Saki – Cultura Quetzal https://culturaquetzal.com Cultura Quetzal Sun, 31 Mar 2024 05:40:44 +0000 es hourly 1 https://wordpress.org/?v=6.7.2 https://i0.wp.com/culturaquetzal.com/wp-content/uploads/2023/12/cropped-logoCQ_2.png?fit=32%2C32&ssl=1 Saki – Cultura Quetzal https://culturaquetzal.com 32 32 214518998 La reticencia de Lady Anne https://culturaquetzal.com/2024/03/30/la-reticencia-de-lady-anne/ https://culturaquetzal.com/2024/03/30/la-reticencia-de-lady-anne/#respond Sun, 31 Mar 2024 05:40:42 +0000 https://culturaquetzal.com/?p=1126 Por: Saki

Egbert entró en la amplia sala oscura con el aire de quien no sabe si entra a un palomar o a un polvorín y viene preparado para ambas contingencias. No habían rematado la pequeña disputa doméstica sostenida durante el almuerzo, y ahora la cuestión era tantear hasta qué punto lady Anne estaba de humor para renovar o abandonar las ostilidades. Su postura en el sillón junto a la mesa de té era más bien elaborada y tiesa; y en la penumbra de la tarde decembrina los anteojos de Egbert no ayudaban gran cosa a discernir la expresión de su cara.

Para romper el hielo superficial que pudiera existir, Egbert dijo algo sobre lo tenue y místico de la poca luz. Alguno de los dos solía hacer esta observación entre las 4:30 ylas 6 en las tardes de invierno y finales de otoño; hacía parte de su vida conyugal.

Carecía de respuesta fija, y lady Anne no adelantó ninguna.

Don Tarquinio se encontraba tendido sobre la alfombra persa, calentándose a la lumbre del hogar con majestuosa indiferencia por el posible mal humor de lady Anne. Su pedigrí era tan intachablemente persa como la alfombra, y su pelaje entraba ya en el esplendor de un segundo invierno. El criado, que tenía inclinaciones renacentistas, lo había bautizado don Tarquinio. De ser por ellos, Egbert y lady Anne de seguro le habrían puesto Pelusa; pero no eran personas obstinadas.

Egbert se sirvió el té. Como nada indicaba que el silencio fuera a ser roto por iniciativa de lady Anne, se dispuso a realizar otro esfuerzo heroico.

-Lo que dije al almuerzo tenía intenciones puramente académicas -anunció-; pero parece que le das un sentido innecesariamente personal.

Lady Anne continuó atrincherada en el silencio. El pinzón real llenó aquel vacío con una perezosa melodía de Iphigénie en Tauride. Egbert la reconoció al punto, puesto que era la única tonada que el pinzón sabía silbar, y les había llegado con fama de silbarla. Tanto Egbert como lady Anne habrían preferido algo salido de Terrateniente de la Guardia, la ópera favorita de ambos. En cuestiones artísticas tenían gustos similares. Se inclinaban por lo honesto y explícito en el arte: una lámina, por ejemplo, que pusiera una historia delante de los ojos, con la ayuda generosa del título. Un corcel de guerra sin jinete y con los arreos en patente desorden, que entra trastabillando a un patio lleno de pálidas mujeres al borde del desmayo, y con la anotación marginal de “Malas Nuevas”, les sugería la clara lectura de algún desastre militar. No les costaba ver lo que quería comunicar y podían explicarlo a otros amigos de inteligencias más obtusas.

Persistía el silencio. Por regla general, los disgustos de lady Anne se volvían verbales y pronunciadamente desbocados tras cinco minutos de mutismo introductorio. Egbert tomó la jarra de leche y vertió parte de su contenido en el platillo de don Tarquinio. Como el platillo estaba lleno hasta el borde, el resultado fue un feo derrame. Don Tarquinio lo miró con sorprendido interés, que se desvaneció en una esmerada indiferencia cuando Egbert lo llamó a que lamiera algo del líquido rebosado. Don Tarquinio estaba dispuesto a desempeñar muchos papeles en la vida, pero el de aspiradora de alfombras no era uno de ellos.

-¿No crees que nos estamos comportando como un par de tontos? -dijo él de buen humor.

Si lady Anne pensaba igual, no lo expresó.-Supongo que yo en parte he tenido la culpa -prosiguió Egbert, mientras se le iba evaporando el buen humor-. Mira, después de todo soy humano. Pareces olvidar que soy un ser humano.

