Fantasía Archives - Cultura Quetzal https://culturaquetzal.com/tag/fantasia/ Cultura Quetzal Sat, 31 May 2025 05:53:42 +0000 es hourly 1 https://wordpress.org/?v=6.9 https://culturaquetzal.com/wp-content/uploads/2023/12/cropped-logoCQ_2-32x32.png Fantasía Archives - Cultura Quetzal https://culturaquetzal.com/tag/fantasia/ 32 32 La cosa de la cripta https://culturaquetzal.com/2025/05/30/la-cosa-de-la-cripta/ https://culturaquetzal.com/2025/05/30/la-cosa-de-la-cripta/#respond Sat, 31 May 2025 05:02:38 +0000 https://culturaquetzal.com/?p=1398 Por. Robert E. Howard El héroe más importante de la Edad Hiboria no fue un hiborio, sino un bárbaro: Conan el cimmerio, cuyo nombre ha dado lugar a todo tipo de leyendas. De las antiguas civilizaciones de la época de los hiboríos y de los atlantes, sólo sobreviven algunas historias semilegendarias y fragmentarias. Una de...

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Por. Robert E. Howard

El héroe más importante de la Edad Hiboria no fue un hiborio, sino un bárbaro: Conan el cimmerio, cuyo nombre ha dado lugar a todo tipo de leyendas. De las antiguas civilizaciones de la época de los hiboríos y de los atlantes, sólo sobreviven algunas historias semilegendarias y fragmentarias. Una de ellas-Las crónicas nemedias- nos permite conocer casi todos los aspectos de la vida y aventuras de nuestro héroe. La parte que se refiere a Conan comienza así:

Sabed, oh príncipe, que en los años que siguieron al hundimiento de Atlantis y de las radiantes ciudades en las profundas aguas del océano, hasta el apogeo de los Hijos de Aryas, hubo una era inconcebible en la que los rutilantes y poderosos reinos se extendían por el mundo como mantos azules bajo las estrellas: Nemedia; Ofir; Brithunio; Hiperbórea; Zamora con sus mujeres de oscuros cabellos y sus torres llenas de hechizo y misterio; Zíngara y sus caballeros; Koth, que lindaba con las tierras pastoriles de Shem; Estigia con sus tumbas protegidas por las sombras, e Hirkania, cuyos jefes vestían seda y oro. Pero el reino más arrogante del mundo era Aquilonia, que imperaba sobre los demás en el adormilado occidente. Aquí llegó Conan el cimmerio, de cabellos negros y mirada hosca, con la espada en la mano, ladrón, vagabundo, asesino implacable, con una melancolía abismal y una exultante alegría, para pisotear los enjoyados tronos de la Tierra con sus toscas sandalias.

Por las venas de Conan corría sangre de los antiguos atlantes tragados por el mar ocho mil años antes. Nació en el seno de un clan que reivindicaba una región del noroeste de Cimmeria. Su abuelo pertenecía a una tribu del sur que había huido de su propio pueblo debido a una contienda racial, y después de mucho peregrinar, se refugió entre los pueblos del norte. Conan nació precisamente en un campo de batalla, durante un combate entre su tribu y una horda de invasores vanires.

No se sabe cuándo el joven cimmerio vio por primera vez la civilización, pero ya tenía fama de guerrero hacia la época de los fuegos del consejo, aunque aún no había visto quince nevadas. Ese año, los cimmerios olvidaron sus querellas y unieron fuerzas para rechazar el ataque de los hombres de Gunderland, que habían irrumpido a través de la frontera de Aquilonia, construyeron el puesto de avanzada de Venarium y comenzaron a colonizar las zonas limítrofes del sur de Cimmeria. Conan pertenecía a la horda rugiente y sedienta de sangre que conquistó las montañas del norte, irrumpió a través de las empalizadas con espadas y antorchas e hizo retroceder a los aquilonios allende sus fronteras.

Durante el saqueo de Venarium y no habiendo alcanzado aún su pleno desarrollo, Conan ya medía más de un metro ochenta de estatura y pesaba ochenta y dos kilos, tenía el carácter alerta y cauteloso del hombre nacido en el bosque, la férrea dureza del hombre de montaña, el físico hercúleo de su padre, que era herrero, y una inusitada destreza con el cuchillo, el hacha y la espada.

Después del saqueo de la avanzada aquilonia, Conan regresa por poco tiempo a su tribu. Desasosegado por los impulsos contradictorios de la adolescencia, de su tradición y de su época, pasa algunos meses con una banda de aesires en infructuosas incursiones contra los vanires y los hiperbóreos. Al finalizar esta campaña, toman prisionero y encadenan al joven cimmerio, que cuenta entonces con dieciséis años. Sin embargo, no permanece encadenado por mucho tiempo…

  1. Los ojos rojos

Durante dos días los lobos habían perseguido a Conan a través de los bosques y ahora se acercaban nuevamente. El muchacho miró hacia atrás y vislumbró unas figuras grandes y pesadas, peludas, de color gris oscuro, que corrían velozmente entre los negros troncos de los árboles y cuyos ojos resplandecían como carbones incandescentes en la oscuridad. Esta vez -pensó- sería capaz de enfrentarse a ellos como había hecho otras veces.

No podía ver a lo lejos porque a su alrededor se alzaban, como silenciosos soldados de algún ejército embrujado, los troncos de millones de abetos negros. La nieve estaba pegada a la ladera norte de las montañas formando borrosas manchas blancas, pero el murmullo de miles de riachuelos que se formaban al derretirse la nieve y el hielo presagiaba la llegada de la primavera. Era un mundo oscuro, silencioso y sombrío aun en pleno verano, y ahora, a medida que se desvanecía la tenue luz para dar paso al atardecer, parecía más tenebroso que nunca.

El joven siguió corriendo sin aliento ascendiendo por la abrupta y arbolada pendiente, tal como había hecho desde que consiguiera abrirse camino luchando para escapar de la mazmorra de esclavos de Hiperbórea dos días antes. Aunque era cimmerio de pura raza, había formado parte de una banda de invasores aesires que hostigaban las fronteras de los hiperbóreos. Los pálidos y rubios guerreros de aquella tierra sombría habían detenido y aplastado a los incursores, y el joven Conan conoció por primera vez en su vida el sabor amargo de las cadenas y de los latigazos, que eran el sino normal de los esclavos.

