por la presencia de un sorprendido demonio. Y la sorpresa de éste se tomó furia cuando reparó en el contrato con Wellby que había estado sosteniendo en su mano hasta aquel momento para la acción final, en un sentido o en otro.

Diez años (día por día, claro) después de que Isidore Wellby hubiera firmado su pacto con Shapur, el demonio penetró en su despacho y le dijo con el mayor enojo:

—¡Mire aquí…!

Wellby alzó la vista de su trabajo, asombrado.

—¿Quién es usted?

—Sabe demasiado bien quién soy.

Y miró al hombre con ojos duros y penetrantes.

—En absoluto —respondió Wellby.

—Creo que dice la verdad, pero le refrescaré la memoria.

Y así lo hizo en el acto, detallando los acontecimientos de los últimos diez años.

—¡Ah, sí! —dijo Wellby—. Puedo explicarlo, desde luego, ¿pero está seguro de que no seremos interrumpidos?

—No, no lo seremos —respondió ceñudo el demonio.

—Bueno, pues me hallaba en aquella cámara cerrada de bronce y…

—No me interesa eso. Lo que quiero es saber…

—¡Por favor! Déjeme que lo cuente a mi modo.

El demonio contrajo las mandíbulas y exhaló tal cantidad de bióxido sulfúrico que Wellby tosió y adoptó una expresión de sufrimiento.

—Si quisiera apartarse un poco… —rogó—. Gracias… Así, pues, me hallaba en aquella cámara cerrada de bronce y recuerdo que usted me exponía la ausencia de toda solución de continuidad en las cuatro pareces, el piso y el techo. Y se me ocurrió preguntarme por qué especificaba eso. ¿Qué más había, aparte de las paredes, el piso y el techo? Definía usted un espacio tridimensional, completamente circunscrito. Y eso era, en efecto.

Tridimensional. La habitación no estaba incluida en la cuarta dimensión. No existía de forma indefinida en el pasado. Dijo que la había creado para mí.

Pensé entonces que, si uno se trasladaba al pasado, llegaría a un punto en el tiempo, en el que no existía la cámara y, por lo tanto, se hallaría fuera de la misma. Más aún, usted había dicho que podía moverme en cualquier dimensión, y el tiempo se considera sin la menor duda una dimensión. En todo caso, tan pronto como decidí moverme hacia el pasado, me retrotraje a tremenda velocidad, y de repente el bronce desapareció.

Shapur clamó acongojado.

—Ya me lo imagino. No podría haber escapado de otra manera. Es ese contrato suyo lo que me preocupa. No se ha convertido en una vulgar alma condenada. De acuerdo, eso forma parte del juego. Pero al menos debe ser uno de los nuestros, un ejecutivo. Para eso se le pagó. Si no lo entrego abajo, me veré en un enorme lío.

Wellby se encogió de hombros.

—Lo siento por usted, desde luego, pero no puedo ayudarle. Debió de haber creado la cámara de bronce inmediatamente después de que yo estampara mi firma en el documento. Como no fue así, al salir de ella me encontré justo en el momento en que establecíamos nuestro convenio. Allí estaba usted de nuevo y allí estaba yo. Usted empujando el contrato hacia mí, y una pluma con la que me había de pinchar el dedo. Sin duda, al retroceder en el tiempo, el futuro se borró de mi recuerdo, pero no del todo al parecer. Al tenderme usted el contrato, me sentí inquieto. No recordé el futuro, pero me sentí inquieto. Por lo tanto, no firmé. Le devolví el contrato en blanco.

Shapur rechinó los dientes.

—Debí darme cuenta. Si las reglas de la probabilidad afectasen a los demonios, debiera de haberme desplazado con usted a este nuevo mundo supuesto. Tal como han sucedido las cosas, todo cuanto me queda por decir es que ha perdido los diez años felices que le abonamos. Es un consuelo. Y ya le atraparemos al final. Otro consuelo.

—¿Ah, sí? —replicó Wellby—. ¿De modo que hay consolaciones en el infierno? A través de los diez años que he vivido realmente, ignoré lo que acaso hubiera obtenido. Pero ahora que me trae usted a la memoria el recuerdo de «los diez años que pudieron haber sido», recuerdo también que en la cámara de bronce me dijo que los convenios demoníacos no daban nada que no se obtuviera mediante la laboriosidad y la confianza en… arriba. He sido laborioso y he confiado.

Los ojos de Wellby se posaron sobre la fotografía de su bella esposa y los cuatro hermosos hijos. Luego, paseó la vista por el lujoso despacho, decorado con el mejor gusto.

—Puedo muy bien escapar por completo al infierno. También el decidir esto se halla fuera de su poder —añadió.

Y el demonio, lanzando un horrible chillido, se desvaneció para siempre.

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Isaac Asimov https://culturaquetzal.com/2023/07/23/isaac-asimov/ https://culturaquetzal.com/2023/07/23/isaac-asimov/#respond Sun, 23 Jul 2023 08:46:51 +0000 https://culturaquetzal.com/?p=865 Isaac Asimov (2 de enero de 1920 – 6 de abril de 1992) fue un prolífico escritor y bioquímico estadounidense, reconocido principalmente por su destacada contribución al género de la ciencia ficción. Nació en Petrovichi, Rusia, pero su familia emigró a Estados Unidos cuando él era un niño, estableciéndose en Nueva York.

Asimov mostró su amor por la lectura desde temprana edad y desarrolló un interés profundo por la ciencia y la literatura. Estudió bioquímica en la Universidad de Columbia, donde obtuvo su doctorado en 1948. Durante su carrera académica, escribió y publicó numerosos artículos científicos, destacando por su trabajo en la divulgación científica.

Sin embargo, su pasión por la escritura de ciencia ficción nunca lo abandonó. En la década de 1940, comenzó a escribir cuentos y novelas en el género, y se convirtió en uno de los autores más influyentes del campo. Es conocido por su capacidad para combinar conceptos científicos complejos con narrativas atractivas y personajes bien desarrollados.

Entre sus obras más famosas se encuentran la serie de la “Fundación”, una saga épica que explora el futuro lejano y la predicción matemática del colapso de la civilización galáctica y los esfuerzos para preservar el conocimiento. Otra de sus creaciones más conocidas es la serie “Robot”, donde presenta las Tres Leyes de la Robótica, fundamentales en la literatura de ciencia ficción.

A lo largo de su vida, Asimov escribió más de 500 libros, que abarcan diversos géneros como la ciencia ficción, la divulgación científica, la historia, la religión y la literatura clásica.

Isaac Asimov dejó un legado perdurable en el mundo de la literatura y la ciencia. Sus obras continúan inspirando a escritores y científicos, y su impacto en la cultura popular sigue siendo relevante hasta la actualidad. Falleció en Nueva York a la edad de 72 años, pero su legado como uno de los grandes maestros de la ciencia ficción perdura en la memoria de sus lectores y en la historia de la literatura.

Aquí una selección de algunos de los 10 mejores libros/cuentos de Isaac Asimov:

1. “Círculo vicioso” (“Runaround”) – Uno de los primeros cuentos de la serie de Robots de Asimov, donde se presentan las Tres Leyes de la Robótica.

2. “Historia del tiempo presente” (“The Dead Past”) – Explora la invención de un dispositivo que permite ver eventos del pasado y las implicaciones éticas y sociales que conlleva.

3. “Anochecer” (“Nightfall”) – Un cuento famoso que explora el colapso de una civilización cada mil años cuando se enfrenta a la luz de múltiples estrellas.

4. “Razón” (“Reason”) – Un ingenioso relato sobre un robot encargado de mantener una estación espacial y su lucha por comprender el razonamiento humano.

5. “El hombre bicentenario” (“The Bicentennial Man”) – Narra la historia de un robot que busca alcanzar la condición de humanidad a lo largo de los siglos.

6. “Los propios dioses” (“The Gods Themselves”) – Una novela corta que explora un extraño fenómeno en la física y las consecuencias para dos mundos paralelos.

7. “Verano ardiendo” (“The Last Question”) – Un cuento breve y fascinante que aborda la cuestión del fin del universo y el papel de la humanidad en él.

8. “Los límites de la fundación” (“The Mule”) – Parte de la serie “Fundación”, presenta al antagonista conocido como el Mulo, cuyos poderes psicológicos amenazan la galaxia.

9. “Arena” (“Marooned off Vesta”) – Un relato temprano que presenta un emocionante duelo entre dos hombres utilizando tecnología avanzada en una lucha a muerte.

10. ” Jokester” – Un cuento humorístico en el que un superordenador intenta entender el humor humano.

Esta lista es solo una muestra de la riqueza de los cuentos de Isaac Asimov. Cada uno de ellos refleja su genialidad como escritor de ciencia ficción y su habilidad para abordar temas profundos y fascinantes a través de su prosa. Si te interesa la ciencia ficción, estos cuentos son una excelente manera de sumergirte en el mundo imaginativo de Asimov.

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¿Qué es esa cosa que se llama amor? https://culturaquetzal.com/2023/06/03/que-es-esa-cosa-que-se-llama-amor/ https://culturaquetzal.com/2023/06/03/que-es-esa-cosa-que-se-llama-amor/#respond Sat, 03 Jun 2023 09:51:34 +0000 https://culturaquetzal.com/?p=823 Por: Isaac Asimov

—Pero son dos especies —dijo el capitán Garm, estudiando las criaturas que le habían llevado desde el planeta.

