Literatura – Cultura Quetzal https://culturaquetzal.com Cultura Quetzal Sat, 01 Mar 2025 00:28:11 +0000 es hourly 1 https://wordpress.org/?v=6.7.2 https://i0.wp.com/culturaquetzal.com/wp-content/uploads/2023/12/cropped-logoCQ_2.png?fit=32%2C32&ssl=1 Literatura – Cultura Quetzal https://culturaquetzal.com 32 32 214518998 Los que se marchan de Omelas https://culturaquetzal.com/2025/02/28/los-que-se-marchan-de-omelas/ https://culturaquetzal.com/2025/02/28/los-que-se-marchan-de-omelas/#respond Fri, 28 Feb 2025 07:10:14 +0000 https://culturaquetzal.com/?p=1352 Por: Ursula K. Le Guin

Con un estruendo de campanas que hizo alzar el vuelo a las golondrinas, la Fiesta del Verano penetró en la deslumbrante ciudad de Omelas, cuyas torres dominan el mar. En el puerto, los gallardetes ponían notas multicolores en los aparejos de los buques. En las calles, entre las casas de tejados rojos y paredes encaladas, entre los tupidos jardines y en las avenidas flanqueadas de árboles, ante los enormes parques y los edificios públicos, avanzaban las procesiones. Algunas eran solemnes: ancianos vestidos con ropas grises y malvas, maestros artesanos de rostros graves, mujeres sonrientes pero dignas, llevando en brazos a sus chiquillos y charlando mientras avanzaban. En otras calles, el ritmo de la música era más rápido, un estruendo de tambores y de platillos; y la gente bailaba, toda la procesión no era más que un enorme baile. Los chiquillos saltaban por todos lados, y sus agudos gritos se elevaban como el vuelo de las golondrinas por encima de la música y de los cantos. Todas las procesiones avanzaban ascendiendo hacia la parte norte de la ciudad, hacia la gran pradera llamada Campos Verdes, donde chicos y chicas, desnudos bajo el Sol, con los pies, las piernas y los ágiles brazos cubiertos de barro, ejercitaban a sus caballos antes de la carrera. Los caballos no llevaban ningún arreo, excepto un cabestro sin freno. Sus crines estaban adornadas con lazos de color plateado, verde y oro. Dilataban sus ollares, piafaban y se pavoneaban; se mostraban muy excitados, ya que el caballo es el único animal que ha hecho suyas nuestras ceremonias. En la lejanía, al norte y al oeste, se elevaban las montañas, rodeando a medias Omelas con su inmenso abrazo. El aire matutino era tan puro que la nieve que coronaba aún las Dieciocho Montañas brillaba con un fuego blanco y oro bajo la luz del Sol, ornada por el profundo azul del cielo. Había exactamente el viento preciso para hacer ondear y chasquear de tanto en tanto las banderas que limitaban el terreno donde iba a desarrollarse la carrera. En el silencio de los amplios prados verdes podía oírse cómo la música serpenteaba por las calles de la ciudad, primero lejana, luego más y más próxima, avanzando siempre, un agradable presente difundiéndose en el aire, que a veces reverberaba y se condensaba para estallar en un inmenso y alegre repicar de campanas.

¡Alegre! ¿Cómo es posible hablar de alegría? ¿Cómo describir a los ciudadanos de Omelas?

No eran gentes simples, aunque fueran felices. Pero las pala bras que expresan la alegría ya no suenan muy a menudo. Todas las sonrisas se han vuelto algo arcaico. Con una descripción así, uno tiende a hacer ciertas conjeturas. Con una descripción como ésta, uno espera ver al rey montado en un espléndido arañón y rodeado de sus nobles caballeros, o quizá en una litera de oro transportada por musculosos esclavos. Pero en Omelas no había rey. No se utilizaban las espadas, y tampoco había esclavos. No eran bárbaros. No conozco las reglas y las leyes de su sociedad, pero estoy segura que éstas eran poco numerosas. Y como vivían sin monarquía y sin esclavitud, tampoco tenían Bolsa, ni publicidad, ni policía secreta, ni bombas. Y sin embargo, no eran gentes sencillas, nada de dulces pastores, ni nobles salvajes, ni cándidos utópicos. No eran menos complejos que nosotros. Lo malo es que nosotros poseemos la mala costumbre, animada por los pedantes y los sofistas, de considerar la felicidad como algo más bien estúpido. Sólo el sufrimiento es intelectual, sólo el mal es interesante. Esta es la traición del artista: su negativa a admitir la banalidad del mal y el terrible aburrimiento del dolor. Si no les puedes vencer, únete a ellos. Si te duele, vuelve a comenzar. Pero aceptar la desesperación es condenar la alegría; adoptar la violencia es perder el dominio de todo lo demás. Y casi lo hemos perdido todo; ya no podemos describir a un hombre feliz, ni celebrar la menor alegría. ¿Podría hablarles yo, en algunas palabras, de los habitantes de Omelas? No eran en absoluto niños ingenuos y felices… aunque, de hecho, sus niños eran felices. Eran adultos maduros, inteligentes y apasionados, cuya vida no era en ningún sentido miserable. ¡Oh, milagro! Pero me gustaría poder ofrecer una mejor descripción. Me gustaría poder convencerles. Omelas resuena en mi boca como una ciudad de cuento de hadas; suena a érase una vez, hace tanto tiempo, en un lejano país… Quizá sería mejor forzarles a imaginarla por ustedes mismos, aunque no estoy segura del resultado, ya que seguramente no podré satisfacerles a todos. Por ejemplo: ¿cuál era su tecnología? No había coches en sus calles ni helicópteros volando sobre la ciudad; y esto provenía del hecho que los habitantes de Omelas son gentes felices. La felicidad se funda en un justo discernimiento entre lo que es necesario, lo que no es ni necesario ni nocivo, y lo que es nocivo. Si se considera la segunda categoría —la de lo que no es ni necesario ni nocivo; la del confort, el lujo, la exuberancia, etcétera—, podían tener perfectamente calefacción central, ferrocarril subterráneo, lavadoras, y toda esa clase de maravillosos aparatos que aquí aún no hemos inventado: lámparas flotantes, otra fuente de energía distinta al petróleo, un remedio contra el resfriado. Quizá no tuvieran nada de todo eso: es algo que no tiene la menor importancia. Ustedes mismos. Yo me inclino a creer que los habitantes de las ciudades vecinas llegaron a Omelas, durante los días que precedieron a la Fiesta, en pequeños trenes rápidos y en tranvías de dos pisos, y que la estación de Omelas es el edificio más hermoso de la ciudad, aunque su arquitectura sea más sencilla que la del magnífico Mercado de Agricultores. Pero pese a esos trenes, me temo que Omelas no les parezca una ciudad agradable. Sonrisas, campanas, paradas, caballos…, ¡bah! Entonces, añádanle una orgía. Si les parece útil añadirle una orgía, no vacilen. Sin embargo, no nos dejemos arrastrar hasta instalar en ella templos de donde surgen magníficos sacerdotes y sacerdotisas enteramente desnudos, ya casi en éxtasis y dispuestos a copular con cualquiera, hombre o mujer, amante o extranjero, deseando la unión con la divinidad de la sangre, aunque esta fuera mi primera idea. Pero, realmente, será mejor no tener templos en Omelas… al menos no templos materiales. Religión sí, clero no. Esas hermosas personas desnudas pueden sin duda contentarse con pasear por la ciudad, ofreciéndose como soplos divinos al apetito de los hambrientos y al placer de la carne. Dejémosles unirse a las procesiones. Dejemos que los tambores resuenen por encima de las parejas copulando, dejemos los platillos proclamar la gloria del deseo, y que (y este no es un extremo que haya que olvidar) los hijos nacidos de tales deliciosos rituales sean amados y educados por toda la comunidad. Una cosa que sé que no existe en Omelas es el crimen. ¿Pero podría ser de otro modo? Al principio pensaba que no existían las drogas, pero esta es una actitud puritana. Para aquellos que lo desean, el insistente y difuso dulzor del drooz puede perfumar las calles de la ciudad. El drooz no produce adicción. Otorga primero al cuerpo y a la mente una gran claridad y una increíble ligereza de miembros, y luego, tras algunas horas, una ensoñadora languidez, y finalmente maravillosas visiones sobre los secretos más íntimos y recónditos del Universo, al tiempo que excita los placeres del sexo más allá de toda imaginación. Para aquellos que tienen gustos más modestos, imagino que debe existir la cerveza. ¿Qué otra cosa puede hallarse en la radiante ciudad? El sentido de la victoria, por supuesto, la celebración del valor. Pero, puesto que no tenemos clérigos, no tengamos tampoco soldados. La alegría que nace de una victoria carnicera no es una alegría sana; no le convendría aquí; está llena de horror y no posee ningún interés. Un placer generoso e ilimitado, un triunfo magnánimo experimentado no contra algún enemigo exterior, sino en comunión con lo más justo y más hermoso que hay en la mente de todos los hombres, y con el esplendor del verano dominando el Mundo: eso es lo que hincha el corazón de los habitantes de Omelas, y la victoria que celebran es la victoria de la vida. Realmente, creo que no hay muchos que sientan la necesidad de tomar drooz.

La mayor parte de las procesiones han alcanzado ya Campos Verdes. Un maravilloso aroma a comida escapa de las tiendas rojas y azules tras los tenderetes. Los rostros de los niños están llenos de dulce. Unas migajas de un sabroso pastel permanecen prisioneras en la benévola barba gris de un anciano. Los chicos y las chicas han montado en sus caballos y van agrupándose cerca de la línea de salida de la carrera. Una vieja mujer, menuda, gorda y sonriente, distribuye flores de un cesto, y la gente se las mete entre sus brillantes cabellos. Un niño de nueve o diez años permanece sentado al borde de la multitud, solo, tocando una flauta de madera. Las gentes se detienen a escucharle, le sonríen, pero no le dicen nada, ya que él no deja de tocar y ni siquiera les ve, sus ojos obscuros están perdidos en la suave y ondulante magia de la melodía.

De pronto, se detiene y baja las manos que sostienen la flauta de madera.

Como si ese pequeño silencio personal fuera la señal, una trompeta deja oír su vibrante sonido desde la tienda que se halla junto a la línea de partida: imperiosa, melancólica, penetrante. Los caballos patalean y se agitan. Tranquilizadoramente, los jóvenes jinetes acarician el cuello de su montura y murmuran palabras halagadoras: «Tranquilo, tranquilo, vas a ganar, estoy seguro…». Comienzan a formar una hilera a lo largo de la línea de partida. La multitud que bordea el campo de carreras da la impresión de una pradera de hierba y flores agitada por el viento. La Fiesta del Verano acaba de comenzar.

¿Creen ustedes todo esto? ¿Aceptan la realidad de esta celebración, de esta ciudad, de esta alegría? ¿No? Entonces déjenme describirles algo más.

En el subsuelo de uno de los magníficos edificios públicos de Omelas, o quizá en los sótanos de una de esas espaciosas mansiones privadas, hay un cuarto. Su puerta está cerrada con llave, y no tiene ninguna ventana. Un poco de polvorienta luz se filtra en su interior por los intersticios de las planchas de otra ventana recubierta de telarañas en algún lugar al otro lado de la puerta. En un rincón del pequeño cuarto hay dos escobas hechas con ramas duras, llenas de mugre, de olor repugnante, colocadas cerca de un oxidado cubo. El suelo está sucio, es húmedo al tacto, como suelen serlo generalmente los suelos de los sótanos. El cuarto tiene tres pasos de largo por dos de ancho: apenas una alacena o un cuarto trastero abandonado. Hay un niño sentado en este lugar. Puede que sea un niño o una niña. Parece tener unos seis años, pero de hecho tiene casi diez. Es retrasado mental. Quizá naciera deficiente, o tal vez su imbecilidad sea debida al miedo, a la mala nutrición y a la falta de cuidados. Se rasca la nariz y a veces se manosea los dedos de los pies o el sexo, y permanece sentado, acurrucado en el rincón opuesto al cubo y a las dos escobas. Tiene miedo de las escobas. Las encuentra horribles. Cierra los ojos, pero sabe que las escobas siguen estando allá; y la puerta está cerrada con llave; y nadie vendrá. La puerta permanece siempre cerrada, y nadie viene nunca, excepto algunas veces —el niño no tiene la menor noción del paso del tiempo—, algunas veces en que la puerta chirría horriblemente y se abre, y una persona, o varias personas, aparecen. Una de ellas entra a veces y golpea al niño para que se levante. Las demás no se le acercan nunca, pero miran al interior del cuarto con ojos de horror y de disgusto. El cuenco de la comida y la jarra son llenados apresuradamente, la puerta vuelve a cerrarse con llave, los ojos desaparecen. Las gentes que permanecen en la puerta no dicen nunca nada, pero el niño, que no siempre ha vivido en aquel cuarto y puede recordar la luz del Sol y la voz de su madre, habla algunas veces.

«Seré bueno —dice—. Por favor, déjenme salir. ¡Seré bueno!».

Ellos no contestan nunca. Antes, por la noche, el niño gritaba pidiendo ayuda y lloraba mucho, pero ahora no hace más que gemir suavemente, «mhmm-haa, mhmmhaa », y habla menos cada vez. Está tan delgado que sus piernas son puros huesos y su vientre una enorme protuberancia; vive con medio cuenco diario de grasa y cereal. Está desnudo. Sus muslos y sus nalgas no son más que una masa de infectas úlceras, y permanece constantemente sentado sobre sus propios excrementos.

Todos saben que está allá, todos los habitantes de Omelas. Algunos comprenden por qué, otros no, pero todos comprenden que su felicidad, la belleza de su ciudad, el afecto de sus relaciones, la salud de sus hijos, la sabiduría de sus sabios, el talento de sus artistas, incluso la abundancia de sus cosechas y la suavidad de su clima dependen completamente de la horrible miseria de aquel niño.

Generalmente esto les es explicado a los niños cuando tienen entre ocho y doce años, cuando se hallan en edad de comprender; y la mayor parte de los que van a ver al niño son jóvenes, aunque hay también adultos que acuden a menudo a verle, algunas veces de nuevo. No importa el modo cómo les haya sido explicado, esos jóvenes espectadores se muestran siempre impresionados y disgustados por lo que ven. Sienten aversión, algo que creían superado. Sienten la cólera, el ultraje, la impotencia, pese a todas las explicaciones. Les gustaría hacer algo por el niño. Pero no hay nada que puedan hacer. Si el niño fuera conducido a la luz del Sol, fuera de aquel abominable lugar, si se le lavara y recibiera comida y cuidados, eso sería algo bueno, desde luego. Pero si se hiciera esto, toda la prosperidad, la belleza y la alegría de Omelas serían destruidas ese mismo día y esa misma hora. Ésas son las condiciones. Cambiar toda la bondad y alegría de Omelas por esa simple y mínima mejora: rechazar la felicidad de miles de personas por la posibilidad de la felicidad de uno solo: esto sería, por supuesto, dejar que la culpa atravesara las murallas.

Las condiciones son estrictas y absolutas; ni siquiera hay que decirle una palabra amable al niño. A menudo los jóvenes entran llorando en sus casas, o inundados de una contenida rabia, cuando han visto al niño y afrontado aquella terrible paradoja. Pueden irla asimilando durante semanas o incluso años. Pero con el tiempo empiezan a darse cuenta que, incluso si el niño fuera liberado, no sacaría mucho provecho de su libertad: un pequeño y vago placer de calor y alimento, por supuesto, pero no mucho más. Está demasiado idiotizado y degradado como para sentir la menor alegría real. Ha vivido durante demasiado tiempo atemorizado para verse alguna vez liberado de él. Sus costumbres son demasiado salvajes para que pueda reaccionar ante un trato humano. De hecho, tras tanto tiempo, se sentiría indudablemente desgraciado sin paredes que le protegieran, sin tinieblas para sus ojos, sin excrementos sobre los que sentarse. Sus lágrimas ante tan cruel injusticia se secan cuando empiezan a percibir y a aceptar la terrible justicia de la realidad. Y sin embargo son sus lágrimas y su cólera, su tentativa de generosidad y el reconocimiento de su impotencia, lo que tal vez constituya la auténtica fuente del esplendor de sus vidas. Entre ellos no existe la felicidad insípida e irresponsable. Saben que ellos mismos, al igual que el niño, no son tampoco libres. Conocen la compasión. Es la existencia del niño, y su conocimiento de tal existencia, lo que hace posible la nobleza de su arquitectura, la fuerza de su música, la grandiosidad de su ciencia. Es a causa de este niño que son tan considerados con sus propios hijos. Saben que si aquel ser tan miserable no estuviera allá, lloriqueando en las tinieblas, el otro, el que toca la flauta, no podría interpretar aquella gozosa música mientras los jóvenes y magníficos jinetes se alinean para la carrera, bajo el Sol de la primera mañana del verano.

¿Creen ahora en ellos? ¿No les parecen mucho más reales? Pero aún queda algo por decir, y esto es casi increíble.

A veces, uno o una de los adolescentes que acuden a ver al niño no regresa a su casa para llorar o rumiar su cólera; de hecho, no regresa nunca a su casa. Algunas veces también, un hombre o una mujer adulto permanece silencioso durante uno o dos días, y luego abandona su hogar. Esas gentes salen a la calle y avanzan, solitarios, a lo largo de ella. Siguen andando y abandonan la ciudad de Omelas. Todos ellos se van solos, chico o chica, hombre o mujer. Cae la noche; el viajero debe atravesar poblados, pasar entre casas de iluminadas ventanas, luego hundirse en las tinieblas de los campos. Solitario, cada uno de ellos va hacia el oeste o hacia el norte, hacia las montañas. Y siguen. Abandonan Omelas, se sumergen en la oscuridad, y no vuelven nunca. Para la mayor parte de nosotros, el lugar hacia el cual se dirigen es aún más increíble que la ciudad de la felicidad. Me es imposible describirlo. Quizá ni siquiera exista. Pero, sin embargo, todos los que se van de Omelas parecen saber muy bien hacia dónde van.

Fin.

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La maquina que ganó la guerra https://culturaquetzal.com/2025/02/09/la-maquina-que-gano-la-guerra/ https://culturaquetzal.com/2025/02/09/la-maquina-que-gano-la-guerra/#respond Sun, 09 Feb 2025 06:07:46 +0000 https://culturaquetzal.com/?p=1339 Por Isaac Asimov

Faltaba mucho aún para que terminara la celebración incluso en las cámaras subterráneas de «Multivac». Se palpaba en el ambiente.

Por lo menos quedaba el aislamiento y el silencio. Era la primera vez en diez años que los técnicos no circulaban apresurados por las entrañas de la computadora gigante, que las luces tenues no parpadeaban sus extraños recorridos, que el chorro de información hacia dentro y hacia fuera se había detenido.

Claro que no sería por mucho tiempo, porque las necesidades de la paz serían apremiantes. Sin embargo, durante un día, o quizá durante una semana, «Multivac» podría celebrar el gran acontecimiento y descansar. Lamar Swift se quitó el gorro militar que llevaba puesto y miró de arriba abajo el largo y vacío corredor principal de la inmensa computadora. Se sentó cansado sobre uno de los taburetes giratorios de los técnicos y su uniforme, con el que nunca se había encontrado cómodo, adquirió un aspecto agobiante y arrugado.

—Aunque de un modo extraño lo echaré todo en falta. Es difícil recordar cuando no estuvimos en guerra con Deneb. Ahora me parece antinatural estar en paz con ellos y contemplar las estrellas sin ansiedad.

Los dos hombres que acompañaban al director ejecutivo de la Federación Solar eran más jóvenes que Swift. Ninguno tenía tantas canas ni parecía tan cansado como él.

John Henderson, con los labios apretados, encontraba dificultad en controlar el alivio que sentía por el triunfo.

—¡Están destruidos! ¡Están destruidos! —dijo sin poder contenerse—. Es lo que no dejaba de decirme una y otra vez y aún no puedo creerlo.

Hablábamos tanto todos, hace tantísimos años, de la amenaza que se cernía sobre la Tierra, sobre sus mundos, y sobre todos los seres humanos que todo era cierto hasta el tiempo, y hasta el último detalle. Ahora estamos vivos y son los de Deneb los destruidos y acabados. Ahora, nunca más serán una amenaza.

