Robert E. Howard Archives - Cultura Quetzal https://culturaquetzal.com/tag/robert-e-howard/ Cultura Quetzal Thu, 10 Jul 2025 05:10:50 +0000 es hourly 1 https://wordpress.org/?v=6.9 https://culturaquetzal.com/wp-content/uploads/2023/12/cropped-logoCQ_2-32x32.png Robert E. Howard Archives - Cultura Quetzal https://culturaquetzal.com/tag/robert-e-howard/ 32 32 La Torre del Elefante https://culturaquetzal.com/2025/07/09/la-torre-del-elefante/ https://culturaquetzal.com/2025/07/09/la-torre-del-elefante/#respond Thu, 10 Jul 2025 04:46:14 +0000 https://culturaquetzal.com/?p=1407 Por: Robert E. Howard Siguiendo hacia el sur y pasando por las abruptas montañas que separan los pueblos hibóreos del este de las estepas turanias, Conan llega finalmente a Arenjun, la conocida « Ciudad de los Ladrones» de Zamora. Ajeno a la civilización y profundamente anárquico por naturaleza, no tarda en encontrar -o mejor dicho,...

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Por: Robert E. Howard

Siguiendo hacia el sur y pasando por las abruptas montañas que separan los pueblos hibóreos del este de las estepas turanias, Conan llega finalmente a Arenjun, la conocida « Ciudad de los Ladrones» de Zamora. Ajeno a la civilización y profundamente anárquico por naturaleza, no tarda en encontrar -o mejor dicho, en ganarse- un lugar como ladrón profesional entre gentes que consideran el robo como un arte y una ocupación respetable. Por ser muy joven aún, y más osado que hábil, sus progresos en la nueva profesión son bastante lentos al comienzo.

Las antorchas resplandecían lóbregamente en las fiestas del Maul, donde los ladrones del este celebraban el carnaval por la noche. En el Maul podían estar de juerga y hacer todo el ruido que quisieran, puesto que las personas decentes evitaban esos barrios y los guardianes, bien pagados con monedas de todas clases, no interferían en sus diversiones. A lo largo de las callejuelas tortuosas y sin empedrar, llenas de basura y de charcos fangosos, los juerguistas borrachos caminaban tambaleándose y gritando estrepitosamente. El acero relucía en las sombras de donde provenían las risas estridentes de las mujeres y los ruidos de escaramuzas y peleas. La pálida luz de las antorchas se reflejaba a través de las ventanas rotas y de las puertas abiertas de par en par, y en el exterior, el olor a rancio del vino y de los cuerpos sudorosos, el clamor de los bebedores que golpeaban las duras mesas con los puños y cantaban canciones obscenas, sorprendían como una bofetada en pleno rostro.

Las risotadas resonaban estrepitosamente en el techo bajo y manchado por el humo de uno de aquellos antros donde se reunían picaros de todo tipo luciendo toda clase de andrajos y harapos; había rateros furtivos, raptores lascivos, ladrones de dedos ágiles, bravucones jactanciosos con sus mozas, mujeres de voces estridentes vestidas con ropas no menos chillonas. Los bribones del lugar eran mayoría: zamorios de piel oscura y ojos negros, con dagas en sus cintos y astucia en los corazones. Pero también había allí lobos de varios pueblos extranjeros. Llamaba la atención un gigante hiperbóreo renegado, taciturno, peligroso, con un sable colgando de su lúgubre y feroz corpachón, puesto que los hombres llevaban el acero sin disimulo en el Maul. Había también un falsificador shemita, de nariz ganchuda y rizada barba de color negro azulado. Un poco más allá, una moza brythunia de mirada descarada sentada sobre las rodillas de un hombre de Gunderland de cabello leonado; se trataba de un mercenario errante, un desertor de algún ejército derrotado. Y el obeso y grosero bribón, cuyas bromas procaces eran motivo de regocijo general, era un secuestrador profesional que había venido de la lejana tierra de Koth para enseñar a los zamorios a raptar mujeres, si bien éstos conocían mucho mejor este arte de lo que aquel hombre pudiera saber jamás. El kothiano hizo una pausa en la descripción de los encantos de una de sus posibles víctimas y se llevó a la boca una enorme jarra de espumeante cerveza. Luego se lamió los gruesos labios y dijo:

-Por Bel, dios de los ladrones, que voy a enseñarles cómo se roba una mujer; estará del otro lado de la frontera de Zamora antes del amanecer, y allí habrá una caravana esperándola. Un conde de Ofir me prometió trescientas piezas de plata por una esbelta joven brythunia de buena familia. Estuve vagando varias semanas por las ciudades fronterizas, donde me hacía pasar por mendigo, hasta que encontré una que valiera la pena. ¡Ah, qué guapa es esta golfa!

Cuando terminó de decir esto echó al aire un beso lascivo.

-Conozco señores de Shem que darían por ella el secreto de la Torre del Elefante -dijo volviendo a su cerveza.

Alguien tiró de la manga de su túnica y el hombre volvió la cabeza, frunciendo el entrecejo por la interrupción. Vio entonces a un joven alto y corpulento que se encontraba de pie a su lado. El desconocido estaba tan fuera de lugar en ese antro como un lobo gris entre las ratas de las cloacas. Su pobre y raída túnica dejaba ver las fornidas líneas de su fuerte cuerpo, sus anchos y recios hombros, el pecho macizo, la fina cintura y los brazos fuertes y musculosos. Su piel estaba bronceada por soles remotos, sus ojos eran azules y fogosos, y una desgreñada melena negra coronaba su amplia frente. De su cinto colgaba una espada dentro de una vieja vaina de cuero.

El hombre de Koth retrocedió involuntariamente, porque el hombre no pertenecía a ninguna de las razas civilizadas que conocía.

-Has mencionado la Torre del Elefante -dijo el forastero hablando en lengua zamoria con acento extranjero-. He oído muchas cosas acerca de esa torre. ¿Cuál es su secreto?

La actitud del muchacho no parecía amenazadora, y el valor del kothiano había aumentado por efectos de la cerveza y la manifiesta aprobación del público. El hombre lo miró henchido de vanidad y dijo:

-¿El secreto de la Torre del Elefante? -exclamó-. Bueno, cualquier imbécil sabe que el sacerdote Yara vive allí con la enorme joya llamada Corazón de Elefante; ése es el secreto de su magia.

El bárbaro estuvo callado un momento asimilando estas palabras.

-Yo he visto esa torre -dijo-. Está en un enorme jardín situado en lo alto de la ciudad y rodeado de elevadas murallas. No he visto guardianes. Las murallas parecían fáciles de escalar. ¿Por qué nadie ha robado esa misteriosa piedra preciosa?

El hombre de Koth se quedó boquiabierto ante la ingenuidad del muchacho y se echó a reír con carcajadas burlonas, a las que se sumaron todos los presentes.

-¡Escuchad a este pagano salvaje! -vociferó-. ¡Pretende robar la joya de Yara! ¡Escucha, muchacho! -dijo dirigiéndole una mirada- siniestra al joven-. Vaya, supongo que eres una especie de bárbaro del norte.

-Soy cimmerio -respondió el forastero con tono poco amistoso.
La respuesta y el modo en que lo dijo no significaban casi nada para el hombre de Koth; se trataba de un remoto reino del sur, en las fronteras de Shem, y él sólo conocía vagamente a las razas del norte.

-Entonces presta atención y aprende, muchacho -dijo apuntando con su jarra de cerveza al desconcertado joven-. Debes saber que en Zamora, y especialmente en esta ciudad, hay más intrépidos ladrones que en cualquier otro lugar del mundo, incluido Koth. Si algún mortal hubiera sido capaz de robar la piedra preciosa, puedes estar seguro de que habría desaparecido hace mucho tiempo. Tú hablas de escalar las murallas, pero una vez que lo hubieras hecho, desearías irte inmediatamente. Por la noche no hay guardianes, es decir, guardianes humanos, en los jardines por una buena razón. Pero en el cuarto de guardia, en la parte inferior de la torre, hay hombres armados, y aun si lograras escabullirte entre los que rondan por los jardines de noche, tendrías que eludir a los soldados, porque la gema está guardada en algún lugar de la parte superior de la torre.

-Pero si alguien consiguiera atravesar los jardines -arguyó el cimmerio-, ¿por qué no iba a poder llegar hasta la gema por la parte superior de la torre, eludiendo de ese modo a los soldados?

El hombre de Koth lo miró atónito una vez más.

-¡Oíd lo que dice! -gritó en tono burlón-. ¡Este bárbaro debe de ser un águila capaz de volar hasta el borde enjoyado de la torre, que se halla a tan sólo cincuenta metros de altura, y que tiene las paredes más lisas y resbaladizas que el cristal pulido!

El cimmerio miró furioso a su alrededor, molesto por las carcajadas burlonas con que los presentes acogieron estas palabras. Él no veía nada gracioso en ello y era demasiado ajeno a la civilización para comprender la falta de cortesía. Los hombres civilizados son menos amables que los salvajes porque saben que pueden ser más descorteses sin correr el riesgo de que les partan la cabeza. Estaba desconcertado y contrariado y habría salido corriendo de allí, avergonzado, pero el kothiano decidió seguir mortificándole.

-¡Anda, anda! -gritó-. ¡Cuéntales a estos pobres hombres, que han sido ladrones desde antes que a ti te engendraran, diles cómo robarías tú la piedra!

-Siempre hay alguna manera de hacerlo, si el deseo está unido al valor -contestó el cimmerio en tono tajante y lleno de rabia.

El hombre de Koth lo tomó como un insulto personal y se puso rojo de ira.

-¡Cómo! -bramó-. ¿Te atreves a enseñarnos nuestro oficio, y a insinuar que somos unos cobardes? ¡Vete! ¡Fuera de mi vista!

-gritó empujando al cimmerio con violencia.

-¿Primero te burlas de mí y ahora me pones las manos encima? -dijo el bárbaro con tono crispado, sintiendo que le invadía la cólera y devolviendo el empujón con un manotazo que
hizo caer al hombre que lo molestaba de espaldas sobre la tosca mesa.

La cerveza se derramó sobre la cara del kothiano y éste desenvainó la espada hecho una furia.

-¡Perro pagano! -vociferó-. ¡Te voy a arrancar el corazón por esto!

El acero centelleó y los presentes se apartaron rápida y desordenadamente. En su desbandada tiraron la única vela que había allí, y el antro quedó a oscuras; se oyó el ruido de bancos rotos, los pasos rápidos de la gente que huía, gritos y blasfemias de individuos que tropezaban y caían encima de otros, y un estruendoso grito de agonía que cortó el alboroto como un cuchillo. Cuando volvieron a encender la vela, la mayor parte de los parroquianos habían huido por las puertas y ventanas rotas, y los demás se apretujaban detrás de los barriles de vino y debajo de las mesas. El bárbaro había desaparecido; el centro de la habitación estaba desierto, con excepción del cuerpo apuñalado del hombre de Koth. El cimmerio lo había matado en medio de la oscuridad y la confusión, con el infalible instinto de los bárbaros.

Las pálidas luces y el jolgorio de los borrachos se desvanecían detrás del cimmerio. El joven se quitó la desgarrada túnica y caminó desnudo por las callejuelas oscuras sin más atuendo que el taparrabo y las sandalias atadas con correas a sus piernas. Se movía con la suave agilidad natural de un tigre, y sus músculos acerados se marcaban como ondas bajo la piel bronceada.