Hinchó sus órganos ópticos y los enfocó en resolución máxima. Hizo relampaguear la franja cromática.

Botax se alegraba de seguir nuevamente los cambios cromáticos después de pasarse meses en una célula espía en el planeta, tratando de interpretar las ondas sonoras moduladas emitidas por los nativos.

Comunicarse por relampagueos era casi como estar en casa, en el lejano brazo Perseo de la galaxia.

—No son dos especies —le corrigió—, sino dos formas de una especie.

—Pamplinas, son muy diferentes. Vagamente perseicas, gracias a la Entidad, y no tan repulsivas como otras formas de vida exteriores.

Contornos razonables, extremidades reconocibles. Pero sin franja cromática. ¿Pueden hablar?

—Sí, capitán Garm. —Botax se permitió un intervalo prismático discretamente reprobatorio—. Los detalles constan en mi informe. Estas criaturas forman ondas sonoras mediante la garganta y la boca, una especie de tos complicada.

—Yo mismo he aprendido a hacerlo —añadió con sereno orgullo—. Es muy difícil.

—Revuelve el estómago, Bien, eso explica sus ojos planos y no extensibles.

—Como no hablan cromáticamente, los ojos son casi inservibles. Ahora bien, ¿por qué insistes en que son una sola especie? El de la izquierda es más pequeño, sus zarcillos, o lo que sean, son más largos y las proporciones parecen ser diferentes. Tiene bultos y el otro no. ¿Están vivos?

—Vivos, pero inconscientes, capitán. Los han sometido a tratamiento psíquico para impedir que se atemoricen, con el fin de facilitar nuestros estudios.

—¿Pero vale la pena estudiarlos? Vamos retrasados y nos quedan por lo menos cinco mundos de mayor relevancia para investigar y explorar.

Mantener una unidad de estasis temporal es costoso, así que me gustaría devolverlos y continuar…

Pero el cuerpo húmedo y esmirriado de Botax vibraba de ansiedad. Sacó la lengua tubular y la curvó sobre la nariz chata, volviendo los ojos hacia dentro. Extendió la mano de tres dedos en un gesto de negación, mientras su lenguaje pasaba casi totalmente al rojo profundo.

—La Entidad nos guarde, capitán, pues ningún mundo posee mayor relevancia que éste para nosotros. Tal vez nos estemos enfrentando a una crisis suprema. Estas criaturas pueden ser las formas de vida más peligrosas de toda la galaxia, capitán, precisamente porque existen dos formas.

—No te entiendo.

—Capitán, he estado trabajando en el estudio de este planeta y me ha resultado de lo más difícil, pues es único. Es tan único que apenas comprendo ciertas facetas. Por ejemplo, casi toda la vida del planeta consiste en especies que tienen dos formas. No hay palabras para describirlas, ni siquiera conceptos. Sólo puedo referirme a ellas como forma primera y forma segunda. Si me permites emplear sus sonidos, la pequeña se llama «hembra» o «mujer» y la grande, «macho» o «varón»; de modo que las criaturas mismas son conscientes de esa diferencia.

Garm hizo una mueca de disgusto.

—Qué desagradable medio de comunicación.

—Además, para producir vástagos ambas formas deben cooperar.

El capitán, que se había inclinado para examinar a los especímenes, con una expresión que combinaba el interés con la repulsión, se enderezó de inmediato.

—¿Cooperar? ¿Qué tonterías dices? No hay atributo de la vida más fundamental que el hecho de que cada criatura viviente produzca sus vástagos en íntima comunicación consigo misma. ¿Qué otra cosa hace que valga la pena vivir la vida?

—Una de las formas produce el vástago, pero la otra debe cooperar.

—¿Cómo?

—Me resultó difícil determinarlo. Es algo muy privado y en mi búsqueda por la literatura disponible no encontré una descripción exacta y explícita.

Pero he podido realizar deducciones razonables. Garm meneó la cabeza.

—Es realmente ridículo. La floración es el acto más sagrado y más privado de todos. En decenas de miles de mundos es igual. Como dijo Levuline, el gran fotobardo: «En tiempo de floración, en tiempo de floración, en el dulce y delicioso tiempo de floración, cuando…»

—Capitán, no lo entiendes. La cooperación entre ambas formas produce (no sé exactamente cómo) una mezcla y una recombinación de genes. Es un recurso por el cual cada generación crea nuevas combinaciones de características. Las variaciones se multiplican y los genes mutantes se expresan casi de inmediato, mientras que con el sistema de floración deben transcurrir milenios.

—¿Me estás diciendo que los genes de un individuo se pueden combinar con los de otro? ¿Sabes lo ridículo que es eso, a la luz de todos los principios de la fisiología celular?

—¡Pero tiene que ser así! —se defendió Botax, nervioso, bajo la mirada atónita del otro—. La evolución se acelera. Este planeta es una turbamulta de especies. Se supone que hay un millón y cuarto de especies de criaturas.

—Lo más probable es que se trate de una docena y cuarto. No aceptes sin reservas lo que lees en la literatura nativa.

—Yo mismo he visto docenas de especies en una pequeña zona.

Créeme, capitán, en poco tiempo estas criaturas se mutarán en inteligencias tan poderosas como para superarnos y gobernar la galaxia.

—Demuestra que existe esa cooperación de que hablas, investigador, y tendré en cuenta tus argumentaciones. De lo contrario, desecharé tus fantasías, por ridículas, y continuaremos el viaje.

—Puedo demostrarlo. —Los relampagueos cromáticos de Botax cobraron un intenso tono verde amarillento—. Las criaturas de este mundo son únicas también en otro sentido. Prevén adelantos que no han realizado, quizá como consecuencia de su creencia en el cambio acelerado, del cual, a fin de cuentas, son testigos constantemente. En consecuencia, se permiten un tipo de literatura que habla del viaje espacial, aunque ellos no lo han desarrollado. He traducido el término con que designan esa literatura como «ciencia ficción». Me he consagrado a leer casi exclusivamente ciencia ficción, pues pensé que allí, en sus sueños y fantasías, se revelarían tal cual son y revelarían el peligro que constituyen para nosotros. Y de la ciencia ficción deduje el método de la cooperación entre las dos formas.

—¿Cómo lo hiciste?

—En ese mundo hay una revista que a veces publica ciencia ficción, aunque está dedicada casi totalmente a los diversos aspectos de la cooperación. No habla con toda claridad, lo cual es un fastidio, pero persiste en insinuar. La traducción más aproximada a nuestros relampagueos es «chico juguetón». Deduzco que la criatura que la dirige sólo está interesada en la cooperación entre las formas y la investiga por doquier con una intensidad sistemática y científica que despertó mi admiración. He hallado ejemplos de cooperación descritos en la ciencia ficción, así que dejé que el material de la revista me guiara. En sus historias ilustradas aprendí cómo se realiza. Te ruego, capitán, que, cuando la cooperación esté cumplida y se produzca el vástago ante tus ojos, ordenes que no quede en pie un solo átomo de este mundo.

—Bien —dijo el capitán Garm, con fastidio—, despiértalos y haz pronto lo que tengas que hacer.

Marge Skidmore recobró repentinamente la conciencia. Recordaba claramente la estación elevada, a la hora del crepúsculo. Estaba casi desierta. Había un hombre cerca y otro en el extremo del andén. El tren que se aproximaba era apenas un estruendo a lo lejos.

Y entonces había sufrido el relampagueo, esa sensación de volverse del revés, la visión borrosa de una criatura esmirriada que goteaba mucosidad, un ascenso y…

—Cielos— dijo, estremeciéndose—. Aún está ahí. Y, también hay otra.

Sintió náuseas, pero no miedo. Estaba orgullosa de sí misma por no tener miedo. El hombre que había a su lado, también tranquilo, como ella, seguía llevando un sombrero maltrecho y era el que se encontraba junto a ella en el andén.

—¿También te apresaron? —le preguntó Marge—. ¿A quién más?

Charlie Grimwold, sintiéndose fofo y barrigón, intentó levantar el brazo, para quitarse el sombrero y alisarse el cabello ralo, y se topó con una resistencia gomosa, pero endurecida. Bajó la mano y miró con aturdimiento a aquella mujer de rostro delgado. Ella aparentaba unos treinta y cinco años, tenía bonito cabello y un vestido que le sentaba bien; pero Charlie lo que deseaba era encontrarse en otra parte, y estar acompañado no le suponía ningún consuelo, aunque se tratase de compañía femenina.

—No lo sé —respondió—. Yo estaba en el andén de la estación.

—Yo también.

—Y luego vi un relampagueo. No oí nada. Y aquí estoy. Deben de ser hombrecillos de Marte, de Venus o de uno de esos lugares. Marge movió la cabeza afirmativamente.

—Eso me imaginé. Algún platillo volante, ¿no? ¿Estás asustado?

—No. Eso es raro. Creo que debo de estar chalado para no asustarme.

—Sí, es raro. Yo tampoco estoy asustada. Oh, Dios, ahí viene uno. Si me toca, gritaré. Observa esas manos ondulantes. Y esa piel arrugada y viscosa. Me da náuseas.

Botax se aproximó con cuidado y habló con una voz áspera y chirriante a un mismo tiempo, procurando imitar el timbre de los nativos:

—¡Criaturas! No os haremos daño. Pero debemos pediros que nos hagáis el favor de cooperar.—¡Esa cosa habla! —exclamó Charlie—. ¿Qué quieres decir con cooperar?