—Gracias a «Multivac» —afirmó Swift con una mirada tranquila al imperturbable Jablonsky, que durante toda la guerra había sido el intérprete jefe de aquel oráculo de la ciencia—. ¿No es cierto, Max? Jablonsky se encogió de hombros. Maquinalmente alargó la mano hacia un cigarrillo, pero decidió no encenderlo. Entre los millares que habían vivido en los túneles dentro de «Multivac», sólo él tenía permiso para fumar, pero hacia el final se había esforzado por evitar aprovecharse del privilegio.

—Eso es lo que dicen —comentó. Su pulgar señaló por encima del hombro derecho, hacia arriba.

—¿Celoso, Max?

—¿Porque aclaman a «Multivac»? ¿Porque «Multivac» es la gran heroína de la humanidad en esta guerra? —El rostro seco de Jablonsky adoptó una expresión de aparente desdén—. ¿A mí qué me importa? Si eso les satisface, dejad que «Multivac» sea la máquina que ganó la guerra.

Henderson miró a los otros dos por el rabillo del ojo. En ese breve descanso que los tres habían buscado instintivamente en el rincón tranquilo de una metrópoli enloquecida, en ese entreacto entre los peligros de la guerra y las dificultades de la paz, cuando, por un momento, todos se encontraban acabados, solamente sentía el peso de la culpa.

De pronto fue como si aquel peso fuera difícil de soportar por más tiempo. Había que desprenderse de él, junto con la guerra: pero ¡ya!

—«Multivac» —declaró Henderson— no tiene nada que ver con la victoria. Es solamente una máquina.

—Sí, pero grande —replicó Smith.

—Entonces, solamente una máquina grande no mejor que los datos que la alimentaban. —Por un momento se detuvo, impresionado él mismo por lo que acababa de decir.

Jablonsky le miró, sus dedos gruesos buscaron de nuevo un cigarrillo y otra vez dieron marcha atrás.

—¿Quién mejor que tú para saberlo? Le proporcionaste los datos. ¿O es que quieres quedarte con el mérito tú solo?

—No —contestó Henderson, —furioso—, no hay méritos. ¿Qué sabes tú de los datos que utilizaba «Multivac», predigeridos por cien computadoras subsidiarias de la Tierra, de la Luna y de Marte, incluso de Titán? Con Titán siempre retrasado dando la impresión de que sus cifras introducirían una desviación inesperada.

—Haría enloquecer a cualquiera —dijo Swift con sincera simpatía. Henderson sacudió la cabeza:

—No era sólo eso. Admito que hace ocho años, cuando reemplacé a Lepont como jefe de Programación, me sentí nervioso. En aquellos días todas esas cosas eran excitantes. La guerra era aún algo lejano, una aventura sin peligro real. No habíamos llegado al punto en que fueran las naves dirigidas las que se hicieran cargo y en que los ingenios interestelares pudieran tragarse a un planeta completo si se les lanzaba correctamente.

Pero cuando empezaron las verdaderas dificultades… —Rabioso, pues al fin podía permitirse ese lujo, masculló—: De eso no sabéis nada.

—Bien —contemporizó Swift—, cuéntanoslo. La guerra ha terminado.

Hemos ganado.

—Sí —asintió Henderson. Tenía que recordar que la Tierra había ganado y todo había salido bien—. Pues los datos resultaron inútiles.

—¿Inútiles?

—¿Quieres decir literalmente inútiles? —preguntó Jablonsky.

—Literalmente inútiles. ¿Qué podías esperar? El problema con vosotros dos era que estabais en medio de todo. Nunca salisteis de «Multivac», ni tú ni Max. El señor director no dejó nunca la Mansión salvo para hacer visitas de estado donde veía exactamente lo que querían que viera.

—Pero yo no estaba ciego —cortó Swift—, como quieres dar a entender.

—¿Sabe hasta qué extremo los datos concernientes a nuestra capacidad de producción, a nuestro potencial de medios, a nuestra mano de obra especializada, a todo lo importante para el esfuerzo bélico no eran de fiar, ni se podía contar con ellos durante la última mitad de la guerra? Los jefes de grupo tanto civiles como militares no tenían otra obsesión que proyectar su buena imagen, por decirlo así, oscureciendo lo malo y ampliando lo bueno.

Fuera lo que fuera lo que pudieran hacer las máquinas, los hombres que las programaban y los que interpretaban los resultados sólo pensaban en su propia piel y en los competidores que había que eliminar. No había modo de parar eso. Lo intenté y fracasé.

—Naturalmente —le consoló Swift—. Comprendo que lo hicieras.

Esta vez Jablonsky decidió encender el cigarrillo:

—Pero yo imagino que tú proporcionaste datos a «Multivac» al programarlo. No nos hablaste para nada de ineficacia.

—¿Cómo podía decirlo? Y si lo hubiera hecho, ¿cómo podían creerme? —preguntó Henderson desesperado—. Nuestro esfuerzo de guerra estaba acoplado a «Multivac». Era un arma tremenda porque los denebianos no tenían nada parecido. ¿Qué otra cosa mantenía en alto nuestra moral sino la seguridad de que «Multivac» predeciría y desviaría cualquier movimiento denebiano y dirigiría nuestros movimientos? Después de que nuestro ingenio espía instalado en el hiperespacio fue destruido carecíamos de datos fiables sobre los denebianos para alimentar a «Multivac» y no nos atrevimos a publicarlo.

—Cierto —dijo Swift.

—Bien —prosiguió Henderson—. Pero si le hubiera dicho que los datos no eran de fiar, ¿qué hubiera podido hacer sino remplazarme y no creerme? No lo podía permitir.

—¿Qué hiciste? —quiso saber Jablonsky.

—Puesto que la guerra se ha ganado, os diré lo que hice. Corregí los datos.

—¿Cómo? —preguntó Swift.

—Intuitivamente, supongo. Les fui dando vueltas hasta que me parecieron correctos. Al principio casi no me atrevía. Cambiaba un poco aquí, otro poco allí para corregir lo que eran imposibilidades obvias. Al ver que el cielo no se nos caía encima, me sentí más valiente. Al final apenas me preocupaba. Me limitaba a escribir los datos precisos a medida que se necesitaban. Incluso hice que el anexo de «Multivac» me preparara datos según un plan de programación privada que inventé a ese propósito.

—¿Cifras al azar? —preguntó Jablonsky.

—En absoluto. Introduje el número de desviaciones necesarias.

Jablonsky sonrió. Sus ojillos oscuros brillaron tras sus párpados arrugados.

—Por tres veces me llegó un informe sobre utilización no autorizada del anexo, y le dejé pasar todas las veces. Si hubiera importado le habría seguido la pista descubriéndote, John, y averiguando así lo que estabas haciendo. Pero, naturalmente, nada sobre «Multivac» importaba en aquellos días, así que te saliste con la tuya.

—¿Qué quiere decir que no importaba nada? —insistió Henderson, suspicaz.

—Nada importaba nada. Supongo que si te lo hubiera dicho entonces te habría ahorrado tus angustias, pero también si tú te hubieras confiado a mí, me habrías ahorrado las mías. ¿Qué te hizo pensar que «Multivac» funcionaba bien, por muy furiosos que fueran los datos con que la alimentabas?

—¿Que no funcionaba bien? —exclamó Swift.

—No del todo. No para fiarse. Al fin y al cabo, ¿dónde estaban mis técnicos en los últimos años de la guerra? Te lo diré, alimentaban computadoras de mil diferentes aparatos especiales. ¡Se habían ido! Tuve que arreglarme con chiquillos en los que no podía confiar y veteranos anticuados. Además, ¿creen que podía fiarme de los componentes en estado sólido que salían de Criogenética en los últimos años? Criogenética no estaba mejor servido de personal que yo. Para mí, no tenía la menor importancia que los datos que estaban siendo suministrados a «Multivac» fueran o no fiables. Los resultados no lo eran. Yo lo sabía.

—¿Qué hiciste? —preguntó Henderson.

—Hice lo que tú, John. Introduje datos falsos. Ajusté las cosas de acuerdo con la intuición… y así fue como la máquina ganó la guerra.

Swift se recostó en su sillón y estiró las piernas.

—¡Vaya revelaciones! Ahora resulta que el material que se me entregaba para guiarme en mi capacidad de «tomar decisiones» era una interpretación humana de datos preparados por el hombre. ¿No es verdad?

—Eso parece —afirmó Jablonsky.

—Ahora me doy cuenta de que obré correctamente al no confiar en ellos —declaró Swift.

—¿No lo hiciste? —insistió Jablonsky que, pese a lo que acababa de oír consiguió parecer profesionalmente insultado.

—Me temo que no. A lo mejor «Multivac» me decía: «Ataque aquí, no ahí»; «haga esto, no aquello»; «espere, no actúe». Pero nunca podía estar seguro de si lo que «Multivac» parecía decirme, me lo decía realmente; o si lo que realmente decía, lo decía en serio. Nunca podía estar seguro.

—Pero el informe final estaba siempre muy claro, señor —objetó Jablonsky.

—Quizá lo estaría para los que no tenían que tomar una decisión. No para mí. El horror de la responsabilidad de tales decisiones me resultaba intolerable y ni siquiera «Multivac» bastaba para quitarme ese peso de encima. Pero lo importante era que estaba justificado en mis dudas y encuentro un tremendo alivio en ello.

Envuelto en la conspiración de su mutua confesión, Jablonsky dejó de lado todo protocolo:

—Pues, ¿qué hiciste, Lamar? Después de todo había que tomar decisiones.

—Bueno, creo que ya es hora de regresar pero… os diré primero lo que hice. ¿Por qué no? Utilicé una computadora, Max, pero una más vieja que «Multivac», mucho más vieja.

Se metió la mano en el bolsillo en busca de cigarrillos y sacó un paquete y un puñado de monedas, antiguas monedas con fecha de los primeros años antes de que la escasez del metal hubiera hecho nacer un sistema crediticio sujeto a un complejo de computadora. Swift sonrió con socarronería:

—Las necesito para hacer que el dinero me parezca sustancial. Para un viejo resulta difícil abandonar los hábitos de la juventud.

Se puso un cigarrillo entre los labios y fue dejando caer las monedas, una a una, en el bolsillo. La última la sostuvo entre los dedos, mirándola sin verla.

—«Multivac» no es la primera computadora, amigos, ni la más conocida ni la que puede, eficientemente, levantar el peso de la decisión de los hombros del ejecutivo. Una máquina ganó; en efecto, la guerra, John; por lo menos un aparato computador muy simple lo hizo; uno que utilicé todas las veces que tenía que tomar una decisión difícil.

Con una leve sonrisa lanzó la moneda que sostenía. Brilló en el aire al girar y volver a caer en la mano tendida de Swift. Cerró la mano izquierda y la puso sobre el dorso. La mano derecha permaneció inmóvil, ocultando la moneda.

—¿Cara o cruz, caballeros? —dijo Swift.

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La extraña casa en la Niebla https://culturaquetzal.com/2025/01/18/la-extrana-casa-en-la-niebla/ https://culturaquetzal.com/2025/01/18/la-extrana-casa-en-la-niebla/#respond Sat, 18 Jan 2025 08:35:37 +0000 https://culturaquetzal.com/?p=1333 Por: H. P. Lovecraft

De mañana, la niebla asciende del mar por los acantilados de mas allá de Kingsport. Sube, blanca y algodonosa, al encuentro de sus hermanas las nubes, henchidas de sueños de húmedos pastos y cavernas de leviatanes. Y más tarde, en sosegadas lluvias estivales que mojan los empinados tejados de los poetas, las nubes esparcen esos sueños a fin de que los hombres no vivan sin el rumor de los viejos y extraños secretos y maravillas que los planetas cuentan a los planetas durante la noche. Cuando los relatos acuden en tropel a las grutas de los tritones, y las caracolas de las ciudades invadidas por las algas emiten aires insensatos aprendidos de los Dioses Anteriores, entonces las grandes brumas ansiosas se espesan en el cielo cargado de saber, y los ojos que miran el océano desde lo alto de las rocas tan sólo ven una mística blancura, como si el borde del acantilado fuese el límite de toda la tierra, y las campanas solemnes de las boyas tañesen libremente en el éter irreal.

Ahora bien, al norte del arcaico Kingsport, los riscos se elevan con arrogancia, altos y curiosos, terraza sobre terraza, hasta que el más septentrional de todos se recorta en el cielo como una nube gris y helada por el viento. Desolada, sobresale una punta en el espacio ilimitado, ya que la costa tuerce bruscamente allí donde desemboca el gran Miskatonic, después de dejar atrás Arkham, trayendo leyendas de los bosques y recuerdos singulares de las colinas de Nueva Inglaterra.

Las gentes marineras de Kingsport miran hacia ese acantilado como miran otros hacia la estrella polar y computan las guardias de la noche según éste oculta o permite ver la Osa Mayor, Casiopea y el Dragón.

Para ellos, forma parte del firmamento, y, en verdad, también desaparece cuando la niebla oculta las estrellas o el sol. Sienten cariño por algunos acantilados, como ese al que llaman el Padre Neptuno por su grotesco perfil, o ese otro de peldaños gigantescos al que llaman “La Calzada”; pero éste último les produce temor, porque está muy próximo al cielo. Los marineros portugueses que llegan de viaje se santiguan al verlo, y los viejos yanquis creen que escalarlo, en caso de que fuera posible hacerlo, sería un asunto mucho más grave que la muerte. Sin embargo, hay una casa antigua en ese acantilado, y por la noche se ven luces en sus ventanas de cristales pequeños.

Esa antigua casa está allí desde siempre, y dicen las gentes que habita Uno que habla con las brumas matinales que suben del mar y que quizá ve cosas singulares en el océano cuando el borde del acantilado se convierte en el confín de la tierra y las boyas solemnes tañen libremente en el blanco éter de lo irreal. Eso dicen que han oído contar, pues jamás han visitado ese despeñadero prohibido, ni les gusta dirigir hacia allí sus catalejos. Los veraneantes la han examinado con sus gemelos descarados, pero no han visto otra cosa que el tejado, primordial, puntiagudo, de ripia, con aleros que llegan casi hasta los grises cimientos, y la luz amarillenta de sus pequeñas ventanas, cuando asoma por debajo de esos aleros al oscurecer. Estos visitantes veraniegos no creen que el habitante de la antigua casa esté en ella desde hace siglos; pero no pueden probar semejante herejía a ningún auténtico vecino de Kingsport. Hasta el Anciano Terrible que habla con péndulos de plomo encerrados en botellas, compra comida con viejo oro español, y guarda ídolos de piedra en el patio de su casa antediluviana de Water Street, no puede sino decir que ya vivía allí cuando su abuelo era niño, lo que debió ocurrir hace un montón de años, cuando Belcher o Shirley o Pownall o Bernard era gobernador de la provincia de Massachusetts-Bay al servicio de Su Majestad.

Luego, en verano, llegó a Kingspot un filósofo. Se llamaba Thomas Olney, y enseñaba cosas tediosas en una facultad cercana a Narragansett. Llegó con una esposa robusta y unos hijos retozones, y sus ojos estaban cansados de ver las mismas cosas durante muchos años y de pensar los mismos disciplinados pensamientos. Miró las brumas desde la diadema del Padre Neptuno, y trató de adentrarse en el mundo blanco y misterioso por los titánicos escalones de la Calzada. Mañana tras mañana subía a tumbarse a los acantilados y contemplar, desde el borde del mundo, el éter misterioso que se extendía más allá, escuchando las campanas espectrales y los gritos insensatos de lo que quizá fueran gaviotas. Luego, cuando levantaba la niebla y el mar recobraba su aire prosaico con el humo de los barcos, suspiraba y bajaba al pueblo, donde le encantaba recorrer los estrechos y antiguos callejones que subían y bajaban por la colina y estudiar los ruinosos hastiales y los portales de extraños pilares que habían cobijado a tantas generaciones de robustos marineros. Incluso habló con el Viejo Terrible, a quien desagradaban los forasteros, y éste le invitó a su casa arcaica y temible, cuyos techos bajos y carcomidos enmaderados escuchan los ecos de inquietantes soliloquios en la oscuridad de las primeras horas de la madrugada.

Naturalmente, fue inevitable que Olney reparase en la casa solitaria y gris del cielo, situada en lo alto de aquel siniestro despeñadero formando un todo común con las brumas y el firmamento.

Siempre se alzó sobre Kingsport, y siempre corrió el rumor de su misterio por los callejones tortuosos de Kingsport. El Viejo Terrible le contó a Olney, entre jadeos, una historia que había oído a su padre sobre un rayo que brotó una noche de aquella casa puntiaguda, y se perdió en las nubes más altas del cielo; y la abuela Orme, cuya minúscula casa de Ship Street tiene su techumbre holandesa toda cubierta de musgo y de hiedra, le refirió con voz chillona algo que su abuela había oído contar sobre unas sombras voladoras que salían de las brumas orientales y se dirigían a la única puerta de esa inalcanzable morada, la cual se abre al borde mismo del barranco que desciende hasta el océano y sólo puede verse desde los barcos que cruzan por el mar.

Finalmente, ávido de experiencias nuevas y extrañas, y sin que le contuvieran ni el temor de los vecinos de Kingsport ni la usual indolencia de los veraneantes, tomó Olney una resolución terrible. A pesar de su formación conservadora – o a causa de ella, que las vidas rutinarias albergan anhelos ansiosos de lo desconocido – hizo solemne juramento de escalar aquel acantilado del norte y visitar la casa anormalmente antigua y gris del cielo. Sin duda, su yo racional debió de persuadirle de que sus moradores entraban por la parte de tierra, a través de alguna cresta accesible próxima al estuario del Miskatonic.

Probablemente bajaban a comerciar a Arkham, conscientes de lo poco que les gustaba la casa a los Kingsport, o incapaces quizá de descender por la parte del acantilado que daba a Kingsport. Olney recorrió los riscos más accesibles, hasta el pie del gran precipicio que subía a unirse insolente con las cosas celestes, y comprobó de manera patente que ningún ser humano podía escalarlo ni descender por la ladera sur.

Al este y al norte se elevaba perpendicularmente también, desde el agua hasta una altura de miles de pies, de forma que sólo quedaba la vertiente norte, la cual miraba hacia tierra y hacia Arkham.

Una mañana de agosto salió Olney en busca de algún sendero que subiera hasta el inaccesible pináculo. Marchó en dirección noroeste por agradables caminos secundarios, pasó por la charca de Hooper y el viejo polvorín de ladrillo gris, hasta llegar allá donde los pastizales coronan la cresta que se asoma sobre el Miskatonic y dominan un precioso panorama de blancos campanarios georgianos de Arkham que se alzan leguas más allá, al otro lado del río y de los prados. Aquí encontró un dudoso camino en dirección a Arkham, aunque no vio ninguno en la del mar, como quería. Los bosques y los prados se apretujaban en la ribera alta de la desembocadura del río, donde no se veía signo alguno de presencia humana, ni siquiera una tapia de piedra, ni una vaca extraviada, sino sólo yerba alta, árboles gigantescos y marañas de zarzas que quizá vieron los primeros indios.

A medida que subía lentamente por el este, cada vez más alto, por encima del estuario que quedaba a la izquierda, y cada vez más cerca del mar, el camino se iba haciendo más difícil; hasta que se preguntó cómo se las arreglaban los moradores de aquel desagradable lugar para llegar al mundo exterior, y si bajarían a menudo al mercado de Arkham.

Luego fueron escaseando los árboles y muy por debajo de él, a su derecha, vio las lejanas colinas y los antiguos tejados y campanarios de Kingsport. Incluso Central Hill era una elevación enana vista desde esta altura, y apenas se distinguía el antiguo cementerio situado junto al Hospital Congregacionalista, bajo el cual se decía que había terribles cavernas o pasadizos. Ante sí tenía una extensión de yerba rala y matas de arándanos; más allá estaba la roca pelada del despeñadero y el delgado pico donde se encaramaba la temible casa gris. La cresta se estrechó ahora, y Olney sintió vértigo en la soledad del cielo, con el espantoso precipicio al sur, por encima de Kingsport, y la caída vertical de casi una milla, hasta la desembocadura del río, al norte. De repente descubrió ante sí una zanja de unos diez pies de profundidad, de forma que tuvo que colgarse de las manos en su interior, dejarse caer por su suelo inclinado y después arrastrarse peligrosamente, pendiente arriba, hacia un desfiladero natural que había en la pared opuesta. ¡Este era, pues, el camino que los habitantes de la inusitada casa recorrían entre la tierra y el cielo!