Insistía en ello como si corrieran rumores infundados de que tuviese contextura de sátiro, con prolongaciones cabrunas donde la parte humana terminaba.

El pinzón volvió a entonar la melodía de Iphigénie en Tauride. Egbert se iba sintiendo deprimido. Lady Anne no bebía su té. Tal vez se sentía indispuesta. Pero cuando lady Anne se sentía indispuesta no solía ser reservada al respecto. “Nadie sabe lo que me hace sufrir la mala digestión” era una de sus afirmaciones favoritas. Ahora bien, esta ignorancia sólo podía deberse a oídos defectuosos: la información disponible sobre el tema habría suministrado material suficiente para una monografía.

Era evidente que lady Anne no se sentía indispuesta.

Egbert empezaba a creer que recibía un trato irracional; y, naturalmente, comenzó a hacer concesiones.

-Tal vez -observó, centrándose en la alfombra hasta donde se dignó permitirle don Tarquinio- toda la culpa ha sido mía. Estoy dispuesto a emprender una vida mejor, si con eso las cosas recuperan las buenas perspectivas.

Se preguntó vagamente cómo podría lograrlo. Ya entrado en años, las tentaciones le llegaban de modo vacilante y sin mucha insistencia, como un recadero de la carnicería que pide un aguinaldo en febrero con la débil excusa de que olvidaron dárselo en diciembre. No tenía más planes de sucumbir a ellas que de comprar las boas de piel y los cubiertos de pescado que algunas damas se ven forzadas a ofrecer con pérdida, mediante el expediente de las columnas de avisos, durante el año entero. Con todo, había algo impresionante en aquella espontánea renuncia a posibles monstruosidades soterradas.

Lady Anne no dio señas de estar impresionada.

Egbert la miró con inquietud a través de los espejuelos. Llevar la peor parte en una discusión con ella no era nada nuevo. Llevar la peor parte en un monólogo era una humillante novedad.

-Voy a cambiarme para la cena -anunció, con voz a la que pretendió dar una sombra de dureza.

En la puerta, un ataque postrero de debilidad lo impulsó a hacer un nuevo intento.

-¿No estamos siendo muy absurdos?

“¡Qué idiota!” fue el comentario mental de don Tarquinio cuando la puerta se cerró tras la retirada de Egbert; y luego alzó en el aire las aterciopeladas zarpas delanteras y saltó ágilmente a una estantería que estaba justo bajo la jaula del pinzón. Por vez primera parecía notar la existencia del pájaro, pero en realidad llevaba a efecto un viejo plan de ataque, madurado hasta la precisión. El ave, que se había creído una especie de déspota, se comprimió de súbito a un tercio de su porte normal, y echó a batir las alas desesperadamente y a emitir chirridos estridentes. Aunque había costado veintisiete chelines sin la jaula, lady Anne no dio señal de intervenir.

Hacía dos horas que estaba muerta.

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El Ratón https://culturaquetzal.com/2023/06/18/el-raton/ https://culturaquetzal.com/2023/06/18/el-raton/#respond Mon, 19 Jun 2023 00:03:16 +0000 https://culturaquetzal.com/?p=837 Por: Saki

Teodoro Voler había sido criado, desde la infancia hasta los confines de la madurez, por una madre afectuosa cuya mayor preocupación era mantenerlo a raya de lo que solía llamar “realidades ordinarias de la vida”. Cuando la dama pasó a mejor vida, Teodoro quedó solo en un mundo mucho más real, y en buena medida más ordinario que lo necesario.

Para un hombre de su temperamento y educación, hasta un simple viaje en tren estaba lleno de pequeñas molestias y discordias, y cuando subió a un compartimento de segunda clase una mañana de septiembre, experimentó sentimientos perturbadores y una descompostura mental general. Se había hospedado en un iglesia de campo, cuyos habitantes no habían sido, por cierto, brutales ni bacanales, pero la supervisión que ejercían sobre el personal doméstico era de una laxitud que llama al desastre. El carruaje que debía llevarlo a la estación jamás fue aprontado, y cuando el momento de partir se acercó, el paje que debía aparecer con dicho artículo no estaba en ninguna parte. Ante tal emergencia, y para su mudo disgusto, Teodoro se vio forzado a colaborar con la hija del cura en la tarea de enjaezar un poni, para lo que fue necesario andar a tientas en un cobertizo mal iluminado al que llamaban establo, y que realmente olía a tal (excepto en algunos sectores, donde tenía aroma a ratones).