—Ambos. Entre vosotros —dijo Botax.

—Vaya. —Charlie miró a Marge—. ¿Entiendes de qué habla?

—No tengo la menor idea —respondió ella, con altanería.

—Quiero decir…

Y Botax pronunció la palabra que una vez oyó como sinónimo del proceso.

Marge enrojeció.

—¡Qué! —exclamó con el alarido más resonante que pudo lanzar. Botax y el capitán Garm se pusieron las manos sobre la cintura para cubrirse las franjas auditivas, que temblaron dolorosamente con los decibelios—.

¡Habráse visto! —continuó ella, atropelladamente y sin mayor coherencia—. ¡Soy una mujer casada! Si mi Ed estuviera aquí, ya os metería en cintura. Y tú, tío listo —añadió, girándose hacia Charlie a pesar de la resistencia gomosa—, quienquiera que seas, si crees…

—Oye, oye —protestó Charlie—, que no ha sido idea mía. Quiero decir, claro está, que no es que vaya a despreciar a una dama, por supuesto, pero Yo también estoy casado. Tengo tres hijos. Escucha…

—¿Qué pasa, investigador Botax? —preguntó el capitán Garm—. Estos sonidos cacofónicos son espantosos.

—Bueno… —Botax lanzó un rojo relampagueo de embarazo—. Es un ritual complicado. Al principio deben mostrarse reticentes. Eso realza el resultado posterior. Después de esa etapa inicial tienen que quitarse la piel.

—¿Hay que despellejarlos?

—No exactamente. Estas pieles son artificiales y se pueden quitar sin dolor. Así es como tienen que hacerlo; sobre todo, la forma más pequeña.

—De acuerdo. Diles que se quiten la piel. Botax, esto no me resulta agradable.

—No creo que convenga decirle a la forma más pequeña que se quite la piel. Creo que será mejor seguir atentamente el ritual. Aquí tengo fragmentos de esos cuentos de viajes espaciales que tanto elogiaba el director de la revista Chico juguetón. En ellos se quitan las pieles por la fuerza. He aquí una descripción de un accidente, por ejemplo, «que causó estragos en el vestido de la muchacha, casi arrancándoselo del esbelto cuerpo. Por un segundo, él sintió la tibia firmeza de esos senos casi desnudos contra la mejilla…» Así continúa. Rasgar la ropa y quitarla a la fuerza actúan como estímulo.

—¿Senos? —se extrañó el capitán—. No reconozco ese relampagueo.—Lo inventé para traducir el significado. Alude a los bultos de la región dorsal superior de la forma más pequeña.

—Entiendo. Bien, dile a la más grande que rasgue las pieles de la más pequeña. Qué cosa tan horrenda. Botax se volvió hacia Charlie.

—Por favor, arranca casi por completo el vestido de la muchacha del cuerpo esbelto. Te liberaré para que puedas hacerlo. Marge abrió los ojos de par en par y se volvió hacia Charlie hecha una furia.

—No te atrevas a hacerlo. No oses tocarme, maniático sexual.

—¿Yo? —gimió Charlie—. No es idea mía. ¿Crees que me dedico a rasgar vestidos? Escucha —le dijo a Botax—, tengo esposa y tres hijos. Si ella descubre que ando rasgando vestidos, me molerá a golpes. ¿Sabes lo que hace mi esposa cuando miro a otra mujer? Escucha…

—¿Aún se muestra reticente? —se impacientó el capitán.

—Eso parece —contestó Botax—. El entorno extraño puede prolongar esta etapa de la cooperación. Como sé que es desagradable para ti, yo mismo realizaré esta etapa del ritual. En los cuentos de viajes espaciales, a menudo se escribe que una especie de otro mundo realiza esa tarea. Por ejemplo, aquí. —Hojeó las notas hasta hallar la que buscaba—. Aquí describen a una horrenda especie de otro mundo. Las criaturas de este planeta tienen ideas absurdas, ya me entiendes. Nunca se les ocurre imaginar individuos guapos como nosotros, con una bonita cobertura mucosa.

—¡Continúa! ¡Continúa! ¡No gastes todo el día! —le metió prisa el capitán.

—Sí, capitán. Aquí dice que el extraterrestre «se acercó a donde estaba la muchacha. Gritando histéricamente, fue apresada en el abrazo del monstruo. Las garras le desgarraron ciegamente el cuerpo, haciéndole jirones la falda». Como ves, la criatura nativa grita al ser estimulada cuando le quitan las pieles.

—Pues, adelante, Botax, quítasela. Pero, por favor, no permitas que grite. Me tiembla todo el cuerpo con esas ondas sonoras..

—Si no te importa… —se dirigió Botax a Marge, cortésmente. Movió uno de sus dedos espátula para agarrar el cuello del vestido. Marge se retorció desesperadamente.

—No me toques. ¡No me toques! Me mancharás con esa viscosidad.

Escucha, este vestido me costó veinticuatro dólares con noventa y cinco en Ohrbach’s. ¡Apártate, monstruo! ¡Mira qué ojos tiene! —Jadeaba desesperadamente por los esfuerzos que hacía para esquivar la mano del extraterrestre—. Un viscoso monstruo de ojos saltones, eso es él. Escucha, yo misma me lo quitaré. Pero no lo toques con tu viscosidad, por amor de Dios. —Tanteó el cierre de la cremallera y se volvió irritada hacia Charlie—.

¡No se te ocurra mirar! —Charlie cerró los ojos y se encogió de hombros con resignación. Ella se quitó el vestido—. ¿Qué? ¿Estás satisfecho?

El capitán Garm agitó los dedos, descontento.

—¿Ésos son los senos? ¿Por qué la otra criatura mira hacia otro lado?

—Reticencia, reticencia —contestó Botax—. Además, los senos todavía están tapados. Hay que quitar más pieles. Cuando están desnudos constituyen un estímulo muy fuerte. Continuamente los describen con expresiones como globos de marfil, esferas blancas o alguna otra de ese tipo. Aquí tengo dibujos, que son imágenes visuales, tomados de las cubiertas de las revistas de cuentos espaciales. Sí los miras, verás que en, todos ellos hay una criatura con un seno más o menos expuesto. El capitán miró reflexivamente la ilustración y luego a Marge.

—¿Qué es el marfil?

—Es otro relampagueo inventado por mí. Representa el material del colmillo de una de las grandes criaturas subinteligentes del planeta.

—Ah —dijo el capitán Garm, con un verde destello de satisfacción—. Eso lo explica. Esta pequeña criatura pertenece a una secta guerrera y ésos son colmillos para destrozar al enemigo.

—No, no. Son muy blandos, según tengo entendido.

Botax extendió su mano pequeña y parda hacia los objetos aludidos y Marge retrocedió con un alarido.

—¿Y qué otro propósito cumplen?

—Creo —respondió Botax, con bastante inseguridad— que se usan para alimentar a los vástagos.

—¿Los vástagos se los comen? —preguntó el capitán, con manifiesta turbación.

—No exactamente. Los objetos producen un fluido y el vástago lo consume.

—¿Consume un fluido de un cuerpo viviente? ¡Puf! El capitán se cubrió la cabeza con los tres brazos, utilizando para ello el supernumerario central, que salió de la vaina tan rápidamente que casi derribó a Botax.

—Un viscoso monstruo de ojos saltones con tres brazos —comentó Marge.

—Sí —asintió Charlie.—Oye, tú, cuidado con esos ojos. No mires lo que no debes.

—Escucha, estoy tratando de no mirar. Botax se acercó de nuevo.

—Señora, ¿te quitarías el resto?

Marge intentó levantarse contra el campo de sujeción.

—¡Jamás!

—Lo haré yo, si lo prefieres.

—¡No me toques! Por amor de Dios, no me toques. Mira la viscosidad que tienes encima. De acuerdo, me lo quitaré.

Y se lo quitó, jadeando entrecortadamente y mirando con ojos severos a Charlie.

—No pasa nada —se quejó el capitán, profundamente insatisfecho—. Y este espécimen parece imperfecto. Botax se sintió atacado.

—Te he traído dos especimenes perfectos. ¿Qué hay de malo con esta criatura?

—Sus senos no consisten en globos ni en esferas. Sé lo que son los globos y las esferas y así los representan en estas figuras que me has mostrado. Son globos grandes. Esta criatura, en cambio, sólo tiene colgajos de tejido seco. Y están descoloridos.

—Tonterías —se enfadó Botax—. Debes conceder margen a las variaciones naturales. Se lo preguntaré a la criatura misma. —Se volvió hacía Marge—. Señora, ¿tus senos son imperfectos?

Marge se quedó un rato mirándolo boquiabierta y con los ojos de par en par.

—¡Qué descaro! —exclamó al fin—. No seré Gina Lollobrigida ni Anita Ekberg, pero no tengo nada de imperfecta, gracias. Oh, cielos, si mí Ed estuviera aquí. —Se volvió hacia Charlie—. Oye, tú, dile a esa cosa viscosa de ojos saltones que mi físico no tiene nada de anormal.

—Oye —murmuró Charlie—, no estoy mirando, ¿recuerdas?

—¡Oh, claro, no estás mirando! Has espiado bastante, así que bien podrías abrir esos ojos legañosos y defender a una dama, si es que eres un caballero, que no creo.