Cuando salió de la zanja se estaba formando una bruma matinal, pero vio claramente la casa impía y orgullosa allá adelante; sus paredes eran grises como la roca, y su elevado pico se alzaba osadamente contra la blancura lechosa de los vapores marinos. Y descubrió que no había puerta en la fachada que miraba hacia tierra, sino sólo un par de ventanucos sucios y enrejados, de cristales redondos, según la moda del siglo XVIII. A todo su alrededor no había más que nubes y caos, y no se distinguía nada por debajo de la blancura del espacio ilimitado.

Estaba solo en el cielo, con esta casa extraña e inquietante; y al rodearla precavidamente, en dirección hacia la parte delantera, y ver que no se podía llegar a su única puerta salvo por el éter vacío, sintió un claro terror que la altura no acababa de explicar enteramente. Y era muy extraño que todavía existieran tablas carcomidas que formaban la techumbre, y que los desechos ladrillos formaran aún la chimenea.

Cuando espesó la niebla, Olney reptó de una ventana a otra, por las fachadas norte, oeste y sur, tratando de abrirlas, pero todas estaban cerradas. Se sintió vagamente aliviado al comprobarlo, porque cuanto más miraba la casa, menos deseos tenía de entrar. Entonces, un ruido le hizo detenerse. Oyó un chirrido de cerradura, el ruido de un cerrojo al descorrerse y un gemido largo como si abriesen lentamente una pesada puerta. Sonó en la parte que daba al océano, la que él no podía ver, donde la estrecha puerta se abría al vacío, en el cielo brumoso, a miles de pies por encima de las olas.

A continuación sonaron unas pisadas graves, pausadas, en el interior de la casa, y Olney oyó que abrían las ventanas; primero las que daban al norte, que era el lado opuesto adonde estaba él ahora; después, las del oeste, al otro lado de la esquina. A continuación abrían las del sur, bajo los grandes aleros del lado donde él se encontraba; y hay que decir que se sentía más que incómodo, pensando que tenía la detestable casa a un lado, y al otro el vacío. Cuando le llegó el ruido de las ventanas más próximas, se deslizó otra vez hacia la fachada de poniente, aplastándose contra el muro junto a las que ahora estaban abiertas. Era evidente que el propietario había llegado a casa; pero no había llegado por tierra, ni en globo, ni en ninguna aeronave imaginable. Volvieron a sonar pasos, y Olney se escurrió a la cara norte; pero antes de haber conseguido ocultarse una voz le llamó suavemente, y comprendió que debía enfrentarse con su anfitrión.

Asomado a la ventana oeste vio un rostro con una gran barba negra y ojos fosforescentes que reflejaban la huella de visiones inauditas. Pero su voz era afable y tenía una calidad singularmente antigua, de forma que Olney no sintió temor alguno cuando una mano morena le ayudó a subir el alféizar y asaltar al interior de la baja habitación revestida de oscuro roble y con mobiliario estilo tudor. El hombre vestía ropas antiguas, y le envolvía un halo indefinible de sabiduría marinera y ensueños sobre altos galeones. Olney no recuerda muchos de los prodigios que le contó, ni siquiera quién era; pero dice que era extraño y afable, y poseía la magia de insondables vacíos de tiempo y de espacio. La pequeña habitación parecía verde, a causa de la luz acuosa que la iluminaba, y Olney vio que las ventanas distantes que daban al este no estaban abiertas, sino cerradas al brumoso éter con cristales gruesos como fondos de viejas botellas.

El barbado anfitrión parecía joven, aunque miraba con ojos impregnados de antiguos misterios; y por los relatos de hechos antiguos y prodigiosos que contaba, podía inferirse que tenían razón las gentes del pueblo al decir que comulgaba con las brumas del mar y las nubes del cielo antes de que hubiese un pueblo que contemplara su taciturna mirada desde la llanura de abajo. Y transcurrió el día, y Olney seguía escuchando el rumor de los viejos tiempos y lugares; y oyó cómo los reyes de la Atlántida lucharon contra viscosas blasfemias que salían retorciéndose de las grietas del fondo oceánico, y cómo los barcos extraviados podían ver a medianoche el templo hipóslito de Poseidón, y cómo comprendían al verlo que se habían extraviado para siempre. El anfitrión rememoró los tiempos de los Titanes, pero se mostró reservado al hablar de la era oscura y primera, del caos que precedió a los dioses e incluso al nacimiento de los Anteriores, cuando los otros dioses iban a danzar a la cima del Hatheg-Kla, situado en el desierto pedregoso próximo a Ulthar, más allá del río Skai.

Al llegar a este punto llamaron a la puerta, a aquella antigua puerta de roble tachonada de clavos frente a la cual sólo existía un abismo de nube blanca. Olney alzó la mirada con temor, pero el hombre barbado le hizo una seña para que permaneciese en silencio, acudió a la puerta de puntillas y se asomó por una mirilla muy pequeña. No le agradó lo que vio, de modo que se llevó un dedo a la boca, y corrió con sigilo a cerrar las ventanas antes de regresar a su antigua butaca junto a su invitado. Entonces Olney vio recortarse sucesivamente contra los rectángulos traslúcidos de cada una de las pequeñas ventanas, conforme el visitante daba vuelta en torno a la casa antes de marcharse, una silueta negra y extraña, y se alegró de que su anfitrión no contestara a esas llamadas. Porque hay extraños seres en el gran abismo, y el buscador de sueños debe tener cuidado de no despertar ni encontrar a los que no le conviene.

Después empezaron a congregarse las sombras: primero, unas sombras pequeñas, furtivas, bajo la mesa; luego, las más atrevidas, por los rincones recubiertos de madera. Y el hombre barbado hizo enigmáticos gestos de oración, y encendió altas velas hincadas en extraños candelabros de latón. De cuando en cuando miraba hacia la puerta como si esperase a alguien; finalmente, unos golpecitos singulares parecieron contestar a su mirada, sin duda reproduciendo algún código secreto y antiguo. Esta vez ni siquiera se asomó por la mirilla, sino que quitó el gran barrote de roble y descorrió el cerrojo, abriendo la pesada puerta de par en par a las estrellas y la niebla.

Y entonces, al son de oscuras armonías, entraron flotando en la estancia todos los sueños y recuerdos de los Dioses Poderosos de la tierra. Y unas llamas doradas jugaron con cabelleras de algas, y Olney les rindió homenaje deslumbrado. Allí estaba Neptuno con su tridente, y los bulliciosos tritones, y las fantásticas nereidas, y a lomos de delfines iba una enorme concha dentada en la que viajaba la figura pavorosa y gris de Nodens, Señor del Gran Abismo. Y las caracolas de los tritones emitían espectrales mugidos y las nereidas producían extraños ruidos golpeando grotescas conchas resonantes de desconocidos moradores de las negras cavernas marinas. A continuación, el venerable Nodens tendió una mano arrugada y ayudó a Olney y a su anfitrión a subir a su concha gigantesca, al tiempo que las conchas y los gongos prorrumpían en un clamor tremendo y espantoso. Y el fabuloso cortejo salió al éter ilimitado, y los gritos y el estrépito se perdieron en los ecos de los truenos.

Toda la noche estuvieron los de Kingsport observando el altísimo acantilado, cuando la tormenta y las brumas se abrían transitoriamente; y cuando, hacia las primeras horas de la madrugada, se apagaron las luces débiles de las ventanas, hablaron en voz baja de temores y desastres. Y los hijos y la robusta esposa de Olney rezaron al dios amable de los anabaptistas, y confiaron en que el viajero pidiera prestados paraguas y chanclos, si no cesaba la lluvia por la mañana.

Luego surgió goteante el amanecer envuelto en brumas marinas, y las boyas tañeron solemnes en los vórtices del blanco éter. Y a mediodía, los cuerpos mágicos de unos duendes sonaron por encima del océano mientras Olney descendía de los acantilados al antiguo Kingsport, seco, con los pies ligeros y una expresión lejana en los ojos. No pudo recordar qué había soñado en la casa del anónimo ermitaño, encaramada en el cielo, ni explicar cómo había bajado por aquel despeñadero que no habían podido recorrer otros pies…Ni fue capaz de hablar con nadie de estas cosas, excepto con el Anciano Terrible, quien después murmuró extrañas cosas para su larga y blanca barba, y juró que el hombre que había descendido de aquel despeñadero no era el mismo que había subido, y que en algún lugar, bajo aquel tejado gris y puntiagudo, o en medio de aquella siniestra niebla blanca, se había quedado extraviado el espíritu del que fuera Thomas Olney.

Y desde aquel momento, a lo largo de lentos, oscuros años de monotonía y hastío, el filósofo trabaja y come y duerme y cumple sin queja sus deberes de ciudadano. Ya no añora la magia de las lejanas colinas, ni suspira por secretos que asoman como verdes arrecifes en un mar insondable. Ya no le produce tristeza la monotonía de sus días, y sus disciplinados pensamientos resultan suficientes para su imaginación. Su buena esposa es más fuerte cada vez, y sus hijos se hacen mayores, y más prosaicos y prácticos; pero él no deja de sonreír con orgullo cuando el momento lo requiere. En su mirada no hay un solo destello de inquietud, y si alguna vez presta atención, tratando de escuchar solemnes campanas o lejanos cuernos de duendes, es sólo de noche, cuando vagan libremente los sueños antiguos. Jamás ha vuelto a visitar Kingsport, porque a su familia le desagradan las casas viejas y raras y dice que tiene un pésimo alcantarillado. Ahora tienen un precioso chalet en las tierras altas de Bristol, donde no hay elevados riscos y los vecinos son corteses y modernos.

Pero en Kingsport corren extraños rumores, y hasta el Viejo Terrible admite algo que su abuelo no contó. Porque ahora, cuando el viento sopla tumultuoso del norte, azotando la casa elevada que se funde con el firmamento, se rompe al fin ese silencio siniestro y ominoso que siempre fue dañino para los campesinos de Kingsport. Y los viejos hablan de voces agradables que oyen cantar allá arriba, y de risas henchidas de una alegría más grande que la alegría de la tierra; y cuentan que al atardecer las pequeñas ventanas se ven más iluminadas que antes. Dicen también que la fiera aurora llega más a menudo al lugar, vistiendo al norte de brillante azul con visiones de helados mundos, mientras el despeñadero y la casa se recortan negros y fantásticos contra singulares centelleos. Y que las brumas del amanecer son más espesas, y que los marineros no están tan seguros de que todos los tañidos que suenan amortiguados en el mar se deban a las boyas solemnes.

Lo peor, sin embargo, es que se han secado los viejos temores en los corazones de los jóvenes de Kingsport, más inclinados cada vez a escuchar por la noche los rumores distantes que les trae el viento del norte. Juran que ningún daño ni dolor puede habitar en esa casa elevada, ya que las nuevas voces llevan alegría y, con ella, un tintineo de risas y música. No saben qué relatos pueden traer las brumas marinas a ese pináculo encantado del norte, pero ansían conocer a alguno de los prodigios que llaman a la puerta que da al vacío, cuando las luces aumentan de espesor. Los patriarcas temen que algún día suban uno a uno a ese pico inaccesible, y averigüen los secretos seculares que se ocultan bajo el puntiagudo tejado que forma parte de las rocas, las estrellas y los antiguos temores de Kingsport. Están convencidos de que esos jóvenes atrevidos podrán regresar; pero piensan que quizá se apague alguna luz en sus ojos, y algún deseo en sus corazones. Y no desean que un Kingsport extraño, con sus empinados callejones y sus hastiales arcaicos, contemple indiferente el paso de los años, mientras crece el coro de risas, voz tras voz, y se haga más fuerte y desenfrenado en ese desconocido y terrible nido de águilas donde las brumas y los sueños de las brumas se demoran en su trayecto del mar a los cielos.

No quieren que las almas de sus jóvenes abandonen los plácidos hogares y las tabernas de techumbre holandesa del viejo Kingsport, ni desean que suenen con fuerza las risas y canciones del elevado y rocoso lugar. Porque así como la voz recién llegada ha traído nuevas brumas del mar y nuevas luces del norte, así, dicen, otras voces traerán más brumas y luces, hasta que tal vez los viejos dioses (cuya existencia insinúan sólo en susurros por temor a que les oiga el sacerdote congregacionalista) salgan de abajo, abandonen la desconocida Kadath del desierto frío, y vengan a morar en ese despeñadero perversamente apropiado, tan próximo a las suaves colinas y valles de las sencillas y apacibles gentes marineras. No quieren que esto suceda, pues la gente sencilla, las cosas que no son de esta tierra son mal recibidas; y además, el Viejo Terrible recuerda a menudo lo que Olney contó sobre la llamada que el morador solitario temía, y la forma negra e inquisitiva que ambos vieron recortarse en la bruma, a través de esas extrañas ventanas traslúcidas en forma de ojo de buey.

Todas estas cosas, sin embargo, sólo las pueden decidir los Dioses anteriores; entretanto, las brumas matinales suben por ese pico vertiginoso y solitario de la vieja casa puntiaguda, esa casa gris de aleros bajos en la que no se ve a nadie, pero a la que la noche trae furtivas luces mientras el viento del norte habla de extrañas fiestas.

Suben desde las profundidades, blancas y algodonosas, a reunirse con sus hermanas las nubes, llenas de ensueños sobre húmedos pastos y cavernas de leviatanes. Y cuando los cuentos vuelan densos en las grutas de los tritones, y las caracolas de las ciudades cubiertas de algas elevan sones salvajes aprendidos de los Dioses Anteriores, entonces los grandes vapores de las brumas suben ansiosos en tropel hacia el cielo cargado de saber; y Kingsport, refugiándose inquieto en los acantilados menores, bajo el vaporoso centinela de la roca, ven tan sólo, hacia el océano, una mística blancura, como si el borde del acantilado fuese el confín de la tierra, y las solemnes campanas de boyas tañesen libremente en el éter irreal.

FIN

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El gato negro – Edgar Allan Poe https://culturaquetzal.com/2024/10/25/el-gato-negro-edgar-allan-poe/ https://culturaquetzal.com/2024/10/25/el-gato-negro-edgar-allan-poe/#respond Sat, 26 Oct 2024 00:55:11 +0000 https://culturaquetzal.com/?p=1223 No espero ni pido que alguien crea en el extraño aunque simple relato que me dispongo a escribir. Loco estaría si lo esperara, cuando mis sentidos rechazan su propia evidencia. Pero no estoy loco y sé muy bien que esto no es un sueño. Mañana voy a morir y quisiera aliviar hoy mi alma. Mi propósito inmediato consiste en poner de manifiesto, simple, sucintamente y sin comentarios, una serie de episodios domésticos. Las consecuencias de esos episodios me han aterrorizado, me han torturado y, por fin, me han destruido. Pero no intentaré explicarlos. Si para mí han sido horribles, para otros resultarán menos espantosos que barrocos. Más adelante, tal vez, aparecerá alguien cuya inteligencia reduzca mis fantasmas a lugares comunes; una inteligencia más serena, más lógica y mucho menos excitable que la mía, capaz de ver en las circunstancias que temerosamente describiré, una vulgar sucesión de causas y efectos naturales.

Desde la infancia me destaqué por la docilidad y bondad de mi carácter. La ternura que abrigaba mi corazón era tan grande que llegaba a convertirme en objeto de burla para mis compañeros. Me gustaban especialmente los animales, y mis padres me permitían tener una gran variedad. Pasaba a su lado la mayor parte del tiempo, y jamás me sentía más feliz que cuando les daba de comer y los acariciaba. Este rasgo de mi carácter creció conmigo y, cuando llegué a la virilidad, se convirtió en una de mis principales fuentes de placer. Aquellos que alguna vez han experimentado cariño hacia un perro fiel y sagaz no necesitan que me moleste en explicarles la naturaleza o la intensidad de la retribución que recibía. Hay algo en el generoso y abnegado amor de un animal que llega directamente al corazón de aquel que con frecuencia ha probado la falsa amistad y la frágil fidelidad del hombre.

Me casé joven y tuve la alegría de que mi esposa compartiera mis preferencias. Al observar mi gusto por los animales domésticos, no perdía oportunidad de procurarme los más agradables de entre ellos. Teníamos pájaros, peces de colores, un hermoso perro, conejos, un monito y un gato.

Este último era un animal de notable tamaño y hermosura, completamente negro y de una sagacidad asombrosa. Al referirse a su inteligencia, mi mujer, que en el fondo era no poco supersticiosa, aludía con frecuencia a la antigua creencia popular de que todos los gatos negros son brujas metamorfoseadas. No quiero decir que lo creyera seriamente, y sólo menciono la cosa porque acabo de recordarla.

Plutón -tal era el nombre del gato- se había convertido en mi favorito y mi camarada. Sólo yo le daba de comer y él me seguía por todas partes en casa. Me costaba mucho impedir que anduviera tras de mí en la calle.

Nuestra amistad duró así varios años, en el curso de los cuales (enrojezco al confesarlo) mi temperamento y mi carácter se alteraron radicalmente por culpa del demonio. Intemperancia. Día a día me fui volviendo más melancólico, irritable e indiferente hacia los sentimientos ajenos. Llegué, incluso, a hablar descomedidamente a mi mujer y terminé por infligirle violencias personales. Mis favoritos, claro está, sintieron igualmente el cambio de mi carácter. No sólo los descuidaba, sino que llegué a hacerles daño. Hacia Plutón, sin embargo, conservé suficiente consideración como para abstenerme de maltratarlo, cosa que hacía con los conejos, el mono y hasta el perro cuando, por casualidad o movidos por el afecto, se cruzaban en mi camino. Mi enfermedad, empero, se agravaba -pues, ¿qué enfermedad es comparable al alcohol?-, y finalmente el mismo Plutón, que ya estaba viejo y, por tanto, algo enojadizo, empezó a sufrir las consecuencias de mi mal humor.

Una noche en que volvía a casa completamente embriagado, después de una de mis correrías por la ciudad, me pareció que el gato evitaba mi presencia. Lo alcé en brazos, pero, asustado por mi violencia, me mordió ligeramente en la mano. Al punto se apoderó de mí una furia demoníaca y ya no supe lo que hacía. Fue como si la raíz de mi alma se separara de golpe de mi cuerpo; una maldad más que diabólica, alimentada por la ginebra, estremeció cada fibra de mi ser. Sacando del bolsillo del chaleco un cortaplumas, lo abrí mientras sujetaba al pobre animal por el cuello y, deliberadamente, le hice saltar un ojo. Enrojezco, me abraso, tiemblo mientras escribo tan condenable atrocidad.

Cuando la razón retornó con la mañana, cuando hube disipado en el sueño los vapores de la orgía nocturna, sentí que el horror se mezclaba con el remordimiento ante el crimen cometido; pero mi sentimiento era débil y ambiguo, no alcanzaba a interesar al alma. Una vez más me hundí en los excesos y muy pronto ahogué en vino los recuerdos de lo sucedido.

El gato, entretanto, mejoraba poco a poco. Cierto que la órbita donde faltaba el ojo presentaba un horrible aspecto, pero el animal no parecía sufrir ya. Se paseaba, como de costumbre, por la casa, aunque, como es de imaginar, huía aterrorizado al verme. Me quedaba aún bastante de mi antigua manera de ser para sentirme agraviado por la evidente antipatía de un animal que alguna vez me había querido tanto. Pero ese sentimiento no tardó en ceder paso a la irritación. Y entonces, para mi caída final e irrevocable, se presentó el espíritu de la perversidad. La filosofía no tiene en cuenta a este espíritu; y, sin embargo, tan seguro estoy de que mi alma existe como de que la perversidad es uno de los impulsos primordiales del corazón humano, una de las facultades primarias indivisibles, uno de esos sentimientos que dirigen el carácter del hombre. ¿Quién no se ha sorprendido a sí mismo cien veces en momentos en que cometía una acción tonta o malvada por la simple razón de que no debía cometerla? ¿No hay en nosotros una tendencia permanente, que enfrenta descaradamente al buen sentido, una tendencia a transgredir lo que constituye la Ley por el solo hecho de serlo? Este espíritu de perversidad se presentó, como he dicho, en mi caída final. Y el insondable anhelo que tenía mi alma de vejarse a sí misma, de violentar su propia naturaleza, de hacer mal por el mal mismo, me incitó a continuar y, finalmente, a consumar el suplicio que había infligido a la inocente bestia. Una mañana, obrando a sangre fría, le pasé un lazo por el cuello y lo ahorqué en la rama de un árbol; lo ahorqué mientras las lágrimas manaban de mis ojos y el más amargo remordimiento me apretaba el corazón; lo ahorqué porque recordaba que me había querido y porque estaba seguro de que no me había dado motivo para matarlo; lo ahorqué porque sabía que, al hacerlo, cometía un pecado, un pecado mortal que comprometería mi alma hasta llevarla -si ello fuera posible- más allá del alcance de la infinita misericordia del Dios más misericordioso y más terrible.