Pero no permaneció mucho tiempo en esclavitud. Trabajando por la noche mientras los demás dormían, consiguió desgastar un eslabón de su cadena debilitándolo hasta partirlo. Entonces, un día de tormenta, rompió violentamente sus ataduras. Esgrimiendo la rota y pesada cadena de más de un metro de longitud, mató a su guardián y a un soldado que de un salto se había interpuesto en su camino, y desapareció bajo el aguacero. La lluvia que le impedía ver también sirvió para despistar a la jauría que llevaba el grupo de hombres que salió en su búsqueda.

Aunque libre por el momento, el joven se dio cuenta de que había un reino hostil en su camino hacia su Cimmeria natal. Entonces huyó hacia las tierras salvajes y montañosas del sur donde confluían la frontera meridional de Hiperbórea, las fértiles llanuras de Brithunia y las estepas turanias. En algún lugar del sur, según había oído, se hallaba el fabuloso reino de Zamora, con sus mujeres de negros cabellos y sus torres llenas de embrujo y misterio. Allí se alzaban famosas ciudades: Shadizar, la capital, llamada la Ciudad del Mal; Arenjun, la ciudad de los ladrones, y Yezud, la ciudad del dios araña.

Unos años antes, había saboreado por primera vez las delicias y los lujos de la civilización cuando, formando parte de la sanguinaria horda de cimmerios que atacaron en tropel las murallas de Venarium, participó en el saqueo de aquella avanzada aquilonia. El sabor del triunfo estimuló su ambición. No tenía metas definidas ni un plan de acción preciso, sino vagos sueños de aventuras en las ricas tierras del sur. Visiones de brillantes piezas de oro y relucientes joyas, de manjares y bebidas sin límite, y cálidos abrazos de hermosas mujeres de noble cuna que le serían dados como premio a su valentía revoloteaban por su ingenua mente juvenil. En el sur -pensó- su corpulencia y su fuerza podrían proporcionarle fácilmente fama y fortuna en medio de los débiles habitantes de la ciudad. Así pues, se dirigió hacia el sur en busca de su destino, sin más bienes que una túnica raída y harapienta y poco más de un metro de cadena.

Entonces los lobos olfatearon su rastro. En circunstancias normales, un hombre de acción tiene poco que temer de estos animales. Pero terminaba el invierno y los lobos, hambrientos después de una época de escasez, estaban dispuestos a todo para conseguir su presa.

La primera vez que alcanzaron a Conan, el muchacho había agitado la cadena con tal violencia que hizo aullar de dolor a uno de esos grises animales, que quedó retorciéndose en la nieve con el espinazo roto, y dejó a otro muerto con el cráneo destrozado. La sangre coagulada manchaba la nieve derretida. La hambrienta manada se alejó de aquel joven de cruel y violenta mirada y de la terrible cadena giratoria y se dieron un festín con los animales muertos de su propia manada, lo que Conan aprovechó para huir hacia el sur. Pero he aquí que poco tiempo después le seguían el rastro de nuevo.

El día anterior, al atardecer, la manada lo alcanzó en un río helado en los confines de Brithunia. Conan entabló una lucha con los animales sobre el hielo resbaladizo, esgrimiendo la ensangrentada cadena a modo de mazo, hasta que el lobo más intrépido cogió los eslabones de hierro entre sus terribles mandíbulas y arrancó la cadena que sus manos sujetaban con dificultad. En ese momento, la violencia de la lucha y el peso de la manada que se abalanzaba sobre el muchacho hicieron que se rompiera el frágil hielo sobre el que se apoyaban. Conan empezó a jadear y a respirar con dificultad pensando que se ahogaría en la helada corriente. Algunos lobos habían caído con él, y tuvo la vaga impresión de que uno de los animales, medio sumergido en el agua, arañaba frenéticamente con sus garras delanteras el borde del hielo, pero no sabía cuántos habían logrado escapar ni cuántos habían sido arrastrados por la helada corriente.

Con los dientes castañeteando, Conan logró salir del agua por el extremo más alejado del agujero, lejos de la manada, mientras los lobos aullaban detrás de él. Estuvo corriendo toda la noche y todo el día siguiente, huyendo hacia el sur a través de las boscosas montañas, semidesnudo y aterido de frío. Pero durante el día los animales volvieron a alcanzarlo.

El aire helado de la montaña quemaba sus agitados pulmones y su respiración semejaba la ráfaga de un aparato infernal. Estaba casi entumecido y sus piernas, que parecían de madera, se movían automáticamente como si fueran pistones. A cada paso sus sandalias se hundían en la tierra empapada y al levantarlas producían gorgoteos.
Conan sabía que desprovisto de armas tenía escasas posibilidades de sobrevivir contra una docena de peludos devoradores de hombres. A pesar de todo seguía corriendo sin pausa. Su severa tradición cimmeria le impedía rendirse, aun cuando se enfrentara a una muerte segura.

Comenzaba a nevar otra vez, caían grandes y húmedos copos que llegaban al suelo con un sonido atenuado pero audible y cubrían la oscura tierra húmeda y los enormes abetos negros con una miríada de manchas blancas. Aquí y allá se veían grandes peñascos que asomaban por el alfombrado suelo; el terreno se hacía cada vez más rocoso y montañoso. Allí -pensó Conan- podía estar su única posibilidad de sobrevivir. Podría apoyar su espalda contra una roca y combatir a los lobos de frente cuando se abalanzaran sobre él. Era una esperanza remota, pues conocía muy bien la rapidez, como una trampa de acero, de aquellos delgados animales ligeros y enjutos de apenas cincuenta kilos de peso; pero esto era mejor que nada.

El bosque se hacía menos denso a medida que aumentaba la pendiente. Conan corrió con paso ligero hacia una enorme masa de rocas que sobresalían de la ladera de la montaña como si se tratara de la entrada de un castillo enterrado. En el ínterin, los lobos salieron del espeso bosque y corrieron tras él aullando como los demonios rojos del infierno cuando persiguen a un alma condenada.