—Está bien. —La miró de soslayo, y ella aprovechó la oportunidad para tomar aire y echar los hombros atrás—. No me gusta entrometerme en cuestiones tan delicadas, pero creo que estás bastante bien…

—¿Crees? ¿Eres ciego, o qué? Fui candidata a Miss Brooklyn, por si no lo sabías, y perdí por la cintura, no por…

—Vale, vale. Están bien. De veras. —Afirmó con la cabeza vigorosamente en la dirección de Botax—. Están bien. No soy un gran experto, pero a mí me parecen bien. Marge se relajó.

Botax sintió alivio. Se volvió hacia Garm.

—La forma más grande expresa interés, capitán. El estímulo está funcionando. Ahora, pasemos al punto final.

—¿Y en qué consiste?

—No hay relampagueo para traducirlo, capitán. Esencialmente, consiste en poner el aparato parlante y alimentario de uno contra el aparato equivalente del otro. He inventado un relampagueo para describirlo: beso.

—Esto es cada vez más asqueroso —gruñó el capitán.

—Es el clímax. En todos los cuentos, una vez que se quitan las pieles por la fuerza, se aferran con las extremidades y se consagran alocadamente a besos ardientes, por traducir con la mayor fidelidad posible la frase que se usa con más frecuencia. He aquí un ejemplo escogido al azar: «Abrazó a la muchacha y le estampó la ávida boca en los labios.»

—Tal vez una criatura devoraba a la otra —sugirió el capitán.

—En absoluto —replicó Botax, impaciente—. Son besos ardientes.

—¿Ardientes? ¿Se produce combustión?

—No creo que sea literalmente así. Me imagino que es un modo de expresar que asciende la temperatura. A mayor temperatura, supongo yo, mayor éxito en la producción del vástago. Ahora que la forma grande está adecuadamente estimulada, sólo tiene que estampar la boca en los labios de ella para producir un vástago. Este no se producirá sin ese paso. Es la cooperación de que te he hablado.

—¿Eso es todo? ¿Sólo este…?

El capitán movió las manos para unirlas, pero no soportaba expresar ese pensamiento con relampagueos.

—Eso es todo —asintió Botax—. En ninguno de los cuentos, ni siquiera en Chico juguetón, hallé una descripción de más actividades físicas relacionadas con la producción de vástagos. A veces, después del beso escriben una línea de símbolos semejantes a estrellitas, pero supongo que eso sólo significa más besos; un beso por cada estrella, cuando desean producir una multitud de vástagos.

—Sólo uno, por favor, y rápido.

—Por supuesto, capitán.

Botax dijo con solemne nitidez:

—Señor, ¿besarías a la dama?

—Escucha —objetó él—, no puedo moverme.—Te liberaré, desde luego.

—Tal vez a la dama no le agrade. Marge lo fulminó con la mirada.

—Puedes apostar tus botas a que no me agradará. Mantente alejado de mí.

—Eso quisiera, pero ¿qué harán si no te beso? No quiero que se enfaden. Podemos… bien… darnos un pequeño besito.

Ella titubeó, comprendiendo que esa actitud cautelosa estaba justificada.

—De acuerdo, pero sin cosas raras. No tengo por costumbre estar como vine al mundo enfrente de cualquier fulano, ¿entiendes?

—Lo entiendo. Yo no he tenido nada que ver. Tienes que admitirlo.

—Monstruos viscosos —refunfuñó Marge—. Deben de creerse dioses o algo parecido, por el modo en que dan órdenes a la gente. Dioses viscosos. Eso es lo que son.

Charlie se le acercó.

—Sí te parece bien… Movió la mano como para ladearse el sombrero. Luego, apoyó las manos en los hombros desnudos y se inclinó, frunciendo la boca. Marge se tensó y le aparecieron arrugas en el cuello. Los labios se encontraron. El capitán Garm relampagueó con fastidio.

—No percibo ascenso en la temperatura.

Había levantado su zarcillo de detección térmica por encima de la cabeza, haciéndolo vibrar.

—Yo tampoco —concedió Botax, desorientado—, pero lo están haciendo tal como lo describen los cuentos de viajes espaciales. Creo que sus extremidades deberían estar más extendidas. Ah, así. Está funcionando.

Casi distraídamente, Charlie había rodeado con el brazo el suave y desnudo torso de Marge. Por un instante Marge pareció apoyarse en él, pero de pronto se contorsionó en el campo de sujeción, que aún la aferraba con bastante firmeza.

—Suéltame —masculló sofocada contra la presión de los labios de Charlie.

Le atizó un mordisco y Charlie se apartó dando un grito, se tocó el labio inferior y se miró los dedos para ver si había sangre.

—¿Qué te pasa? —preguntó en tono lastimero.

—Convinimos en que sólo un beso ¿Qué te proponías? ¿Te crees un seductor? ¿Qué es esto? ¿El seductor y los dioses viscosos? El capitán emitió rápidos relampagueos azules y amarillos.—¿Ya está? ¿Cuánto tenemos que esperar ahora?

—Creo que debe ocurrir de inmediato. En todo el universo, cuando alguien tiene que florecer, florece y ya está. No hay espera.

—¿Sí? Después de pensar en esas obscenas costumbres que has descrito, creo que nunca floreceré de nuevo. Por favor, termina con esto.

—Sólo un momento, capitán.

Pero los momentos pasaron y los relampagueos del capitán cobraron un huraño color naranja, mientras que los de Botax perdieron brillo.

Al fin Botax preguntó con voz vacilante:

—Perdón, señora, pero ¿cuándo florecerás?

—¿Cuándo qué?

—¿Cuándo tendrás vástagos?

—Ya tengo un hijo.

—Me refiero a tener vástagos ahora.

—No lo creo. Aún no estoy preparada para tener más hijos.

—¿Qué? ¿Qué? —preguntaba el capitán—. ¿Qué está diciendo?

—Parece ser —le tradujo Botax—, que no piensa tener vástagos por el momento.

La franja cromática del capitán parpadeó, con intenso brillo.

—¿Sabes qué creo, investigador? Creo que tienes una mente degenerada y perversa. No ocurre nada con estas criaturas. No hay cooperación entre ellas ni tienen vástagos. Creo que son dos especies y que estás haciéndote el listo conmigo.

—Pero, capitán… —protestó Botax.

—¡Qué capitán ni qué cuernos! Ya es suficiente. Me has contrariado, me has revuelto el estómago, me has causado náuseas y repulsión, ante la sola idea de la floración, y me has hecho perder el tiempo. Sólo estás buscando fama y gloria personal y me ocuparé de que no las obtengas. Líbrate de estas criaturas. Devuélvele a ésta sus pieles y déjalas donde las encontraste. Debería descontarte del sueldo todo lo que hemos gastado en la estasis temporal.

—Pero, capitán…

—Que las devuelvas, he dicho. Devuélvelas al mismo lugar y al mismo instante del tiempo. Quiero que este planeta quede intacto y me ocuparé de que así sea. —Echó a Botax otra mirada furibunda—. Una especie, dos formas, senos, besos, cooperación. ¡Bah! Eres un necio, investigador, y también un mentecato y, ante todo, una criatura muy enferma.

No había réplica posible. Temblándole los miembros, Botax se dispuso a devolver las criaturas. Estaban en la estación elevada mirando a su alrededor de mal humor. Los rodeaba el crepúsculo, y el tren que se aproximaba era apenas un estruendo a lo lejos.

—Oye —habló Marge con un hilo de voz—, ¿sucedió de veras? Charlie movió la cabeza afirmativamente.

—Yo lo recuerdo.

—No podemos contarlo.

—Claro que no. Dirían que estamos chalados.

—Vale. Bien.

Marge se alejó unos pasos. Charlie se disculpó:

—Oye, lamento que te sintieras molesta. No fue culpa mía.

—Está bien. Lo sé.

Se puso a mirar el andén de madera. El sonido del tren se hizo más fuerte.

—En realidad, no estabas nada mal. De hecho, tenías muy buen aspecto, pero me avergonzaba decirlo.

Ella sonrió.

—Está bien.

—¿No quieres tomar una taza de café para tranquilizarte? Mi esposa no me espera temprano.

—¿No? Vale. Ed no está en casa este fin de semana, así que sólo me espera un piso vacío. El niño está en casa de mi madre.

—Vamos, pues. En cierto modo nos han presentado.

—Vaya que sí —dijo ella, y se echó a reír.

El tren entró en la estación, pero ellos se marcharon, bajando a la calle por la angosta escalera.

Se tomaron un par de cócteles, y luego Charlie no pudo consentir que ella regresara a casa sola en la oscuridad, así que la acompañó hasta la puerta.

Naturalmente, Marge no tuvo otro remedio que invitarlo a pasar un momento.

Entre tanto, en la nave espacial, el abatido Botax hacía un último esfuerzo por demostrar que tenía razón. Mientras Garm preparaba la nave para la partida, Botax lo que preparó fue la videopantalla de rayos para echar un último vistazo a sus especímenes. Localizó a Charlie y a Marge en el piso de ésta. Se le endureció el zarcillo y comenzó a relampaguear en un deslumbrante arco iris de colores.

—¡Capitán Garm! ¡Capitán! ¡Mira lo que hacen ahora!Pero en ese instante la nave abandonó la estasis temporal.