La noche de aquel mismo día en que cometí tan cruel acción me despertaron gritos de: “¡Incendio!” Las cortinas de mi cama eran una llama viva y toda la casa estaba ardiendo. Con gran dificultad pudimos escapar de la conflagración mi mujer, un sirviente y yo. Todo quedó destruido. Mis bienes terrenales se perdieron y desde ese momento tuve que resignarme a la desesperanza.

No incurriré en la debilidad de establecer una relación de causa y efecto entre el desastre y mi criminal acción. Pero estoy detallando una cadena de hechos y no quiero dejar ningún eslabón incompleto. Al día siguiente del incendio acudí a visitar las ruinas. Salvo una, las paredes se habían desplomado. La que quedaba en pie era un tabique divisorio de poco espesor, situado en el centro de la casa, y contra el cual se apoyaba antes la cabecera de mi lecho. El enlucido había quedado a salvo de la acción del fuego, cosa que atribuí a su reciente aplicación. Una densa muchedumbre habíase reunido frente a la pared y varias personas parecían examinar parte de la misma con gran atención y detalle. Las palabras “¡extraño!, ¡curioso!” y otras similares excitaron mi curiosidad. Al aproximarme vi que en la blanca superficie, grabada como un bajorrelieve, aparecía la imagen de un gigantesco gato. El contorno tenía una nitidez verdaderamente maravillosa. Había una soga alrededor del cuello del animal.

Al descubrir esta aparición -ya que no podía considerarla otra cosa- me sentí dominado por el asombro y el terror. Pero la reflexión vino luego en mi ayuda. Recordé que había ahorcado al gato en un jardín contiguo a la casa. Al producirse la alarma del incendio, la multitud había invadido inmediatamente el jardín: alguien debió de cortar la soga y tirar al gato en mi habitación por la ventana abierta. Sin duda, habían tratado de despertarme en esa forma. Probablemente la caída de las paredes comprimió a la víctima de mi crueldad contra el enlucido recién aplicado, cuya cal, junto con la acción de las llamas y el amoniaco del cadáver, produjo la imagen que acababa de ver.

Si bien en esta forma quedó satisfecha mi razón, ya que no mi conciencia, sobre el extraño episodio, lo ocurrido impresionó profundamente mi imaginación. Durante muchos meses no pude librarme del fantasma del gato, y en todo ese tiempo dominó mi espíritu un sentimiento informe que se parecía, sin serlo, al remordimiento. Llegué al punto de lamentar la pérdida del animal y buscar, en los viles antros que habitualmente frecuentaba, algún otro de la misma especie y apariencia que pudiera ocupar su lugar.

Una noche en que, borracho a medias, me hallaba en una taberna más que infame, reclamó mi atención algo negro posado sobre uno de los enormes toneles de ginebra que constituían el principal moblaje del lugar. Durante algunos minutos había estado mirando dicho tonel y me sorprendió no haber advertido antes la presencia de la mancha negra en lo alto. Me aproximé y la toqué con la mano. Era un gato negro muy grande, tan grande como Plutón y absolutamente igual a éste, salvo un detalle. Plutón no tenía el menor pelo blanco en el cuerpo, mientras este gato mostraba una vasta aunque indefinida mancha blanca que le cubría casi todo el pecho.

Al sentirse acariciado se enderezó prontamente, ronroneando con fuerza, se frotó contra mi mano y pareció encantado de mis atenciones. Acababa, pues, de encontrar el animal que precisamente andaba buscando. De inmediato, propuse su compra al tabernero, pero me contestó que el animal no era suyo y que jamás lo había visto antes ni sabía nada de él.

Continué acariciando al gato y, cuando me disponía a volver a casa, el animal pareció dispuesto a acompañarme. Le permití que lo hiciera, deteniéndome una y otra vez para inclinarme y acariciarlo. Cuando estuvo en casa, se acostumbró a ella de inmediato y se convirtió en el gran favorito de mi mujer.

Por mi parte, pronto sentí nacer en mí una antipatía hacia aquel animal. Era exactamente lo contrario de lo que había anticipado, pero -sin que pueda decir cómo ni por qué- su marcado cariño por mí me disgustaba y me fatigaba. Gradualmente, el sentimiento de disgusto y fatiga creció hasta alcanzar la amargura del odio. Evitaba encontrarme con el animal; un resto de vergüenza y el recuerdo de mi crueldad de antaño me vedaban maltratarlo. Durante algunas semanas me abstuve de pegarle o de hacerlo víctima de cualquier violencia; pero gradualmente -muy gradualmente- llegué a mirarlo con inexpresable odio y a huir en silencio de su detestable presencia, como si fuera una emanación de la peste.

Lo que, sin duda, contribuyó a aumentar mi odio fue descubrir, a la mañana siguiente de haberlo traído a casa, que aquel gato, igual que Plutón, era tuerto. Esta circunstancia fue precisamente la que lo hizo más grato a mi mujer, quien, como ya dije, poseía en alto grado esos sentimientos humanitarios que alguna vez habían sido mi rasgo distintivo y la fuente de mis placeres más simples y más puros.

El cariño del gato por mí parecía aumentar en el mismo grado que mi aversión. Seguía mis pasos con una pertinencia que me costaría hacer entender al lector. Dondequiera que me sentara venía a ovillarse bajo mi silla o saltaba a mis rodillas, prodigándome sus odiosas caricias. Si echaba a caminar, se metía entre mis pies, amenazando con hacerme caer, o bien clavaba sus largas y afiladas uñas en mis ropas, para poder trepar hasta mi pecho. En esos momentos, aunque ansiaba aniquilarlo de un solo golpe, me sentía paralizado por el recuerdo de mi primer crimen, pero sobre todo -quiero confesarlo ahora mismo- por un espantoso temor al animal.

Aquel temor no era precisamente miedo de un mal físico y, sin embargo, me sería imposible definirlo de otra manera. Me siento casi avergonzado de reconocer, sí, aún en esta celda de criminales me siento casi avergonzado de reconocer que el terror, el espanto que aquel animal me inspiraba, era intensificado por una de las más insensatas quimeras que sería dado concebir. Más de una vez mi mujer me había llamado la atención sobre la forma de la mancha blanca de la cual ya he hablado, y que constituía la única diferencia entre el extraño animal y el que yo había matado. El lector recordará que esta mancha, aunque grande, me había parecido al principio de forma indefinida; pero gradualmente, de manera tan imperceptible que mi razón luchó durante largo tiempo por rechazarla como fantástica, la mancha fue asumiendo un contorno de rigurosa precisión. Representaba ahora algo que me estremezco al nombrar, y por ello odiaba, temía y hubiera querido librarme del monstruo si hubiese sido capaz de atreverme; representaba, digo, la imagen de una cosa atroz, siniestra…, ¡la imagen del patíbulo! ¡Oh lúgubre y terrible máquina del horror y del crimen, de la agonía y de la muerte!

Me sentí entonces más miserable que todas las miserias humanas. ¡Pensar que una bestia, cuyo semejante había yo destruido desdeñosamente, una bestia era capaz de producir tan insoportable angustia en un hombre creado a imagen y semejanza de Dios! ¡Ay, ni de día ni de noche pude ya gozar de la bendición del reposo! De día, aquella criatura no me dejaba un instante solo; de noche, despertaba hora a hora de los más horrorosos sueños, para sentir el ardiente aliento de la cosa en mi rostro y su terrible peso -pesadilla encarnada de la que no me era posible desprenderme- apoyado eternamente sobre mi corazón.

Bajo el agobio de tormentos semejantes, sucumbió en mí lo poco que me quedaba de bueno. Sólo los malos pensamientos disfrutaban ya de mi intimidad; los más tenebrosos, los más perversos pensamientos. La melancolía habitual de mi humor creció hasta convertirse en aborrecimiento de todo lo que me rodeaba y de la entera humanidad; y mi pobre mujer, que de nada se quejaba, llegó a ser la habitual y paciente víctima de los repentinos y frecuentes arrebatos de ciega cólera a que me abandonaba.

Cierto día, para cumplir una tarea doméstica, me acompañó al sótano de la vieja casa donde nuestra pobreza nos obligaba a vivir. El gato me siguió mientras bajaba la empinada escalera y estuvo a punto de tirarme cabeza abajo, lo cual me exasperó hasta la locura. Alzando un hacha y olvidando en mi rabia los pueriles temores que hasta entonces habían detenido mi mano, descargué un golpe que hubiera matado instantáneamente al animal de haberlo alcanzado. Pero la mano de mi mujer detuvo su trayectoria. Entonces, llevado por su intervención a una rabia más que demoníaca, me zafé de su abrazo y le hundí el hacha en la cabeza. Sin un solo quejido, cayó muerta a mis pies.

Cumplido este espantoso asesinato, me entregué al punto y con toda sangre fría a la tarea de ocultar el cadáver. Sabía que era imposible sacarlo de casa, tanto de día como de noche, sin correr el riesgo de que algún vecino me observara. Diversos proyectos cruzaron mi mente. Por un momento pensé en descuartizar el cuerpo y quemar los pedazos. Luego se me ocurrió cavar una tumba en el piso del sótano. Pensé también si no convenía arrojar el cuerpo al pozo del patio o meterlo en un cajón, como si se tratara de una mercadería común, y llamar a un mozo de cordel para que lo retirara de casa. Pero, al fin, di con lo que me pareció el mejor expediente y decidí emparedar el cadáver en el sótano, tal como se dice que los monjes de la Edad Media emparedaban a sus víctimas.

El sótano se adaptaba bien a este propósito. Sus muros eran de material poco resistente y estaban recién revocados con un mortero ordinario, que la humedad de la atmósfera no había dejado endurecer. Además, en una de las paredes se veía la saliencia de una falsa chimenea, la cual había sido rellenada y tratada de manera semejante al resto del sótano. Sin lugar a dudas, sería muy fácil sacar los ladrillos en esa parte, introducir el cadáver y tapar el agujero como antes, de manera que ninguna mirada pudiese descubrir algo sospechoso.

No me equivocaba en mis cálculos. Fácilmente saqué los ladrillos con ayuda de una palanca y, luego de colocar cuidadosamente el cuerpo contra la pared interna, lo mantuve en esa posición mientras aplicaba de nuevo la mampostería en su forma original. Después de procurarme argamasa, arena y cerda, preparé un enlucido que no se distinguía del anterior y revoqué cuidadosamente el nuevo enladrillado. Concluida la tarea, me sentí seguro de que todo estaba bien. La pared no mostraba la menor señal de haber sido tocada. Había barrido hasta el menor fragmento de material suelto. Miré en torno, triunfante, y me dije: “Aquí, por lo menos, no he trabajado en vano”.

Mi paso siguiente consistió en buscar a la bestia causante de tanta desgracia, pues al final me había decidido a matarla. Si en aquel momento el gato hubiera surgido ante mí, su destino habría quedado sellado, pero, por lo visto, el astuto animal, alarmado por la violencia de mi primer acceso de cólera, se cuidaba de aparecer mientras no cambiara mi humor. Imposible describir o imaginar el profundo, el maravilloso alivio que la ausencia de la detestada criatura trajo a mi pecho. No se presentó aquella noche, y así, por primera vez desde su llegada a la casa, pude dormir profunda y tranquilamente; sí, pude dormir, aun con el peso del crimen sobre mi alma.

Pasaron el segundo y el tercer día y mi atormentador no volvía. Una vez más respiré como un hombre libre. ¡Aterrado, el monstruo había huido de casa para siempre! ¡Ya no volvería a contemplarlo! Gozaba de una suprema felicidad, y la culpa de mi negra acción me preocupaba muy poco. Se practicaron algunas averiguaciones, a las que no me costó mucho responder. Incluso hubo una perquisición en la casa; pero, naturalmente, no se descubrió nada. Mi tranquilidad futura me parecía asegurada.

Al cuarto día del asesinato, un grupo de policías se presentó inesperadamente y procedió a una nueva y rigurosa inspección. Convencido de que mi escondrijo era impenetrable, no sentí la más leve inquietud. Los oficiales me pidieron que los acompañara en su examen. No dejaron hueco ni rincón sin revisar. Al final, por tercera o cuarta vez, bajaron al sótano. Los seguí sin que me temblara un solo músculo. Mi corazón latía tranquilamente, como el de aquel que duerme en la inocencia. Me paseé de un lado al otro del sótano. Había cruzado los brazos sobre el pecho y andaba tranquilamente de aquí para allá. Los policías estaban completamente satisfechos y se disponían a marcharse. La alegría de mi corazón era demasiado grande para reprimirla. Ardía en deseos de decirles, por lo menos, una palabra como prueba de triunfo y confirmar doblemente mi inocencia.

-Caballeros -dije, por fin, cuando el grupo subía la escalera-, me alegro mucho de haber disipado sus sospechas. Les deseo felicidad y un poco más de cortesía. Dicho sea de paso, caballeros, esta casa está muy bien construida… (En mi frenético deseo de decir alguna cosa con naturalidad, casi no me daba cuenta de mis palabras). Repito que es una casa de excelente construcción. Estas paredes… ¿ya se marchan ustedes, caballeros?… tienen una gran solidez.

Y entonces, arrastrado por mis propias bravatas, golpeé fuertemente con el bastón que llevaba en la mano sobre la pared del enladrillado tras de la cual se hallaba el cadáver de la esposa de mi corazón.

¡Que Dios me proteja y me libre de las garras del archidemonio! Apenas había cesado el eco de mis golpes cuando una voz respondió desde dentro de la tumba. Un quejido, sordo y entrecortado al comienzo, semejante al sollozar de un niño, que luego creció rápidamente hasta convertirse en un largo, agudo y continuo alarido, anormal, como inhumano, un aullido, un clamor de lamentación, mitad de horror, mitad de triunfo, como sólo puede haber brotado en el infierno de la garganta de los condenados en su agonía y de los demonios exultantes en la condenación.

Hablar de lo que pensé en ese momento sería locura. Presa de vértigo, fui tambaleándome hasta la pared opuesta. Por un instante el grupo de hombres en la escalera quedó paralizado por el terror. Luego, una docena de robustos brazos atacaron la pared, que cayó de una pieza. El cadáver, ya muy corrompido y manchado de sangre coagulada, apareció de pie ante los ojos de los espectadores. Sobre su cabeza, con la roja boca abierta y el único ojo como de fuego, estaba agazapada la horrible bestia cuya astucia me había inducido al asesinato y cuya voz delatadora me entregaba al verdugo. ¡Había emparedado al monstruo en la tumba!

FIN

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El libro negro de Alsophocus https://culturaquetzal.com/2024/07/27/el-libro-negro-de-alsophocus/ https://culturaquetzal.com/2024/07/27/el-libro-negro-de-alsophocus/#respond Sun, 28 Jul 2024 05:55:49 +0000 https://culturaquetzal.com/?p=1189 Por: H.P. Lovecraft y Martin S. Warner.

Mis recuerdos son muy confusos, Apenas si sé cuando empezó todo; es como si, en determinados momentos, contemplase visiones de los años transcurridos a mi alrededor, mientras que, otras veces, parece que el presente se difumina en un punto aislado dentro de una palidez informe e infinita. Ni tan siquiera sé a ciencia cierta cómo expresar lo sucedido. Mientras hablo, tengo la vaga sensación de que necesitaré sostener lo que voy a decir con ciertas pruebas extrañas y, posiblemente, terribles. Mi propia identidad parece escabullirse. Es como si hubiese sufrido un fuerte golpe; producido, quizá, por el advenimiento de algún proceso monstruoso que tuvo lugar en los hechos que me acontecieron.

Estos ciclos de experiencia tienen sus inicios en aquel libro carcomido. Recuerdo el lugar donde lo encontré; apenas si estaba iluminado, escondido al lado del río cubierto de brumas por donde fluyen unas aguas negras y aceitosas. El edificio era muy viejo, las enormes estanterías atesoraban cientos de libros decrépitos que se acumulaban sin fin en habitaciones y corredores sin ventanas. Había, además, masas informes de volúmenes amontonados descuidadamente por el suelo; y fue en uno de estos montones donde encontré el tomo. Al principio no sabía cómo se titulaba ya que le faltaban las primeras páginas; pero lo abrí por el final y vi algo que enseguida llamó mi atención.

Se trataba de una especie de fórmula -una pequeña lista de cosas que hacer y decir – que sonaban como algo oscuro y prohibido; pero seguí leyendo y descubrí ciertos párrafos en los que se mezclaban la fascinación y la repulsión, ocultos en las amarillentas páginas, antiguas y extrañas, poseedoras de los secretos del universo que yo ansiaba conocer. Era una ¡ave -una guía – a ciertas puertas y entradas que los magos y,¡ habían soñado y musitado cuando el hombre era joven, y que conducían a lugares más allá de las tres dimensiones conocidas, a regiones de extrañas vidas y materias. Durante años los hombres no habían sabido reconocer su esencia vital, ni sabían dónde encontrarla, pero el libro era realmente antiguo, No estaba impreso; había sido escrito por la mano de algún monje loco que había comunicado a aquellas palabras latinas ciertos conocimientos prohibidos de horripilante antigüedad.

Recuerdo que el viejo vendedor temblaba asustado, e hizo un curioso gesto con sus manos cuando me lo llevé. Se negó a aceptar dinero por el libro, pero hasta mucho después no descubrí el porqué. Mientras me escurría por los estrechos callejones portuarios, laberintos cubiertos de bruma, tenía la vaga sensación de ser seguido por unos pies invisibles que se arrastraban tras de mí. Las casas decrépitas y antiguas que se erguían a mi alrededor parecían animadas de una vida malsana, como si una ráfaga de maligno entendimiento las hubiese animado. Sentía como si aquellas abombadas paredes y buhardillas, hechas de ladrillo y cubiertas de musgo -con redondas ventanas que parecían espiarme-, tratasen de cerrarme el paso y aplastarme… aunque sólo había leído una pequeña porción de los oscuros secretos que contenía el libro, antes de cerrarlo y salir con él bajo el brazo.

Recuerdo con qué ansiedad leí el libro, pálido, encerrado en la habitación del ático que me servía de refugio en mis extraños descubrimientos. La enorme casona permanecía caldeada, pues había salido pasada la medianoche. Creo que vivía con algún familiar -aunque los detalles son inciertos- y sé que tenía muchos sirvientes. No sé exactamente qué año era; desde entonces he conocido muchas edades y dimensiones, y mi noción del tiempo ha terminado por desvanecerse. Estuve leyendo a la luz de las velas – recuerdo el incesante gotear de la cera derretida-, y mientras me llegaba el sonido de lejanas campanas que tañían de cuando en cuando. Prestaba una atención especial al sonido de aquellas campanas, como si temiera escuchar algo muy lejano, un son extraño y especial.

Y entonces se produjo una especie de golpear y arañar en la ventana abuhardillada que se abría sobre un laberinto de tejadillos. Sucedió nada más acabar de pronunciar en voz alta el noveno verso de un conjuro primordial, y supe, aterrorizado, cuál era su significado. Pues aquel que atraviesa el umbral siempre lleva una sombra consigo, y ya nunca vuelve a estar solo. Yo la había evocado; el libro era realmente todo lo que había sospechado. Aquella noche atravesé la puerta que conduce a un abismo de tiempo y dimensiones cruzadas, y cuando el amanecer me sorprendió en el ático descubrí en las paredes y anaqueles de la habitación aquello que nunca antes había visto.

Desde entonces el mundo no era para mí lo mismo que antes. Mezclado con el presente, siempre había un poco del pasado y un poco del futuro, y todos los objetos que alguna vez me parecieron familiares me resultaban ahora extraños bajo la nueva perspectiva que tenían mis enfebrecidos ojos. Desde aquel momento me vi envuelto en un fantástico sueño poblado de formas desconocidas y medio recordadas, y cada vez que cruzaba un nuevo umbral me costaba más reconocer los objetos de la estrecha esfera a la que tanto tiempo había pertenecido. Lo que descubrí sobre mi propio yo, nadie puede saberlo; cada vez hablaba menos y permanecía más tiempo solo, y la locura rondaba mi alrededor. Los perros me re huían, pues captaban la sombra que me acompañaba. Pero seguí leyendo, adentrándome en libros ocultos y prohibidos, en manuscritos y fórmulas que ahora ansiaba conocer, y atravesaba puertas espaciales y existencias y regiones que se abren más allá del universo conocido.