  1. La puerta en la roca

A través del blanco velo de nieve que caía en remolinos, el muchacho vio una grieta oscura entre dos enormes bloques de roca y se lanzó de un salto hacia allí. Los lobos le seguían de cerca -le pareció sentir su cálido y hediondo aliento en sus desnudas piernas- cuando saltó hacia la negra hendidura que se abría delante de él, en el preciso instante en que se abalanzaba sobre él el animal que tenía más cerca. Las mandíbulas babeantes mordieron el aire. Conan estaba a salvo.

Pero ¿por cuánto tiempo?

Conan se agachó y anduvo a tientas en la oscuridad, palpando el duro suelo rocoso en busca de algún objeto para ahuyentar a los animales que aullaban. Podía oír sus pasos quedos en la nieve mientras sus garras arañaban la piedra. Al igual que él, los animales respiraban agitadamente. Olfateaban y gruñían, sedientos de sangre. Pero ninguno atravesó la entrada, el oscuro y tenebroso resquicio. Y eso parecía extraño.

Conan se encontró en una estrecha cueva labrada en la roca, completamente a oscuras a no ser por la tenue luz que entraba por la abertura. El suelo desparejo de la pequeña habitación estaba cubierto de residuos arrastrados hasta allí por el viento o traídos por los pájaros u otros animales; había hojas secas, agujas de abeto, pequeñas ramas de árboles, algunos huesos desparramados, guijarros y pequeños fragmentos de roca. No vio nada que pudiera emplear como arma. Conan, que ya medía casi un metro noventa, se irguió y comenzó a explorar la pared con las manos extendidas, hasta que encontró otra abertura. Mientras entraba a tientas por esta puerta penetrando en la más absoluta oscuridad, sus sensibles dedos le indicaron que en la piedra había unas marcas talladas en forma de jeroglíficos de alguna lengua desconocida. O al menos desconocida para el ignorante muchacho de las tierras bárbaras del norte, que no sabía leer ni escribir y se burlaba de tales muestras de civilización, considerando que eran algo afeminado.

Tuvo que encorvarse mucho para pasar por la puerta interior, pero una vez dentro pudo erguirse nuevamente. Se detuvo un momento, escuchando. Aunque reinaba un absoluto silencio, algún sexto sentido parecía advertirle que no estaba solo en la habitación interior. No era algo que pudiera ver, oír u oler, sino que se trataba de una sensación de presencia, diferente de cualquier sensación conocida.

Su sensible oído, habituado a los ruidos del bosque, le indicó, por el eco, que este recinto era mucho más amplio que el otro. El lugar tenía un olor a polvo antiguo y a excremento de murciélago. Conan tropezó con algunos objetos esparcidos por el suelo. Aunque no podía verlos, se dio cuenta de que no eran residuos como los que cubrían el suelo de la antecámara. Daban más bien la impresión de haber sido hechos por el hombre.

Al dar una zancada a lo largo de la pared, tropezó con un objeto en la oscuridad, que se cayó y se hizo pedazos con gran estrépito bajo el peso del muchacho. Una astilla de madera rota le arañó la espinilla, añadiendo un nuevo rasguño al cuerpo cubierto de marcas de las ramas de abeto y de las garras de los lobos. Conan lanzó una maldición, se incorporó y tanteó en la oscuridad el objeto que había destrozado. Se trataba de una silla, cuya madera estaba tan podrida que se hizo trizas bajo el peso de su cuerpo.

Continuó explorando con más cautela. Sus inseguras manos hallaron otro objeto, de mayor tamaño, que en seguida reconoció como el bastidor de un carro. Las ruedas se habían caído porque su madera estaba podrida y la caja estaba tirada en el suelo entre fragmentos de ruedas.

Las manos de Conan tocaron ahora un objeto frío y metálico. Su sentido del tacto le indicó que probablemente se tratara de algún herraje oxidado del carro. Esto le sugirió una idea. Se dio media vuelta y regresó a la puerta que comunicaba con ambos recintos y que apenas podía ver en la absoluta oscuridad. Recogió un puñado de yesca y varios trozos de piedra del suelo de la antecámara. Volvió a la habitación interior, hizo un montoncito con la yesca y golpeó las piedras contra el hierro. Después de varios intentos, encontró una piedra que emitía ráfagas de chispas al ser golpeada contra el hierro.

Poco después Conan había conseguido hacer un pequeño y humeante fuego que chisporroteaba alimentado con los fragmentos de la silla rota y de las ruedas del carro. Entonces pudo relajarse y descansar al fin de su terrible carrera a través de los bosques, y calentar sus entumecidos miembros. Las vivas llamas alejarían a los lobos, que aún merodeaban frente a la entrada, reacios a perseguirlo hasta el interior de la cueva, pero no dispuestos a abandonar definitivamente su presa.

El fuego arrojaba una cálida luz amarillenta que danzaba sobre las paredes de piedra rústicamente tallada. Conan miró a su alrededor. La habitación era cuadrada y más grande de lo que había creído al principio. El elevado techo se perdía entre las espesas sombras cubierto de telarañas. Había más sillas apoyadas contra las paredes y un par de cofres abiertos llenos de ropas y armas. La enorme cueva olía a muerte, a cosas antiguas por mucho tiempo insepultas.

Entonces a Conan se le pusieron los pelos de punta, sintió un ligero temblor y un escalofrío sobrenatural. Porque allí, sentado en una especie de trono de piedra en el extremo más alejado de la habitación, había un enorme hombre desnudo, de rostro cadavérico, que tenía una espada desenvainada sobre las rodillas y lo miraba a través de las vacilantes llamas.

En cuanto divisó al gigante desnudo, Conan se dio cuenta de que estaba muerto desde tiempos inmemoriales. Las extremidades del cadáver eran marrones y parecían ramas secas. La carne reseca y encogida de su enorme tórax se había hecho jirones y dejaba ver las costillas desnudas.