Llegó al sector de la ciudad reservado a los templos. Por todas partes brillaban a la luz de las estrellas las níveas columnas de mármol, las cúpulas doradas y los arcos plateados, los altares de los innumerables y extraños dioses de Zamora. El muchacho no pensó mucho en esos dioses; sabía que la religión de los zamorios, como todo lo que se refería a un pueblo civilizado y asentado desde hace mucho tiempo en el lugar, era intrincada y compleja y había perdido en gran medida su prístina esencia original en medio de un laberinto de fórmulas y rituales. Había estado muchas horas en cuclillas en los patios de los filósofos, escuchando los razonamientos y discusiones de teólogos y maestros, y se había ido de allí confuso y perplejo y con una sola idea clara: que estaban todos locos.

Sus dioses eran simples y comprensibles; Crom era su jefe y vivía en una gran montaña, desde donde sentenciaba el destino la muerte de los hombres. Era inútil invocar a Crom, porque era un dios tenebroso y salvaje que odiaba a los débiles. Pero insuflaba valor a los hombres en el momento de nacer, así como la voluntad y el poder de matar a los enemigos, lo que, para la mentalidad del cimmerio, era lo único que cabía esperar de un dios.

Las sandalias del joven no hacían ruido al caminar por el reluciente empedrado. No había guardianes, porque hasta los ladrones del Maul evitaban los templos, pues se sabía que habían caído extrañas maldiciones sobre los violadores. Delante de él, recortada contra el cielo, Conan vio la Torre del Elefante. Se preguntó asombrado por qué le habrían dado ese nombre. Nadie parecía saberlo. Nunca había visto un elefante, pero tenía la vaga noción de que se trataba de un animal monstruoso, con una cola delante y otra detrás. Eso, al menos, es lo que le había dicho un shemita errante, que le juró que había visto miles de animales como ésos en la tierra de los hirkanios; pero era bien sabido lo mentirosos que son los hombres de Shem. De todos modos, no había elefantes en Zamora.

La torre resplandecía con un fulgor frío bajo el cielo nocturno. A la luz del sol, en cambio, su brillo era tan deslumbrante que pocas personas podían soportarlo. Se decía que estaba hecha de plata. Era redondeada y tenía la forma de un cilindro fino y perfecto, de casi cincuenta metros de altura, y su borde brillaba a la luz de las estrellas debido a las enormes joyas que lo adornaban. La torre se alzaba entre los árboles exóticos y cimbreantes de un jardín situado a gran altura. Había una gran muralla alrededor de este jardín y por fuera un terreno intermedio rodeado asimismo por un muro. No se veía ninguna luz; parecía que la torre no tuviera ventanas, al menos por encima del nivel de la muralla interior. Tan sólo las gemas de la cúpula brillaban con un resplandor helado bajo el firmamento.

Los matorrales cubrían parte de la muralla exterior, de menor altura. El cimmerio se acercó al paredón y lo midió con la mirada. Era alto, pero él podría saltar y alcanzar el borde con los dedos. Luego sería un juego de niños tomar impulso y pasar al otro lado, y no tenía ninguna duda de que podría salvar la muralla interior de la misma manera. Pero vaciló al pensar en los extraños peligros que, según se decía, le esperaban a quien entrase allí. Esa gente le resultaba extraña y misteriosa; no eran de raza y ni siquiera tenían la misma sangre que los brithunios más occidentales, los nemedios, los kothios y los aquilonios, de cuyas culturas y misterios había oído hablar. Los zamorios, en cambio, eran un pueblo muy antiguo y, por lo que pudo apreciar, muy maligno.

Pensó en Yara, el sumo sacerdote que condenaba a los hombres y lanzaba extrañas maldiciones desde su enjoyada torre, y se le pusieron los pelos de punta al recordar la leyenda que le contó un paje ebrio de la corte, según la cual Yara se había reído en la cara de un príncipe hostil y alzó delante de él una gema que brillaba con un resplandor incandescente y maligno de la que emergieron unos rayos cegadores que envolvieron al príncipe; éste cayó al suelo dando un grito y quedó reducido a un marchito bulto oscuro que se convirtió en una araña negra y, cuando ésta trató de huir frenéticamente, Yara la aplastó con el pie.

Yara no salía con frecuencia de su torre mágica, y cuando lo hacía era para lanzar una maldición y hacer el mal a algún hombre o pueblo. El rey de Zamora le temía más que a la muerte, y estaba siempre borracho porque era la única forma de soportar el miedo. Yara era muy viejo; la gente decía que tenía cientos de años y agregaba que viviría eternamente debido al poder mágico de su piedra preciosa, que los hombres llamaban Corazón de Elefante. Ésta era la única razón por la que llamaban Torre del Elefante a su morada.

El cimmerio, enfrascado en estos pensamientos, corrió rápidamente hacia la muralla. Oyó unos pasos quedos dentro del jardín y un sonido metálico de acero y se dijo que, a pesar de lo que afirmaban, un guardián rondaba por aquellos jardines. Conan esperó para ver si lo oía pasar nuevamente, pero el silencio era total en aquellos misteriosos jardines.

Finalmente la curiosidad pudo más que él. Dio un ligero salto, apoyó una mano en la muralla y de un impulso saltó hacia arriba. Se tendió de bruces sobre el ancho borde y miró hacia abajo para observar el amplio espacio que había entre las murallas. No había ningún arbusto, pero vio unas matas cuidadosamente recortadas cerca de la muralla interior. La luz de las estrellas alumbraba el cuidado césped y se oía el rumor de una fuente.

El cimmerio se dejó caer sigilosamente hacia el interior y desenvainó la espada mirando en todas direcciones. Se estremeció de miedo como todos los salvajes cuando se ven sin protección bajo la desnuda luz de las estrellas, y avanzó con paso ligero hacia la curva de la muralla, pegado a su sombra, hasta que se encontró frente al matorral que había visto antes. Entonces corrió velozmente hacia allí y casi tropezó contra un bulto que había en el suelo entre los arbustos.

Una rápida mirada en todas direcciones le aseguró que no había ningún enemigo a la vista; entonces se agachó para investigar- Sus agudos ojos le permitieron descubrir, aun en la semioscuridad, a un hombre corpulento que llevaba una armadura plateada y el casco con penacho de la guardia real zamoria Junto a él había un escudo y una lanza y se dio cuenta de inmediato de que el hombre había sido estrangulado. El bárbaro miró preocupado a su alrededor. Supo en seguida que aquel hombre debía de ser el guardia que había oído pasar desde su escondite. En ese breve intervalo de tiempo unas manos anónimas habían emergido de la oscuridad para quitarle hasta el último hálito de vida al soldado.

Aguzando la vista en la penumbra, vio que alguien se movía entre los arbustos próximos a la muralla. Se dirigió hacia allí empuñando la espada. No hizo más ruido que el que hubiera hecho una pantera acechando furtivamente en la noche, pero a pesar de ello el hombre al que seguía lo oyó. El cimmerio alcanzó a ver un enorme cuerpo cerca de la muralla y se sintió aliviado al comprobar que al menos era una figura humana; entonces el individuo giró rápidamente sobre sus talones y lanzó un grito de asombro que denotaba pánico, hizo ademán de dar un salto hacia adelante, con las manos extendidas, pero retrocedió al ver el brillo de la espada de Conan. Durante unos segundos llenos de tensión ninguno dijo una palabra, sino que esperaron atentos a lo que pudiera ocurrir.

-Tú no eres soldado -dijo finalmente el extraño en voz muy baja-. Tú eres un ladrón igual que yo.

-¿Y quién eres tú? -preguntó el cimmerio con un susurro receloso.

-Soy Taurus de Nemedia.

El joven bárbaro bajó su espada y dijo:

-He oído hablar de ti. Todos te llaman el príncipe de los ladrones.

El extraño le contestó con una risa contenida. Taurus era tan alto como el cimmerio, pero más corpulento; aunque tenía un voluminoso vientre y era gordo, cada uno de sus movimientos denotaba un magnetismo dinámico y sutil, que se reflejaba en sus penetrantes ojos que brillaban como centellas, llenos de vida, aun a la luz de las estrellas. Iba descalzo y llevaba algo que parecía una cuerda fuerte y delgada enrollada, con nudos distribuidos en forma regular.

-¿Quién eres? -susurró.

-Soy Conan el cimmerio -contestó el joven-. He venido a ver si podía robar la gema de Yara, que todos llaman Corazón de Elefante.

Conan notó que el enorme vientre se sacudía por las risas contenidas del nemedio, pero se dio cuenta de que no eran despectivas.

-¡Por Bel, dios de los ladrones! -dijo Taurus entre dientes-. Yo había pensado que era el único con valor suficiente para intentar este robo. Estos zamorios se consideran ladrones. ¡Bah! Conan, me gusta tu osadía. Nunca he compartido una aventura con nadie, pero por Bel que vamos a intentar esto juntos, si estás de acuerdo.

-Entonces, ¿tú también estás en busca de la gema?

-¿Qué otra cosa podía buscar? He estado trazando mis planes durante meses, pero me parece que tú, en cambio, has actuado en forma impulsiva, amigo.

-¿Eres tú quien ha matado al soldado?

-Por supuesto. Me arrastré por la muralla cuando él estaba en el otro extremo del jardín. Cuando me escondí entre los matorrales me oyó, o creyó haber oído algo. En el momento en que cometió el error de venir hacia mí, fue muy fácil ponerme detrás de él y apretarle el cuello por sorpresa, asfixiándolo hasta que exhalara el último suspiro de su necia vida. Era, como casi todos los hombres, medio ciego en la oscuridad.

-Pero has cometido un error -dijo Conan.

Los ojos de Taurus se encendieron de cólera cuando dijo:

-¿Un error, yo? ¡Imposible!

-Deberías haber ocultado el cadáver entre los arbustos.

-El novato pretende enseñar su arte al maestro. Debes saber que no cambian la guardia hasta pasada la medianoche. Si alguien viene a buscarlo ahora y encuentra su cuerpo, irá a comunicarle inmediatamente la noticia a Yara, lo que nos daría tiempo para escapar. Pero si no lo hallaran, rastrearán los arbustos y nos atraparán como a ratas en una trampa.

-Tienes razón -admitió Conan.

-Así es. Ahora escucha. Estamos perdiendo tiempo con esta maldita discusión. No hay guardianes en el jardín interior, quiero decir guardianes humanos, aunque hay centinelas que son mucho más peligrosos aún. Es su presencia la que me ha detenido durante tanto tiempo, pero finalmente he descubierto una forma de burlarlos.

-¿Y qué me dices de los soldados que vigilan en la parte inferior de la torre?

-El viejo Yara vive en las habitaciones superiores. Por ese camino entraremos… y saldremos, espero. No me preguntes cómo. He planeado una forma de hacerlo. Nos introduciremos furtivamente por la parte superior de la torre y estrangularemos al viejo Yara antes de que nos pueda hechizar con alguno de sus condenados maleficios. Al menos lo intentaremos; corremos el riesgo de que nos convierta en arañas o en sapos asquerosos, pero por otro lado tenemos la posibilidad de obtener toda la riqueza y el poder del mundo. Un buen ladrón debe saber correr riesgos.

-Iré hasta donde sea -dijo Conan, quitándose las sandalias.

-Entonces, sígueme.

Taurus terminó de decir esto y se volvió, tomó impulso, se aferró a la muralla y saltó. La agilidad de aquel hombre era asombrosa, teniendo en cuenta su tamaño; parecía casi deslizarse hacia el borde del muro. Conan lo siguió y cuando estaban de bruces sobre el ancho paredón, hablaron en voz baja.

-No veo ninguna luz -dijo Conan entre dientes.

La parte inferior de la torre se parecía mucho a la parte que se veía desde fuera del jardín: un cilindro perfecto y brillante, que no parecía tener ninguna abertura.

-Hay puertas y ventanas hábilmente construidas -respondió Taurus-. Pero están cerradas. Los soldados respiran el aire que viene de arriba.