Recuerdo bien la noche que tracé los cinco círculos concéntricos de fuego en el suelo, y canté, erguido en el círculo central, aquella monstruosa letanía que invocaba al mensajero de Tartaria. Las paredes se difuminaron mientras era arrastrado por un tenebroso viento a través de abismos fantasmagóricos y grises, en los que relucían, a infinidad de metros por debajo de mí, los picos crueles de desconocidas montañas Después hubo un momento de total oscuridad y luego la luz de millones de estrellas que dibujaban extrañas constelaciones. Por fin descubrí una verdosa llanura en la lejanía, debajo de mí, y vislumbré las empinadas torres de una ciudad cuya mampostería es totalmente ajena a la tierra. Según me iba acercando a la ciudad, distinguí un enorme edificio hecho a base de piedras en mitad de un paraje desolado, y sentí que el miedo se apoderaba de mí, atenazándome. Grité, debatiéndome aterrorizado y, después de un lapsus de oscuridad, me encontré de nuevo en mi buhardilla, tirado en el suelo sobre los cinco círculos concéntricos de fuego. El vagabundeo de aquella noche no había sido más fantástico que los de muchas, otras; pero había sentido más terror debido a la certeza de saber que me había acercado más a aquellos abismos y mundos exteriores. Desde entonces fui más cauteloso con mis conjuros, pues no quería perderme, separarme de mi cuerpo, del mundo, y vagar por abismos desconocidos de los que jamás podría volver.

De cualquier forma, y en la situación en la que me encontraba, mi capacidad para reconocer los objetos y escenas normales iba desapareciendo poco a poco según adquiría nuevos conocimientos, haciendo que mi visión de la realidad se tomase inexacta, geométrico y distorsionada. Mi sentido del oído también se vio afectado. El tañido de las distantes campanas me parecía más ominoso, terroríficamente etéreo, como si el son me Regase a través de extraños golfos y lejanas regiones, donde las almas atormentadas gritan eternamente su pena y dolor. Según pasaban los días me iba alejando más y más de lo que me rodeaba, los eones se separaban de los cánones terrestres, ocultándose entre lo innominable. El tiempo se convirtió en algo incierto, y mis recuerdos de acontecimientos y gentes que había conocido antes de adquirir el libro se desvanecieron en una neblina de irrealidad que evitaba todos mis desesperados intentos de recuperar.

Recuerdo la primera vez que escuché las voces; voces inhumanas, sibilinas, que parecían provenir de las regiones más exteriores del tenebroso espacio, donde seres amorfos se inclinan y bailan ante un ídolo fétido y monstruoso creado por el devenir infinito de los siglos. Con el advenimiento de estas voces comencé a tener unos sueños de espantosa intensidad, pesadillas mortales en las que soles negros y verdes brillaban sobre grotescos monolitos y ciudades malignas que se elevan, torre sobre torre, como queriendo escapar de sus condicionantes terrestres. Pero todos estos sueños y pesadillas no eran nada comparados con el terrorífico coloso que más tarde emergió de mi consciencia; incluso ahora me es imposible recordar aquel horror en toda su magnitud, pero cuando pienso en ello siento una sensación de vastedad, de una enormidad desconocida, y veo tentáculos que ondulan y se contraen, como si estuviesen dotados de inteligencia propia y de una maligna vileza. Y alrededor del coloso danzaban monstruosidades deformes, cuyas voces entonaban un canto salvaje y cacofónico:

«Mwlfgab pywfg)btagn Gh’tyaf nglyf lgbya. »

Estos horrores me acompañaban siempre, al igual que la sombra del más allá.

Y aun así continuaba estudiando los libros y manuscritos, y seguía atravesando las oscuras puertas que conducen a des conocidas dimensiones, donde unos seres tenebrosos me instruían en artes tan infernales que incluso la más prosaicas de las mentes sería incapaz de soportar.

Recuerdo la forma en que descubrí el título del libro; la no che estaba muy avanzada y yo hojeaba las polvorientas páginas cuando descubrí un párrafo que arrojó cierta luz sobre el origen del misterioso volumen:

“Nyarlathotep reina en Sharnoth, más allá del espacio y del tiempo; sumido en las sombras de su palacio de ébano espera su segundo advenimiento y, en compañía de sus siervos Y acólitos, celebra impíos festines en lo más profundo de la noche.

Que nadie se interponga con conjuros y encantamiento, que le conciernen, pues quedaría atrapado sin remedio. Que cuide el ignorante, lo dice el Libro Negro, pues terrible es en verdad la ira de Nyarlathotep.”

Yo ya había encontrado referencias al Libro Negro en secretos manuscritos: este legendario tomo fue escrito hace siglos por el gran hechicero Alsophocus, que vivía en las tierras de Erongil antes de que los antiguos hombres dieran sus primeros pasos inseguros sobre la tierra.

El misterio había quedado aclarado; realmente me hallaba ante el blasfemo Libro Negro. Con este conocimiento comencé a devorar verazmente todas las enseñanzas que contenía e1 volumen; aprendí fórmulas para ocultar, invocar y crear seres, y me sentía poderoso por el dominio de tales fuerzas. Descubrí nuevas entradas y puertas, los demonios de las más oscuras regiones estaban bajo mi poder; pero aún había barreras que no podía atravesar, los negros abismos del espacio que se extienden más allá de Fomalhaut, donde el horror último acecha, rodeado de sibilantes blasfemias más viejas que las estrellas. Buceé en el De Vermis Mysteriis, de Ludvig Prinn, y en Cultes des Goules, de Conde d’Erlette, en busca de más antiguos secretos, pero todos aquellos misterios primigenios eran nada comparados con las enseñanzas que contenía esotérico Libro Negro. Este volumen mostraba ciertos encantamientos de tan terrible poder que incluso el mismísimo Alhazred habría temblado ante su sola contemplación: la llamada de Boromir, los oscuros secretos del Trapezoedro resplandeciente – aquella ventana abierta al espacio y al tiempo- y la invocación de Cthulhu desde su palacio oceánico la acuática ciudad de R’Iyeh; todos aquellos secretos estaban allí guardados, esperando al valiente, o loco, que fuera lo suficientemente temerario para utilizarlos.

Me hallaba en la cima de mi poder; el tiempo se expandía o se contraía a mi voluntad, y el universo no encerraba ningún secreto que yo no conociese. Mis ataduras con los acontecimientos mundanos se quebraron a causa de mis estudios secretos, y mi poder se hizo tan grande que llegué a intentar imposible, el paso de la última y terrorífica puerta, el umbral que se abre a los oscuros secretos del más allá, donde los Primigenios aguardan prisioneros, planeando su próximo retorno a la tierra, de la cual fueron expulsados por los Dioses Antiguos. Lleno de vanidad supuse que yo -una diminuta mota de polvo en mitad de un vasto cosmos de tiempo- podría atravesar los negros abismos del espacio que se extienden más allá de las estrellas, donde reina la anarquía y el caos, volver con la mente intacta y libre de los horrores de cientos de eones de antigüedad que allí moran.

De nuevo tracé los cinco círculos concéntricos de fue sobre el suelo y me situé en el centro, invocando a los pode inimaginables con un hechizo tan inconcebiblemente terrible que mis manos temblaban mientras hacía los misteriosos signos y símbolos. Las paredes se disolvieron y un poderoso viento oscuro me arrastró a través de abismos sin fondo y grises regiones de materia informe. Viajaba más rápido que el pensamiento, pasando sobre planetas sin luz y desconocidas regiones que bullían a inconmensurable distancia; las estrellas discurrían con tanta rapidez que parecían regueros de luz entremezclándose en el espacio, haces luminosos resaltando contra la oscuridad etérea más negra que las fabulosas profundidades de Shung.

Trascurrió un minuto -o un siglo- y aún seguía volando vertiginosamente. Las estrellas escaseaban cada vez más; agrupadas en montoncitos, parecían buscar compañía en toda aquella desolación; todo lo demás permanecía igual. Me sentía terriblemente solo en aquel viaje; colgando suspendido en el espacio y el tiempo, como si no avanzase, aunque la velocidad debía ser increíble, y mi espíritu se revelaba ante la soledad horrible, la quietud y el silencio de la nada; era como un hombre sepultado en vida en un sepulcro inmenso y oscuro. Pasaron los eones y vi cómo se desvanecía el último grupo de estrellas, las últimas luces en un espacio milenario; más allá no había nada excepto una oscuridad impenetrable, el fin del universo. De nuevo volví a gritar horrorizado, mas en vano; mi búsqueda interminable siguió a través de corredores silenciosos y muertos.

Continué viajando durante una eternidad interminable, y nada cambiaba excepto el ritmo de los latidos de mi corazón. Y entonces empezó a hacerse visible una tenue luz verdosa; había pasado a través de una ausencia de tiempo y materia; había atravesado el Limbo. Ahora me encontraba más allá del universo, a inconcebible distancia del cosmos conocido; había cruzado el último umbral, la última puerta que se abría al olvido. Delante brillaban los dos soles de mis visiones, entre los que fui conducido a lo que ahora parecía una velocidad lentísima; alrededor de estos prodigios de colores negros y verdes, rotaba un solo planeta; adiviné su nombre: Shamoth.

Floté suavemente alrededor de esta negra esfera y, mientras me aproximaba, pude contemplar la verdosa llanura que se extendía debajo de mí, sobre la que descansaba la gigantesca y laberíntico ciudad de mis primeras pesadillas, y que parecía deforme y desproporcionado bajo la luz antinatural. Fui guiado sobre los tejados de la muerta ciudad, contemplando los desvencijados muros y erosionados pilares que resaltaban como cuchillos contra la oscura línea del cielo. No se movía nada, pero tenía la sensación de que allí habitaba algo vivo, un ser corrompido y lleno de maldad que conocía mi presencia.

Mientras descendía a la ciudad recobré mis sentidos físicos; sentí frío, un frío helador, y mis dedos estaban entumecidos. Descendí al borde de un espacio abierto, en cuyo centro se erguía un gigantesco edificio con una puerta enorme y abovedada que bostezaba tenebrosa como las fauces de algún terrible animal primigenio. De este edificio emanaba un aura de palpable malevolencia; me quedé petrificado por la sensación de terror y desesperación que me invadió, y, mientras permanecía inmóvil ante el monstruoso edificio, recordé aquel pequeño párrafo del Libro Negro:
«En un espacio abierto en el centro de la ciudad se yergue el palacio de Nyarlathotep. Aquí se pueden aprender todos los secretos, aunque el precio de tales conocimientos es verdaderamente horrible.»

Supe sin ningún género de dudas que aquél era el cubil del taimado Nyarlathotep. Aunque el pensamiento de entrar en aquella estructura me asqueaba, caminé descuidadamente atravesando la puerta, como si una mente que no era la mía guiara mis piernas. Atravesé aquel enorme portalón metiéndome en una oscuridad tan profunda como la que había soportado en mi largo viaje espacial. Poco a poco la impenetrable oscuridad fue dando paso a la verdosa luz que iluminaba la superficie del planeta; y en aquella tétrica luminosidad con. templé lo que nadie debería ver nunca.

Me hallaba en una larga sala abovedada sostenida por pilares de ébano; a ambos lados se delineaban unas criaturas con formas de pesadilla. Allí estaba Khnum, y Anubis, con cabeza de zorro, y Taveret, la Madre, horriblemente obesa. Grotescos seres encorvados, espiando, y tenebrosas existencias que me observaban con malignidad; entre todas estas criaturas amorfas e infernales, mi cuerpo luchaban contra mi alma. Unas garras me asieron por brazos y piernas, y mi estómago se revolvió de asco ante el contacto de la carne putrefacta. El aire estaba Heno de gritos y aullidos mientras las figuras danzaban con obscenidad a mi alrededor, deleitándose en un ritual blasfemo y depravado; y al final de la enorme sala, perdido en la distancia, se ocultaba el horror último, el terrible coloso negro de mis visiones, el amo del palacio, Nyarlathotep.

El Primigenio me observó atentamente, su mirada quemaba mis entrañas, llenándome de un horror tan espantoso que cerré los ojos para evitar aquella visión de infinita maldad. Bajo aquella mirada mi ser se contrajo, desvaneciéndose, como si estuviese siendo absorbida por una fuerza irresistible. Perdí la poca identidad que me quedaba; mis poderes necrománticos que, ahora lo sabía, no eran nada comparados con los del habitante de este oscuro mundo, desaparecieron, perdiéndose en el ignoto universo para no ser jamás recuperados.

Bajo aquella mirada, mi mente y mi alma se llenaban de un espanto aterrador; no podía hacer nada mientras él absorbía mi existencia, quitándome la vida poco a poco. La desesperación hizo presa en mí, pero estaba indefenso, y era incapaz de hacer frente a la irresistible fuerza que me apresaba. Apenas sin sentirlo, algo se iba esfumando de mi ser, algo insustancial, pero totalmente necesario para mi futura existencia; no podía hacer nada, había ido demasiado lejos y ahora estaba pagando el error. Mi visión se nubló con miles de rayos; imágenes de mi casa y mi familia flotaban ante mis ojos y luego se desvanecían como si nunca hubiesen existido. Y entonces, lentamente, sentí cómo cambiaba, disolviéndome en la no existencia.

Me elevé, sin cuerpo, escurriéndome sobre las cabezas de aquella hueste de pesadilla, a través de la fría mampostería de piedra de aquel palacio que ya no era un obstáculo para mi avance, hasta que salí a la diabólica luz verdosa de la superficie del planeta. No estaba vivo ni muerto, aunque la muerte hubiese sido mucho mejor. La ciudad se desparramaba debajo de mí, mostrándome todo su esplendor y malignidad, y sobre aquel tétrico edificio que era el palacio de Nyarlathotep vi una masa amorfa que salía, extendiéndose por toda la ciudad. Se fue agrandando poco a poco hasta que ocultó la ciudad de mi vista, y cuando había cubierto toda la región que podía contemplar, se contrajo de nuevo, transformándose en el negro coloso de mis visiones. Comencé a temblar aterrorizado, pero según me iba alejando de la ciudad, ganando altura, la escena se fue reduciendo de tamaño y contemplé la escena con un poco menos de miedo.

Poco a poco, la masa de tierra que se extendía debajo de mí fue tomando el aspecto de una esfera mientras me alejaba, introduciéndome en las negras profundidades del espacio. Colgando sin sentido, mientras nada se movía a mi alrededor, o en las regiones del Primigenio, me aterrorizaba pensar en el último acto del drama que yo había desatado. De la superficie del planeta surgió un rayo de luz o energía, que cruzó el espacio, perdiéndose en su infinidad, dirigiéndose, estaba seguro, al planeta que me había visto crecer. A partir de entonces todo estuvo en calma, y quedé totalmente solo en aquel universo más allá de las estrellas.

Mis recuerdos se desvanecían; pronto no me quedaría ninguna memoria de mi pasado, pronto todos los vestigios de mi humanidad se esfumarían. Y mientras permanecía suspendido en el espacio y el tiempo por toda la eternidad, sentí algo difícil de explicar. Una sensación de paz, de una paz que ni la muerte podría dar; aunque esa paz era perturbada por un recuerdo, un recuerdo que yo esperaba que pronto se borrase de mi mente. No recuerdo cómo sabía esto, pero estaba más seguro de ello que de mi propia existencia. Nyarlathotep ya no volvería a pisar la superficie de Sharnoth, jamás se reuniría con su corte en aquel enorme palacio negro, pues aquel rayo de luz que viajaba en el espacio tenebroso llevaba consigo algo más.

En una pequeña buhardilla, débilmente iluminada, un cuerpo se estiraba, poniéndose en pie. Sus ojos eran dos trozos de carbón al rojo, y una diabólica sonrisa cruzaba su rostro; y mientras observaba los tejadillos de la ciudad a través de la pequeña ventana, sus brazos se elevaron en un gesto de triunfo.

Había atravesado las barreras creadas por los Dioses Antiguos; estaba libre, libre para caminar por la tierra una vez más, libre para manejar la mente de los hombres y esclavizar sus almas. Era aquel al que yo había dado la oportunidad de escapar, yo que, a causa de mis ansias de poder, le había procurado los medios para volver a la tierra.

Nyarlathotep caminaba por la tierra con la forma de un hombre, pues cuando me robó mis recuerdos y mi ser, también retuvo mi aspecto físico. En mi cuerpo moraba ahora la esencia inmortal de Nyarlathotep el Terrible.

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Levitación https://culturaquetzal.com/2024/07/07/levitacion/ https://culturaquetzal.com/2024/07/07/levitacion/#respond Sun, 07 Jul 2024 06:57:35 +0000 https://culturaquetzal.com/?p=1182 Por: Joseph Payne Brennan

El “Morgan’s Wonder Carnival” hizo su entrada en Riverville para pasar allí una noche y asentó sus tiendas en el gran prado que había junto al pueblo. Era una cálida tarde de primeros de octubre y, hacia las siete, ya se había reunido una considerable multitud en la escena de la tosca función.

El circo ambulante no era ni de gran tamaño ni de considerable importancia dentro de su género; sin embargo, su aparición fue animadamente recibida en Riverville, una aislada comunidad montañosa, a muchos kilómetros de los cinematógrafos, teatros de variedades y campos deportivos situados en ciudades más importantes.

Los habitantes de Riverville no pedían entretenimientos refinados; por consecuencia la inevitable “Mujer Gorda”, el “Hombre Tatuado” y el “Niño Mono” les daban motivo para charlar animadamente ante cada uno de ellos. Se llenaban la boca de cacahuetes y palomitas de maíz, bebían vaso tras vaso de limonada, y se pringaban los dedos tratando de quitar los envoltorios de los grandes y multicolores caramelos.

Cuando el que anunciaba al hipnotizador comenzó su arenga, la gente parecía tranquila y tolerante. El voceador, un hombre bajo y rechoncho que llevaba un traje a cuadros, utilizaba un improvisado megáfono, mientras el hipnotizador en persona permanecía apartado, en un extremo de la plataforma de tablas levantada frente a su tienda. Parecía no sentir interés por lo que ocurría. Desdeñoso, apenas se dignó mirar a la masa que se iba congregando. Sin embargo, al fin, cuando frente a la plataforma hubo unas cincuenta personas, el hombre dio unos pasos hacia adelante, hasta quedar en el ámbito luminoso. Del público surgió un leve murmullo.

La aparición del hipnotizador bajo el foco suspendido sobre su cabeza tuvo algo de estremecedor. Su alta figura, su extrema delgadez, que le daba aspecto demacrado, su pálida piel y, sobre todo, sus grandes y profundos ojos negros, atraían la atención de forma inmediata. Su indumento, un severo traje negro y una anticuada corbata de lazo, añadían un último toque mefistofélico.

Con expresión que delataba frustración y una especie de suave desdén, miró fríamente al público. Su sonora voz llegó hasta la última fila de mirones.

—Necesitaré —dijo— la colaboración de un voluntario. Si alguno de ustedes fuera tan amable de subir…

Todos miraron a su alrededor o cambiaron codazos con sus vecinos, pero nadie avanzó hacia la plataforma.

El hipnotizador se encogió de hombros. Con voz cansada, dijo:

—A no ser que alguien sea tan amable de subir, no podrá haber demostración. Les aseguro, damas y caballeros, que se trata de algo inofensivo por completo, que no entraña el menor riesgo.

Miró en torno, expectante. Momentos después un joven se abrió paso lentamente por entre la multitud, en dirección al estrado.

El hipnotizador le ayudó a subir los escalones y le hizo sentar en una silla.

—Relájese —pidió—. Dentro de poco estará dormido y hará exactamente cuanto yo le diga.

El joven se removió en el asiento y dirigió una sonrisa de auto confianza a los espectadores. El hipnotizador atrajo su atención, fijó sus enormes ojos en él, y el joven dejó de removerse. De pronto, alguien tiró a la plataforma una gran bolsa de coloreadas palomitas de maíz. El proyectil describió un arco sobre las luces y fue a romperse directamente sobre la cabeza del muchacho sentado en la silla. El chico se hizo a un lado, casi cayéndose de la silla, y el público, que poco antes permanecía mudo, estalló en grandes carcajadas. El hipnotizador estaba furioso. Su rostro se puso color púrpura y todo su cuerpo comenzó a temblar de ira. Dirigiendo una penetrante mirada a los asistentes, preguntó, con voz alterada:

—¿Quién ha tirado eso?