El hecho de saber que estaba muerto no alivió el súbito escalofrío de terror del joven. Temerario en la guerra a pesar de su juventud, capaz de enfrentarse a cualquier hombre o bestia salvaje, Conan no sentía miedo ante el dolor, la muerte ni ante ningún enemigo mortal. Pero era un bárbaro de las montañas del norte, de las primitivas tierras de Cimmeria. Al igual que todos los bárbaros, sentía pavor frente a los horrores sobrenaturales de las tumbas y de las tinieblas, ante los demonios y los monstruos rastreros de la Antigua Noche y del Caos, con los que la gente primitiva puebla las tinieblas que están más allá del círculo de sus hogueras. Conan hubiera preferido enfrentarse hasta con los hambrientos lobos antes que quedarse allí con el cadáver que lo miraba con ojos centelleantes desde su trono de piedra, mientras la temblorosa luz parecía dar vida a la reseca calavera y movía las sombras de los profundos agujeros que semejaban ojos oscuros y ardientes.

  1. La cosa del trono

Aunque la sangre se le había helado en las venas y se le habían puesto los pelos de punta, el muchacho se dominó a sí mismo con todas sus fuerzas. Se dijo que sus temores eran infundados y avanzó con paso firme a través de la cripta para examinar de cerca aquella cosa muerta desde hacía tanto tiempo.

El trono era una roca cuadrada, negra y lisa, rústicamente tallada en forma de asiento sobre una especie de tarima de unos treinta centímetros de altura. El hombre desnudo había muerto sentado en el trono o bien lo habían colocado en esa posición después de muerto. La ropa que tuviera puesta entonces se había hecho jirones hacía mucho tiempo. Las hebillas de bronce y los trozos de cuero de su arnés aún yacían a sus pies. Un collar de irregulares pepitas de oro colgaba de su cuello; piedras preciosas sin tallar brillaban en los anillos de oro que lucían sus manos, que parecían garras y todavía se aferraban a los brazos del trono. Un casco de bronce, ahora cubierto con una capa de moho verde y ceroso, coronaba la parte superior de aquella cosa espantosa, reseca y marrón que había sido su rostro.

Con nervios de acero, Conan se obligó a sí mismo a mirar aquella cara carcomida por el tiempo. Los ojos se habían hundido, dejando dos agujeros negros. La piel casi había desaparecido de sus labios resecos, por donde asomaban unos dientes amarillentos esbozando una sonrisa macabra.
¿Quién había sido? ¿Qué era esta cosa muerta? ¿Un guerrero de la antigüedad, algún jefe temido en vida y aún entronizado después de muerto? Imposible saberlo. Unas cien razas habían poblado y dominado aquellas montañas fronterizas desde que Atlantis se hundió bajo las aguas de color esmeralda del océano Occidental, hacía ocho mil años. Por su casco de cuernos se podía deducir que el cadáver tal vez hubiera sido un jefe de los primeros vanires o aesires, o del primitivo rey de alguna olvidada tribu hibórea perdida en las sombras de los años y enterrada bajo el polvo del tiempo.

Entonces Conan bajó la mirada y vio la enorme espada colocada encima de las huesudas piernas del cadáver. Era un arma aterradora, un sable con una hoja de más de un metro de largo, hecha de hierro azulado y no de cobre ni de bronce, como era de esperar por su antigüedad. Quizá fuera una de las primeras armas de hierro que empuñó el hombre; las leyendas del pueblo de Conan hablaban de la época en la que los hombres combatían con rudimentarias armas de bronce, cuando aún no se conocía el hierro. Seguramente esta espada había visto muchas batallas en el remoto pasado, ya que su ancha hoja, aunque aún afilada, tenía muescas en varios lugares en los que, con fragor metálico, se había enfrentado a otras espadas y hachas en medio de la confusión de la lucha. Manchada por el tiempo y llena de herrumbre, todavía era un arma temible.

El joven sintió que su pulso se aceleraba. La sangre de Conan, que había nacido para ser guerrero, hirvió en sus venas. ¡Crom, qué espada! Con un arma como aquella podría enfrentarse ventajosamente a los hambrientos lobos que estaban al acecho dando vueltas y gruñendo en el exterior. Cuando tendió la mano ansiosamente para coger la empuñadura, no alcanzó a ver el destello de advertencia que brilló en las sombrías y hundidas cuencas vacías de la calavera del antiguo guerrero.

Conan levantó la espada. Era pesada como el plomo; se trataba de una espada muy antigua. Tal vez algún fabuloso y heroico rey del pasado la había empuñado, algún legendario semidiós como Kull de Atlantis, rey de Valusia antes del hundimiento de Atlantis bajo la agitada superficie de los mares…

El muchacho blandió la espada, sintiendo que su espíritu se henchía de poder y su corazón latía más deprisa por el orgullo de poseer aquella arma extraordinaria. ¡Dioses, qué espada! ¡Con semejante arma no había destino al que no pudiera aspirar un guerrero! ¡Con una espada como aquélla, hasta un joven bárbaro semidesnudo de las rudas tierras de Cimmeria podría abrirse camino por todo el mundo y vadear los ríos de sangre hasta ponerse a la altura de los más importantes reyes de la tierra!

De espaldas al trono de piedra, Conan movía de un lado al otro la hoja acerada y cortaba el aire con la espada, experimentando la sensación que producía la antigua empuñadura contra la palma de su mano. La afilada espada silbaba en el aire denso de humareda y la hoja del sable reflejaba los haces de luz de las llamas sobre las toscas paredes de piedra de la cueva como pequeños meteoros dorados. Con aquella poderosa espada en la mano, no sólo podría enfrentarse a los hambrientos lobos que aullaban fuera, sino también a una nutrida tropa de guerreros. El muchacho respiró hondo ensanchando su pecho, y lanzó el salvaje grito de guerra de su tribu. Los ecos del grito resonaron estruendosamente en las paredes de la cueva, agitando las antiguas sombras y sacudiendo el polvo del tiempo. Conan no se detuvo a pensar que semejante desafío, en ese lugar, podría levantar algo más que sombras o polvo: cosas que debían permanecer eternamente dormidas.