El jardín era un vago conjunto de sombras cubiertas de pequeños árboles donde se balanceaban sobriamente en la oscuridad ligeros arbustos. El cauto espíritu de Conan sintió el aura amenazadora que se cernía sobre aquel lugar. Percibió la mirada ardiente de unos ojos invisibles y sintió un aroma sutil que le erizó instintivamente el pelo de la nuca como a los sabuesos cuando huelen la presencia de su antiguo enemigo.

-Sígueme -susurró Taurus-. Ven detrás de mí, si aprecias en algo tu vida.

Extrayendo de su cinto lo que parecía ser un tubo de cobre, el nemedio se dejó caer nuevamente encima del césped interior. Conan lo seguía de cerca con la espada preparada, pero Taurus lo empujó hacia atrás, contra la pared, y se quedó inmóvil. Estaba en una actitud de tensa expectación y su mirada, al igual que la de Conan, estaba fija en las sombras de los arbustos que había cerca de allí. La mata se movía a pesar de que la brisa había dejado de soplar. En ese momento vieron dos enormes ojos resplandecientes entre las ondulantes sombras y detrás de éstos pudieron ver otros destellos de fuego que centelleaban en la oscuridad.

-¡Leones! -musitó Conan.

-Sí. De día los encierran en unas cavernas subterráneas que hay debajo de la torre. Por eso no hay guardianes en este jardín. Conan contó rápidamente los ojos y dijo:

-Yo veo cinco, pero quizá haya más en los matorrales. Nos atacarán de un momento a otro.

-¡Silencio! -dijo Taurus en voz muy baja apartándose del muro con prudencia, como si estuviera caminando sobre cuchillas, y alzando el delgado tubo.
Se oían ruidos sordos provenientes de las sombras y se veía avanzar los ojos resplandecientes. Conan percibió las inmensas mandíbulas babeantes y las colas que azotaban el aire en todas direcciones. La tensión era insoportable. El cimmerio empuñó la espada, a la espera del inevitable ataque de los gigantescos cuerpos. Entonces Taurus se llevó el extremo del tubo a los labios y sopló con fuerza. Un gran chorro de polvo dorado salió por el otro extremo y se extendió instantáneamente formando una densa nube de color verde amarillento que cubrió los arbustos, ocultando los resplandecientes ojos.

Taurus corrió apresuradamente hacia el muro. Conan lo miró sin comprender. La densa nube ocultaba los matorrales y no se oía nada.

-¿Qué es ese polvo? -preguntó el joven, preocupado.

-¡Es la muerte! -dijo el nemedio con tono sibilante-. Si se levantara viento y soplara en nuestra dirección, tendríamos que huir saltando la muralla. Pero no, no se ha levantado viento y la nube se está disipando. Espera hasta que desaparezca del todo. Respirar ese polvo supone la muerte.

Finalmente quedaron flotando sólo unas tenues nubécillas amarillentas en el aire; cuando desaparecieron, Taurus indicó a su compañero con la mano que avanzara. Se dirigieron sigilosamente hacia los arbustos y Conan se quedó boquiabierto. Tendidos en el suelo entre las sombras yacían cinco cuerpos de color pardo cuya mirada feroz se había extinguido para siempre. Un olor dulzón y empalagoso persistía en el aire.

-¡Murieron sin lanzar un solo rugido! -murmuró el cimmerio-. Taurus, ¿qué era ese polvo?

-Estaba hecho con flores de loto negro, que crecen en las selvas remotas de Khitai, en la que sólo habitan los monjes de cráneo amarillo de Yun. Esas flores causan la muerte al que las huele.

Conan se arrodilló al lado de los enormes animales muertos, asegurándose de que no podían hacerle daño. Movió la cabeza pensando que la magia de las tierras exóticas era terrible y misteriosa los ojos de los bárbaros del norte.

-¿Por qué no matamos a los soldados de la torre de la misma manera? -preguntó el muchacho.
-Porque ése era todo el polvo que tenía. Su obtención fue una hazaña que por sí sola hubiera bastado para hacerme famoso entre todos los ladrones del mundo. Lo robé de una caravana que se dirigía a Estigia, y me apoderé de él, con su bolsa tejida con hilos de oro, cogiéndola entre los anillos de la inmensa serpiente que lo cuidaba, sin siquiera despertarla. ¡Pero, vamos ya, por Bel!
¿Vamos a pasarnos toda la noche hablando?

Entonces se arrastraron entre los arbustos hasta llegar a la fulgurante base de la torre, y allí, imponiendo silencio con un gesto, Taurus desenrolló la cuerda de nudos, en uno de cuyos extremos había un fuerte gancho de acero. Conan intuyó cuál era su plan y no hizo ninguna pregunta. Entre tanto, el nemedio cogió la soga a corta distancia del gancho y comenzó a hacerlo girar sobre su cabeza. Conan apoyó su oreja sobre la lisa superficie del muro para ver si escuchaba algo, pero no oyó nada. Evidentemente, los soldados que estaban dentro no sospechaban la presencia de los intrusos, que habían hecho menos ruido que el viento de la noche soplando entre los árboles. Sin embargo, el bárbaro sentía un extraño nerviosismo. Tal vez fuera por el olor de los leones, que se percibía en todas partes.

Taurus lanzó la cuerda con un movimiento uniforme y ondulante de su fuerte brazo. El gancho trazó una extraña curva, difícil de describir, y desapareció por encima del enjoyado borde. Aparentemente quedó bien sujeto, pues los cuidadosos tirones del hombre no consiguieron aflojarlo.

-Suerte al primer intento -murmuró Taurus-. Ahora…

El salvaje instinto de Conan hizo que se volviera súbitamente, porque la muerte que estaba encima de ellos era silenciosa. Un vistazo bastó para que el cimmerio viera la gigantesca sombra parda, erguida bajo el firmamento, preparándose para el ataque mortal. Ningún hombre civilizado se habría movido con la rapidez del bárbaro. Su espada centelleó helada bajo la luz de las estrellas, impulsada por la fuerza y el valor desesperado del joven, y en ese momento el hombre y la bestia rodaron juntos por el suelo.

Maldiciendo de modo incoherente para sus adentros, Taurus se agachó para observar los cuerpos y vio que las extremidades de su compañero se movían tratando de quitarse de encima el enorme peso fláccido que tenía sobre su cuerpo. El nemedio miró y vio asombrado que el león estaba muerto, con el cráneo partido en dos. Taurus sujetó el cuerpo del animal muerto y; con su ayuda, Conan lo empujó a un lado y se levantó aferrando aún su espada manchada de sangre.

-¿Estás herido, amigo? -preguntó boquiabierto Taurus, todavía perplejo por la pasmosa rapidez con la que había ocurrido todo.

-¡Por Crom, no! -respondió el bárbaro-. Pero me he librado por poco. ¿Por qué esa maldita bestia no rugió en el momento de atacar?

-Todo es extraño en este jardín -dijo Taurus-. Los leones atacan en silencio, al igual que las otras muertes. Pero sigamos; aunque hemos hecho poco ruido en la pelea, los soldados pueden haber oído algo, a menos que estén dormidos o borrachos. Esa fiera estaba en alguna otra parte del jardín y escapó a la muerte de las flores, pero seguramente ya no hay más animales. Ahora debemos trepar por esta cuerda; imagino que no es necesario preguntar a un cimmerio si puede hacerlo.

-Si resiste mi peso -dijo Conan con un gruñido, mientras limpiaba su espada en la hierba.

-Puede aguantar tres veces mi propio peso -repuso Taurus-. Está hecha con trenzas de mujeres muertas, que yo mismo cogí de sus tumbas a medianoche, y que luego sumergí en la mortífera savia del árbol de upas, para hacerlas resistentes. Yo subiré primero, y luego me seguirás tú de cerca.

El nemedio aferró la soga enganchando una rodilla en ella, y comenzó el ascenso; subió como un gato, a pesar de la aparente torpeza de su pesado cuerpo. El cimmerio fue tras él. La cuerda oscilaba y giraba sobre sí misma, pero los hombres siguieron escalando. Ambos habían trepado por lugares más difíciles en otras ocasiones. Veían el resplandor del borde enjoyado de la torre
por encima de ellos, que sobresalía un poco de la pared perpendicular, de modo que la cuerda colgaba unos cincuenta centímetros a los lados de la torre, lo que facilitaba el ascenso.

Continuaron trepando en silencio, viendo cómo las luces de la ciudad se hacían más pequeñas a medida que subían, y el brillo de las estrellas se atenuaba por el resplandor de las joyas que adornaban el borde del edificio. Por fin Taurus tendió una mano y se aferró al borde y con un impulso saltó al otro lado. Conan se detuvo un momento en el borde mismo, fascinado por las enormes y frías joyas cuyo fulgor lo deslumbraba. Había diamantes, rubíes, esmeraldas, zafiros, turquesas y piedras de la luna incrustadas como rutilantes estrellas en un cielo de plata luciente. Desde lejos su brillo se fundía en un solo resplandor blanco, pero ahora, de cerca, centelleaban con un millón de matices que cubrían todo el arco iris, hipnotizando al muchacho con sus reverberaciones.

-Aquí hay una fabulosa fortuna, Taurus -susurró el joven.

-¡Apresúrate! Si conseguimos el Corazón, esto y todo lo demás será nuestro -le contestó el nemedio con un gesto de impaciencia.

Conan trepó por el fulgurante borde. El techo de la torre estaba unos metros por debajo del saliente enjoyado. Era plano y estaba hecho de una sustancia de color azul oscuro, amalgamado en oro, de modo que el conjunto parecía un enorme zafiro salpicado de brillantes polvos de oro. Del otro lado parecía haber una especie de habitación construida sobre el techo, del mismo material que las paredes de la torre, adornada con figuras hechas con gemas más pequeñas; la única puerta que se veía era de oro macizo con paneles labrados e incrustaciones de piedras preciosas que resplandecían con un fulgor helado.

Conan lanzó una mirada hacia el rutilante océano de luces que se desplegaban a lo lejos, y miró a Taurus. El nemedio estaba recogiendo y enrollando la soga. Enseñó a Conan el lugar en el que se había enganchado el acero y pudieron ver que la punta había quedado sujeta debajo de una resplandeciente joya en el lado interior del borde.

-Tuvimos suerte una vez más -musitó el hombre-. Era de imaginar que el peso de ambos podría haber destrozado la piedra. Ahora sígueme, que los verdaderos peligros de nuestra aventura acaban de empezar. Estamos en la guarida de la serpiente, y no sabemos dónde está escondida.

Atravesaron a rastras la misteriosa y brillante terraza como tigres detrás de su presa y se detuvieron delante de la puerta de oro. Con mano cautelosa y hábil, Taurus la empujó un poco y ésta se abrió sin ofrecer resistencia; ambos miraron hacia el interior, en guardia contra lo que pudiera suceder. Por encima del hombro del nemedio, Conan vio una resplandeciente habitación, cuyas paredes, cielo raso y suelo estaban cubiertos de enormes joyas blanquecinas que la iluminaban con un brillo deslumbrante. No había señales de vida.

-Antes de cortar nuestra retirada -dijo Taurus en voz baja-, vuelve al borde de la torre y mira en todas direcciones. Si ves algún movimiento de soldados en los jardines o cualquier otra señal sospechosa, vuelve a decírmelo. Yo te espero aquí.
Conan no veía razones para ello, por lo que tuvo una leve sospecha en su cauto ánimo respecto a su compañero, pero a pesar de ello hizo lo que Taurus le pedía. En cuanto Conan se dio la vuelta, el nemedio se deslizó hacia el interior de la habitación y la cerró por dentro. Conan se arrastró hacia el borde de la torre y después de comprobar que no había ningún movimiento sospechoso en los ondulantes matorrales de abajo, regresó a la puerta de la torre, y de repente oyó un grito ahogado desde el interior.