Sin llegar a temerles, Teodoro clasificaba a los ratones dentro de los incidentes más ordinarios de la vida, y creía que la Providencia, con un pequeño ejercicio de coraje moral, debería haber reconocido que no eran indispensables y retirarlos de circulación hace mucho tiempo ya. Al echar a andar el tren, la imaginación de Teodoro lo acusaba de despedir un ligero aroma a establo, y posiblemente mostrar una o dos horrendas pajillas en su atuendo siempre cepillado.

Afortunadamente, su única compañera de compartimento, una dama de aproximadamente su misma edad, parecía más bien inclinada al descanso que al escrutinio. El tren no se detendría hasta alcanzar la terminal, casi una hora más tarde, y el vagón era de aquellos antiguos, sin comunicación por medio de corredores, por lo que ningún otro compañero de viaje iba a entrometerse en la semiprivacidad de Teodoro.

Sin embargo, cuando el tren no había alcanzado aún su velocidad normal, Teodoro se percató de pronto de que no estaba solo con la soñolienta mujer: ¡Ni siquiera estaba solo en la comodidad de sus propios atuendos! Un movimiento tibio de algo que se arrastraba sobre su piel delató la molesta presencia, invisible pero conmovedora, de unratón que evidentemente había ganado su actual refugio durante el episodio de preparación del poni. Furtivos pataleos y movimientos violentos con su pierna, sumados a numerosos pellizcos y golpes con la mano, no lograron desalojar al intruso, cuyo lema, para colmo, parecía ser “¡hasta la cima, siempre!”. El legítimo dueño de los pantalones se reclinó contra los cojines y se empeñó en desarrollar algún medio de poner fin a la posesión compartida. Era imposible continuar por espacio de una hora en el papel de casa de juguetes para ratones errantes (ya su imaginación había, por lo menos, duplicado el número de los invasores). Por otra parte, nada menos drástico que un desnudo parcial ayudaría a deshacerse de su atormentador, y desvestirse en presencia de una dama, aunque fuera por un propósito tan loable, era una idea que le hacía poner las orejas coloradas de vergüenza. Nunca había sido capaz siquiera de exponerse sin zapatos en presencia del sexo débil.

Sin embargo, la dama en este caso estaba, sin lugar a dudas, profundamente dormida.

El ratón, por su parte, parecía tratar de alcanzar la cima de su montaña en pocos minutos. Si hay algo de cierto en la teoría de la transmigración, este ratón en particular había sido miembro del club de alpinistas en otra vida. Por momentos, ante su ansiedad, perdía pie y se despeñaba algunos centímetros y entonces, presa del miedo, o probablemente del mal humor, lo mordía. Teodoro se encontraba ante la más audaz empresa de su vida. Adquiriendo el matiz de una remolacha, y manteniendo una desesperada vigilia a su soñolienta compañera, fijó silenciosamente los extremos de su manta de viaje a las rejillas a ambos lados del vagón, para que una sustancial cortina colgara a través del compartimento, dividiéndolo en dos. En el angosto vestidor improvisado, procedió con prisa a quitar (parcialmente para él, y totalmente para el ratón) el revestimiento de tweed y semilana. Cuando el desenmarañado animal brincó hacia el piso, la manta zafó de sus ataduras y también se precipitó con un pequeño estruendo, y casi simultáneamente la desvelada mujer abrió los ojos. Con un movimiento casi tan rápido como el del ratón, Teodoro se arrojó sobre la manta, y estiró su superficie a la altura del mentón, cubriéndose todo el cuerpo, mientras se desplomaba en la esquina más lejana del vagón. La sangre fluyó y latió en las venas de su cuello y su frente, mientras esperaba paralizado que la dama hiciera sonar la campana de alarma.

Ella, sin embargo, se contentó con una silenciosa mirada en dirección a su compañero.

Teodoro se preguntaba cuánto habría visto la mujer, y en todo caso qué diablos pensaría de su actual postura.

-Creo que he cogido un resfriado -arriesgó, desesperado.-Es una pena -replicó ella-. Justo iba a pedirle que abriera esta ventana.

-Creo que es la malaria -añadió, con los dientes castañeteando, tanto por miedo como por deseo de apoyar su teoría.

-Tengo un poco de brandi en mi bolso. Si usted amablemente me lo puede alcanzar -propuso la compañera.

-¡¡¡Ni soñ… Es decir: nunca tomo nada para el resfrío -aseguró él, honestamente.