De repente se detuvo con un pie delante, al oír un ruido, un crujido seco e indescriptible, que procedía del trono situado al lado de la cripta. Volviéndose bruscamente vio… y sintió que se le ponían los pelos de punta y que la sangre se le helaba en las venas. Todos sus terrores supersticiosos y sus primitivos miedos nocturnos se le aparecieron de golpe, y lanzó un alarido que llenó su mente de sombras de locura y horror. Porque la cosa del trono estaba viva.

  1. Cuando los muertos caminan

Lentamente, con movimientos espasmódicos, el cadáver se levantó de su enorme asiento de piedra y miró a Conan con sus oscuras cuencas vacías, de donde ahora parecían escrutarlo unos ojos vivos con una mirada fría y maligna. De alguna manera, sin que Conan pudiera adivinar a qué mecanismo de necromancia primitiva obedecía, la reseca momia del guerrero muerto hacía tanto tiempo seguía con vida. Las mandíbulas que sonreían con una mueca grotesca se abrían y cerraban en una espantosa pantomima dé lenguaje. Pero el único sonido audible era el crujido que Conan había escuchado, como si los marchitos y arrugados despojos de músculos y tendones rozaran unos contra otros. Para Conan, aquel silencioso remedo de lenguaje era más terrible aún que el hecho de que el muerto se moviera y viviese.

La momia descendió crujiendo del estrado de su antiguo trono y movió su calavera en dirección a Conan. Cuando fijó sus ojos huecos en la espada que el muchacho aún empuñaba, un espeluznante fuego embrujado ardió en sus cuencas vacías. Avanzando torpemente a través de la habitación, la momia se acercó a Conan como una masa de un horror indescriptible sacada de la pesadilla de un cerebro demencial, y extendió sus huesudas garras para coger la espada de las fuertes manos del joven.

Paralizado por un terror supersticioso, Conan retrocedió lentamente. Las llamas dibujaban la monstruosa sombra negra de la momia en la pared que había detrás, formando ondas sobre la dura piedra. En la tumba reinaba el silencio, salvo el crepitar de las llamas a medida que destruía los antiguos muebles con los que Conan había alimentado el fuego, el crujir y el chirriar de los rígidos músculos coriáceos del cadáver que lo impulsaban con pasos vacilantes a través de la cripta, y la respiración acelerada y jadeante del joven, que estaba sofocado de terror.

La cosa muerta tenía a Conan de espaldas contra la pared. Una garra marrón se alzó bruscamente. La reacción del muchacho fue automática, e instintivamente lanzó un golpe. Se oyó el silbido de la hoja de la espada al abatirse sobre el brazo extendido, que crujió como una rama quebrada. Aferrada todavía al vacío, la mano cortada cayó dando un golpe seco en el suelo; del muñón del antebrazo no brotó ni una sola gota de sangre. La terrible herida, que habría detenido a cualquier guerrero vivo, ni siquiera hizo titubear al cadáver animado. Simplemente retiró el muñón del brazo cercenado y extendió el otro.

Con un impulso salvaje, Conan saltó de la pared empuñando agresivamente la espada. Uno de los impactos golpeó a la momia en un costado. Las costillas saltaron como astillas por el golpe, el cadáver se tambaleó y cayó al suelo estrepitosamente. Conan se detuvo jadeando en el centro de la cueva, aferrando la gastada empuñadura con mano sudorosa. Con los ojos muy abiertos vio cómo la momia se volvía a poner de pie lentamente y con gesto mecánico extendió la garra que le quedaba.

  1. El duelo con el muerto

Ambos se movieron lentamente en círculo. Conan esgrimía la espada con fuerza, pero se iba retirando paso a paso ante el implacable avance de la cosa muerta.

El joven lanzó un fuerte golpe contra el otro brazo, pero falló porque la momia lo retiró rápidamente; el impulso hizo dar a Conan media vuelta y, antes de que pudiera volver en sí, la cosa estaba casi encima de él. Le lanzó un manotazo con su garra, cogió un pliegue de su túnica y le arrancó de un tirón la gastada tela, dejando a Conan desnudo, con excepción de las sandalias y el taparrabo.

Conan dio un paso atrás y blandió la espada sobre la cabeza del monstruo. La momia esquivó el golpe y el joven tuvo que saltar para ponerse fuera de su alcance. Finalmente consiguió asestarle un tremendo golpe en un costado de la cabeza y logró partir uno de los cuernos del casco. De un segundo golpe lanzó, ruidosamente, el casco a un rincón. El siguiente le dio en el oscuro y reseco cráneo. La espada quedó presa por un instante, un instante que estuvo a punto de perder al muchacho, y su piel recibió el arañazo de unas uñas negras que el tiempo había oscurecido, mientras Conan tiraba desesperadamente de su arma para liberarla.

La espada golpeó una vez más a la momia en las costillas, se alojó por un segundo casi fatal en la columna vertebral y volvió a quitarla de un tirón. Parecía que nada podría detenerla. Puesto que estaba muerta, nada podía herirla. Se levantaba tambaleante y se arrastraba una y otra vez hacia Conan, infatigable y decidida, aun cuando en su cuerpo había heridas que habrían dejado a muchos poderosos guerreros tendidos en el suelo revolcándose de dolor.

¿Cómo se puede matar a una cosa que ya está muerta? Conan se repetía obsesivamente esta pregunta. Le daba vueltas en su cabeza pensando que se volvería loco por la obsesión. Respiraba con dificultad; su corazón latía como si fuera a estallar. Por más que la hiriera, nada podría detener a la cosa muerta que se arrastraba tras él.

Entonces Conan atacó con mayor astucia. Pensando que si la momia no podía caminar sería incapaz de perseguirlo, le asestó un violento estoque con la espada en la rodilla. Crujió un hueso y la momia cayó al suelo, mordiendo el polvo de la caverna. Pero aún alentaba una vida
sobrenatural dentro del pecho reseco de la momia. Se levantaba tambaleante una vez más dando bandazos tras el muchacho y arrastrando su pierna destrozada.