El cimmerio, electrizado, dio un salto y la puerta se abrió de par en par, dejando ver la silueta de Taurus recortada contra el frío fulgor del fondo. El hombre se tambaleó y sus labios se entreabrieron, pero sólo se oyó un estertor seco. Aferrándose a la puerta dorada en busca de apoyo, dio unos pasos vacilantes por la terraza y luego se desplomó de bruces, apretándose la garganta. La puerta se cerró a sus espaldas.

Conan, encogido como una pantera acorralada, no vio nada detrás del nemedio herido en el breve instante en que la puerta estuvo abierta, salvo una engañosa sombra que cruzó como una flecha por el reluciente suelo. Nadie vino detrás de Taurus a la terraza, y Conan se inclinó sobre el hombre caído.

El nemedio miró hacia arriba con los ojos dilatados y vidriosos, con un desconcierto aterrador. Sus manos se clavaron en la garganta, sus labios babearon y emitieron un murmullo, y de pronto se puso rígido; el atónito cimmerio se dio cuenta de que estaba muerto. Tuvo la sensación de que Taurus había lanzado su último suspiro sin saber qué clase de muerte se había abatido sobre él. Conan miró perplejo hacia la enigmática puerta de oro. En aquel recinto vacío, de paredes llenas de deslumbrantes joyas, la muerte había sorprendido al príncipe de los ladrones tan rápida y misteriosamente como la que él había ocasionado a los leones del jardín.

El bárbaro pasó su mano con cuidado por el cuerpo semidesnudo del hombre tratando de ver si había una herida, pero las únicas señales de violencia que tenían estaban entre los hombros, en la base de su cuello de toro; eran tres heridas pequeñas como si tres uñas afiladas se hubieran hundido profundamente en su carne. Los bordes de las heridas eran negros y emanaban un leve hedor putrefacto. ¿Serían dardos envenenados? -se preguntó Conan-. Pero en ese caso, deberían estar clavados todavía en las heridas.

El cimmerio se acercó cautelosamente a la puerta dorada, la empujó y vio ante sus ojos una habitación vacía, bañada por el resplandor helado y rutilante de miríadas de piedras preciosas.

En el mismo centro del cielo raso observó distraídamente un dibujo extraño; se trataba de un diseño octogonal de color negro en cuyo centro brillaban cuatro piedras preciosas con un fulgor rojo distinto al resplandor blanco de las demás joyas. En el extremo opuesto de la habitación había otra puerta, igual a aquella en la que él se hallaba, aunque no tenía paneles tallados. ¿La muerte habría venido de allí y, una vez logrado su designio, se habría alejado por el mismo sitio?

Después de cerrar la puerta, el cimmerio dio unos pasos por la habitación. Sus pies desnudos no hacían ruido sobre el suelo cristalino. No había sillas ni mesas; se veían tan sólo tres o cuatro lechos cubiertos de seda, con extraños bordados en oro, y varios cofres de caoba con refuerzos de plata. Algunos de éstos estaban cerrados con pesados candados dorados; otros, tenían las tapas talladas abiertas, y en ellos se veían montañas de joyas en un exuberante y desordenado derroche de color para asombro del cimmerio. Conan lanzó un juramento entre dientes. Aquella noche había visto más riquezas que las que jamás hubiera imaginado que existieran en todo el mundo y sintió vértigo de sólo pensar en el valor de la joya que estaba buscando.

Se encontraba en el centro de la habitación y avanzó cautelosamente con la cabeza alta y empuñando la espada, cuando la muerte lo atacó de nuevo silenciosamente. Una sombra pasó volando por el resplandeciente suelo como única advertencia, y lo que le salvó la vida fue el instintivo salto que dio hacia un lado. Vislumbró por un instante una cosa negra y peluda que pasó por encima de él con un chasquido de colmillos, y algo que le salpicó el hombro desnudo; eran como gotas de fuego líquido. Al dar un salto hacia atrás, con la espada en alto, vio que esa cosa horrible cayó al suelo, giró y corrió hacia él con asombrosa velocidad; se trataba de una araña negra, imposible de imaginar, salvo en las pesadillas más horrendas.

Era grande como un cerdo, y sus ocho patas gruesas y peludas transportaban su monstruoso cuerpo a gran velocidad; sus cuatro ojos de brillo maligno centellearon con una expresión de una inteligencia terrible, y sus .colmillos destilaban un veneno que Conan ya conocía por las quemaduras que unas pocas gotas le habían producido en el hombro; entonces comprendió que el veneno estaba cargado de muerte, de una muerte rápida y segura. Éste era el asesino que se había dejado caer desde el centro del cielo raso y había atacado al nemedio en el cuello. ¡Qué necios habían sido, por no sospechar que las habitaciones superiores estarían tan bien cuidadas como las inferiores!

Estos pensamientos pasaron rápidamente por la cabeza de Conan mientras el monstruo se abalanzaba sobre él. Dio un gran salto y la araña pasó por debajo, giró y volvió al ataque. Esta vez el joven la eludió dando un salto hacia el costado y le asestó un golpe con la espada. Su afilada hoja le cercenó una de las patas peludas y volvió a salvarse cuando el monstruo se revolvió contra él, con los colmillos chasqueando endiabladamente. Pero la araña abandonó la persecución; se volvió, salió corriendo por el suelo cristalino y subió por la pared hasta el cielo raso, donde se encogió por un instante, mirándolo fijamente con sus demoníacos ojos rojos. Entonces, sin mediar señal alguna, se lanzó hacia el espacio, dejando tras de sí una hebra de una sustancia gris y pegajosa.

Conan retrocedió para eludir el cuerpo que caía violentamente sobre él, y luego se agachó frenéticamente justo a tiempo para no quedar atrapado en la gruesa hebra de la tela de araña. El joven vio la intención del monstruo y saltó hacia la puerta, pero la araña fue más rápida y lanzó una hebra pegajosa hacia allí, aprisionándolo. No se atrevió a cortarla, porque sabía que aquella sustancia se quedaría pegada a la hoja y, antes de que pudiera limpiarla, el monstruo endemoniado le habría clavado sus colmillos en la espalda.

Entonces comenzó un juego desesperado, en el que el ingenio y la agilidad del hombre se enfrentaban a la astucia demoníaca y a la rapidez de la gigantesca araña. Ésta no volvió a correr por el suelo atacando directamente, ni lanzó su cuerpo por el aire contra él, sino que corrió por el cielo raso y por las paredes, tratando de enredar al muchacho con los lazos que formaba la sustancia gris y pegajosa, que arrojaba con diabólico acierto. Aquellas hebras eran gruesas como sogas, y Conan se dio cuenta de que si quedaba envuelto en ellas, ni siquiera su fuerza desesperada podría librarlo del ataque del monstruo.

Aquella danza diabólica continuó por todo el recinto en medio de un silencio absoluto, sólo interrumpido por la respiración agitada del hombre y el ruido sordo de sus pies desnudos arrastrándose por el brillante suelo, y por el terrible castañeteo de los colmillos del monstruo. Las hebras grises yacían enrolladas sobre el suelo; estaban adheridas a las paredes, cubrían los cofres llenos de joyas y los lechos de seda y pendían como oscuros festones del cielo raso enjoyado. La increíble agilidad de los ojos y de los músculos de Conan lograron mantenerlo a salvo, aunque las pegajosas hebras le habían pasado tan de cerca que llegaron a lastimar su piel desnuda. El muchacho sabía que no podía eludirlas por mucho tiempo; no sólo tenía que prestar atención a las hebras que colgaban oscilantes del techo, sino también a las que estaban en el suelo. Tarde o temprano las hebras pegajosas lo envolverían como una serpiente, y entonces, envuelto como un gusano en el capullo de seda, estaría a merced del monstruo.

La araña atravesó la habitación corriendo, con la hebra gris ondulando detrás. Conan dio un gran salto y se subió a uno de los lechos; con un rápido giro el monstruo se subió por la pared y la hebra saltó del suelo como si estuviera viva, apresando el tobillo del cimmerio. Éste cayó al suelo tironeando frenéticamente para librarse de la tela de araña que lo tenía cogido como un tornillo blando o el anillado cuerpo de una serpiente. El peludo monstruo bajó corriendo por la pared para consumar su captura. En el frenesí de la batalla, Conan cogió uno de los cofres de joyas y lo arrojó con todas sus fuerzas. El imponente proyectil fue a dar en medio de las negras patas y aplastó al monstruo contra la pared con un crujido sordo y repugnante. La sangre y la baba verdosa salpicaron en todas direcciones y el destrozado cuerpo cayó al suelo junto con el cofre. La araña negra quedó aplastada entre una cantidad enorme de rutilantes joyas; las patas peludas se movieron caóticamente, los ojos moribundos de la araña lanzaron una última mirada que brilló como un rubí entre las centelleantes piedras preciosas.

Conan miró a su alrededor y al ver que no aparecía otro monstruo se aplicó a quitarse la telaraña que lo apresaba. La sustancia gris se adhería tenazmente a su tobillo y a sus manos, pero por fin consiguió liberarse. Cogió su espada y se abrió camino eludiendo los grises anillos y las hebras y se dirigió hacia la puerta interior. No podía imaginar los horrores que le esperaban allí. El cimmerio estaba enardecido y, puesto que había venido de tan lejos y superado tantos peligros, estaba resuelto a ir hasta el final de la aventura, ocurriera lo que ocurriese. Tuvo la sensación de que la joya que buscaba no se encontraba entre las que estaban desparramadas desordenadamente por la resplandeciente habitación.

Cuando hubo pasado por entre las hebras que obstruían la puerta interior, advirtió que ésta no estaba cerrada. Se preguntó si los soldados habrían descubierto su presencia. Lo cierto es que él se encontraba encima de ellos y, si era cierto lo que se decía, estaban habituados a oír ruidos extraños en la torre, sonidos siniestros y gritos de agonía y horror.

El cimmerio no dejaba de pensar en Yara, y no se sentía del todo confiado cuando abrió la puerta. Pero sólo alcanzó a ver un tramo de escalones plateados que descendían, apenas iluminados por una luz que no podía adivinar de dónde venía. Bajó silenciosamente, empuñando la espada. No oyó ningún ruido, y poco después llegó hasta una puerta de marfil con hematites incrustados. Se detuvo a escuchar, pero no oyó nada desde el interior; sólo se veían salir lentas volutas de humo por debajo de la puerta, que despedían un olor extraño y desconocido para el cimmerio. Más abajo, la escalera plateada seguía descendiendo hasta perderse en las sombras, y
del tenebroso agujero no provenía sonido alguno. Tenía la extraña sensación de que estaba solo en una torre habitada por espectros y fantasmas.

Conan empujó sigilosamente la puerta de marfil, que se abrió en silencio hacia adentro, y permaneció en el reluciente umbral mirando fijamente a su alrededor como un lobo en un lugar extraño, dispuesto a luchar o a huir en un santiamén. Se hallaba ante una amplia habitación con una enorme cúpula dorada; las paredes eran de jade verde y el suelo de marfil estaba parcialmente cubierto por gruesas alfombras. El humo y el olor exótico del incienso provenían de un brasero apoyado sobre un trípode dorado, detrás del cual había un ídolo sentado sobre una especie de altar de mármol. Conan miró horrorizado; la imagen, desnuda, tenía cuerpo de hombre y era de color verde, pero la cabeza semejaba una loca pesadilla. Era demasiado grande para el cuerpo y no tenía atributos humanos. Conan contempló las enormes orejas resplandecientes, la rizada trompa y los blancos colmillos de elefante que nacían a ambos lados de la trompa y terminaban en unas esferas de oro. Tenía los ojos cerrados, como si estuviera durmiendo.