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La Última Pregunta https://culturaquetzal.com/2023/05/13/la-ultima-pregunta/ https://culturaquetzal.com/2023/05/13/la-ultima-pregunta/#respond Sat, 13 May 2023 23:57:04 +0000 https://culturaquetzal.com/?p=806 Por: Isaac Asimov

La última pregunta se formuló por primera vez, medio en broma, el 21 de mayo de 2061, en momentos en que la humanidad (también por primera vez) se bañó en luz. La pregunta llegó como resultado de una apuesta por cinco dólares hecha entre dos hombres que bebían cerveza, y sucedió de esta manera:

Alexander Adell y Bertram Lupov eran dos de los fieles asistentes de Multivac. Dentro de las dimensiones de lo humano sabían qué era lo que pasaba detrás del rostro frío, parpadeante e intermitentemente luminoso -kilómetros y kilómetros de rostro- de la gigantesca computadora. Al menos tenían una vaga noción del plan general de circuitos y retransmisores que desde hacía mucho tiempo habían superado toda posibilidad de ser dominados por una sola persona.

Multivac se autoajustaba y autocorregía. Así tenía que ser, porque nada que fuera humano podía ajustarla y corregirla con la rapidez suficiente o siquiera con la eficacia suficiente. De manera que Adell y Lupov atendían al monstruoso gigante sólo en forma ligera y superficial, pero lo hacían tan bien como podría hacerlo cualquier otro hombre. La alimentaban con información, adaptaban las preguntas a sus necesidades y traducían las respuestas que aparecían. Por cierto, ellos, y todos los demás asistentes tenían pleno derecho a compartir la gloria de Multivac.

Durante décadas, Multivac ayudó a diseñar naves y a trazar las trayectorias que permitieron al hombre llegar a la Luna, a Marte y a Venus, pero después de eso, los pobres recursos de la Tierra ya no pudieron serles de utilidad a las naves. Se necesitaba demasiada energía para los viajes largos y pese a que la Tierra explotaba su carbón y uranio con creciente eficacia había una cantidad limitada de ambos.

Pero lentamente, Multivac aprendió lo suficiente como para responder a las preguntas más complejas en forma más profunda, y el 14 de mayo de 2061 lo que hasta ese momento era teoría se convirtió en realidad.

La energía del Sol fue almacenada, modificada y utilizada directamente en todo el planeta. Cesó en todas partes el hábito de quemar carbón y fisionar uranio y toda la Tierra se conectó con una pequeña estación -de un kilómetro y medio de diámetro- que circundaba el planeta a mitad de distancia de la Luna, para funcionar con rayos invisibles de energía solar.

Siete días no habían alcanzado para empañar la gloria del acontecimiento, y Adell y Lupov finalmente lograron escapar de la celebración pública, para refugiarse donde nadie pensaría en buscarlos: en las desiertas cámaras subterráneas, donde se veían partes del poderoso cuerpo enterrado de Multivac. Sin asistentes, ociosa, clasificando datos con clicks satisfechos y perezosos, Multivac también se había ganado sus vacaciones y los asistentes la respetaban y originalmente no tenían intención de perturbarla.

Se habían llevado una botella, y su única preocupación en ese momento era relajarse y disfrutar de la bebida.

– Es asombroso, cuando uno lo piensa -dijo Adell. En su rostro ancho se veían huellas de cansancio, y removió lentamente la bebida con una varilla de vidrio, observando el movimiento de los cubos de hielo en su interior. – Toda la energía que podremos usar de ahora en adelante, gratis. Suficiente energía, si quisiéramos emplearla, como para derretir a toda la Tierra y convertirla en una enorme gota de hierro líquido impuro, y no echar de menos la energía empleada. Toda la energía que podremos usar por siempre y siempre y siempre.

Lupov ladeó la cabeza. Tenía el hábito de hacerlo cuando quería oponerse a lo que oía, y en ese momento quería oponerse; en parte porque había tenido que llevar el hielo y los vasos.

– No para siempre -dijo.

– Ah, vamos, prácticamente para siempre. Hasta que el Sol se apague, Bert.

– Entonces no es para siempre.

– Muy bien, entonces. Durante miles de millones de años. Veinte mil millones, tal vez. ¿Estás satisfecho?

Lupov se pasó los dedos por los escasos cabellos como para asegurarse de que todavía le quedaban algunos y tomó un pequeño sorbo de su bebida.

– Veinte mil millones de años no es ‘para siempre’.

– Bien, pero superará nuestra época ¿verdad?

– También la superarán el carbón y el uranio.

– De acuerdo, pero ahora podemos conectar cada nave espacial individualmente con la Estación Solar, y hacer que vaya y regrese de Plutón un millón de veces sin que tengamos que preocuparnos por el combustible. No puedes hacer eso con carbón y uranio. Pregúntale a Multivac, si no me crees.

– No necesito preguntarle a Multivac. Lo sé.

– Entonces deja de quitarle méritos a lo que Multivac ha hecho por nosotros -dijo Adell, malhumorado-. Se portó muy bien.

– ¿Quién dice que no? Lo que yo sostengo es que el Sol no durará eternamente. Eso es todo lo que digo. Estamos a salvo por veinte mil millones de años, pero ¿y luego? -Lupov apuntó con un dedo tembloroso al otro. – Y no me digas que nos conectaremos con otro Sol.

Durante un rato hubo silencio. Adell se llevaba la copa a los labios sólo de vez en cuando, y los ojos de Lupov se cerraron lentamente. Descansaron. De pronto Lupov abrió los ojos.

– Piensas que nos conectaremos con otro Sol cuando el nuestro muera, ¿verdad?

– No estoy pensando nada.

– Seguro que estás pensando. Eres malo en lógica, ése es tu problema. Eres como ese tipo del cuento a quien lo sorprendió un chaparrón, corrió a refugiarse en un monte y se paró bajo un árbol. No se preocupaba porque pensaba que cuando un árbol estuviera totalmente mojado, simplemente iría a guarecerse bajo otro.

– Entiendo -dijo Adell-, no grites. Cuando el Sol muera, las otras estrellas habrán muerto también.

– Por supuesto -murmuró Lupov-. Todo comenzó con la explosión cósmica original, fuera lo que fuese, y todo terminará cuando todas las estrellas se extingan.

Algunas se agotan antes que otras. Por Dios, los gigantes no durarán cien millones de años. El Sol durará veinte mil millones de años y tal vez las enanas durarán cien mil millones por mejores que sean. Pero en un trillón de años estaremos a oscuras. La entropía tiene que incrementarse al máximo, eso es todo.

– Sé todo lo que hay que saber sobre la entropía -dijo Adell, tocado en su amor propio.

– ¡Qué vas a saber!

– Sé tanto como tú.

– Entonces sabes que todo se extinguirá algún día.

– Muy bien. ¿Quién dice que no?

– Tú, grandísimo tonto. Dijiste que teníamos toda la energía que necesitábamos, para siempre. Dijiste ‘para siempre’.

Esta vez le tocó a Adell oponerse.

– Tal vez podamos reconstruir las cosas algún día.

– Nunca.

– ¿Por qué no? Algún día.

– Nunca.

– Pregúntale a Multivac.

– Pregúntale tú a Multivac. Te desafío. Te apuesto cinco dólares a que no es posible.

Adell estaba lo suficientemente borracho como para intentarlo y lo suficientemente sobrio como para traducir los símbolos y operaciones necesarias para formular la pregunta que, en palabras, podría haber correspondido a esto: ¿Podrá la humanidad algún día, sin el gasto neto de energía, devolver al Sol toda su juventud aún después que haya muerto de viejo?

O tal vez podría reducirse a una pregunta más simple, como ésta: ¿Cómo puede disminuirse masivamente la cantidad neta de entropía del universo?

Multivac enmudeció. Los lentos resplandores oscuros cesaron, los clicks distantes de los transmisores terminaron.

Entonces, mientras los asustados técnicos sentían que ya no podían contener más el aliento, el teletipo adjunto a la computadora cobró vida repentinamente. Aparecieron cinco palabras impresas: DATOS INSUFICIENTES PARA RESPUESTA ESCLARECEDORA.

– No hay apuesta -murmuró Lupov. Salieron apresuradamente.

A la mañana siguiente, los dos, con dolor de cabeza y la boca pastosa, habían olvidado el incidente.

Jerrodd, Jerrodine y Jerrodette I y II observaban la imagen estrellada en el visiplato mientras completaban el pasaje por el hiperespacio en un lapso fuera de las dimensiones del tiempo. Inmediatamente, el uniforme de polvo de estrellas dio paso al predominio de un único disco de mármol, brillante, centrado.

– Es X-23 – dijo Jerrodd con confianza. Sus manos delgadas se entrelazaron con fuerza detrás de su espalda y los nudillos se pusieron blancos.

Las pequeñas Jerrodettes, niñas ambas, habían experimentado el pasaje por el hiperespacio por primera vez en su vida. Contuvieron sus risas y se persiguieron locamente alrededor de la madre, gritando:

– Hemos llegado a X-23… hemos llegado a X-23… hemos llegado a X-23… hemos llegado…

– Tranquilas, niñas -dijo rápidamente Jerrodine-. ¿Estás seguro, Jerrodd?

– ¿De qué hay que estar seguro? -preguntó Jerrodd, echando una mirada al tubo de metal justo debajo del techo, que ocupaba toda la longitud de la habitación y desaparecía a través de la pared en cada extremo. Tenía la misma longitud que la nave.