Conan golpeó una vez más y le arrancó a la cosa muerta la parte inferior de la cara; la mandíbula cayó produciendo un sonido tétrico. Pero el cadáver no se detenía. Con la cara destrozada, en la que sólo quedaban unos pocos huesos blancos y rotos, y un extraño brillo en las cuencas vacías de los ojos, seguía persiguiendo a su enemigo de manera infatigable y mecánica. Conan pensó que hubiera sido preferible haberse quedado fuera luchando contra los lobos en lugar de haber buscado refugio en esa maldita cripta, donde las cosas que debían estar muertas desde hace mil años seguían caminando y matando.

En ese momento algo aferró el tobillo del muchacho, que perdió el equilibrio y cayó de bruces sobre la tosca superficie rocosa del suelo, dando violentos puntapiés para liberar su pierna de la garra que le atenazaba. Miró hacia abajo y sintió que la sangre se le congelaba cuando vio que la mano cortada del cadáver aferraba su pie. Sus huesudas garras se le clavaron en la carne.

Una sombría pesadilla de horror y locura se cernió sobre el muchacho caído. El destrozado y deformado rostro del cadáver le clavó la mirada y lanzó un zarpazo hacia su garganta.

Conan reaccionó instintivamente. Apoyó con todas sus fuerzas los pies en el hundido vientre de la cosa muerta y empujó violentamente. Ésta saltó por los aires y cayó por detrás con un ruido estrepitoso directamente en el fuego.

Entonces Conan cogió la mano cortada que todavía le aferraba el tobillo y tiró de ella hasta que lo soltó, después se puso de pie y la arrojó al fuego en el que estaban los restos de la momia. Se detuvo para coger su espada y se volvió para mirar las llamas. La batalla había terminado.

Reseca por el paso de los siglos, la momia ardía con la furia de las hojas secas. La vida sobrenatural- que la animaba aún coleteó cuando intentó erguirse con dificultad, mientras las llamas recorrían sus resecas formas saltando de un miembro a otro y convirtiéndola en una antorcha viviente. Estuvo a punto de escapar del fuego, cuando su pierna mutilada cedió y se desplomó convertida en una masa ardiente. Un brazo envuelto en llamas cayó bruscamente como una rama que se arranca de un árbol. La calavera rodó entre las brasas. La momia se consumió completamente en pocos minutos, quedando sólo unos pocos huesos calcinados y ennegrecidos.

  1. La espada de Conan

Conan lanzó un profundo suspiro y respiró hondamente. La tensión lo iba abandonando y comenzó a sentir un cansancio terrible en todo el cuerpo. Se secó el frío sudor de espanto del rostro y echó atrás, con los dedos, la maraña de sus negros cabellos. La momia del guerrero muerta estaba, por fin, realmente muerta, y la espada era suya. La alzó una vez más maravillado por su peso y por la sensación de poder que le transmitía.

Por un instante pensó en pasar la noche en la cueva. Estaba agotado. Fuera, los lobos y el frío seguían al acecho, y ni siquiera su sentido de orientación de hombre del bosque podría guiarlo en esa noche sin estrellas en una tierra desconocida.

Pero en ese momento sintió náuseas. La cueva estaba llena de humo y apestaba, no sólo por el polvo de los siglos, sino por el olor de la carne humana muerta hace tanto tiempo y ahora calcinada. El olfato aguzado de Conan nunca había percibido un olor semejante y le resultaba absolutamente repugnante. El trono vacío parecía mirarlo. Aquella sensación de presencia que se había apoderado de él cuando entró en la habitación interior por primera vez todavía perduraba en su mente. Se le pusieron los pelos de punta y su piel se erizó cuando pensó en la posibilidad de dormir en aquella tétrica cueva.

Además, con su nueva espada, Conan se sentía plenamente confiado. Respiró hondo ensanchando el pecho y empuñó la espada haciendo círculos en el aire.

Poco después, envuelto en un viejo manto de piel que encontró en uno de los cofres y sosteniendo una antorcha en una mano y la espada en la otra, salió de la cueva. Los lobos no habían dejado ni rastro. Miró hacia arriba y vio que el cielo se despejaba. Conan observó las estrellas que brillaban trémulas entre manchas de nubes y, una vez más, encaminó sus pasos hacia el sur.

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La Sirenita https://culturaquetzal.com/2023/05/25/la-sirenita/ https://culturaquetzal.com/2023/05/25/la-sirenita/#respond Thu, 25 May 2023 06:38:11 +0000 https://culturaquetzal.com/?p=816 Por: Hans Christian Andersen En el fondo del más azul de los océanos había un maravilloso palacio en el cual habitaba el Rey del Mar, un viejo y sabio tritón que tenía una abundante barba blanca. Vivía en esta espléndida mansión de coral multicolor y de conchas preciosas, junto a sus hijas, cinco bellísimas sirenas....

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Por: Hans Christian Andersen

En el fondo del más azul de los océanos había un maravilloso palacio en el cual habitaba el Rey del Mar, un viejo y sabio tritón que tenía una abundante barba blanca. Vivía en esta espléndida mansión de coral multicolor y de conchas preciosas, junto a sus hijas, cinco bellísimas sirenas.

La Sirenita, la más joven, además de ser la más bella poseía una voz maravillosa; cuando cantaba acompañándose con el arpa, los peces acudían de todas partes para escucharla, las conchas se abrían, mostrando sus perlas, y las medusas al oírla dejaban de flotar.

La pequeña sirena casi siempre estaba cantando, y cada vez que lo hacía levantaba la vista buscando la débil luz del sol, que a duras penas se filtraba a través de las aguas profundas.

-¡Oh! ¡Cuánto me gustaría salir a la superficie para ver por fin el cielo que todos dicen que es tan bonito, y escuchar la voz de los hombres y oler el perfume de las flores!

-Todavía eres demasiado joven -respondió la abuela-. Dentro de unos años, cuando tengas quince, el rey te dará permiso para subir a la superficie, como a tus hermanas.

La Sirenita soñaba con el mundo de los hombres, el cual conocía a través de los relatos de sus hermanas, a quienes interrogaba durante horas para satisfacer su inagotable curiosidad cada vez que volvían de la superficie. En este tiempo, mientras esperaba salir a la superficie para conocer el universo ignorado, se ocupaba de su maravilloso jardín adornado con flores marítimas. Los caballitos de mar le hacían compañía y los delfines se le acercaban para jugar con ella; únicamente las estrellas de mar, quisquillosas, no respondían a su llamada.