He aquí, entonces, el motivo del nombre -la Torre del Elefante-, ya que la cabeza de la cosa se parecía mucho a la de los animales descritos por el shemita errante. Aquél era el dios de Yara. Pero ¿dónde podía estar la gema sino escondida en el interior del ídolo, puesto que la piedra se llamaba Corazón de Elefante?

A medida que Conan avanzaba, con los ojos fijos en el inmóvil ídolo, ¡éste abrió súbitamente los ojos! El cimmerio se quedó paralizado por la sorpresa. ¡No era una imagen, sino una cosa viva, y él estaba atrapado en su habitación!

Un indicio del terror que lo paralizaba es el hecho de que no reaccionara al instante en un arrebato de frenesí, dejando libres sus instintos homicidas. Un hombre civilizado en su situación sin duda habría, buscado refugio creyendo que estaba loco, pero a Conan no se le ocurrió dudar de sus sentidos. Sabía que se encontraba cara a cara con un demonio del antiguo mundo, y esa seguridad lo privó de todas sus facultades, salvo la de la vista. La trompa de esa cosa horrorosa se alzó como buscando algo, y los ojos de topacio miraban sin ver. Entonces Conan se dio cuenta de que el monstruo era ciego. Este pensamiento calmó sus tensos nervios, y comenzó a retroceder en silencio en dirección a la puerta. Pero el engendro oía. La trompa sensible se estiró hacia él y el muchacho quedó nuevamente helado de espanto cuando el extraño ser habló con una voz extraña y entrecortada, siempre en el mismo tono. El cimmerio comprendió que aquella boca no fue creada para hablar un lenguaje humano.

-¿Quién está ahí? -preguntó-. ¿Has venido a torturarme de nuevo, Yara? ¿No te vas a cansar nunca? ¡Oh, Yag-kosha!, ¿no tendrá fin esta agonía?

Las lágrimas rodaron por sus mejillas, y Conan observó las extremidades extendidas sobre el lecho de mármol. Sabía que el monstruo no podría levantarse para atacarlo. Conocía las marcas del tormento y las quemaduras del fuego, y por más duro que fuera, no podía evitar estar impresionado por las deformidades de lo que parecía haber sido un cuerpo tan bien constituido como el suyo. Y súbitamente todo el miedo y el asco se convirtieron en una profunda compasión. Conan no sabía quién era ese monstruo, pero era tan evidente su terrible y patético sufrimiento que, sin saber por qué, le embargó una abrumadora tristeza. Sintió que estaba presenciando una tragedia cósmica y sintió vergüenza, como si la culpa de toda una raza hubiera caído sobre él.

-No soy Yara -dijo-. Soy solamente un ladrón. No te haré daño.

-Acércate para que pueda tocarte -dijo la criatura con un titubeo, y Conan se aproximó sin miedo, con la espada olvidada en su mano.

La trompa sensible se alzó y palpó su rostro y sus hombros, como hacen los ciegos. El contacto era tan suave como el de la mano de una muchacha.

-Tú no perteneces a la raza maligna de Yara -suspiró la criatura-. Llevas la marca de la fiereza pura y esbelta de las tierras desérticas. Conozco a tu gente desde antiguo. Los conocí con otro nombre hace mucho, mucho tiempo, cuando un mundo distinto alzaba sus brillantes torres hacia las estrellas. Pero… hay sangre en tus manos.

-Es de la araña que había en la habitación de arriba y de uno de los leones del jardín -musitó Conan.

-También has matado a un hombre esta noche -respondió el otro-. Y hay muerte arriba en la torre. Lo siento; lo sé.

-Sí -admitió el cimmerio-. El príncipe de los ladrones yace allí sin vida, víctima de la picadura de un bicho.

-¡Así es! -dijo con una extraña voz inhumana en una especie de canto monótono-. Un muerto en la taberna y un muerto en la terraza; lo sé; lo siento. Y el tercero producirá un efecto mágico que ni el mismo Yara imagina. ¡Oh, hechizo de la liberación, dioses verdes de Yag!

Las lágrimas rodaron nuevamente por sus mejillas mientras el torturado ser se estremecía presa de las más variadas emociones. Conan seguía mirándolo perplejo.

Entonces cesaron las convulsiones, los suaves ojos ciegos se volvieron hacia el cimmerio y le hizo una seña con la trompa.

-Escucha, hombre -dijo el extraño ser-. Te parezco repugnante y monstruoso, ¿no es cierto? No, no contestes; lo sé. Pero tú me parecerías igual de extraño si pudiera verte. Existen muchos mundos además de esta tierra, y la vida adopta diferentes formas. No soy ni un dios ni un demonio, sino que soy de carne y hueso como tú, aunque la sustancia sea en parte distinta y la forma esté creada con modelos diferentes. Soy muy viejo, hombre de la selva; he venido a este planeta hace mucho, mucho tiempo, con otros seres de mi mundo, el planeta verde Yag, que da vueltas eternamente en el límite de este universo.

«Viajamos por el espacio con poderosas alas que nos transportaron por el cosmos a mayor velocidad que la luz, porque habíamos luchado contra los reyes de Yag y fuimos derrotados y desterrados. Y jamás pudimos regresar, porque en la tierra nuestras alas se marchitaron. Aquí vivimos alejados de la vida terrenal, luchamos contra los extraños y terribles seres que en ese entonces poblaban la tierra, y por ello fuimos temidos y nadie nos molestó en las sombrías selvas del este, donde teníamos nuestra morada.

»Hemos visto cómo los monos se transformaban en hombres y los vimos construir las rutilantes ciudades de Valusia, Kamelia, Commoria y otras. Los hemos visto tambalearse ante los ataques de los paganos atlantes, pictos y lemurios. Hemos visto cómo los océanos se levantaban y sumergían a Atlantis y Lemuria, las islas de los pictos y las brillantes ciudades de la civilización. También vimos cómo los sobrevivientes de los reinos pictos y los atlantes construían su imperio de la Edad de Piedra y luego cayeron en la ruina, enzarzados en sangrientas batallas. Hemos visto cómo los pictos se hundían en los abismos del salvajismo y cómo los atlantes volvían a descender al nivel del mono. Hemos visto cómo los nuevos salvajes se dirigían hacia el sur desde el Círculo Ártico, en oleadas conquistadoras, para construir una nueva civilización con los nuevos reinos llamados Nemedia, Koth, Aquilonia y otros.

«Vimos cómo tu pueblo surgía con un nuevo nombre de las selvas de los monos que habían sido los atlantes. Hemos visto a los descendientes de los lemurios que habían sobrevivido al Cataclismo levantarse una vez más superando el salvajismo y dirigirse hacia el oeste convertidos en hirkanios. Y hemos visto cómo esta raza de seres malignos, sobrevivientes de la antigua civilización que existía antes del hundimiento de Atlantis, volvía a tener cultura y poder: se trata de este maldito reino de Zamora. Hemos visto todo esto, sin ayudar ni entorpecer las inmutables leyes del cosmos, y nos fuimos muriendo uno tras otro; porque nosotros, los hombres de Yag, no somos inmortales, si bien nuestras vidas son como las vidas de los planetas y de las constelaciones. Finalmente quedo yo solo, soñando con los tiempos pasados entre los ruinosos templos perdidos en la selva de Khitai, venerado como un dios por una antigua raza de piel amarilla. Después llegó Yara, versado en oscuros conocimientos transmitidos a través de los años de barbarie, antes del hundimiento de Atlantis. Al principio Yara se sentó a mis pies para que yo le transmitiera mi sabiduría. Pero no estaba satisfecho con lo que yo le enseñaba, porque se trataba de magia blanca y él deseaba conocer la ciencia del mal, a fin de esclavizar a los reyes y saciar su ambición demoníaca. Yo no estaba dispuesto a enseñarle ninguno de los secretos de la magia negra que había adquirido, a pesar mío, a través de los siglos. Pero su inteligencia era mayor de lo que yo había creído; con argucias aprendidas entre las polvorientas tumbas de Estigia, me engañó y me obligó a revelarle un secreto que yo nunca quise contar a nadie, y volviendo mi propio poder en contra mío, me convirtió en su esclavo. ¡Oh, dioses de Yag, qué amarga ha sido mi vida desde aquel día! Me trajo desde las remotas selvas de Khitai, donde los monos bailan al compás de la flautas de los sacerdotes amarillos y donde las ofrendas de frutos y vinos atestaban mis rotos altares. Nunca volví a ser el dios de las buenas gentes de la selva, sino que me convertí en el esclavo de un demonio con forma humana.

Sus ojos ciegos se volvieron a inundar de lágrimas.

-Me recluyó en esta torre, que construí para él por orden suya en una sola noche. Me dominó por medio del fuego y de la tortura, así como por medio de extraños tormentos sobrenaturales que tú no podrías comprender. Si pudiera, hace mucho tiempo hubiera puesto fin a esta larga agonía, quitándome la vida. Pero él me mantuvo vivo (deforme, ciego y destrozado), para que realizara sus asquerosos deseos. Y durante trescientos años he hecho su voluntad, desde este lecho de mármol, ensuciando mi alma con pecados cósmicos y mancillando mi sabiduría con crímenes, porque no podía hacer otra cosa. Pero no he revelado todos mis antiguos secretos y mi último don será el hechizo de la Sangre y la Joya porque presiento que se acerca el fin. Tú eres la mano del Destino. Te ruego que cojas la piedra preciosa que hallarás en aquel altar.

Conan se volvió hacia el altar de oro y marfil que le había señalado el extraño ser y cogió una enorme joya redonda, clara como un cristal carmesí, y en ese momento descubrió que era el Corazón del Elefante.

-Y ahora la gran magia, la poderosa magia, que nadie ha visto ni verá jamás en millones de milenios. Por mi alma y mi sangre lanzo el conjuro; por la sangre del pecho verde de Yag, que sueña a lo lejos en el inmenso y vasto Espacio Azul. Coge tu espada, hombre, y corta mi corazón, luego estrújalo de modo que la sangre fluya sobre la piedra roja. Después baja por esa escalera y entra en la habitación de ébano en la que está sentado Yara envuelto en sueños malignos. Pronuncia su nombre y despertará. En ese momento has de colocar esta gema delante de él y repetir estas palabras: «Yag-kosha te ofrece su último don y su último encantamiento». Después márchate de la torre rápidamente. No temas, que no habrá obstáculos en tu camino. La vida del hombre no es la vida de Yag, ni la muerte humana es la muerte de Yag. Libérame de esta prisión de carne ciega y volveré a ser Yogah de Yag, coronado y rutilante, con alas para volar, pies para danzar, ojos para ver y manos para tocar.

Conan se acercó con gesto vacilante y Yag-kosha, o Yogah, como si notara su indecisión, le indicó dónde debía clavar la hoja afilada. El joven apretó los dientes y hundió profundamente la espada. La sangre fluyó abundante empapando la hoja de la espada y su mano, y la extraña criatura se agitó convulsiva-mente y luego quedó completamente inmóvil. Cuando estuvo seguro de que ya no estaba vivo, al menos en el sentido que él entendía la vida, Conan se aplicó a la espantosa tarea y en seguida extrajo algo que él supuso que sería el corazón de aquel ser extraño, aunque curiosamente era distinto de cualquier corazón que él había visto. Sosteniendo la víscera, que aún latía, sobre la deslumbrante joya, la apretó con ambas manos y un río de sangre cayó sobre la piedra. Para su sorpresa, la sangre no se derramó, sino que fue absorbida por la gema, como si fuera una esponja.