La masa guardó silencio.

El hipnotizador siguió mirándoles. Al fin su rostro adquirió aspecto normal y su cuerpo dejó de temblar, pero en sus ojos siguió habiendo un maligno brillo.

Hizo un ademán al joven sentado en la plataforma y le despidió con unas breves palabras de agradecimiento. Luego se enfrentó de nuevo con la masa.

—Debido a la interrupción será necesario volver a empezar la prueba… con otro sujeto —anunció, en voz baja—. Tal vez la persona que tiró las palomitas sea tan amable de subir.

Al menos diez o doce individuos se volvieron a mirar a alguien que se mantenía en la sombra, entre los más alejados espectadores.

El hipnotizador le localizó en seguida. Sus negros ojos parecieron refulgir.

—Quizá el que nos interrumpió le dé miedo subir — dijo, con voz burlona—. Prefiere esconderse en las sombras y tirar palomitas de maíz.

El aludido lanzó una exclamación y, con actitud beligerante, se abrió paso hacia la plataforma. Su aspecto no tenía nada de notable; en realidad, en cierto modo se parecía al primer joven. Cualquier observador casual les hubiera supuesto a ambos pertenecientes a la clase rural trabajadora, ni más ni menos inteligentes que el promedio.

El segundo muchacho tomó asiento en la silla del estrado y adoptó una clara actitud de desafío. Durante varios minutos luchó visiblemente contra las órdenes que le daba el hipnotizador para que se relajase. Sin embargo, poco a poco su agresividad fue desapareciendo y miró, como se le pedía, a los penetrantes ojos que tenía enfrente. Al cabo de un par de minutos, siguiendo las órdenes del hipnotizador, se levantó y se tumbó de espaldas sobre los duros maderos de la plataforma. Los espectadores contuvieron el aliento.

—Va usted a dormirse —dijo el hipnotizador—. Va usted a dormirse. Se está durmiendo. Se está durmiendo.

Está dormido y hará cuanto le ordene. Cuanto le ordene. Cuanto…

Su voz se convirtió en un susurro en el que se repetían las reiterativas frases. El público guardaba un silencio total.

De pronto, en la voz del hipnotizador entró una nueva nota, y la audiencia se puso tensa.

—No se levante, elévese de la plataforma —ordenó el hipnotizador—. ¡Elévese de la plataforma! —Sus oscuros ojos parecían lanzar rayos. El público se estremeció.

—¡Elévese!

Los espectadores, tras un jadeo colectivo, contuvieron el aliento.

El joven, rígido sobre el estrado, sin mover un músculo, comenzó a ascender, siguiendo en su posición horizontal. Primero fue un movimiento lento, casi imperceptible; pero pronto adquirió una firme e inconfundible aceleración.

—¡Elévese! —espetó la voz del hipnotizador.

El muchacho continuó su ascenso, hasta encontrarse a más de medio metro del estrado, y seguía subiendo. Los presentes estaban seguros de que se trataba de un truco de alguna clase, pero, aun contra su voluntad, miraban aquello boquiabiertos. El joven parecía estar suspendido en el aire, sin contar con ningún medio posible de apoyo físico. De pronto, la atención del auditorio fue captada por un nuevo suceso. El hipnotizador se llevó una mano al pecho, vaciló, y, por último, se derrumbó sobre la plataforma.

Llamaron a un doctor. El voceador del traje a cuadros salió de la tienda y se inclinó sobre el inmóvil cuerpo del caído.

El hombre buscó el pulso del hipnotizador. Luego meneó la cabeza y se puso en pie. Alguien ofreció una botella de whisky, pero el voceador se limitó a encogerse de hombros.

De pronto, una mujer, entre el público, lanzó un grito. Todos se volvieron a observarla y, un segundo más tarde, siguieron la dirección de su mirada.

Inmediatamente se produjeron gritos aún más agudos, ya que el joven dormido por el hipnotizador continuaba ascendiendo. Mientras la atención de la gente estuvo centrada en el fatal colapso del hipnotizador, el muchacho había seguido subiendo, subiendo… Ahora se encontraba a más de dos metros por encima del tablado y se elevaba más y más, inexorablemente. Aun tras la muerte del hipnotizador, seguía obedeciendo aquella orden final: “¡Elévese!”

El voceador, con los ojos casi saliéndosele de las órbitas, dio un frenético salto; pero era demasiado bajo. Sus dedos apenas rozaron la figura que flotaba en el aire. El hombre volvió a caer pesadamente sobre el estrado.

El rígido cuerpo del joven continuó su marcha hacia arriba, como si estuviera siendo alzado por una invisible grúa.

Las mujeres comenzaron a chillar histéricamente; los hombres gritaban. En realidad nadie sabía qué hacer.

Al ponerse en pie, el voceador tenía expresión de pánico. Dirigió una intensa mirada a la yacente figura del hipnotizador.

—¡Baja, Frank! ¡Baja! —gritaba la masa—. ¡Frank! ¡Despierta! ¡Baja! ¡Detente! ¡Frank!

Pero el rígido cuerpo de Frank seguía subiendo aún más. Arriba, arriba, hasta que estuvo al nivel de la parte alta del entoldado, hasta que alcanzó la altura de los árboles más grandes… hasta que rebasó los árboles y siguió ascendiendo por el limpio cielo de primeros de octubre.

Muchos de los que presenciaban el fantástico hecho se cubrieron con las manos el horrorizado rostro y se alejaron.

Los que siguieron mirando pudieron ver cómo la forma flotante ascendía al cielo hasta no ser más que una leve mota, como una pequeña pavesa que flotara junto a la luna.

Luego desapareció por completo.

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Rashomon https://culturaquetzal.com/2024/06/08/rashomon/ https://culturaquetzal.com/2024/06/08/rashomon/#respond Sat, 08 Jun 2024 23:34:08 +0000 https://culturaquetzal.com/?p=1161 Por: Ryunosuke Akutagawa

Era un frío atardecer. Bajo Rashomon, el sirviente de un samurai esperaba que cesara la lluvia. No había nadie en el amplio portal. Sólo un grillo se posaba en una gruesa columna, cuya laca carmesí estaba resquebrajada en algunas partes. Situado Rashomon en la Avenida Sujaltu, era de suponer que algunas personas, como ciertas damas con el ichimegasa o nobles con el momiebosh, podrían guarecerse allí; pero al parecer no había nadie fuera del sirviente. Y era explicable, ya que en los últimos dos o tres años la ciudad de Kyoto había sufrido una larga serie de calamidades: terremotos, tifones, incendios y carestías la habían llevado a una completa desolación. Dicen los antiguos textos que la gente llegó a destruir las imágenes budistas y otros objetos del culto, y esos trozos de madera, laqueada y adornada con hojas de oro y plata, se vendían en las calles como leña. Ante semejante situación, resultaba natural que nadie se ocupara de restaurar Rashomon. Aprovechando la devastación del edificio, los zorros y otros animales instalaron sus madrigueras entre las ruinas; por su parte ladrones y malhechores no lo desdeñaron como refugio, hasta que finalmente se lo vio convertido en depósito de cadáveres anónimos. Nadie se acercaba por los alrededores al anochecer, más que nada por su aspecto sombrío y desolado.

En cambio, los cuervos acudían en bandadas desde los más remotos lugares. Durante el día, volaban en círculo alrededor de la torre, y en el cielo enrojecido del atardecer sus siluetas se dispersaban como granos de sésamo antes de caer sobre los cadáveres abandonados.

Pero ese día no se veía ningún cuervo, tal vez por ser demasiado tarde. En la escalera de piedra, que se derrumbaba a trechos y entre cuyas grietas crecía la hierba, podían verse los blancos excrementos de estas aves. El sirviente vestía un gastado kimono azul, y sentado en el último de los siete escalones contemplaba distraídamente la lluvia, mientras concentraba su atención en el grano de la mejilla derecha.

Como decía, el sirviente estaba esperando que cesara la lluvia; pero de cualquier manera no tenía ninguna idea precisa de lo que haría después. En circunstancias normales, lo natural habría sido volver a casa de su amo; pero unos días antes éste lo había despedido, no obstante los largos años que había estado a su servicio. El suyo era uno de los tantos problemas surgidos del precipitado derrumbe de la prosperidad de Kyoto.

Por eso, quizás, hubiera sido mejor aclarar: “el sirviente espera en el portal sin saber qué hacer, ya que no tiene adónde ir”. Es cierto que, por otra parte, el tiempo oscuro y tormentoso había deprimido notablemente el sentimentalismo de este sirviente de la época Heian.

Habiendo comenzado a llover a mediodía, todavía continuaba después del atardecer. Perdido en un mar de pensamientos incoherentes, buscando algo que le permitiera vivir desde el día siguiente y la manera de obrar frente a ese inexorable destino que tanto lo deprimía, el sirviente escuchaba, abstraído, el ruido de la lluvia sobre la Avenida Sujaku.

La lluvia parecía recoger su ímpetu desde lejos, para descargarlo estrepitosamente sobre Rashomon, como envolviéndolo. Alzando la vista, en el cielo oscuro se veía una pesada nube suspendida en el borde de una teja inclinada.

“Para escapar a esta maldita suerte -pensó el sirviente- no puedo esperar a elegir un medio, ni bueno ni malo, pues si empezara a pensar sin duda me moriría de hambre en medio del camino o en alguna zanja; luego me traerían aquí, a esta torre, dejándome tirado como a un perro. Pero si no elijo…”

Su pensamiento, tras mucho rondar la misma idea, había llegado por fin a este punto. Pero ese “si no elijo…” quedó fijo en su mente. Aparentemente estaba dispuesto a emplear cualquier medio; pero al decir “si no…” demostró no tener el valor suficiente para confesarse rotundamente: “no me queda otro remedio que convertirme en ladrón”.

Lanzó un fuerte estornudo y se levantó con lentitud. El frío anochecer de Kyoto hacía aflorar el calor del fuego. El viento, en la penumbra, gemía entre los pilares. El grillo que se posaba en la gruesa columna había desaparecido.

Con la cabeza metida entre los hombros paseó la mirada en torno del edificio; luego levantó las hombreras del kimono azul que llevaba sobre una delgada ropa interior. Se decidió por fin a pasar la noche en algún lugar que le permitiera guarecerse de la lluvia y del viento, en donde nadie lo molestara.

El sirviente descubrió otra escalera ancha, también laqueada, que parecía conducir a la torre. Ahí arriba nadie lo podría molestar, excepto los muertos. Cuidando de que no se deslizara su espada de la vaina sujeta a la cintura, el sirviente puso su pie calzado con sandalias sobre el primer peldaño.

Minutos después, en mitad de la amplia escalera que conducía a la torre de Rashomon, un hombre acurrucado como un gato, con la respiración contenida, observaba lo que sucedía más arriba. La luz procedente de la torre brillaba en la mejilla del hombre; una mejilla que bajo la corta barba descubría un grano colorado, purulento. El hombre, es decir el sirviente, había pensado que dentro de la torre sólo hallaría cadáveres; pero subiendo dos o tres escalones notó que había luz, y que alguien la movía de un lado a otro. Lo supo cuando vio su reflejo mortecino, amarillento, oscilando de un modo espectral en el techo cubierto de telarañas. ¿Qué clase de persona encendería esa luz en Rashomon, en una noche de lluvia como aquélla?

Silencioso como un lagarto, el sirviente se arrastró hasta el último peldaño de la empinada escalera. Con el cuerpo encogido todo lo posible y el cuello estirado, observó medrosamente el interior de la torre.

Confirmando los rumores, vio allí algunos cadáveres tirados negligentemente en el suelo. Como la luz de la llama iluminaba escasamente a su alrededor, no pudo distinguir la cantidad; únicamente pudo ver algunos cuerpos vestidos y otros desnudos, de hombres y mujeres. Los hombros, el pecho y otras partes recibían una luz agonizante, que hacía más densa la sombra en los restantes miembros.

Unos con la boca abierta, otros con los brazos extendidos, ninguno daba más señales de vida que un muñeco de barro. Al verlos entregados a ese silencio eterno, el sirviente dudó que hubiesen vivido alguna vez.

El hedor que despedían los cuerpos ya descompuestos le hizo llevar rápidamente la mano a la nariz. Pero un instante después olvidó ese gesto. Una impresión más violenta anuló su olfato al ver que alguien estaba inclinado sobre los cadáveres.

Era una vieja escuálida, canosa y con aspecto de mona, vestida con un kimono de tono ciprés. Sosteniendo con la mano derecha una tea de pino, observaba el rostro de un muerto, que por su larga cabellera parecía una mujer.

Poseído más por el horror que por la curiosidad, el sirviente contuvo la respiración por un instante, sintiendo que se le erizaban los pelos. Mientras observaba aterrado, la vieja colocó su tea entre dos tablas del piso, y sosteniendo con una mano la cabeza que había estado mirando, con la otra comenzó a arrancarle el cabello, uno por uno; parecía desprenderse fácilmente.

A medida que el cabello se iba desprendiendo, cedía gradualmente el miedo del sirviente; pero al mismo tiempo se apoderaba de él un incontenible odio hacia esa vieja. Ese odio -pronto lo comprobó- no iba dirigido sólo contra la vieja, sino contra todo lo que simbolizase “el mal”, por el que ahora sentía vivísima repugnancia. Si en ese instante le hubiera sido dado elegir entre morir de hambre o convertirse en ladrón -el problema que él mismo se había planteado hacía unos instantes- no habría vacilado en elegir la muerte. El odio y la repugnancia ardían en él tan vivamente como la tea que la vieja había clavado en el piso.

Él no sabía por qué aquella vieja robaba cabellos; por consiguiente, no podía juzgar su conducta. Pero a los ojos del sirviente, despojar de las cabelleras a los muertos de Rashomon, y en una noche de tormenta como ésa, cobraba toda la apariencia de un pecado imperdonable. Naturalmente, este nuevo espectáculo le había hecho olvidar que sólo momentos antes él mismo había pensado hacerse ladrón.

Reunió todas sus fuerzas en las piernas, y saltó con agilidad desde su escondite; con la mano en su espada, en una zancada se plantó ante la vieja. Ésta se volvió aterrada, y al ver al hombre retrocedió bruscamente, tambaleándose.

-¡Adónde vas, vieja infeliz! -gritó cerrándole el paso, mientras ella intentaba huir pisoteando los cadáveres.

La suerte estaba echada. Tras un breve forcejeo el hombre tomó a la vieja por el brazo (de puro hueso y piel, más bien parecía una pata de gallina), y retorciéndoselo, la arrojó al suelo con violencia:

-¿Qué estabas haciendo? Contesta, vieja; si no, hablará esto por mí.

Diciendo esto, el sirviente la soltó, desenvainó su espada y puso el brillante metal frente a los ojos de la vieja. Pero ésta guardaba un silencio malicioso, como si fuera muda. Un temblor histérico agitaba sus manos y respiraba con dificultad, con los ojos desorbitadas. Al verla así, el sirviente comprendió que la vieja estaba a su merced. Y al tener conciencia de que una vida estaba librada al azar de su voluntad, todo el odio que había acumulado se desvaneció, para dar lugar a un sentimiento de satisfacción y de orgullo; la satisfacción y el orgullo que se sienten al realizar una acción y obtener la merecida recompensa. Miró el sirviente a la vieja y suavizando algo la voz, le dijo:

-Escucha. No soy ningún funcionario imperial. Soy un viajero que pasaba accidentalmente por este lugar. Por eso no tengo ningún interés en prenderte o en hacer contigo nada en particular. Lo que quiero es saber qué estabas haciendo aquí hace un momento.

La vieja abrió aún más los ojos y clavó su mirada en el hombre; una mirada sarcástica, penetrante, con esos ojos sanguinolentos que suelen tener ciertas aves de rapiña. Luego, como masticando algo, movió los labios, unos labios tan arrugados que casi se confundían con la nariz. La punta de la nuez se movió en la garganta huesuda. De pronto, una voz áspera y jadeante como el graznido de un cuervo llegó a los oídos del sirviente:

-Yo, sacaba los cabellos… sacaba los cabellos… para hacer pelucas…

Ante una respuesta tan simple y mediocre el sirviente se sintió defraudado. La decepción hizo que el odio y la repugnancia lo invadieran nuevamente, pero ahora acompañados por un frío desprecio. La vieja pareció adivinar lo que el sirviente sentía en ese momento y, conservando en la mano los largos cabellos que acababa de arrancar, murmuró con su voz sorda y ronca:

-Ciertamente, arrancar los cabellos a los muertos puede parecerle horrible; pero ninguno de éstos merece ser tratado de mejor modo. Esa mujer, por ejemplo, a quien le saqué estos hermosos cabellos negros, acostumbraba vender carne de víbora desecada en la Barraca de los Guardianes, haciéndola pasar nada menos que por pescado. Los guardianes decían que no conocían pescado más delicioso. No digo que eso estuviese mal pues de otro modo se hubiera muerto de hambre. ¿Qué otra cosa podía hacer? De igual modo podría justificar lo que yo hago ahora. No tengo otro remedio, si quiero seguir viviendo. Si ella llegara a saber lo que le hago, posiblemente me perdonaría.

Mientras tanto el sirviente había guardado su espada, y con la mano izquierda apoyada en la empuñadura, la escuchaba fríamente. La derecha tocaba nerviosamente el grano purulento de la mejilla. Y en tanto la escuchaba, sintió que le nacía cierto coraje, el que le faltara momentos antes bajo el portal. Además, ese coraje crecía en dirección opuesta al sentimiento que lo había dominado en el instante de sorprender a la vieja. El sirviente no sólo dejó de dudar (entre elegir la muerte o convertirse en ladrón) sino que en ese momento el tener que morir de hambre se había convertido para él en una idea absurda, algo por completo ajeno a su entendimiento.

-¿Estás segura de lo que dices? -preguntó en tono malicioso y burlón.

De pronto quitó la mano del grano, avanzó hacia ella y tomándola por el cuello le dijo con rudeza:

-Y bien, no me guardarás rencor si te robo, ¿verdad? Si no lo hago, también yo me moriré de hambre.

Seguidamente, despojó a la vieja de sus ropas, y como ella tratara de impedirlo aferrándosele a las piernas, de un puntapié la arrojó entre los cadáveres. En cinco pasos el sirviente estuvo en la boca de la escalera; y en un abrir y cerrar de ojos, con la amarillenta ropa bajo el brazo, descendió los peldaños hacia la profundidad de la noche.

Un momento después la vieja, que había estado tendida como un muerto más, se incorporó, desnuda. Gruñendo y gimiendo, se arrastró hasta la escalera, a la luz de la antorcha que seguía ardiendo. Asomó la cabeza al oscuro vacío y los cabellos blancos le cayeron sobre la cara.

Abajo, sólo la noche negra y muda.

Adónde fue el sirviente, nadie lo sabe.

Fin

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Canción del pirata https://culturaquetzal.com/2024/05/11/cancion-del-pirata/ https://culturaquetzal.com/2024/05/11/cancion-del-pirata/#respond Sun, 12 May 2024 04:35:18 +0000 https://culturaquetzal.com/?p=1144 Por: José de Espronceda

Con diez cañones por banda,
viento en popa, a toda vela,
no corta el mar, sino vuela
un velero bergantín.
Bajel pirata que llaman,
por su bravura, el Temido,
en todo mar conocido
del uno al otro confín.

La luna en el mar riela,
en la loma gime el viento,
y alza en blando movimiento
olas de plata y azul;
y ve el capitán pirata,
cantando alegre en la popa,
Asia a un lado, al otro Europa,
y allá en su frente Estambul.
“Navega, velero mío,
sin temor,
que ni enemigo navío,
ni tormento, ni bonanza
tu rumbo a torcer alcanza,
ni a sujetar tu valor.

Veinte presas
hemos hecho
a despecho
del inglés,
y han rendido
sus pendones
cien naciones
a mis pies.”

Que es mi barco mi tesoro,
que es mi dios la libertad,
mi ley, la fuerza y el viento,
mi única patria, la mar.