Por fin llegó el cumpleaños tan esperado y, durante toda la noche precedente, no consiguió dormir. A la mañana siguiente el padre la llamó y, al acariciarle sus largos y rubios cabellos, vio esculpida en su hombro una hermosísima flor.

-¡Bien, ya puedes salir a respirar el aire y ver el cielo! ¡Pero recuerda que el mundo de arriba no es el nuestro, sólo podemos admirarlo! Somos hijos del mar y no tenemos alma como los hombres. Sé prudente y no te acerques a ellos. ¡Sólo te traerían desgracias!

Apenas su padre terminó de hablar, La Sirenita le di un beso y se dirigió hacia la superficie, deslizándose ligera. Se sentía tan veloz que ni siquiera los peces conseguían alcanzarla. De repente emergió del agua. ¡Qué fascinante! Veía por primera vez el cielo azul y las primeras estrellas centelleantes al anochecer. El sol, que ya se había puesto en el horizonte, había dejado sobre las olas un reflejo dorado que se diluía lentamente. Las gaviotas revoloteaban por encima de La Sirenita y dejaban oír sus alegres graznidos de bienvenida.

-¡Qué hermoso es todo! -exclamó feliz, dando palmadas.

Pero su asombro y admiración aumentaron todavía: una nave se acercaba despacio al escollo donde estaba La Sirenita. Los marinos echaron el ancla, y la nave, así amarrada, se balanceó sobre la superficie del mar en calma. La Sirenita escuchaba sus voces y comentarios. “¡Cómo me gustaría hablar con ellos!”, pensó. Pero al decirlo, miró su larga cola cimbreante, que tenía en lugar de piernas, y se sintió acongojada: “¡Jamás seré como ellos!”

A bordo parecía que todos estuviesen poseídos por una extraña animación y, al cabo de poco, la noche se llenó de vítores: “¡Viva nuestro capitán! ¡Vivan sus veinte años!” La pequeña sirena, atónita y extasiada, había descubierto mientras tanto al joven al que iba dirigido todo aquel alborozo. Alto, moreno, de porte real, sonreía feliz. La Sirenita no podía dejar de mirarlo y una extraña sensación de alegría y sufrimiento al mismo tiempo, que nunca había sentido con anterioridad, le oprimió el corazón.

La fiesta seguía a bordo, pero eholding a staffl mar se encrespaba cada vez más. La Sirenita se dio cuenta en seguida del peligro que corrían aquellos hombres: un viento helado y repentino agitó las olas, el cielo entintado de negro se desgarró con relámpagos amenazantes y una terrible borrasca sorprendió a la nave desprevenida.

-¡Cuidado! ¡El mar…! -en vano la Sirenita gritó y gritó.

Pero sus gritos, silenciados por el rumor del viento, no fueron oídos, y las olas, cada vez más altas, sacudieron con fuerza la nave. Después, bajo los gritos desesperados de los marineros, la arboladura y las velas se abatieron sobre cubierta, y con un siniestro fragor el barco se hundió. La Sirenita, que momentos antes había visto cómo el joven capitán caía al mar, se puso a nadar para socorrerlo. Lo buscó inútilmente durante mucho rato entre las olas gigantescas. Había casi renunciado, cuando de improviso, milagrosamente, lo vio sobre la cresta blanca de una ola cercana y, de golpe, lo tuvo en sus brazos.

El joven estaba inconsciente, mientras la Sirenita, nadando con todas sus fuerzas, lo sostenía para rescatarlo de una muerte segura. Lo sostuvo hasta que la tempestad amainó. Al alba, que despuntaba sobre un mar todavía lívido, la Sirenita se sintió feliz al acercarse a tierra y poder depositar el cuerpo del joven sobre la arena de la playa. Al no poder andar, permaneció mucho tiempo a su lado con la cola lamiendo el agua, frotando las manos del joven y dándole calor con su cuerpo.

Hasta que un murmullo de voces que se aproximaban la obligaron a buscar refugio en el mar.

-¡Corran! ¡Corran! -gritaba una dama de forma atolondrada- ¡Hay un hombre en la playa! ¡Está vivo! ¡Pobrecito…! ¡Ha sido la tormenta…! ¡Llevémoslo al castillo! ¡No! ¡No! Es mejor pedir ayuda…

La primera cosa que vio el joven al recobrar el conocimiento, fue el hermoso semblante de la más joven de las tres damas.

-¡Gracias por haberme salvado! -le susurró a la bella desconocida.

La Sirenita, desde el agua, vio que el hombre al que había salvado se dirigía hacia el castillo, ignorante de que fuese ella, y no la otra, quien lo había salvado.

Pausadamente nadó hacia el mar abierto; sabía que, en aquella playa, detrás suyo, había dejado algo de lo que nunca hubiera querido separarse. ¡Oh! ¡Qué maravillosas habían sido las horas transcurridas durante la tormenta teniendo al joven entre sus brazos!

Cuando llegó a la mansión paterna, la Sirenita empezó su relato, pero de pronto sintió un nudo en la garganta y, echándose a llorar, se refugió en su habitación. Días y más días permaneció encerrada sin querer ver a nadie, rehusando incluso hasta los alimentos. Sabía que su amor por el joven capitán era un amor sin esperanza, porque ella, la Sirenita, nunca podría casarse con un hombre.

Sólo la Hechicera de los Abismos podía socorrerla. Pero, ¿a qué precio? A pesar de todo decidió consultarla.

-¡…por consiguiente, quieres deshacerte de tu cola de pez! Y supongo que querrás dos piernas. ¡De acuerdo! Pero deberás sufrir atrozmente y, cada vez que pongas los pies en el suelo sentirás un terrible dolor.

-¡No me importa -respondió la Sirenita con lágrimas en los ojos- a condición de que pueda volver con él!

¡No he terminado todavía! -dijo la vieja-. ¡Deberás darme tu hermosa voz y te quedarás muda para siempre! Pero recuerda: si el hombre que amas se casa con otra, tu cuerpo desaparecerá en el agua como la espuma de una ola.