Sosteniendo la joya con todo cuidado, el muchacho salió del fantástico recinto y se dirigió hacia la escalera de plata. No miró hacia atrás, pero supo instintivamente que el cuerpo que reposaba sobre el lecho de mármol estaba sufriendo algún tipo de transmutación, y también tuvo la sensación de que era algo que no debía ser presenciado por ningún ser humano.

Cerró tras de sí la puerta de marfil y bajó la escalera de plata sin vacilar. No se le ocurrió desobedecer las instrucciones que había recibido. Se detuvo ante la puerta de ébano, en cuyo centro había una sonriente calavera de plata, y la abrió. Su mirada recorrió la habitación de ébano y azabache y vio, reclinada sobre un lecho de seda negra, una figura alta y delgada. Delante de él estaba Yara, el sacerdote y brujo, con los ojos abiertos y dilatados por los vapores del loto amarillo, mirando a lo lejos, como sumido en abismos nocturnos que están más allá de la percepción humana.

-¡Yara! -exclamó Conan, como un juez que pronuncia una condena-. ¡Despierta!
Los ojos se abrieron al instante y se volvieron fríos y crueles como los de un buitre. La negra figura vestida de seda se irguió lúgubre sobre el cimmerio.

-¡Perro! -dijo con voz sibilante como la de una cobra-. ¿Qué haces aquí? Conan depositó la joya sobre la enorme mesa de ébano.
-El que envía esta gema me mandó decir: «Yag-kosha te ofrece su último don y su último encantamiento».

Yara retrocedió; su rostro era oscuro y ceniciento. La joya ya no era cristalina y pura; su turbio centro palpitaba y vibraba, y en su superficie flotaban curiosas volutas de humo de colores cambiantes. Como atraído hipnóticamente, Yara se inclinó sobre la mesa y cogió entre sus manos la gema, mirando fijamente su sombrío interior, como si se tratara de un imán que le fuera a extraer su convulsiva alma del cuerpo. Cuando Conan miró, pensó que sus ojos lo engañaban porque cuando Yara se había levantado del lecho, el sacerdote le había parecido gigantesco, y ahora vio que la cabeza de Yara apenas le llegaba al hombro. El joven parpadeó desconcertado y por primera vez en toda la noche dudó de sus sentidos. Luego, conmocionado, se dio cuenta de que el sacerdote se hacía cada vez más pequeño delante de sus propios ojos.

Conan observó con indiferencia, como quien ve una representación. Abrumado por la sensación de irrealidad, el cimmerio ya no estaba seguro de su propia identidad; sólo sabía que estaba contemplando’ las manifestaciones externas de un juego invisible de colosales fuerzas exteriores que estaban más allá de su comprensión.

Ahora Yara tenía el tamaño de un niño, y luego se tumbó sobre la mesa como un bebé, pero todavía aferraba la joya. De pronto el hechicero se dio cuenta de cuál era su destino y dando un brinco soltó la gema. Pero se hizo más pequeño aún, y Conan lo vio convertido en un cuerpo minúsculo que corría frenéticamente sobre la mesa de ébano, agitando los diminutos brazos y chillando como una rata.

Ya era tan insignificante que la gran joya parecía una montaña a su lado; Conan vio que se cubría los ojos con las manos como si quisiera protegerse del fulgor, mientras se tambaleaba como un poseído. El muchacho sintió que una fuerza magnética invisible atraía a Yara hacia la gema. Dio tres vueltas como un loco alrededor de la piedra, e intentó volverse tres veces y escapar a través de la mesa. Entonces el sacerdote lanzó un grito que sonó apagado, alzó los brazos y corrió directamente hacia la resplandeciente bola.

Inclinándose más aún, Conan vio cómo Yara trepaba por la superficie lisa y redondeada con grandes esfuerzos, como un hombre que asciende por una montaña de hielo. Por fin el sacerdote llegó a la parte superior agitando los brazos, e invocó los nombres de seres terribles que sólo los dioses conocen. Y de repente se hundió en el centro mismo de la joya, como un hombre que se hunde en el mar, y Conan vio cómo las volutas de humo se cerraban sobre su cabeza. Luego la divisó en el centro carmesí de la gema, que se volvió transparente y cristalino, como quien contempla una imagen lejana en el tiempo y en el espacio. Entonces apareció en el mismo centro otra figura de color verde, brillante y halada, con cuerpo de hombre y cabeza de elefante, que ya no era ciego ni deforme. Yara extendió sus brazos y corrió como un loco, pero el vengador fue tras él. En ese momento la enorme joya desapareció, estallando como si fuera una pompa de jabón en medio de fulgores iridiscentes, y la mesa de ébano quedó vacía al igual -intuyó Conan- que el lecho de mármol de la habitación de arriba en el que había estado el cuerpo del extraño ser transcósmico llamado Yag-kosha o Yogan.

El cimmerio se volvió y huyó de la habitación descendiendo por la escalera de plata. Estaba tan perplejo que no se le ocurrió escapar de la torre por donde había entrado. Bajó corriendo por el sinuoso y sombrío agujero plateado hasta llegar a una habitación más grande al pie de la resplandeciente escalera. Allí se detuvo un instante; había llegado al cuarto de los soldados. Vio el brillo de sus plateadas corazas y de las enjoyadas empuñaduras de sus espadas. Se habían desplomado sobre la mesa de banquetes, con las plumas oscuras ondeando sobriamente sobre los cascos de las cabezas caídas; yacían entre los dados y entre las copas caídas, cuyo vino manchaba el suelo de color lapislázuli. Conan no sabía si se trataba de brujería o de magia o de la oculta influencia de las enormes alas verdes, pero su camino estaba libre de obstáculos. Había una puerta de plata abierta, recortada contra la claridad del alba.

El cimmerio salió a los verdes jardines y cuando la brisa del alba sopló inundándolo de la fresca fragancia de exuberantes plantas, se estremeció como si se despertara de un sueño. Se volvió con un gesto vacilante para mirar fijamente la enigmática torre en la que había estado hace un momento. ¿Estaba embrujado y preso de un encantamiento? ¿Había soñado todo lo que creía haber vivido? Mientras se hacía estas preguntas, vio de repente que la rutilante torre, recortada contra el cielo escarlata del alba, y la cúpula incrustada de relucientes joyas que brillaban cada vez con más intensidad por los primeros rayos del sol, se tambaleó y cayó estrepitosamente desintegrándose en minúsculas partículas resplandecientes.

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Por. Robert E. Howard

El héroe más importante de la Edad Hiboria no fue un hiborio, sino un bárbaro: Conan el cimmerio, cuyo nombre ha dado lugar a todo tipo de leyendas. De las antiguas civilizaciones de la época de los hiboríos y de los atlantes, sólo sobreviven algunas historias semilegendarias y fragmentarias. Una de ellas-Las crónicas nemedias- nos permite conocer casi todos los aspectos de la vida y aventuras de nuestro héroe. La parte que se refiere a Conan comienza así:

Sabed, oh príncipe, que en los años que siguieron al hundimiento de Atlantis y de las radiantes ciudades en las profundas aguas del océano, hasta el apogeo de los Hijos de Aryas, hubo una era inconcebible en la que los rutilantes y poderosos reinos se extendían por el mundo como mantos azules bajo las estrellas: Nemedia; Ofir; Brithunio; Hiperbórea; Zamora con sus mujeres de oscuros cabellos y sus torres llenas de hechizo y misterio; Zíngara y sus caballeros; Koth, que lindaba con las tierras pastoriles de Shem; Estigia con sus tumbas protegidas por las sombras, e Hirkania, cuyos jefes vestían seda y oro. Pero el reino más arrogante del mundo era Aquilonia, que imperaba sobre los demás en el adormilado occidente. Aquí llegó Conan el cimmerio, de cabellos negros y mirada hosca, con la espada en la mano, ladrón, vagabundo, asesino implacable, con una melancolía abismal y una exultante alegría, para pisotear los enjoyados tronos de la Tierra con sus toscas sandalias.

Por las venas de Conan corría sangre de los antiguos atlantes tragados por el mar ocho mil años antes. Nació en el seno de un clan que reivindicaba una región del noroeste de Cimmeria. Su abuelo pertenecía a una tribu del sur que había huido de su propio pueblo debido a una contienda racial, y después de mucho peregrinar, se refugió entre los pueblos del norte. Conan nació precisamente en un campo de batalla, durante un combate entre su tribu y una horda de invasores vanires.

No se sabe cuándo el joven cimmerio vio por primera vez la civilización, pero ya tenía fama de guerrero hacia la época de los fuegos del consejo, aunque aún no había visto quince nevadas. Ese año, los cimmerios olvidaron sus querellas y unieron fuerzas para rechazar el ataque de los hombres de Gunderland, que habían irrumpido a través de la frontera de Aquilonia, construyeron el puesto de avanzada de Venarium y comenzaron a colonizar las zonas limítrofes del sur de Cimmeria. Conan pertenecía a la horda rugiente y sedienta de sangre que conquistó las montañas del norte, irrumpió a través de las empalizadas con espadas y antorchas e hizo retroceder a los aquilonios allende sus fronteras.

Durante el saqueo de Venarium y no habiendo alcanzado aún su pleno desarrollo, Conan ya medía más de un metro ochenta de estatura y pesaba ochenta y dos kilos, tenía el carácter alerta y cauteloso del hombre nacido en el bosque, la férrea dureza del hombre de montaña, el físico hercúleo de su padre, que era herrero, y una inusitada destreza con el cuchillo, el hacha y la espada.

Después del saqueo de la avanzada aquilonia, Conan regresa por poco tiempo a su tribu. Desasosegado por los impulsos contradictorios de la adolescencia, de su tradición y de su época, pasa algunos meses con una banda de aesires en infructuosas incursiones contra los vanires y los hiperbóreos. Al finalizar esta campaña, toman prisionero y encadenan al joven cimmerio, que cuenta entonces con dieciséis años. Sin embargo, no permanece encadenado por mucho tiempo…

  1. Los ojos rojos

Durante dos días los lobos habían perseguido a Conan a través de los bosques y ahora se acercaban nuevamente. El muchacho miró hacia atrás y vislumbró unas figuras grandes y pesadas, peludas, de color gris oscuro, que corrían velozmente entre los negros troncos de los árboles y cuyos ojos resplandecían como carbones incandescentes en la oscuridad. Esta vez -pensó- sería capaz de enfrentarse a ellos como había hecho otras veces.

No podía ver a lo lejos porque a su alrededor se alzaban, como silenciosos soldados de algún ejército embrujado, los troncos de millones de abetos negros. La nieve estaba pegada a la ladera norte de las montañas formando borrosas manchas blancas, pero el murmullo de miles de riachuelos que se formaban al derretirse la nieve y el hielo presagiaba la llegada de la primavera. Era un mundo oscuro, silencioso y sombrío aun en pleno verano, y ahora, a medida que se desvanecía la tenue luz para dar paso al atardecer, parecía más tenebroso que nunca.

El joven siguió corriendo sin aliento ascendiendo por la abrupta y arbolada pendiente, tal como había hecho desde que consiguiera abrirse camino luchando para escapar de la mazmorra de esclavos de Hiperbórea dos días antes. Aunque era cimmerio de pura raza, había formado parte de una banda de invasores aesires que hostigaban las fronteras de los hiperbóreos. Los pálidos y rubios guerreros de aquella tierra sombría habían detenido y aplastado a los incursores, y el joven Conan conoció por primera vez en su vida el sabor amargo de las cadenas y de los latigazos, que eran el sino normal de los esclavos.

Pero no permaneció mucho tiempo en esclavitud. Trabajando por la noche mientras los demás dormían, consiguió desgastar un eslabón de su cadena debilitándolo hasta partirlo. Entonces, un día de tormenta, rompió violentamente sus ataduras. Esgrimiendo la rota y pesada cadena de más de un metro de longitud, mató a su guardián y a un soldado que de un salto se había interpuesto en su camino, y desapareció bajo el aguacero. La lluvia que le impedía ver también sirvió para despistar a la jauría que llevaba el grupo de hombres que salió en su búsqueda.