Jerrodd sabía poquísimo sobre el grueso tubo de metal excepto que se llamaba Microvac, que uno le hacía preguntas si lo deseaba; que aunque uno no se las hiciera de todas maneras cumplía con su tarea de conducir la nave hacia un destino prefijado, de abastecerla de energía desde alguna de las diversas estaciones de Energía Subgaláctica y de computar las ecuaciones para los saltos hiperespaciales.

Jerrodd y su familia no tenían otra cosa que hacer sino esperar y vivir en los cómodos sectores residenciales de la nave. Cierta vez alguien le había dicho a Jerrodd, que el ‘ac’ al final de ‘Microvac’ quería decir ‘computadora análoga’ en inglés antiguo, pero estaba a punto de olvidar incluso eso.

Los ojos de Jerrodine estaban húmedos cuando miró el visiplato.

– No puedo evitarlo. Me siento extraña al salir de la Tierra.

– ¿Por qué, caramba? -preguntó Jerrodd-. No teníamos nada allí. En X-23 tendremos todo. No estarás sola. No serás una pionera. Ya hay un millón de personas en ese planeta. Por Dios, nuestros bisnietos tendrán que buscar nuevos mundos porque llegará el día en que X-23 estará superpoblado. -Luego agregó, después de una pausa reflexiva: – Te aseguro que es una suerte que las computadoras hayan desarrollado viajes interestelares, considerando el ritmo al que aumenta la raza.

– Lo sé, lo sé -respondió Jerrodine con tristeza.

Jerrodette I dijo de inmediato:

– Nuestra Microvac es la mejor Microvac del mundo.

– Eso creo yo también -repuso Jerrodd, desordenándole el pelo.

Era realmente una sensación muy agradable tener una Microvac propia y Jerrodd estaba contento de ser parte de su generación y no de otra. En la juventud de su padre las únicas computadoras eran unas enormes máquinas que ocupaban un espacio de ciento cincuenta kilómetros cuadrados. Sólo había una por planeta. Se llamaban ACs Planetarias. Durante mil años habían crecido constantemente en tamaño y luego, de pronto, llegó el refinamiento. En lugar de transistores hubo válvulas moleculares, de manera que hasta la AC Planetaria más grande podía colocarse en una nave espacial y ocupar sólo la mitad del espacio disponible.

Jerrodd se sentía eufórico siempre que pensaba que su propia Microvac personal era muchísimo más compleja que la antigua y primitiva Multivac que por primera vez había domado al Sol, y casi tan complicada como una AC Planetaria de la Tierra (la más grande) que por primera vez resolvió el problema del viaje hiperespacial e hizo posibles los viajes a las estrellas. – Tantas estrellas, tantos planetas -suspiró Jerrodine, inmersa en sus propios pensamientos-. Supongo que las familias seguirán emigrando siempre a nuevos planetas, tal como lo hacemos nosotros ahora.

– No siempre -respondió Jerrodd, con una sonrisa-. Todo esto terminará algún día, pero no antes de que pasen billones de años. Muchos billones. Hasta las estrellas se extinguen, ¿sabes? Tendrá que aumentar la entropía.

– ¿Qué es la entropía, papá? -preguntó Jerrodette II con voz aguda.

– Entropía, querida, es sólo una palabra que significa la cantidad de desgaste del universo. Todo se desgasta, como sabrás, por ejemplo tu pequeño robot walkie- talkie, ¿recuerdas?

– ¿No puedes ponerle una nueva unidad de energía, como a mi robot?

– Las estrellas son unidades de energía, querida. Una vez que se extinguen, ya no hay más unidades de energía.

Jerrodette I lanzó un chillido de inmediato.

– No las dejes, papá. No permitas que las estrellas se extingan.

– Mira lo que has hecho -susurró Jerrodine, exasperada. – ¿Cómo podía saber que iba a asustarla? -respondió Jerrodd también en un susurro.

– Pregúntale a la Microvac -gimió Jerrodette I-. Pregúntale cómo volver a encender las estrellas.

– Vamos -dijo Jerrodine-. Con eso se tranquilizarán. -(Jerrodette II ya se estaba echando a llorar, también).

Jerrodd se encogió de hombros.

– Ya está bien, queridas. Le preguntaré a Microvac. No se preocupen, ella nos lo dirá.

Le preguntó a la Microvac, y agregó rápidamente:

– Imprimir la respuesta.

Jerrodd retiró la delgada cinta de celufilm y dijo alegremente: – Miren, la Microvac dice que se ocupará de todo cuando llegue el momento, y que no se preocupen. Jerrodine dijo:

– Y ahora, niñas, es hora de acostarse. Pronto estaremos en nuestro nuevo hogar. Jerrodd leyó las palabras en el celufilm nuevamente antes de destruirlo: DATOS INSUFICIENTES PARA RESPUESTA ESCLARECEDORA.

Se encogió de hombros y miró el visiplato. El X-23 estaba cerca.

VJ-23X de Lameth miró las negras profundidades del mapa tridimensional en pequeña escala de la Galaxia y dijo:

– ¿No será una ridiculez que nos preocupe tanto la cuestión? MQ-17J de Nicron sacudió la cabeza.

– Creo que no. Sabes que la Galaxia estará llena en cinco años con el actual ritmo de expansión.

Los dos parecían jóvenes de poco más de veinte años. Ambos eran altos y de formas perfectas.

– Sin embargo, dijo VJ-23X- me resisto a presentar un informe pesimista al Consejo Galáctico.

– Yo no pensaría en presentar ningún otro tipo de informe. Tenemos que inquietarlos un poco. No hay otro remedio.

VJ-23X suspiró.

– El espacio es infinito. Hay cien billones de galaxias disponibles.

– Cien billones no es infinito, y cada vez se hace menos infinito. ¡Piénsalo! Hace veinte mil años, la humanidad resolvió por primera vez el problema de utilizar energía estelar, y algunos siglos después se hicieron posibles los viajes interestelares. A la humanidad le llevó un millón de años llenar un pequeño mundo y luego sólo quince mil años llenar el resto de la Galaxia. Ahora la población se duplica cada diez años…

VJ-23X lo interrumpió.

– Eso debemos agradecérselo a la inmortalidad.

– Muy bien. La inmortalidad existe y debemos considerarla. Admito que esta inmortalidad tiene su lado complicado. La galáctica AC nos ha solucionado muchos problemas, pero al resolver el problema de evitar la vejez y la muerte, anuló todas las otras cuestiones.

– Sin embargo no creo que desees abandonar la vida.

– En absoluto -saltó MQ-17J, y luego se suavizó de inmediato-. No todavía. No soy tan viejo. ¿Cuántos años tienes tú?

– Doscientos veintitrés. ¿Y tú?

– Yo todavía no tengo doscientos. Pero, volvamos a lo que decía. La población se duplica cada diez años. Una vez que se llene esta galaxia, habremos llenado otra en diez años. Diez años más y habremos llenado dos más. Otra década, cuatro más. En cien años, habremos llenado mil galaxias; en mil años, un millón de galaxias. En diez mil años, todo el universo conocido. Y entonces, ¿qué?

VJ-23X dijo:

– Como problema paralelo, está el del transporte. Me pregunto cuántas unidades de energía solar se necesitarán para trasladar galaxias de individuos de una galaxia a la siguiente.

– Muy buena observación. La humanidad ya consume dos unidades de energía solar por año.

– La mayor parte de esta energía se desperdicia. Al fin y al cabo, nuestra propia galaxia sola gasta mil unidades de energía solar por año, y nosotros solamente usamos dos de ellas.

– De acuerdo, pero aún con una eficiencia de un cien por ciento, sólo podemos postergar el final. Nuestras necesidades energéticas crecen en progresión geométrica, y a un ritmo mayor que nuestra población. Nos quedaremos sin energía todavía más rápido que sin galaxias. Muy buena observación. Muy, muy buena observación.

– Simplemente tendremos que construir nuevas estrellas con gas interestelar.

– ¿O con calor disipado? -preguntó MQ-17J, con tono sarcástico.

– Puede haber alguna forma de revertir la entropía. Tenemos que preguntárselo a la Galáctica AC.

VJ-23X no hablaba realmente en serio, pero MQ-17J sacó su contacto AC del bolsillo y lo colocó sobre la mesa frente a él.

– No me faltan ganas -dijo-. Es algo que la raza humana tendrá que enfrentar algún día.

Miró sombríamente su pequeño contacto AC. Era un objeto de apenas cinco centímetros cúbicos, nada en sí mismo, pero estaba conectado a través del hiperespacio con la gran Galáctica AC que servía a toda la humanidad y, a su vez era parte integral suya.

MQ-17J hizo una pausa para preguntarse si algún día, en su vida inmortal, llegaría a ver la Galáctica AC. Era un pequeño mundo propio, una telaraña de rayos de energía que contenía la materia dentro de la cual las oleadas de los planos medios ocupaban el lugar de las antiguas y pesadas válvulas moleculares. Sin embargo, a pesar de esos funcionamientos subetéreos, se sabía que la Galáctica AC tenía mil diez metros de ancho.

Repentinamente, MQ-17J preguntó a su contacto AC:

– ¿Es posible revertir la entropía?

VJ-23X, sobresaltado, dijo de inmediato:

– Ah, mira, realmente yo no quise decir que tenías que preguntar eso.

– ¿Por qué no?