-¡Acepto! -dijo por último la Sirenita y, sin dudar un instante, le pidió el frasco que contenía la poción prodigiosa. Se dirigió a la playa y, en las proximidades de su mansión, emergió a la superficie; se arrastró a duras penas por la orilla y se bebió la pócima de la hechicera.

Inmediatamente, un fuerte dolor le hizo perder el conocimiento y cuando volvió en sí, vio a su lado, como entre brumas, aquel semblante tan querido sonriéndole. El príncipe allí la encontró y, recordando que también él fue un náufrago, cubrió tiernamente con su capa aquel cuerpo que el mar había traído.

-No temas -le dijo de repente-. Estás a salvo. ¿De dónde vienes?

Pero la Sirenita, a la que la bruja dejó muda, no pudo responderle.

-Te llevaré al castillo y te curaré.

Durante los días siguientes, para la Sirenita empezó una nueva vida: llevaba maravillosos vestidos y acompañaba al príncipe en sus paseos. Una noche fue invitada al baile que daba la corte, pero tal y como había predicho la bruja, cada paso, cada movimiento de las piernas le producía atroces dolores como premio de poder vivir junto a su amado. Aunque no pudiese responder con palabras a las atenciones del príncipe, éste le tenía afecto y la colmaba de gentilezas. Sin embargo, el joven tenía en su corazón a la desconocida dama que había visto cuando fue rescatado después del naufragio.

Desde entonces no la había visto más porque, después de ser salvado, la desconocida dama tuvo que partir de inmediato a su país. Cuando estaba con la Sirenita, el príncipe le profesaba a ésta un sincero afecto, pero no desaparecía la otra de su pensamiento. Y la pequeña sirena, que se daba cuenta de que no era ella la predilecta del joven, sufría aún más. Por las noches, la Sirenita dejaba a escondidas el castillo para ir a llorar junto a la playa.

Pero el destino le reservaba otra sorpresa. Un día, desde lo alto del torreón del castillo, fue avistada una gran nave que se acercaba al puerto, y el príncipe decidió ir a recibirla acompañado de la Sirenita.

La desconocida que el príncipe llevaba en el corazón bajó del barco y, al verla, el joven corrió feliz a su encuentro. La Sirenita, petrificada, sintió un agudo dolor en el corazón. En aquel momento supo que perdería a su príncipe para siempre. La desconocida dama fue pedida en matrimonio por el príncipe enamorado, y la dama lo aceptó con agrado, puesto que ella también estaba enamorada. Al cabo de unos días de celebrarse la boda, los esposos fueron invitados a hacer un viaje por mar en la gran nave que estaba amarrada todavía en el puerto. La Sirenita también subió a bordo con ellos, y el viaje dio comienzo.

Al caer la noche, la Sirenita, angustiada por haber perdido para siempre a su amado, subió a cubierta. Recordando la profecía de la hechicera, estaba dispuesta a sacrificar su vida y a desaparecer en el mar. Procedente del mar, escuchó la llamada de sus hermanas:

-¡Sirenita! ¡Sirenita! ¡Somos nosotras, tus hermanas! ¡Mira! ¿Ves este puñal? Es un puñal mágico que hemos obtenido de la bruja a cambio de nuestros cabellos. ¡Tómalo y, antes de que amanezca, mata al príncipe! Si lo haces, podrás volver a ser una sirenita como antes y olvidarás todas tus penas.

Como en un sueño, la Sirenita, sujetando el puñal, se dirigió hacia el camarote de los esposos. Mas cuando vio el semblante del príncipe durmiendo, le dio un beso furtivo y subió de nuevo a cubierta. Cuando ya amanecía, arrojó el arma al mar, dirigió una última mirada al mundo que dejaba y se lanzó entre las olas, dispuesta a desaparecer y volverse espuma.

Cuando el sol despuntaba en el horizonte, lanzó un rayo amarillento sobre el mar y, la Sirenita, desde las aguas heladas, se volvió para ver la luz por última vez. Pero de improviso, como por encanto, una fuerza misteriosa la arrancó del agua y la transportó hacia lo más alto del cielo. Las nubes se teñían de rosa y el mar rugía con la primera brisa de la mañana, cuando la pequeña sirena oyó cuchichear en medio de un sonido de campanillas:

-¡Sirenita! ¡Sirenita! ¡Ven con nosotras!

-¿Quiénes son? -murmuró la muchacha, dándose cuenta de que había recobrado la voz-. ¿Dónde están?

-Estás con nosotras en el cielo. Somos las hadas del viento. No tenemos alma como los hombres, pero es nuestro deber ayudar a quienes hayan demostrado buena voluntad hacia ellos.

La Sirenita, conmovida, miró hacia abajo, hacia el mar en el que navegaba el barco del príncipe, y notó que los ojos se le llenaban de lágrimas, mientras las hadas le susurraban:

-¡Fíjate! Las flores de la tierra esperan que nuestras lágrimas se transformen en rocío de la mañana. ¡Ven con nosotras! Volemos hacia los países cálidos, donde el aire mata a los hombres, para llevar ahí un viento fresco. Por donde pasemos llevaremos socorros y consuelos, y cuando hayamos hecho el bien durante trescientos años, recibiremos un alma inmortal y podremos participar de la eterna felicidad de los hombres -le decían.

-¡Tú has hecho con tu corazón los mismos esfuerzos que nosotras, has sufrido y salido victoriosa de tus pruebas y te has elevado hasta el mundo de los espíritus del aire, donde no depende más que de ti conquistar un alma inmortal por tus buenas acciones! -le dijeron.

Y la Sirenita, levantando los brazos al cielo, lloró por primera vez.

Oyéronse de nuevo en el buque los cantos de alegría: vio al Príncipe y a su linda esposa mirar con melancolía la espuma juguetona de las olas. La Sirenita, en estado invisible, abrazó a la esposa del Príncipe, envió una sonrisa al esposo, y en seguida subió con las demás hijas del viento envuelta en una nube color de rosa que se elevó hasta el cielo.

Fin

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