Aunque libre por el momento, el joven se dio cuenta de que había un reino hostil en su camino hacia su Cimmeria natal. Entonces huyó hacia las tierras salvajes y montañosas del sur donde confluían la frontera meridional de Hiperbórea, las fértiles llanuras de Brithunia y las estepas turanias. En algún lugar del sur, según había oído, se hallaba el fabuloso reino de Zamora, con sus mujeres de negros cabellos y sus torres llenas de embrujo y misterio. Allí se alzaban famosas ciudades: Shadizar, la capital, llamada la Ciudad del Mal; Arenjun, la ciudad de los ladrones, y Yezud, la ciudad del dios araña.

Unos años antes, había saboreado por primera vez las delicias y los lujos de la civilización cuando, formando parte de la sanguinaria horda de cimmerios que atacaron en tropel las murallas de Venarium, participó en el saqueo de aquella avanzada aquilonia. El sabor del triunfo estimuló su ambición. No tenía metas definidas ni un plan de acción preciso, sino vagos sueños de aventuras en las ricas tierras del sur. Visiones de brillantes piezas de oro y relucientes joyas, de manjares y bebidas sin límite, y cálidos abrazos de hermosas mujeres de noble cuna que le serían dados como premio a su valentía revoloteaban por su ingenua mente juvenil. En el sur -pensó- su corpulencia y su fuerza podrían proporcionarle fácilmente fama y fortuna en medio de los débiles habitantes de la ciudad. Así pues, se dirigió hacia el sur en busca de su destino, sin más bienes que una túnica raída y harapienta y poco más de un metro de cadena.

Entonces los lobos olfatearon su rastro. En circunstancias normales, un hombre de acción tiene poco que temer de estos animales. Pero terminaba el invierno y los lobos, hambrientos después de una época de escasez, estaban dispuestos a todo para conseguir su presa.

La primera vez que alcanzaron a Conan, el muchacho había agitado la cadena con tal violencia que hizo aullar de dolor a uno de esos grises animales, que quedó retorciéndose en la nieve con el espinazo roto, y dejó a otro muerto con el cráneo destrozado. La sangre coagulada manchaba la nieve derretida. La hambrienta manada se alejó de aquel joven de cruel y violenta mirada y de la terrible cadena giratoria y se dieron un festín con los animales muertos de su propia manada, lo que Conan aprovechó para huir hacia el sur. Pero he aquí que poco tiempo después le seguían el rastro de nuevo.

El día anterior, al atardecer, la manada lo alcanzó en un río helado en los confines de Brithunia. Conan entabló una lucha con los animales sobre el hielo resbaladizo, esgrimiendo la ensangrentada cadena a modo de mazo, hasta que el lobo más intrépido cogió los eslabones de hierro entre sus terribles mandíbulas y arrancó la cadena que sus manos sujetaban con dificultad. En ese momento, la violencia de la lucha y el peso de la manada que se abalanzaba sobre el muchacho hicieron que se rompiera el frágil hielo sobre el que se apoyaban. Conan empezó a jadear y a respirar con dificultad pensando que se ahogaría en la helada corriente. Algunos lobos habían caído con él, y tuvo la vaga impresión de que uno de los animales, medio sumergido en el agua, arañaba frenéticamente con sus garras delanteras el borde del hielo, pero no sabía cuántos habían logrado escapar ni cuántos habían sido arrastrados por la helada corriente.

Con los dientes castañeteando, Conan logró salir del agua por el extremo más alejado del agujero, lejos de la manada, mientras los lobos aullaban detrás de él. Estuvo corriendo toda la noche y todo el día siguiente, huyendo hacia el sur a través de las boscosas montañas, semidesnudo y aterido de frío. Pero durante el día los animales volvieron a alcanzarlo.

El aire helado de la montaña quemaba sus agitados pulmones y su respiración semejaba la ráfaga de un aparato infernal. Estaba casi entumecido y sus piernas, que parecían de madera, se movían automáticamente como si fueran pistones. A cada paso sus sandalias se hundían en la tierra empapada y al levantarlas producían gorgoteos.
Conan sabía que desprovisto de armas tenía escasas posibilidades de sobrevivir contra una docena de peludos devoradores de hombres. A pesar de todo seguía corriendo sin pausa. Su severa tradición cimmeria le impedía rendirse, aun cuando se enfrentara a una muerte segura.

Comenzaba a nevar otra vez, caían grandes y húmedos copos que llegaban al suelo con un sonido atenuado pero audible y cubrían la oscura tierra húmeda y los enormes abetos negros con una miríada de manchas blancas. Aquí y allá se veían grandes peñascos que asomaban por el alfombrado suelo; el terreno se hacía cada vez más rocoso y montañoso. Allí -pensó Conan- podía estar su única posibilidad de sobrevivir. Podría apoyar su espalda contra una roca y combatir a los lobos de frente cuando se abalanzaran sobre él. Era una esperanza remota, pues conocía muy bien la rapidez, como una trampa de acero, de aquellos delgados animales ligeros y enjutos de apenas cincuenta kilos de peso; pero esto era mejor que nada.

El bosque se hacía menos denso a medida que aumentaba la pendiente. Conan corrió con paso ligero hacia una enorme masa de rocas que sobresalían de la ladera de la montaña como si se tratara de la entrada de un castillo enterrado. En el ínterin, los lobos salieron del espeso bosque y corrieron tras él aullando como los demonios rojos del infierno cuando persiguen a un alma condenada.

  1. La puerta en la roca

A través del blanco velo de nieve que caía en remolinos, el muchacho vio una grieta oscura entre dos enormes bloques de roca y se lanzó de un salto hacia allí. Los lobos le seguían de cerca -le pareció sentir su cálido y hediondo aliento en sus desnudas piernas- cuando saltó hacia la negra hendidura que se abría delante de él, en el preciso instante en que se abalanzaba sobre él el animal que tenía más cerca. Las mandíbulas babeantes mordieron el aire. Conan estaba a salvo.

Pero ¿por cuánto tiempo?

Conan se agachó y anduvo a tientas en la oscuridad, palpando el duro suelo rocoso en busca de algún objeto para ahuyentar a los animales que aullaban. Podía oír sus pasos quedos en la nieve mientras sus garras arañaban la piedra. Al igual que él, los animales respiraban agitadamente. Olfateaban y gruñían, sedientos de sangre. Pero ninguno atravesó la entrada, el oscuro y tenebroso resquicio. Y eso parecía extraño.

Conan se encontró en una estrecha cueva labrada en la roca, completamente a oscuras a no ser por la tenue luz que entraba por la abertura. El suelo desparejo de la pequeña habitación estaba cubierto de residuos arrastrados hasta allí por el viento o traídos por los pájaros u otros animales; había hojas secas, agujas de abeto, pequeñas ramas de árboles, algunos huesos desparramados, guijarros y pequeños fragmentos de roca. No vio nada que pudiera emplear como arma. Conan, que ya medía casi un metro noventa, se irguió y comenzó a explorar la pared con las manos extendidas, hasta que encontró otra abertura. Mientras entraba a tientas por esta puerta penetrando en la más absoluta oscuridad, sus sensibles dedos le indicaron que en la piedra había unas marcas talladas en forma de jeroglíficos de alguna lengua desconocida. O al menos desconocida para el ignorante muchacho de las tierras bárbaras del norte, que no sabía leer ni escribir y se burlaba de tales muestras de civilización, considerando que eran algo afeminado.

Tuvo que encorvarse mucho para pasar por la puerta interior, pero una vez dentro pudo erguirse nuevamente. Se detuvo un momento, escuchando. Aunque reinaba un absoluto silencio, algún sexto sentido parecía advertirle que no estaba solo en la habitación interior. No era algo que pudiera ver, oír u oler, sino que se trataba de una sensación de presencia, diferente de cualquier sensación conocida.

Su sensible oído, habituado a los ruidos del bosque, le indicó, por el eco, que este recinto era mucho más amplio que el otro. El lugar tenía un olor a polvo antiguo y a excremento de murciélago. Conan tropezó con algunos objetos esparcidos por el suelo. Aunque no podía verlos, se dio cuenta de que no eran residuos como los que cubrían el suelo de la antecámara. Daban más bien la impresión de haber sido hechos por el hombre.

Al dar una zancada a lo largo de la pared, tropezó con un objeto en la oscuridad, que se cayó y se hizo pedazos con gran estrépito bajo el peso del muchacho. Una astilla de madera rota le arañó la espinilla, añadiendo un nuevo rasguño al cuerpo cubierto de marcas de las ramas de abeto y de las garras de los lobos. Conan lanzó una maldición, se incorporó y tanteó en la oscuridad el objeto que había destrozado. Se trataba de una silla, cuya madera estaba tan podrida que se hizo trizas bajo el peso de su cuerpo.

Continuó explorando con más cautela. Sus inseguras manos hallaron otro objeto, de mayor tamaño, que en seguida reconoció como el bastidor de un carro. Las ruedas se habían caído porque su madera estaba podrida y la caja estaba tirada en el suelo entre fragmentos de ruedas.

Las manos de Conan tocaron ahora un objeto frío y metálico. Su sentido del tacto le indicó que probablemente se tratara de algún herraje oxidado del carro. Esto le sugirió una idea. Se dio media vuelta y regresó a la puerta que comunicaba con ambos recintos y que apenas podía ver en la absoluta oscuridad. Recogió un puñado de yesca y varios trozos de piedra del suelo de la antecámara. Volvió a la habitación interior, hizo un montoncito con la yesca y golpeó las piedras contra el hierro. Después de varios intentos, encontró una piedra que emitía ráfagas de chispas al ser golpeada contra el hierro.

Poco después Conan había conseguido hacer un pequeño y humeante fuego que chisporroteaba alimentado con los fragmentos de la silla rota y de las ruedas del carro. Entonces pudo relajarse y descansar al fin de su terrible carrera a través de los bosques, y calentar sus entumecidos miembros. Las vivas llamas alejarían a los lobos, que aún merodeaban frente a la entrada, reacios a perseguirlo hasta el interior de la cueva, pero no dispuestos a abandonar definitivamente su presa.

El fuego arrojaba una cálida luz amarillenta que danzaba sobre las paredes de piedra rústicamente tallada. Conan miró a su alrededor. La habitación era cuadrada y más grande de lo que había creído al principio. El elevado techo se perdía entre las espesas sombras cubierto de telarañas. Había más sillas apoyadas contra las paredes y un par de cofres abiertos llenos de ropas y armas. La enorme cueva olía a muerte, a cosas antiguas por mucho tiempo insepultas.

Entonces a Conan se le pusieron los pelos de punta, sintió un ligero temblor y un escalofrío sobrenatural. Porque allí, sentado en una especie de trono de piedra en el extremo más alejado de la habitación, había un enorme hombre desnudo, de rostro cadavérico, que tenía una espada desenvainada sobre las rodillas y lo miraba a través de las vacilantes llamas.

En cuanto divisó al gigante desnudo, Conan se dio cuenta de que estaba muerto desde tiempos inmemoriales. Las extremidades del cadáver eran marrones y parecían ramas secas. La carne reseca y encogida de su enorme tórax se había hecho jirones y dejaba ver las costillas desnudas.