-Supongo que se lo pescó en el trópico…

Teodoro, cuyo conocimiento del trópico se limitaba al regalo anual de una caja de té por parte de un tío que vivía en Ceilán, sintió que hasta la excusa de la malaria se le escurría. ¿Sería posible revelarle la verdad en pequeñas instancias?

-¿Le teme usted a los ratones? -se aventuró, con el rostro que adquiría, si acaso fuera posible, un semblante de color aún más escarlata.

-No. A menos que sean grandes cantidades, como los que devoraron al obispo Hatto. ¿Por qué pregunta?

-Hace un instante había uno que intentaba trepar dentro de mis pantalones -susurró Teodoro, con una voz que no parecía suya-. Fue una situación por demás incómoda.

-Debió serlo, si es que usted usa pantalones ajustados -observó ella-. Pero los ratones tienen ideas extrañas sobre la comodidad.

-Tuve que librarme de él mientras usted dormía -continuó Teodoro, tragando saliva-.

Fue justamente intentando quitármelo de encima que quedé… en este estado…

-No sabía que quitarse un pequeño ratón de encima causara un resfriado -exclamó ella, con una frialdad que Teodoro juzgó abominable.

Evidentemente, la mujer había detectado su situación y disfrutaba con su confusión.

Toda la sangre de su cuerpo parecía haberse concentrado en el rostro, y una agonía de humillación, peor que una miríada de ratones, subía y bajaba sobre su alma. Luego, al comenzar a reflexionar, el pánico reemplazó a la humillación. Con cada minuto que pasaba, el tren se acercaba a la atestada y bulliciosa terminal, donde docenas de ojos curiosos reemplazarían al único par paralizante que lo contemplaba desde el otro rincón del vagón. Había una remota y desesperada oportunidad, que los siguientes minutos decidirían. Su compañera de viaje podía reasumir su bendito sueño. Pero al extinguirse los minutos, esa oportunidad se evaporó. La furtiva mirada que Teodoro le prodigaba de cuando en cuando, revelaba solo un desvelo continuo.

-Creo que nos acercamos a la estación -observó ella.Teodoro ya había notado, con terror in crescendo, los recurrentes grupejos de casuchas que proclamaban el final del viaje. Las palabras de la dama actuaron como señal. Cual animal acechado que escapa desesperado en busca de un refugio momentáneo, Teodoro se envolvió con la manta y luchó frenéticamente contra sus arrugados atavíos. Era consciente de las numerosas estaciones suburbanas que pasaban raudamente por la ventanilla, de una sensación de asfixia en su garganta y su corazón, y de un silencio sepulcral en aquel rincón al que no se atrevía a dirigir la mirada. Después, al hundirse nuevamente en su asiento, vestido ya, y a punto de enloquecer, el tren comenzó a detenerse lentamente.

Al fin, la mujer habló:

-¿Sería usted tan amable -dijo-, de buscar un paje que me ayude a subir a un taxi? Siento mucho molestarlo si no se siente bien, pero las estaciones de trenes son realmente un dolor de cabeza para una mujer ciega como yo.

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Sredni Vashtar https://culturaquetzal.com/2023/05/05/sredni-vashtar/ https://culturaquetzal.com/2023/05/05/sredni-vashtar/#respond Sat, 06 May 2023 04:02:27 +0000 https://culturaquetzal.com/?p=799 Por: Saki

Conradín tenía diez años y, según la opinión profesional del médico, el niño no viviría cinco años más. Era un médico afable, ineficaz, poco se le tomaba en cuenta, pero su opinión estaba respaldada por la señora De Ropp, a quien debía tomarse en cuenta. La señora De Ropp, prima de Conradín, era su tutora, y representaba para él esos tres quintos del mundo que son necesarios, desagradables y reales; los otros dos quintos, en perpetuo antagonismo con aquéllos, estaban representados por él mismo y su imaginación. Conradín pensaba que no estaba lejos el día en que habría de sucumbir a la dominante presión de las cosas necesarias y cansadoras: las enfermedades, los cuidados excesivos y el interminable aburrimiento. Su imaginación, estimulada por la soledad, le impedía sucumbir.

La señora De Ropp, aun en los momentos de mayor franqueza, no hubiera admitido que no quería a Conradín, aunque tal vez habría podido darse cuenta de que al contrariarlo por su bien cumplía con un deber que no era particularmente penoso. Conradín la odiaba con desesperada sinceridad, que sabía disimular a la perfección. Los escasos placeres que podía procurarse acrecían con la perspectiva de disgustar a su parienta, que estaba excluida del reino de su imaginación por ser un objeto sucio, inadecuado.