Allá muevan feroz guerra
ciegos reyes
por un palmo más de tierra;
que yo tengo aquí por mío
cuanto abarca el mar bravío,
a quien nadie impuso leyes.
Y no hay playa,
sea cualquiera,
ni bandera
de esplendor,
que no sienta
mi derecho
y dé pecho
a mi valor.

Que es mi barco mi tesoro,
que es mi dios la libertad,
mi ley, la fuerza y el viento,
mi única patria, la mar.

A la voz de “¡barco viene!”
es de ver
cómo vira y se previene
a todo trapo a escapar.
que yo soy el rey del mar,
y mi furia es de temer.
En las presas
yo divido
lo cogido
por igual.
sólo quiero
por riqueza
la belleza
sin rival.

Que es mi barco mi tesoro,
que es mi dios la libertad,
mi ley, la fuerza y el viento,
mi única patria, la mar.

Sentenciado estoy a muerte.
Yo me río;
no me abandone la suerte,
y al mismo que me condena
colgaré de alguna entena
quizá en su propio navío.
Y si caigo,
¿qué es la vida?
Por perdida
ya la di,
cuando el yugo
del esclavo
como un bravo
sacudí.

Que es mi barco mi tesoro,
que es mi dios la libertad,
mi ley, la fuerza y el viento,
mi única patria, la mar.

Son mi música mejor
aquilones,
el estrépito y temblor
de los cables sacudidos,
del negro mar los bramidos
y el rugir de mis cañones.
Y del trueno
al son violento,
y del viento
al rebramar,
yo me duermo
sosegado,
arrullado
por el mar.

Que es mi barco mi tesoro
que es mi dios la libertad,
mi ley, la fuerza y el viento,
mi única patria, la mar”

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El retrato oval https://culturaquetzal.com/2024/04/28/el-retrato-oval/ https://culturaquetzal.com/2024/04/28/el-retrato-oval/#respond Mon, 29 Apr 2024 04:05:41 +0000 https://culturaquetzal.com/?p=1140 por: Edgar Allan Poe

El castillo al cual mi criado se había atrevido a entrar por la fuerza antes de permitir que, gravemente herido como estaba, pasara yo la noche al aire libre, era una de esas construcciones en las que se mezclan la lobreguez y la grandeza, y que durante largo tiempo se han alzado cejijuntas en los Apeninos, tan ciertas en la realidad como en la imaginación de Mrs. Radcliffe. Según toda apariencia, el castillo había sido recién abandonado, aunque temporariamente. Nos instalamos en uno de los aposentos más pequeños y menos suntuosos. Hallábase en una apartada torre del edificio; sus decoraciones eran ricas, pero ajadas y viejas. Colgaban tapices de las paredes, que engalanaban cantidad y variedad de trofeos heráldicos, así como un número insólitamente grande de vivaces pinturas modernas en marcos con arabescos de oro. Aquellas pinturas, no solamente emplazadas a lo largo de las paredes sino en diversos nichos que la extraña arquitectura del castillo exigía, despertaron profundamente mi interés, quizá a causa de mi incipiente delirio; ordené, por tanto, a Pedro que cerrara las pesadas persianas del aposento —pues era ya de noche—, que encendiera las bujías de un alto candelabro situado a la cabecera de mi lecho y descorriera de par en par las orladas cortinas de terciopelo negro que envolvían la cama. Al hacerlo así deseaba entregarme, si no al sueño, por lo menos a la alternada contemplación de las pinturas y al examen de un pequeño volumen que habíamos encontrado sobre la almohada y que contenía la descripción y la crítica de aquéllas.

Mucho mucho leí… e intensa, intensamente miré. Rápidas y brillantes volaron las horas, hasta llegar la profunda medianoche. La posición del candelabro me molestaba, pero, para no incomodar a mi amodorrado sirviente, alargué con dificultad la mano y lo coloqué de manera que su luz cayera directamente sobre el libro.

El cambio, empero, produjo un efecto por completo inesperado. Los rayos de las numerosas bujías (pues eran
muchas) cayeron en un nicho del aposento que una de las columnas del lecho había mantenido hasta ese momento en la más profunda sombra. Pude ver así, vívidamente, una pintura que me había pasado inadvertida. Era el retrato de una joven que empezaba ya a ser mujer. Miré presurosamente su retrato, y cerré los ojos. Al principio no alcancé a comprender por qué lo había hecho. Pero mientras mis párpados continuaban cerrados, cruzó por mi mente la razón de mi conducta. Era un movimiento impulsivo a fin de ganar tiempo para pensar, para asegurarme de que mi visión no me había engañado, para calmar y someter mi fantasía antes de otra contemplación más serena y más segura. Instantes después volví a mirar fijamente la pintura.

Ya no podía ni quería dudar de que estaba viendo bien, puesto que el primer destello de las bujías sobre aquella tela había disipado la soñolienta modorra que pesaba sobre mis sentidos, devolviéndome al punto a la vigilia.

Como ya he dicho, el retrato representaba a una mujer joven. Sólo abarcaba la cabeza y los hombros, pintados de la manera que técnicamente se denomina vignette, y que se parece mucho al estilo de las cabezas favoritas de Sully. Los brazos, el seno y hasta los extremos del radiante cabello se mezclaban imperceptiblemente en la vaga pero profunda sombra que formaba el fondo del retrato. El marco era oval, ricamente dorado y filigranado en estilo morisco. Como objeto de arte, nada podía ser más admirable que aquella pintura. Pero lo que me había emocionado de manera tan súbita y vehemente no era la ejecución de la obra, ni la inmortal belleza del retrato. Menos aún cabía pensar que mi fantasía, arrancada de un semisueño, hubiera confundido aquella cabeza con la de una persona viviente. Inmediatamente vi que las peculiaridades del diseño, de la vignette y del marco tenían que haber repelido semejante idea, impidiendo incluso que persistiera un solo instante. Pensando intensamente en todo eso, quedéme tal vez una hora, a medias sentado, a medias reclinado, con los ojos fijos en el retrato. Por fin, satisfecho del verdadero secreto de su efecto, me dejé caer hacia atrás en el lecho. Había descubierto que el hechizo del cuadro residía en una absoluta posibilidad de vida en su expresión que, sobresaltándome al comienzo, terminó por confundirme, someterme y aterrarme. Con profundo y reverendo respeto, volví a colocar el candelabro en su posición anterior. Alejada así de mi vista la causa de mi honda agitación, busqué vivamente el volumen que se ocupaba de las pinturas y su historia. Abriéndolo en el número que designaba al retrato oval, leí en él las vagas y extrañas palabras que siguen:

“Era una virgen de singular hermosura, y tan encantadora como alegre. Aciaga la hora en que vio y amó y desposó al pintor. Él, apasionado, estudioso, austero, tenía ya una prometida en el Arte; ella, una virgen de sin igual hermosura y tan encantadora como alegre, toda luz y sonrisas, y traviesa como un cervatillo; amándolo y mimándolo, y odiando tan sólo al Arte, que era su rival; temiendo tan sólo la paleta, los pinceles y los restantes enojosos instrumentos que la privaban de la contemplación de su amante. Así, para la dama, cosa terrible fue oír hablar al pintor de su deseo de retratarla. Pero era humilde y obediente, y durante muchas semanas posó dócilmente en el oscuro y elevado aposento de la torre, donde sólo desde lo alto caía la luz sobre la pálida tela. Mas él, el pintor, gloriábase de su trabajo, que avanzaba hora a hora y día a día. Y era un hombre apasionado, violento y taciturno, que se perdía en sus ensueños; tanto, que no quería ver cómo esa luz que entraba, lívida, en la torre solitaria, marchitaba la salud y la vivacidad de su esposa, que se consumía a la vista de todos, salvo de la suya. Mas ella seguía sonriendo, sin exhalar queja alguna, pues veía que el pintor, cuya nombradía era alta, trabajaba con un placer fervoroso y ardiente, bregando noche y día para pintar a aquella que tanto le amaba y que, sin embargo, seguía cada vez más desanimada y débil. Y, en verdad, algunos que contemplaban el retrato hablaban en voz baja de su parecido como de una asombrosa maravilla, y una prueba tanto de la excelencia del artista como de su profundo amor por aquélla a quien representaba de manera tan insuperable. Pero, a la larga, a medida que el trabajo se acercaba a su conclusión, nadie fue admitido ya en la torre, pues el pintor habíase exaltado en el ardor de su trabajo y apenas si apartaba los ojos de la tela, incluso para mirar el rostro de su esposa. Y no quería ver que los tintes que esparcía en la tela eran extraídos de las mejillas de aquella mujer sentada a su lado. Y cuando pasaron muchas semanas y poco quedaba por hacer, salvo una pincelada en la boca y un matiz en los ojos, el espíritu de la dama osciló, vacilante como la llama en el tubo de la lámpara. Y entonces la pincelada fue puesta y aplicado el matiz, y durante un momento el pintor quedó en trance frente a la obra cumplida. Pero, cuando estaba mirándola, púsose pálido y tembló mientras gritaba:

“¡Ciertamente, ésta es la Vida misma!”,

y volvióse de improviso para mirar a su amada…

¡Estaba muerta!”

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En puerto Marte sin Hilda https://culturaquetzal.com/2024/04/13/en-puerto-marte-sin-hilda/ https://culturaquetzal.com/2024/04/13/en-puerto-marte-sin-hilda/#respond Sat, 13 Apr 2024 06:43:36 +0000 https://culturaquetzal.com/?p=1134 Por: Isaac Asimov

Todo empezó como un sueño. No tuve que preparar nada, ni disponer las cosas de antemano. Me limité a observar cómo todo salía por sí solo…
Tal vez eso debería haberme puesto sobre aviso, y hacerme presentir la catástrofe.

Todo empezó con mi acostumbrado mes de descanso entre dos misiones. Un mes de trabajo y un mes de permiso constituye la norma del Servicio Galáctico. Llegué a Puerto Marte para la espera acostumbrada de tres días antes de emprender el breve viaje a la Tierra.

En circunstancias ordinarias, Hilda, que Dios la bendiga, la esposa más cariñosa que pueda tener un hombre, hubiera estado allí sperándome, y ambos hubiéramos pasado tres días muy agradables y tranquilos…, un pequeño y dichoso compás de espera para los dos. La única dificultad para que esto fuera posible consistía en que Puerto Marte era el lugar más turbulento y ruidoso de todo el Sistema, y un pequeño compás de espera no es exactamente lo que mejor encaja allí. Pero…, ¿cómo podía explicarle eso a Hilda?

Pues bien, esta vez, mi querida mamá política, que Dios la bendiga también (para variar), se puso enferma precisamente dos días antes que yo arribase a Puerto Marte, y la noche antes de desembarcar recibí un espaciograma de Hilda comunicándome que tenía que quedarse en la Tierra con mamá y que, sintiéndolo mucho, no podía acudir allí a recibirme.

Le envié otro espaciograma diciéndole que yo también lo sentía mucho y que lamentaba enormemente lo de su madre, cuyo estado me inspiraba una gran ansiedad (así se lo dije). Y cuando desembarqué…

¡Me encontré en Puerto Marte y sin Hilda!

De momento me quedé anonadado; luego se me ocurrió llamar a Flora (con la que había tenido ciertas aventurillas en otros tiempos), y con este fin tomé una cabina de vídeo…, sin reparar en gastos, pero es que tenía prisa.

Estaba casi seguro que la encontraría fuera, o que tendría el videófono desconectado, o incluso que habría muerto.

Pero allí estaba ella, con el videófono conectado y, por toda la Galaxia, lo estaba todo menos muerta.

Estaba mejor que nunca. El paso de los años no podía marchitarla, como dijo una vez alguien, ni la costumbre empañar su cambiante belleza.¡No estuvo poco contenta de verme! Alborozada, gritó:

—¡Max! ¡Hacía años que no nos veíamos!

—Ya lo sé, Flora, pero ahora nos veremos, si tú estás libre. ¿Sabes qué pasa? ¡Estoy en Puerto Marte y sin Hilda!

Ella chilló de nuevo:

—¡Estupendo! Entonces ven inmediatamente.

Yo me quedé bizco. Aquello era demasiado.

—¿Quieres decir que estás libre…, libre de verdad?

El lector debe saber que a Flora había que pedirle audiencia con días de anticipación. Era algo que se salía de lo corriente. Ella me contestó:

—Oh, tenía un compromiso sin importancia, Max, pero ya lo arreglaré. Tú ven.

—Voy volando —contesté, estallando de puro gozo.

Flora era una de esas chicas… Bien, para que el lector tenga una idea, le diré que en sus habitaciones reinaba la gravedad marciana: 0,4 respecto a la normal en la Tierra. La instalación que la liberaba del campo seudogravitatorio a que se hallaba sometido Puerto Marte era carísima, desde luego, pero si el lector ha sostenido alguna vez entre sus brazos a una chica a 0,4 gravedades, sobran las explicaciones. Y si no lo ha hecho, las explicaciones de nada sirven. Además, le compadezco.

Es algo así como flotar en las nubes.

Corté la comunicación. Sólo la perspectiva de verla en carne y hueso podía obligarme a borrar su imagen con tal celeridad. Salí corriendo de la cabina.

En aquel momento, en aquel preciso instante, con precisión de décimas de segundo, el primer soplo de la catástrofe me rozó.

Aquel primer barrunto estuvo representado por la calva cabeza de aquel desarrapado de Rog Crinton, de las oficinas de Marte, calva que brillaba sobre unos grandes ojos azul pálido, una tez cetrina y un desvaído bigote pajizo. No me molesté en ponerme a gatas y tratar de enterrar la cabeza en el suelo, porque mis vacaciones acababan de comenzar en el mismo momento en que había descendido de la nave.

Por lo tanto, le dije con una cortesía normal:

—¿Qué deseas? Tengo prisa. Me esperan.

Él repuso:

—Quien te espera soy yo. Te he estado esperando en la rampa de descarga.

—Pues no te he visto.

—Tú nunca ves nada.Tenía razón, porque al pensar en ello, me dije que si él estaba en la rampa de descarga, debería haberse quedado girando para siempre, porque había pasado junto a él como el cometa Halley rozando la corona solar.

—Muy bien —dije entonces—. ¿Qué deseas?

—Tengo un trabajillo para ti.

Yo me eché a reír.

—Acaba de empezar mi mes de permiso, amigo.

—Pero se trata de una alarma roja de emergencia, amigo —repuso él.

Lo cual significaba que me quedaba sin vacaciones, ni más ni menos.

No podía creerlo. Así que le dije:

—Vamos, Rog. Sé compasivo. Yo también tengo una llamada de urgencia particular.

—No puede compararse con esto.

—Rog —vociferé—. ¿No puedes encontrar a otro? ¿Es que no hay nadie más?

—Tú eres el único agente de primera clase que hay en Marte.

—Pídelo a la Tierra entonces. En el Cuartel General tienen agentes a montones.

—Esto tiene que hacerse antes de las once de esta misma mañana.

Pero, ¿qué pasa? ¿Acaso no tienes que esperar tres días?

Yo me oprimí la cabeza. ¡Qué sabía él!

—¿Me dejas llamar? —le dije.

Tras fulminarlo con la mirada, volví a meterme en la cabina y dije:

—¡Particular!

Flora apareció de nuevo en la pantalla, deslumbrante como un espejismo en un asteroide. Sorprendida, dijo:

—¿Ocurre algo, Max? No vayas a decirme que algo va mal. Ya he anulado el otro compromiso.

—Flora, cariño —repuse—, iré, iré. Pero ha surgido algo.

Ella preguntó con voz dolida lo que ya podía suponerme, y yo contesté:

—No, no es otra chica. Donde estás tú, las demás no cuentan. ¡Cielito!

—Sentí el súbito impulso de abrazar la pantalla de vídeo, pero comprendí que eso no es un pasatiempo adecuado para adultos—. Una cosa del trabajo.

Pero tú espérame. No tardaré mucho.

Ella suspiró y dijo:

—Muy bien.

Pero lo dijo de una manera que no me gustó, y que me hizo temblar.

Salí de la cabina con paso vacilante y me encaré con aquel pelmazo:

—Muy bien, Rog, ¿qué clase de embrollo me han preparado?Nos fuimos al bar del espacio-puerto y nos metimos en un reservado.

Rog me explicó.

—El Antares Giant llega procedente de Sirio dentro de exactamente media hora; a las ocho en punto.

—Muy bien.

—Descenderán de él tres hombres, mezclados con los demás pasajeros, para esperar al Space Eater, que tiene su llegada de la Tierra a las once y sale para Capella poco después. Estos tres hombres subirán al Space Eater, y a partir de ese momento quedarán fuera de nuestra jurisdicción.

—Bueno, ¿y qué?

—Entre las ocho y las once permanecerán en una sala de espera especial, y tú les harás compañía. Tengo una imagen tridimensional de cada
uno de ellos, con el fin que puedas identificarlos. En esas tres horas tendrás que averiguar cuál de los tres transporta contrabando.

—¿Qué clase de contrabando?

—De la peor clase. Espaciolina alterada.

—¿Espaciolina alterada?

Me había matado. Sabía perfectamente lo que era la espaciolina. Si el lector ha viajado por el espacio también lo sabrá, sin duda. Y para el caso que no se haya movido nunca de la Tierra, le diré que todos los que efectúan su primer viaje por el espacio la necesitan; casi todos la toman en el primer viaje que realizan; y muchísimas personas ya no saben prescindir jamás de ella. Sin ese producto maravilloso, se experimenta vértigo cuando se está en caída libre, algunos lanzan chillidos de terror y contraen psicosis semipermanentes. Pero la espaciolina hace desaparecer completamente estas molestias y sus efectos. Además, no crea hábito; no posee efectos perjudiciales secundarios. La espaciolina es ideal, esencial, insustituible. Si el lector lo duda, tome espaciolina. Rog continuó:

—Exactamente. Espaciolina alterada. Sólo puede alterarse mediante una sencilla reacción que cualquiera es capaz de realizar en el sótano de su casa. Entonces pasa a ser una droga y se administra en dosis masivas, convirtiéndose en un terrible hábito desde la primera toma. Se la puede comparar a los más peligrosos alcaloides que se conocen.

—¿Y acabamos de descubrirlo precisamente ahora, Rog?

—No. El Servicio conocía la existencia de esa droga desde hace años, y hemos evitado que este peligroso conocimiento se difundiese, manteniendo en el mayor secreto los casos en que se ha hallado droga. Pero ahora las cosas han llegado demasiado lejos.

—¿En qué sentido?

—Uno de los tres individuos que se detendrán aquí transporta cierta cantidad de espaciolina alterada sobre su persona. Los químicos del sistema de Capella, que se encuentra fuera de la Federación, la analizarán y averiguarán la manera de producirla sintéticamente. Después de esto nos encontraremos enfrentados con el dilema de tener que luchar contra la peor amenaza que jamás han provocado los estupefacientes, o tener que suprimir el peligro suprimiendo su causa.

—¿La espaciolina?

—Exacto. Y si suprimimos la espaciolina, de rechazo suprimimos los viajes interplanetarios.

Me resolví a poner el dedo en la llaga:

—¿Cuál de esos tres individuos lleva la droga?

Rog sonrió con desdén.

—¿Crees que te necesitaríamos si lo supiésemos? Eres tú quien tiene que averiguarlo.

—Me encargas una misión muy arriesgada.

—En efecto; si te equivocas de individuo te expones a que te corten el pelo hasta la laringe. Cada uno de esos tres es un hombre importantísimo en su propio planeta. Uno de ellos es Edward Harponaster; otro, Joaquin Lipsky, y el tercer es Andiamo Ferrucci. ¿Qué te parece?

Tenía razón. Yo conocía aquellos tres nombres. Probablemente el lector los conoce también; y no podía poner la mano encima de ninguno de ellos sin poseer sólidas pruebas, naturalmente.

—¿Y uno de ellos se ha metido en un negocio tan sucio por unos cuantos…?

—Este asunto representa trillones —repuso Rog—, lo cual quiere decir que cualquiera de ellos lo haría con mucho gusto. Y sabemos que es uno de ellos, porque Jack Hawk consiguió averiguarlo antes que le matasen…

—¿Han matado a Jack Hawk?

Durante un minuto me olvidé de la amenaza que pesaba sobre la galaxia a causa de aquellos traficantes de drogas. Y casi, casi, llegué a olvidarme también de Flora.