– Los dos sabemos que la entropía no puede revertirse. No puedes volver a convertir el humo y las cenizas en un árbol.

– ¿Hay árboles en tu mundo? -preguntó MQ-17J. El sonido de la Galáctica AC los sobresaltó y les hizo guardar silencio. Se oyó su voz fina y hermosa en el contacto AC en el escritorio. Dijo: DATOS INSUFICIENTES PARA RESPUESTA ESCLARECEDORA.

VJ-23X dijo:

– ¡Ves!

Entonces los dos hombres volvieron a la pregunta del informe que tenían que hacer para el Consejo Galáctico.

La mente de Zee Prime abarcó la nueva galaxia con un leve interés en los incontables racimos de estrellas que la poblaban. Nunca había visto eso antes.

¿Alguna vez las vería todas? Tantas estrellas, cada una con su carga de humanidad… una carga que era casi un peso muerto. Cada vez más, la verdadera esencia del hombre había que encontrarla allá afuera, en el espacio.

¡En las mentes, no en los cuerpos! Los cuerpos inmortales permanecían en los planetas, suspendidos sobre los eones. A veces despertaban a una actividad material pero eso era cada vez más raro. Pocos individuos nuevos nacían para unirse a la multitud increíblemente poderosa, pero, ¿qué importaba? Había poco lugar en el universo para nuevos individuos.

Zee Prime despertó de su ensoñación al encontrarse con los sutiles manojos de otra mente.

– Soy Zee Prime. ¿Y tú?

– Soy Dee Sub Wun. ¿Tu galaxia?

– Sólo la llamamos Galaxia. ¿Y tú?

– Llamamos de la misma manera a la nuestra. Todos los hombres llaman Galaxia a su galaxia, y nada más. ¿Por qué será?

– Porque todas las galaxias son iguales.

– No todas. En una galaxia en particular debe de haberse originado la raza humana. Eso la hace diferente.

Zee Prime dijo:

– ¿En cuál?

– No sabría decirte. La Universal AC debe estar enterada.

– ¿Se lo preguntamos? De pronto tengo curiosidad por saberlo.

Las percepciones de Zee Prime se ampliaron hasta que las galaxias mismas se encogieron y se convirtieron en un polvo nuevo, más difuso, sobre un fondo mucho más grande. Tantos cientos de billones de galaxias, cada una con sus seres inmortales, todas llevando su carga de inteligencias, con mentes que vagaban libremente por el espacio. Y sin embargo una de ellas era única entre todas por ser la Galaxia original. Una de ellas tenía en su pasado vago y distante, un período en que había sido la única galaxia poblada por el hombre.

Zee Prime se consumía de curiosidad por ver esa galaxia y gritó:

– ¡Universal AC! ¿En qué galaxia se originó el hombre?

La Universal AC oyó, porque en todos los mundos tenía listos sus receptores, y cada receptor conducía por el hiperespacio a algún punto desconocido donde la Universal AC se mantenía independiente.

Zee Prime sólo sabía de un hombre cuyos pensamientos habían penetrado a distancia sensible de la Universal AC, y sólo informó sobre un globo brillante, de sesenta centímetros de diámetro, difícil de ver.

– ¿Pero cómo puede ser eso toda la Universal AC? -había preguntado Zee Prime.

La mayor parte -fue la respuesta- está en el hiperespacio. No puedo imaginarme en qué forma está allí.

Nadie podía imaginarlo, porque hacía mucho que había pasado el día- y eso Zee Prime lo sabía- en que algún hombre tuvo parte en construir la Universal AC. Cada Universal AC diseñaba y construía a su sucesora. Cada una, durante su existencia de un millón de años o más, acumulaba la información necesaria como para construir una sucesora mejor, más intrincada, más capaz en la cual dejar sumergido y almacenado su propio acopio de información e individualidad.

La Universal AC interrumpió los pensamientos erráticos de Zee Prime, no con palabras, sino con directivas. La mentalidad de Zee Prime fue dirigida hacia un difuso mar de Galaxias donde una en particular se agrandaba hasta convertirse en estrellas.

Llegó un pensamiento, infinitamente distante, pero infinitamente claro.

ÉSTA ES LA GALAXIA ORIGINAL DEL HOMBRE.

Pero era igual, al fin y al cabo, igual que cualquier otra, y Zee Prime resopló de desilusión.

Dee Sub Wun, cuya mente había acompañado a Zee Prime, dijo de pronto:

– ¿Y una de estas estrellas es la estrella original del hombre?

La Universal AC respondió:

LA ESTRELLA ORIGINAL DEL HOMBRE SE HA HECHO NOVA. ES UNA ENANA BLANCA.

– ¿Los hombres que la habitaban murieron? -preguntó Zee Prime, sobresaltado y sin pensar.

La Universal AC respondió:

COMO SUCEDE EN ESTOS CASOS UN NUEVO MUNDO PARA SUS CUERPOS FÍSICOS FUE CONSTRUIDO EN EL TIEMPO.

– Sí, por supuesto -dijo Zee Prime, pero aún así lo invadió una sensación de pérdida. Su mente dejó de centrarse en la Galaxia original del hombre, y le permitió volver y perderse en pequeños puntos nebulosos. No quería volver a verla.

Dee Sub Wun dijo:

– ¿Qué sucede?

– Las estrellas están muriendo. La estrella original ha muerto.

– Todas deben morir. ¿Por qué no?

– Pero cuando toda la energía se haya agotado, nuestros cuerpos finalmente morirán, y tú y yo con ellos.

– Llevará billones de años.

– No quiero que suceda, ni siquiera dentro de billones de años. ¡Universal AC! ¿Cómo puede evitarse que las estrellas mueran?

Dee Sub Wun dijo, divertido:

– Estás preguntando cómo podría revertirse la dirección de la entropía.

Y la Universal AC respondió:

TODAVÍA NO HAY INSUFICIENTES DATOS PARA UNA RESPUESTA ESCLARECEDORA.

Los pensamientos de Zee Prime volaron a su propia galaxia. Dejó de pensar en Dee Sub Wun, cuyo cuerpo podría estar esperando en una galaxia a un trillón de años luz de distancia, o en la estrella siguiente a la de Zee Prime. No importaba.

Con aire desdichado, Zee Prime comenzó a recoger hidrógeno interestelar con el cual construir una pequeña estrella propia. Si las estrellas debían morir alguna vez, al menos podrían construirse algunas.

El Hombre, mentalmente, era uno solo, y estaba conformado por un trillón de trillones de cuerpos sin edad, cada uno en su lugar, cada uno descansando, tranquilo e incorruptible, cada uno cuidado por autómatas perfectos, igualmente incorruptibles, mientras las mentes de todos los cuerpos se fusionaban libremente entre sí, sin distinción.

El Hombre dijo:

– El universo está muriendo.

El Hombre miró a su alrededor a las galaxias cada vez más oscuras. Las estrellas gigantes, muy gastadoras, se habían ido hace rato, habían vuelto a lo más oscuro de la oscuridad del pasado distante. Casi todas las estrellas eran enanas blancas, que finalmente se desvanecían.

Se habían creado nuevas estrellas con el polvo que había entre ellas, algunas por procesos naturales, otras por el Hombre mismo, y también se estaban apagando.

Las enanas blancas aún podían chocar entre ellas, y de las poderosas fuerzas así liberadas se construirían nuevas estrellas, pero una sola estrella por cada mil estrellas enanas blancas destruidas, y también éstas llegarían a su fin.

El Hombre dijo:

– Cuidadosamente administrada y bajo la dirección de la Cósmica AC, la energía que todavía queda en todo el universo, puede durar billones de años. Pero aún así eventualmente todo llegará a su fin. Por mejor que se la administre, por más que se la racione, la energía gastada desaparece y no puede ser repuesta. La entropía aumenta continuamente.

El Hombre dijo:

– ¿Es posible no revertir la entropía? Preguntémosle a la Cósmica AC.

La AC los rodeó pero no en el espacio. Ni un solo fragmento de ella estaba en el espacio. Estaba en el hiperespacio y hecha de algo que no era materia ni energía. La pregunta sobre su tamaño y su naturaleza ya no tenía sentido comprensible para el Hombre.

– Cósmica AC -dijo el Hombre- ¿cómo puede revertirse la entropía?

La Cósmica AC dijo:

LOS DATOS SON TODAVÍA INSUFICIENTES PARA UNA RESPUESTA ESCLARECEDORA.

El Hombre ordenó: – Recoge datos adicionales.

La Cósmica AC dijo:

LO HARÉ. HACE CIENTOS DE BILLONES DE AÑOS QUE LO HAGO. MIS PREDECESORES Y YO HEMOS ESCUCHADO MUCHAS VECES ESTA PREGUNTA. TODOS LOS DATOS QUE TENGO SIGUEN SIENDO INSUFICIENTES.

– ¿Llegará el momento -preguntó el Hombre- en que los datos sean suficientes o el problema es insoluble en todas las circunstancias concebibles?

La Cósmica AC respondió:

NINGÚN PROBLEMA ES INSOLUBLE EN TODAS LAS CIRCUNSTANCIAS CONCEBIBLES.

El Hombre preguntó:

– ¿Cuándo tendrás suficientes datos como para responder a la pregunta?

La Cósmica AC respondió:

LOS DATOS SON TODAVÍA INSUFICIENTES PARA UNA RESPUESTA ESCLARECEDORA.