En el triste jardín, vigilado por tantas ventanas prontas a abrirse para indicarle que no hiciera esto o aquello, o recordarle que era la hora de ingerir un remedio, Conradín hallaba pocos atractivos. Los escasos árboles frutales le estaban celosamente vedados, como si hubieran sido raros ejemplares de su especie crecidos en el desierto. Sin embargo, hubiera resultado difícil encontrar quien pagara diez chelines por su producción de todo el año. En un rincón, casi oculta por un arbusto, había una casilla de herramientas abandonada, y en su interior Conradín halló un refugio, algo que participaba de las diversas cualidades de un cuarto de juguetes y de una catedral. La había poblado de fantasmas familiares, algunos provenientes de la historia y otros de su imaginación; estaba también orgulloso de alojar dos huéspedes de carne y hueso. En un rincón vivía una gallina del Houdán, de ralo plumaje, a la que el niño prodigaba un cariño que casi no tenía otra salida. Más atrás, en la penumbra, había un cajón, dividido en dos compartimentos, uno de ellos con barrotes colocados uno muy cerca del otro. Allí se encontraba un gran hurón de los pantanos, que un amigo, dependiente de carnicería, introdujo de contrabando, con jaula y todo, a cambio de unas monedas de plata que guardó durante mucho tiempo. Conradín tenía mucho miedo de ese animal flexible, de afilados colmillos, que era, sin embargo, su tesoro más preciado. Su presencia en la casilla era motivo de una secreta y terrible felicidad, que debía ocultársele escrupulosamente a la Mujer, como solía llamar a su prima. Y un día, quién sabe cómo, imaginó para la bestia un nombre maravilloso, y a partir de entonces el hurón de los pantanos fue para Conradín un dios y una religión.

La Mujer se entregaba a la religión una vez por semana, en una iglesia de los alrededores, y obligaba a Conradín a que la acompañara, pero el servicio religioso significaba para el niño una traición a sus propias creencias. Pero todos los jueves, en el musgoso y oscuro silencio de la casilla, Conradín oficiaba un místico y elaborado rito ante el cajón de madera, santuario de Sredni Vashtar, el gran hurón. Ponía en el altar flores rojas cuando era la estación y moras escarlatas cuando era invierno, pues era un dios interesado especialmente en el aspecto impulsivo y feroz de las cosas; en cambio, la religión de la Mujer, por lo que podía observar Conradín, manifestaba la tendencia contraria.

En las grandes fiestas espolvoreaba el cajón con nuez moscada, pero era condición importante del rito que las nueces fueran robadas. Las fiestas eran variables y tenían por finalidad celebrar algún acontecimiento pasajero. En ocasión de un agudo dolor de muelas que padeció por tres días la señora De Ropp, Conradín prolongó los festivales durante todo ese tiempo, y llegó incluso a convencerse de que Sredni Vashtar era personalmente responsable del dolor. Si el malestar hubiera durado un día más, la nuez moscada se habría agotado.

La gallina del Houdán no participaba del culto de Sredni Vashtar. Conradín había dado por sentado que era anabaptista. No pretendía tener ni la más remota idea de lo que era ser anabaptista, pero tenía una íntima esperanza de que fuera algo audaz y no muy respetable. La señora De Ropp encarnaba para Conradín la odiosa imagen de la respetabilidad.

Al cabo de un tiempo, las permanencias de Conradín en la casilla despertaron la atención de su tutora.

-No le hará bien pasarse el día allí, con lo variable que es el tiempo -decidió repentinamente, y una mañana, a la hora del desayuno, anunció que había vendido la gallina del Houdán la noche anterior.

Con sus ojos miopes atisbó a Conradín, esperando que manifestara odio y tristeza, que estaba ya preparada para contrarrestar con una retahíla de excelentes preceptos y razonamientos. Pero Conradín no dijo nada: no había nada que decir. Algo en esa cara impávida y blanca la tranquilizó momentáneamente. Esa tarde, a la hora del té, había tostadas: manjar que por lo general excluía con el pretexto de que haría daño a Conradín, y también porque hacerlas daba trabajo, mortal ofensa para la mujer de la clase media.

-Creí que te gustaban las tostadas -exclamó con aire ofendido al ver que no las había tocado.

-A veces -dijo Conradín.

Esa noche, en la casilla, hubo un cambio en el culto al dios cajón. Hasta entonces, Conradín no había hecho más que cantar sus oraciones: ahora pidió un favor.