—Sí, y lo asesinaron a instigación de uno de esos tipos. Tú tienes que descubrirlo. Si nos señalas al criminal antes de las once, cuenta con un ascenso, un aumento de sueldo y la satisfacción de haber vengado al pobre Jack Hawk. Y, por ende, habrás salvado a la galaxia. Pero si señalas a un inocente, crearás un conflicto interestelar, perderás el puesto, y te pondrán en todas las listas negras que hay entre la Tierra y Antares.

—¿Y si no señalo a ninguno de ellos? —pregunté.—Eso sería como señalar a uno inocente, por lo que se refiere al Servicio.

—O sea que tengo que señalar a uno, pero sólo al culpable, de lo contrario mi cabeza está en juego.

—Harían rebanadas con ella. Estás empezando a comprender, Max.

En una larga vida de parecer feo, Rog Crinton nunca lo había parecido tanto como entonces. Lo único que me consoló al mirarle fue pensar que él también estaba casado y que vivía con su mujer en Puerto Marte todo el año. Y se lo tenía muy merecido. Tal vez me mostraba demasiado duro con él, pero se merecía aquello.

Así que perdí de vista a Rog, me apresuré a llamar a Flora.

—¿Qué pasa? —me preguntó ella.

—Verás, cielito —le dije—, no puedo contártelo ahora, pero se trata de un compromiso ineludible. Ten un poco de paciencia, que terminaré este asunto en seguida, aunque tenga que recorrer a nado todo el Gran Canal hasta el casquete polar en ropa interior, ¿sabes?, o arrancar a Fobos del cielo…, o cortarme en pedacitos y enviarme como paquete postal.

—Vaya —dijo ella, con un mohín de disgusto—, si hubiese, sabido que tenía que esperar…

Yo di un respingo. Flora, a pesar de su nombre, no era de esas chicas que se impresionan por la poesía. En realidad, ella sólo era una mujer de acción… Pero, después de todo, cuando flotase en brazos de la gravedad marciana en un mar perfumado con jazmín y en compañía de Flora, la sensibilidad poética no sería precisamente la cualidad que yo consideraría más indispensable.

Con una nota de urgencia en la voz, dije:

—Por favor, espérame, Flora. No tardaré. Después ya recuperaremos el tiempo perdido.

Estaba disgustado, desde luego, pero todavía no me dominaba la preocupación. Apenas me había dejado Rog, cuando concebí un plan para descubrir cuál era el culpable.

Era muy fácil. Estuve a punto de llamar a Rog para decírselo, pero no hay ninguna ley que prohiba que la cerveza se suba a la cabeza y que el aire contenga oxígeno. Lo resolvería en cinco minutos y luego me iría disparado a reunirme con Flora; con cierto retraso tal vez, pero con un ascenso en el bolsillo, un aumento de sueldo en mi cuenta y un pegajoso beso del Servicio en ambas mejillas.

Mi plan era el siguiente: los magnates de la industria no suelen viajar mucho por el espacio; prefieren utilizar el transvídeo. Cuando tienen que asistir a alguna importante conferencia interestelar, como era probablemente el caso de aquellos tres, tomaban espaciolina. No estaban suficientemente acostumbrados a viajar por el espacio para atreverse a prescindir de ella. Además, la espaciolina es un producto carísimo, y los grandes potentados siempre quieren lo mejor de lo mejor. Conozco su psicología.

Eso sería perfectamente aplicable a dos de ellos. No obstante, el que transportaba el contrabando no podía arriesgarse a tomar espaciolina…, ni siquiera para evitar el mareo del espacio. Bajo la influencia de la espaciolina, podría revelar la existencia de la droga; o perderla; o decir algo incoherente que luego resultase comprometedor. Tenía que mantener el dominio de sí mismo en todo momento.

Así de sencillo era. Me dispuse a esperar.

El Antares Giant arribó puntualmente, y yo esperé con los músculos de las piernas en tensión, para salir corriendo en cuanto hubiese puesto las esposas al inmundo y criminal traficante de drogas y me hubiese despedido de los otros dos eminentes personajes.

El primero en entrar fue Lipsky. Era un hombre de labios carnosos y sonrosados, mentón redondeado, cejas negrísimas y cabello ceniciento. Se limitó a mirarme, para sentarse sin pronunciar palabra. No era aquél. Se hallaba bajo los efectos de la espaciolina.

Yo le dije:

—Buenas tardes.

Con voz soñolienta, él murmuró:

—Ardes surrealista en Panamá corazones en misiones para una taza de té. Libertad de palabra.

Era la espaciolina, en efecto. La espaciolina, que aflojaba los resortes de la mente humana. La última palabra pronunciada por alguien sugería la siguiente frase, en una desordenada asociación de ideas.

El siguiente fue Andiamo Ferrucci. Bigotes negros, largo y cerúleo, tez olivácea, cara marcada de viruelas. Tomó asiento en otra butaca, frente a nosotros.

Yo le dije:

—¿Qué, buen viaje?

Él contestó:

—Baje la luz sobre el testuz del buey de Camagüey, me voy a Indiana a comer.

Lipsky intervino:

—Comercio sabio resabio con una libra de libros en Biblos y edificiofenicios.

Yo sonreí. Me quedaba Harponaster. Ya tenía cuidadosamente preparada mi pistola neurónica, y las esposas magnéticas a punto para ponérselas.

Y en aquel momento entró Harponaster. Era un hombre flaco, correoso, muy calvo, y bastante más joven de lo que parecía en su imagen tridimensional. ¡Y estaba empapado de espaciolina hasta el tuétano!

No pude contener una exclamación:

—¡Atiza!

—Paliza fenomenal sobre mal papel si no tocamos madera en la carretera.

Ferrucci añadió:

—Estera sobre la ruta en disputa por encontrar un ruiseñor.

Y Lipsky continuó:

—Señor, jugaré a ping-pong ante amigos dulces son.

Yo miraba de uno a otro lado mientras ellos iban diciendo tonterías en parrafadas cada vez más breves, hasta que reinó el silencio.

Inmediatamente comprendí lo que sucedía. Uno de ellos estaba fingiendo, pues había tenido suficiente inteligencia para comprender que si no aparecía bajo los efectos de la espaciolina, eso le delataría. Tal vez sobornó a un empleado para que le inyectase una solución salina, o hizo cualquier otro truco parecido.

Uno de ellos fingía. No resultaba difícil representar aquella comedia. Los actores del subetérico hacían regularmente el número de la espaciolina. El lector debe haberlos oído docenas de veces.

Contemplé a aquellos tres hombres y noté que se me erizaban por primera vez los pelos del cuello al pensar en lo que me sucedería si no conseguía descubrir al culpable.

Eran las 8,30, y estaban en juego mi empleo, mi reputación, y mi propia cabeza. Dejé de pensar de momento en ello y pensé en Flora. Desde luego, no me esperaría eternamente. Lo más probable era que ni siquiera me esperase otra media hora.

Entonces me dije: ¿sería capaz el culpable de realizar con la misma soltura las asociaciones de ideas, si le hacía meterse en terreno resbaladizo?

Así es que dije:

—Estoy tan estupefacto que siento estupefacción.

Lipsky pescó la frase al vuelo y prosiguió:

—Estupefacción estupefaciente dijo el cliente con do re mi fa sol para ser salvado.

—Salvado con estofado de toro de nada sirve la efervescencia con un cañón —dijo Ferrucci.

—Cañones al son dulzón del trombón —dijo Lipsky.

—Bombón astroso —dijo Ferrucci.

—Oso de cal —dijo Harponaster.

Unos cuantos gruñidos y se callaron.

Lo intenté de nuevo, con mayor cuidado esta vez, pensando que recordarían después todo cuanto yo dijese. Por lo tanto, debía esforzarme por decir frases inofensivas.

Dije pues:

—No hay nada como la espaciolina.

Ferrucci dijo:

—La colina de la mina en la Scala de Milán, tan taran, tan…

Yo interrumpí tan ingeniosas palabras y repetí, mirando a Harponaster:

—Sí, para viajar por el espacio, no hay nada como la espaciolina.

—Avelina con su cama de algodón en rama salta la rana…

Le interrumpí también, dirigiéndome esta vez a Lipsky:

—No hay nada como la espaciolina.

—Melusina toma chocolate con patatas baratas tras los talones de Aquiles.

Uno de ellos añadió:

—Miles de angulas grandes como mulas me tienen que matar.

—Atar después de bailar.

—Hilar muy finas.

—Minas de sal.

—Salga el rey.

—Buey.

Lo intenté dos o tres veces más, hasta que vi que por allí no iría a ninguna parte. El culpable, quienquiera que fuese de los tres, se había ejercitado, o bien poseía un talento natural para efectuar asociaciones de ideas espontáneas. Desconectaba su cerebro y dejaba que las palabras saliesen al buen tun tun. Además, debía saber lo que yo estaba buscando. Si «estupefacción» con su derivado «estupefaciente» no le habían delatado, la repetición por tres veces consecutivas de la palabra «espaciolina» debía haberlo hecho. Los otros dos nada debían sospechar, pero él sí.

¿Cómo conseguiría descubrirlo entonces? Sentí un odio furioso hacia él y noté que me temblaban las manos. Aquella asquerosa rata, si se escapaba, corrompería toda la galaxia. Por si fuese poco, era culpable de la muerte de mi mejor amigo. Y por encima de todo esto, me impedía acudir a mi cita con Flora.

Me quedaba el recurso de registrarlos. Los dos que se hallaban realmente bajo los efectos de la espaciolina no harían nada por impedirlo, pues no podían sentir emoción, temor, ansiedad, odio, pasión ni deseos de defenderse. Y si uno de ellos hacía el menor gesto de resistencia, ya tendría al hombre que buscaba.

Pero los inocentes recordarían lo sucedido, al recobrar la lucidez.

Recordarían que los habían registrado minuciosamente mientras se hallaban bajo los efectos de la espaciolina.

Suspiré. Si lo intentaba, descubriría al criminal, desde luego, pero yo me convertiría después en algo extraordinariamente parecido al hígado trinchado. El Servicio recibiría una terrible reprimenda, el escándalo alcanzaría proporciones cósmicas, y en el aturdimiento y la confusión que esto produciría, el secreto de la espaciolina alterada se difundiría a los cuatro vientos, con lo que todo se iría a rodar.

Desde luego, el culpable podía ser el primero que yo registrase. Tenía una probabilidad entre tres que lo fuese. Pero no me fiaba.

Consulté desesperado mi reloj y mi mirada se enfocó en la hora: las 9:15.

¿Cómo era posible que el tiempo pasase tan de prisa?

¡Oh, Dios mío! ¡Oh, pobre de mí! ¡Oh, Flora!

No tenía elección. Volví a la cabina para hacer otra rápida llamada a Flora. Una llamada rápida, para que la cosa no se enfriase; suponiendo que ya no estuviese helada.

No cesaba de decirme: «No contestará».

Traté de prepararme para aquello, diciéndome que había otras chicas, que había otras…

Todo inútil, no había otras chicas.

Si Hilda hubiese estado en Puerto Marte, nunca hubiera pensado en Flora; eso para empezar, y entonces su falta no me hubiera importado. Pero estaba en Puerto Marte y sin Hilda, y además tenía una cita con Flora.

La señal de llamada funcionaba insistentemente, y yo no me decidía a cortar la comunicación.

¡De pronto contestaron!

Era ella. Me dijo:

—Ah, eres tú.

—Claro, cariño, ¿quién si no podía ser?

—Pues cualquier otro. Otro que viniese.

—Tengo que terminar este asunto, cielito.

—¿Qué asunto? ¿Plastones pa quien?

Estuve a punto de corregir su error gramatical, pero estaba demasiado ocupado tratando de adivinar qué debía significar «plastones».

Entonces me acordé. Una vez le había dicho que yo era representante de plastón. Fue aquel día que le regalé un camisón de plastón que era una monada.

Entonces le dije:

—Escucha. Concédeme otra media hora…

Las lágrimas asomaron a sus ojos.

—Estoy aquí sola y sentada, esperándote.

—Ya te lo compensaré.

Para que el lector vea cuán desesperado me hallaba, le diré que ya empezaba a pensar en tomar un camino que sólo podía llevarme al interior de una joyería, aunque eso significase que mi cuenta corriente mostraría un mordisco tan considerable que para la mirada penetrante de Hilda parecería algo así como la nebulosa Cabeza de Caballo irrumpiendo en la Vía Láctea.

Pero entonces estaba completamente desesperado.

Ella dijo, contrita:

—Tenía una cita estupenda y la anulé por ti.

Yo protesté:

—Me dijiste que era un compromiso sin importancia.

Después que lo dije, comprendí que me había equivocado.

Ella se puso a gritar:

—¡Un compromiso sin importancia!

(Eso fue exactamente lo que dijo. Pero de nada sirve tener la verdad de nuestra parte al discutir con una mujer. En realidad, eso no hace sino empeorar las cosas. ¿Es que no lo sabía, estúpido de mí?)

Flora prosiguió:

—Mira que decir eso de un hombre que me ha prometido una finca en la Tierra…

Entonces se puso a charlar por los codos de aquella finca en la Tierra. A decir verdad, casi todos los donjuanes de ocasión que se paseaban por Puerto Marte aseguraban poseer una finca en la Tierra, pero el número de los que la poseían de verdad se podía contar con el sexto dedo de cada mano.

Traté de hacerla callar. Todo inútil.

Por último dijo, llorosa:

—Y yo aquí sola, y sin nadie.

Y cortó el contacto.Desde luego, tenía razón. Me sentí el individuo más despreciable de toda la galaxia.

Regresé a la sala de espera. Un rastrero botones se apresuró a dejarme paso.

Contemplé a los tres magnates de la industria y me puse a pensar en qué orden los estrangularía lentamente hasta matarlos si pudiese tener la suerte de recibir aquella orden. Tal vez empezaría por Harponaster. Aquel sujeto tenía un cuello flaco y correoso que podría rodear perfectamente con mis dedos, y una nuez prominente sobre la cual podría hacer presión con los pulgares.

La satisfacción que estos pensamientos me proporcionaron fue, a decir verdad, ínfima, y sin darme cuenta murmuré la palabra «¡Cielito!», de pura añoranza.

Aquello los disparó otra vez. Ferrucci dijo:

—Bonito lío tiene mi tío con la lluvia rubia Dios salve al rey…

Harponaster, el del flaco pescuezo, añadió:

—Ley de la selva para un gato malva.

Lipsky dijo:

—Calva cubierta con varias tortillas.

—Pillas niñas son.

—Sonaba.

—Haba.

—Va.

Y se callaron.

Entonces me miraron fijamente. Yo les devolví la mirada. Estaban desprovistos de emoción (dos de ellos al menos), y yo estaba vacío de ideas.

Y el tiempo iba pasando.

Seguí mirándoles fijamente y me puse a pensar en Flora. Se me ocurrió que no tenía nada que perder que ya no hubiese perdido. ¿Y si les hablase de ella?

Entonces les dije:

—Señores, hay una chica en esta ciudad, cuyo nombre no mencionaré para no comprometerla. Permítanme que se la describa.

Y eso fue lo que hice. Debo reconocer que las últimas dos horas habían aumentado hasta tal punto mis reservas de energía, que la descripción que les hice de Flora y de sus encantos asumió tal calidad poética que parecía surgir de un manantial oculto en lo más hondo de mi ser subconsciente.

Los tres permanecían alelados, casi como si escuchasen, sin interrumpirme apenas. Las personas sometidas a la espaciolina se hallandominadas por una extraña cortesía. No interrumpen nunca al que está hablando. Esperan a que éste termine.

Seguí describiéndoles a Flora con un tono de sincera tristeza en mi voz, hasta que los altavoces anunciaron estruendosamente la llegada del Space Eater.

Había terminado. En voz alta, les dije:

—Levántense, caballeros. —Para añadir—: Tú no, asesino.

Y sujeté las muñecas de Ferrucci con mis esposas magnéticas, casi sin darle tiempo a respirar.

Ferrucci luchó como un diablo. Naturalmente, no se hallaba bajo la influencia de la espaciolina. Mis compañeros descubrieron la peligrosa droga, que transportaba en paquetes de plástico color carne adheridos a la parte interior de sus muslos. De esta manera resultaban invisibles; sólo se descubrían al tacto, y aun así, había que utilizar un cuchillo para cerciorarse.

Rog Crinton, sonriendo y medio loco de alegría, me sujetó después por la solapa para sacudirme como un condenado:

—¿Cómo lo hiciste? ¿Cómo conseguiste descubrirlo?

Yo respondí, tratando de desasirme:

—Estaba seguro que uno de ellos fingía hallarse bajo los efectos de la espaciolina. Así es que se me ocurrió hablarles… (adopté precauciones…, a él no le importaban en lo más mínimo los detalles), ejem, de una chica, ¿sabes?, y dos de ellos no reaccionaron, con lo cual comprendí que se hallaban drogados. Pero la respiración de Ferrucci se aceleró y aparecieron gotas de sudor en su frente. Yo la describí muy a lo vivo, y él reaccionó ante la descripción, con lo cual me demostró que no se hallaba drogado. Ahora, ¿harás el favor de dejarme ir?

Me soltó, y casi me caí de espalda.

Me disponía a salir corriendo…, los pies se me iban solos, cuando de pronto di media vuelta y volví de nuevo junto a mi amigo.

—Oye, Rog —le dije—. ¿Podrías firmarme un vale por mil créditos, pero no como anticipo de mi paga…, sino en concepto de servicios prestados a la organización?

Entonces fue cuando comprendí que estaba verdaderamente loco de alegría y que no sabía cómo demostrarme su gratitud, pues me dijo:

—Naturalmente, Max, naturalmente. Pero mil es poco… Te daré diez mil, si quieres.

—Quiero —repuse, sujetándole yo para variar—. Quiero. ¡Quiero!

Él me extendió un vale en papel oficial del Servicio por diez mil créditos; dinero válido, contante y sonante en toda la galaxia. Me entregó el vale sonriendo, y en cuanto a mí, no sonreía menos al recibirlo, como puede suponerse.

Respecto a la forma de contabilizarlo, era cuenta suya; lo importante era que yo no tendría que rendir cuentas de aquella cantidad a Hilda.

Por última vez, me metí en la cabina para llamar a Flora. No me atrevía a concebir demasiadas esperanzas hasta que llegase a su casa. Durante la última media hora, ella había podido tener tiempo de llamar a otro, si es que ese otro no estaba ya con ella.

«Que responda. Que responda. Que res…»

Respondió, pero estaba vestida para salir. Por lo visto, la había pillado en el momento mismo de marcharse.

—Tengo que salir —me dijo—. Aún existen hombres formales. En cuanto a ti, deseo no verte más. No quiero verte ni en pintura. Me harás un gran favor, señor cantamañanas, si no vuelves a llamarme nunca más en tu vida y…

Yo no decía nada. Me limitaba a contener la respiración y sostener el vale de manera que ella pudiese verlo. No hacía más que eso.

Pero fue bastante. Así que terminó de decir las palabras «nunca más en tu vida y…», se acercó para ver mejor. No era una chica excesivamente culta, pero sabía leer «diez mil créditos» más de prisa que cualquier graduado universitario de todo el Sistema Solar.

Abriendo mucho los ojos, exclamó:

—¡Max! ¿Son para mí?

—Todos para ti, cielito. Ya te dije que tenía que resolver cierto asuntillo.

Quería darte una sorpresa.

—Oh, Max, qué delicado eres. Bueno, todo ha sido una broma. No lo decía en serio, como puedes suponer. Ven en seguida. Te espero.

Y empezó a quitarse el abrigo.

—¿Y tu cita, qué? —le pregunté.

—¿No te he dicho que bromeaba?

—Voy volando —dije, sintiéndome desfallecer.

—Bueno, no te vayas a olvidar del valecito ese, ¿eh? —dijo ella, con una expresión pícara.

—Te los daré del primero al último.

Corté el contacto, salí de la cabina y pensé que por último estaba a punto…, a punto…

Oí que me llamaban por mi nombre de pila.

—¡Max, Max!

Alguien venía corriendo hacia mí.—Rog Crinton me dijo que te encontraría por aquí. Mamá se ha puesto bien, ¿sabes? Entonces conseguí encontrar todavía pasaje en el Space Eater, y aquí me tienes… Oye, ¿qué es eso de los diez mil créditos?

Sin volverme, dije:

—Hola, Hilda.

Y entonces me volví e hice la cosa más difícil de toda mi vida de aventurero del espacio. Conseguí sonreír.

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