– ¿Seguirás trabajando en eso? -preguntó el Hombre.

La Cósmica AC respondió:

– SÍ. El Hombre dijo:

– Esperaremos.

Las estrellas y las galaxias murieron y se convirtieron en polvo, y el espacio se volvió negro después de tres trillones de años de desgaste.

Uno por uno, el Hombre se fusionó con la AC, cada cuerpo físico perdió su identidad mental en forma tal que no era una pérdida sino una ganancia.

La última mente del Hombre hizo una pausa antes de la fusión, contemplando un espacio que sólo incluía la borra de la última estrella oscura y nada aparte de esa materia increíblemente delgada, agitada al azar por los restos de un calor que se gastaba, asintóticamente, hasta llegar al cero absoluto.

El Hombre dijo:

– AC, ¿es éste el final? ¿Este caos no puede ser revertido al universo una vez más? ¿Esto no puede hacerse?

AC respondió:

LOS DATOS SON TODAVÍA INSUFICIENTES PARA UNA RESPUESTA ESCLARECEDORA.

La última mente del Hombre se fusionó y sólo AC existió en el hiperespacio.

La materia y la energía se agotaron y con ellas el espacio y el tiempo. Hasta AC existía solamente para la última pregunta que nunca había sido respondida desde la época en que dos técnicos en computación medio alcoholizados, tres trillones de años antes, formularon la pregunta en la computadora que era para AC mucho menos de lo que para un hombre el Hombre.

Todas las otras preguntas habían sido contestadas, y hasta que esa última pregunta fuera respondida también, AC no podría liberar su conciencia.

Todos los datos recogidos habían llegado al fin. No quedaba nada para recoger.

Pero toda la información reunida todavía tenía que ser completamente correlacionada y unida en todas sus posibles relaciones.

Se dedicó un intervalo sin tiempo a hacer esto.

Y sucedió que AC aprendió cómo revertir la dirección de la entropía.

Pero no había ningún Hombre a quien AC pudiera dar una respuesta a la última pregunta. No había materia. La respuesta -por demostración- se ocuparía de eso también.

Durante otro intervalo sin tiempo, AC pensó en la mejor forma de hacerlo. Cuidadosamente, AC organizó el programa.

La conciencia de AC abarcó todo lo que alguna vez había sido un universo y pensó en lo que en ese momento era el caos.

Paso a paso, había que hacerlo.

Y AC dijo:

¡HÁGASE LA LUZ!

Y la luz se hizo…

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¡Cuánto se divertían! https://culturaquetzal.com/2023/04/06/cuanto-se-divertian/ https://culturaquetzal.com/2023/04/06/cuanto-se-divertian/#respond Thu, 06 Apr 2023 08:47:58 +0000 https://culturaquetzal.com/?p=761 Por: Isaac Asimov

Margie incluso lo escribió aquella noche en su diario, en la página encabezada con la fecha 17 de mayo de 2157. «¡Hoy, Tommy ha encontrado un libro auténtico!»

Era un libro muy antiguo. El abuelo de Margie le había dicho una vez que siendo pequeño su abuelo le contó que hubo un tiempo en que todas las historias se imprimían en papel.

Volvieron las páginas, amarillas y rugosas, y se sintieron tremendamente divertidos al leer palabras que permanecían inmóviles, en vez de moverse como debieran, sobre una pantalla. Y cuando se volvía a la página anterior, en ella seguían las mismas palabras que se habían leído por primera vez.

—¡Caray! —comentó Tommy.—. ¡Vaya despilfarro! Una vez acabado el libro, sólo sirve para tirarlo, creo yo. Nuestra pantalla de televisión habrá contenido ya un millón de libros, y todavía le queda sitio para muchos más. Nunca se me ocurriría tirarla.

—Ni a mí la mía —asintió Margie.

Tenía once años y no había visto tantos libros de texto como Tommy, que ya había cumplido los trece.

—¿Dónde lo encontraste? —preguntó la chiquilla.

—En mi casa —respondió él sin mirarla, ocupado en leer—. En el desván.

—¿Y de qué trata?

—De la escuela.

Margie hizo una mueca de disgusto.

—¿De la escuela? ¡Mira que escribir sobre la escuela! Odio la escuela.

Margie siempre había odiado la escuela, pero ahora más que nunca. El profesor mecánico le había señalado tema tras tema de geografía, y ella había respondido cada vez peor, hasta que su madre, meneando muy preocupada la cabeza, llamó al inspector.

Se trataba de un hombrecillo rechoncho, con la cara encarnada y armado con una caja de instrumental, llena de diales y alambres. Sonrió a Margie y le dio una manzana, llevándose luego aparte al profesor. Margie había esperado que no supiera recomponerlo.

Pero sí sabía. Al cabo de una hora poco más o menos, allí estaba de nuevo, grande, negro y feo, con su enorme pantalla, en la que se inscribían todas las lecciones y se formulaban las preguntas. Pero eso, al fin y al cabo no era tan malo. Margie detestaba sobre todo la ranura donde tenía que depositar los deberes y los ejercicios. Había que transcribirlos siempre al código de perforaciones que la obligaron a aprender cuando tenía seis años. El profesor mecánico calculaba la nota en menos tiempo que se precisa para respirar.

El inspector sonrió una vez acabada su tarea y luego, dando una palmadita en la cabeza de Margie, dijo a su madre:

—No es culpa de la niña, señora Jones. Creo que el sector geografía se había programado con demasiada rapidez. A veces ocurren estas cosas. Lo he puesto más despacio, a la medida de diez años. Realmente, el nivel general de los progresos de la pequeña resulta satisfactorio por completo…

Y volvió a dar una palmadita en la cabeza de Margie. Esta se sentía desilusionada. Pensaba que se llevarían al profesor. Así lo habían hecho con el de Tommy, por espacio de casi un mes, debido a que el sector de historia se había desajustado.

—¿Por qué iba a escribir nadie sobre la escuela? —preguntó a Tommy.

El chico la miró con aire de superioridad.

—Porque es una clase de escuela muy distinta a la nuestra, estúpida. El tipo de escuela que tenían hace cientos y cientos de años. —Y añadió con tono superior, recalcando las palabras—: Hace siglos.

Margie se ofendió.

—De acuerdo, no sé qué clase de escuela tenían hace tanto tiempo. —Leyó por un momento el libro por encima del hombro de Tommy y comentó—: De todos modos, había un profesor.

—¡Pues claro que había un profesor! Pero no se trataba de un maestro normal. Era un hombre.

—¿Un hombre? ¿Cómo podía ser profesor un hombre?

—Bueno… Les contaba cosas a los chicos y les daba deberes para casa y les hacía preguntas.

—Un hombre no es bastante listo para eso.

—Seguro que sí. Mi padre sabe tanto como mi maestro.

—No lo creo. Un hombre no puede saber tanto como un profesor.

—Apuesto a que mi padre sabe casi tanto como él.

Margie no estaba dispuesta a discutir tal afirmación. Así que dijo:

—No me gustaría tener en casa a un hombre extraño para enseñarme. Tommy lanzó una aguda carcajada.

—No tienes ni idea, Margie. Los profesores no vivían en casa de los alumnos. Trabajaban en un edificio especial, y todos los alumnos iban allí a escucharles.

—¿Y todos los alumnos aprendían lo mismo?

—Claro. Siempre que tuvieran la misma edad…

—Pues mi madre dice que un profesor debe adaptarse a la mente del chico a quien enseña y que a cada alumno hay que enseñarle de manera distinta.

—En aquella época no lo hacían así. Pero si no te gusta, no tienes por qué leer el libro.

—Yo no dije que no me gustara —respondió con presteza Margie. Todo lo contrario. Ansiaba enterarse de más cosas sobre aquellas divertidas escuelas.

Apenas habían llegado a la mitad, cuando la madre de Margie llamó:

—¡Margie! ¡La hora de la escuela!

—Todavía no, mamá —suplicó Margie, alzando la vista.

—¡Ahora mismo! —ordenó la señora Jones—. Probablemente es también la hora de Tommy.

—¿Me dejarás leer un poco más del libro después de la clase? —pidió Margie a Tommy.

—Ya veremos —respondió él con desdén.

Y se marchó acto seguido, silbando y con su polvoriento libro bajo el brazo. Margie entró en la sala de clase, próxima al dormitorio. El profesor mecánico ya la estaba esperando. Era la misma hora de todos los días, excepto el sábado y el domingo, pues su madre decía que las pequeñas aprendían mejor si lo hacían a horas regulares.

Se iluminó la pantalla y una voz dijo:

—La lección de aritmética de hoy tratará de la suma de fracciones propias. Por favor, coloque los deberes señalados ayer en la ranura correspondiente.

Margie obedeció con un suspiro. Pensaba en las escuelas antiguas, cuando el abuelo del abuelo era un niño, cuando todos los chicos de la vecindad salían riendo y gritando al patio, se sentaban juntos en clase y regresaban en compañía a casa al final de la jornada. Y como aprendían las mismas cosas, podían ayudarse mutuamente en los deberes y comentarlos.

Y los maestros eran personas…

El profesor mecánico destelló sobre la pantalla:

—Cuando sumamos las fracciones una mitad y un cuarto:

Margie siguió pensando en lo mucho que tuvo que gustarles la escuela a los chicos en los tiempos antiguos. Siguió pensando en ¡cuánto se divertían!

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