-Una sola cosa te pido, Sredni Vashtar.

No especificó su pedido. Sredni Vashtar era un dios, y un dios nada lo ignora. Y ahogando un sollozo, mientras echaba una mirada al otro rincón vacío, Conradín regresó a ese otro mundo que detestaba.

Y todas las noches, en la acogedora oscuridad de su dormitorio, y todas las tardes, en la penumbra de la casilla, se elevó la amarga letanía de Conradín:

-Una sola cosa te pido, Sredni Vashtar.

La señora De Ropp notó que las visitas a la casilla no habían cesado, y un día llevó a cabo una inspección más completa.

-¿Qué guardas en ese cajón cerrado con llave? -le preguntó-. Supongo que son conejitos de la India. Haré que se los lleven a todos.

Conradín apretó los labios, pero la mujer registró su dormitorio hasta descubrir la llave, y luego se dirigió a la casilla para completar su descubrimiento. Era una tarde fría y Conradín había sido obligado a permanecer dentro de la casa. Desde la última ventana del comedor se divisaba entre los arbustos la casilla; detrás de esa ventana se instaló Conradín. Vio entrar a la mujer, y la imaginó después abriendo la puerta del cajón sagrado y examinando con sus ojos miopes el lecho de paja donde yacía su dios. Quizá tantearía la paja movida por su torpe impaciencia. Conradín articuló con fervor su plegaria por última vez. Pero sabía al rezar que no creía. La mujer aparecería de un momento a otro con esa sonrisa fruncida que él tanto detestaba, y dentro de una o dos horas el jardinero se llevaría a su dios prodigioso, no ya un dios, sino un simple hurón de color pardo, en un cajón. Y sabía que la Mujer terminaría como siempre por triunfar, y que sus persecuciones, su tiranía y su sabiduría superior irían venciéndolo poco a poco, hasta que a él ya nada le importara, y la opinión del médico se vería confirmada.

Y como un desafío, comenzó a cantar en alta voz el himno de su ídolo amenazado:

Sredni Vashtar avanzó:

Sus pensamientos eran pensamientos rojos y sus dientes eran blancos.

Sus enemigos pidieron paz, pero él le trajo muerte.

Sredni Vashtar el hermoso.

De pronto dejó de cantar y se acercó a la ventana.

La puerta de la casilla seguía entreabierta. Los minutos pasaban. Los minutos eran largos, pero pasaban. Miró a los estorninos que volaban y corrían por el césped; los contó una y otra vez, sin perder de vista la puerta. Una criada de expresión agria entró para preparar la mesa para el té. Conradín seguía esperando y vigilando. La esperanza gradualmente se deslizaba en su corazón, y ahora empezó a brillar una mirada de triunfo en sus ojos que antes sólo habían conocido la melancólica paciencia de la derrota. Con una exultación furtiva, volvió a gritar el peán de victoria y devastación. Sus ojos fueron recompensados: por la puerta salió un animal largo, bajo, amarillo y castaño, con ojos deslumbrados por la luz del crepúsculo y oscuras manchas mojadas en la piel de las mandíbulas y del cuello. Conradín se hincó de rodillas. El Gran Hurón de los Pantanos se dirigió al arroyuelo que estaba al extremo del jardín, bebió, cruzó un puentecito de madera y se perdió entre los arbustos. Ese fue el tránsito de Sredni Vashtar.

-Está servido el té -anunció la criada de expresión agria-. ¿Dónde está la señora?

-Fue hace un rato a la casilla -dijo Conradín.

Y mientras la criada salió en busca de la señora, Conradín sacó de un cajón del aparador el tenedor de las tostadas y se puso a tostar un pedazo de pan. Y mientras lo tostaba y lo untaba con mucha mantequilla, y mientras duraba el lento placer de comérselo, Conradín estuvo atento a los ruidos y silencios que llegaban en rápidos espasmos desde más allá de la puerta del comedor. El estúpido chillido de la criada, el coro de interrogantes clamores de los integrantes de la cocina que la acompañaba, los escurridizos pasos y las apresuradas embajadas en busca de ayuda exterior, y luego, después de una pausa, los asustados sollozos y los pasos arrastrados de quienes llevaban una carga pesada.

-¿Quién se lo dirá al pobre chico? ¡Yo no podría! -exclamó una voz chillona.

Y mientras discutían entre sí el asunto, Conradín se preparó otra tostada.

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