El hecho de saber que estaba muerto no alivió el súbito escalofrío de terror del joven. Temerario en la guerra a pesar de su juventud, capaz de enfrentarse a cualquier hombre o bestia salvaje, Conan no sentía miedo ante el dolor, la muerte ni ante ningún enemigo mortal. Pero era un bárbaro de las montañas del norte, de las primitivas tierras de Cimmeria. Al igual que todos los bárbaros, sentía pavor frente a los horrores sobrenaturales de las tumbas y de las tinieblas, ante los demonios y los monstruos rastreros de la Antigua Noche y del Caos, con los que la gente primitiva puebla las tinieblas que están más allá del círculo de sus hogueras. Conan hubiera preferido enfrentarse hasta con los hambrientos lobos antes que quedarse allí con el cadáver que lo miraba con ojos centelleantes desde su trono de piedra, mientras la temblorosa luz parecía dar vida a la reseca calavera y movía las sombras de los profundos agujeros que semejaban ojos oscuros y ardientes.

  1. La cosa del trono

Aunque la sangre se le había helado en las venas y se le habían puesto los pelos de punta, el muchacho se dominó a sí mismo con todas sus fuerzas. Se dijo que sus temores eran infundados y avanzó con paso firme a través de la cripta para examinar de cerca aquella cosa muerta desde hacía tanto tiempo.

El trono era una roca cuadrada, negra y lisa, rústicamente tallada en forma de asiento sobre una especie de tarima de unos treinta centímetros de altura. El hombre desnudo había muerto sentado en el trono o bien lo habían colocado en esa posición después de muerto. La ropa que tuviera puesta entonces se había hecho jirones hacía mucho tiempo. Las hebillas de bronce y los trozos de cuero de su arnés aún yacían a sus pies. Un collar de irregulares pepitas de oro colgaba de su cuello; piedras preciosas sin tallar brillaban en los anillos de oro que lucían sus manos, que parecían garras y todavía se aferraban a los brazos del trono. Un casco de bronce, ahora cubierto con una capa de moho verde y ceroso, coronaba la parte superior de aquella cosa espantosa, reseca y marrón que había sido su rostro.

Con nervios de acero, Conan se obligó a sí mismo a mirar aquella cara carcomida por el tiempo. Los ojos se habían hundido, dejando dos agujeros negros. La piel casi había desaparecido de sus labios resecos, por donde asomaban unos dientes amarillentos esbozando una sonrisa macabra.
¿Quién había sido? ¿Qué era esta cosa muerta? ¿Un guerrero de la antigüedad, algún jefe temido en vida y aún entronizado después de muerto? Imposible saberlo. Unas cien razas habían poblado y dominado aquellas montañas fronterizas desde que Atlantis se hundió bajo las aguas de color esmeralda del océano Occidental, hacía ocho mil años. Por su casco de cuernos se podía deducir que el cadáver tal vez hubiera sido un jefe de los primeros vanires o aesires, o del primitivo rey de alguna olvidada tribu hibórea perdida en las sombras de los años y enterrada bajo el polvo del tiempo.

Entonces Conan bajó la mirada y vio la enorme espada colocada encima de las huesudas piernas del cadáver. Era un arma aterradora, un sable con una hoja de más de un metro de largo, hecha de hierro azulado y no de cobre ni de bronce, como era de esperar por su antigüedad. Quizá fuera una de las primeras armas de hierro que empuñó el hombre; las leyendas del pueblo de Conan hablaban de la época en la que los hombres combatían con rudimentarias armas de bronce, cuando aún no se conocía el hierro. Seguramente esta espada había visto muchas batallas en el remoto pasado, ya que su ancha hoja, aunque aún afilada, tenía muescas en varios lugares en los que, con fragor metálico, se había enfrentado a otras espadas y hachas en medio de la confusión de la lucha. Manchada por el tiempo y llena de herrumbre, todavía era un arma temible.

El joven sintió que su pulso se aceleraba. La sangre de Conan, que había nacido para ser guerrero, hirvió en sus venas. ¡Crom, qué espada! Con un arma como aquella podría enfrentarse ventajosamente a los hambrientos lobos que estaban al acecho dando vueltas y gruñendo en el exterior. Cuando tendió la mano ansiosamente para coger la empuñadura, no alcanzó a ver el destello de advertencia que brilló en las sombrías y hundidas cuencas vacías de la calavera del antiguo guerrero.

Conan levantó la espada. Era pesada como el plomo; se trataba de una espada muy antigua. Tal vez algún fabuloso y heroico rey del pasado la había empuñado, algún legendario semidiós como Kull de Atlantis, rey de Valusia antes del hundimiento de Atlantis bajo la agitada superficie de los mares…

El muchacho blandió la espada, sintiendo que su espíritu se henchía de poder y su corazón latía más deprisa por el orgullo de poseer aquella arma extraordinaria. ¡Dioses, qué espada! ¡Con semejante arma no había destino al que no pudiera aspirar un guerrero! ¡Con una espada como aquélla, hasta un joven bárbaro semidesnudo de las rudas tierras de Cimmeria podría abrirse camino por todo el mundo y vadear los ríos de sangre hasta ponerse a la altura de los más importantes reyes de la tierra!

De espaldas al trono de piedra, Conan movía de un lado al otro la hoja acerada y cortaba el aire con la espada, experimentando la sensación que producía la antigua empuñadura contra la palma de su mano. La afilada espada silbaba en el aire denso de humareda y la hoja del sable reflejaba los haces de luz de las llamas sobre las toscas paredes de piedra de la cueva como pequeños meteoros dorados. Con aquella poderosa espada en la mano, no sólo podría enfrentarse a los hambrientos lobos que aullaban fuera, sino también a una nutrida tropa de guerreros. El muchacho respiró hondo ensanchando su pecho, y lanzó el salvaje grito de guerra de su tribu. Los ecos del grito resonaron estruendosamente en las paredes de la cueva, agitando las antiguas sombras y sacudiendo el polvo del tiempo. Conan no se detuvo a pensar que semejante desafío, en ese lugar, podría levantar algo más que sombras o polvo: cosas que debían permanecer eternamente dormidas.

De repente se detuvo con un pie delante, al oír un ruido, un crujido seco e indescriptible, que procedía del trono situado al lado de la cripta. Volviéndose bruscamente vio… y sintió que se le ponían los pelos de punta y que la sangre se le helaba en las venas. Todos sus terrores supersticiosos y sus primitivos miedos nocturnos se le aparecieron de golpe, y lanzó un alarido que llenó su mente de sombras de locura y horror. Porque la cosa del trono estaba viva.

  1. Cuando los muertos caminan

Lentamente, con movimientos espasmódicos, el cadáver se levantó de su enorme asiento de piedra y miró a Conan con sus oscuras cuencas vacías, de donde ahora parecían escrutarlo unos ojos vivos con una mirada fría y maligna. De alguna manera, sin que Conan pudiera adivinar a qué mecanismo de necromancia primitiva obedecía, la reseca momia del guerrero muerto hacía tanto tiempo seguía con vida. Las mandíbulas que sonreían con una mueca grotesca se abrían y cerraban en una espantosa pantomima dé lenguaje. Pero el único sonido audible era el crujido que Conan había escuchado, como si los marchitos y arrugados despojos de músculos y tendones rozaran unos contra otros. Para Conan, aquel silencioso remedo de lenguaje era más terrible aún que el hecho de que el muerto se moviera y viviese.

La momia descendió crujiendo del estrado de su antiguo trono y movió su calavera en dirección a Conan. Cuando fijó sus ojos huecos en la espada que el muchacho aún empuñaba, un espeluznante fuego embrujado ardió en sus cuencas vacías. Avanzando torpemente a través de la habitación, la momia se acercó a Conan como una masa de un horror indescriptible sacada de la pesadilla de un cerebro demencial, y extendió sus huesudas garras para coger la espada de las fuertes manos del joven.

Paralizado por un terror supersticioso, Conan retrocedió lentamente. Las llamas dibujaban la monstruosa sombra negra de la momia en la pared que había detrás, formando ondas sobre la dura piedra. En la tumba reinaba el silencio, salvo el crepitar de las llamas a medida que destruía los antiguos muebles con los que Conan había alimentado el fuego, el crujir y el chirriar de los rígidos músculos coriáceos del cadáver que lo impulsaban con pasos vacilantes a través de la cripta, y la respiración acelerada y jadeante del joven, que estaba sofocado de terror.

La cosa muerta tenía a Conan de espaldas contra la pared. Una garra marrón se alzó bruscamente. La reacción del muchacho fue automática, e instintivamente lanzó un golpe. Se oyó el silbido de la hoja de la espada al abatirse sobre el brazo extendido, que crujió como una rama quebrada. Aferrada todavía al vacío, la mano cortada cayó dando un golpe seco en el suelo; del muñón del antebrazo no brotó ni una sola gota de sangre. La terrible herida, que habría detenido a cualquier guerrero vivo, ni siquiera hizo titubear al cadáver animado. Simplemente retiró el muñón del brazo cercenado y extendió el otro.

Con un impulso salvaje, Conan saltó de la pared empuñando agresivamente la espada. Uno de los impactos golpeó a la momia en un costado. Las costillas saltaron como astillas por el golpe, el cadáver se tambaleó y cayó al suelo estrepitosamente. Conan se detuvo jadeando en el centro de la cueva, aferrando la gastada empuñadura con mano sudorosa. Con los ojos muy abiertos vio cómo la momia se volvía a poner de pie lentamente y con gesto mecánico extendió la garra que le quedaba.

  1. El duelo con el muerto

Ambos se movieron lentamente en círculo. Conan esgrimía la espada con fuerza, pero se iba retirando paso a paso ante el implacable avance de la cosa muerta.

El joven lanzó un fuerte golpe contra el otro brazo, pero falló porque la momia lo retiró rápidamente; el impulso hizo dar a Conan media vuelta y, antes de que pudiera volver en sí, la cosa estaba casi encima de él. Le lanzó un manotazo con su garra, cogió un pliegue de su túnica y le arrancó de un tirón la gastada tela, dejando a Conan desnudo, con excepción de las sandalias y el taparrabo.

Conan dio un paso atrás y blandió la espada sobre la cabeza del monstruo. La momia esquivó el golpe y el joven tuvo que saltar para ponerse fuera de su alcance. Finalmente consiguió asestarle un tremendo golpe en un costado de la cabeza y logró partir uno de los cuernos del casco. De un segundo golpe lanzó, ruidosamente, el casco a un rincón. El siguiente le dio en el oscuro y reseco cráneo. La espada quedó presa por un instante, un instante que estuvo a punto de perder al muchacho, y su piel recibió el arañazo de unas uñas negras que el tiempo había oscurecido, mientras Conan tiraba desesperadamente de su arma para liberarla.

La espada golpeó una vez más a la momia en las costillas, se alojó por un segundo casi fatal en la columna vertebral y volvió a quitarla de un tirón. Parecía que nada podría detenerla. Puesto que estaba muerta, nada podía herirla. Se levantaba tambaleante y se arrastraba una y otra vez hacia Conan, infatigable y decidida, aun cuando en su cuerpo había heridas que habrían dejado a muchos poderosos guerreros tendidos en el suelo revolcándose de dolor.

¿Cómo se puede matar a una cosa que ya está muerta? Conan se repetía obsesivamente esta pregunta. Le daba vueltas en su cabeza pensando que se volvería loco por la obsesión. Respiraba con dificultad; su corazón latía como si fuera a estallar. Por más que la hiriera, nada podría detener a la cosa muerta que se arrastraba tras él.

Entonces Conan atacó con mayor astucia. Pensando que si la momia no podía caminar sería incapaz de perseguirlo, le asestó un violento estoque con la espada en la rodilla. Crujió un hueso y la momia cayó al suelo, mordiendo el polvo de la caverna. Pero aún alentaba una vida
sobrenatural dentro del pecho reseco de la momia. Se levantaba tambaleante una vez más dando bandazos tras el muchacho y arrastrando su pierna destrozada.

Conan golpeó una vez más y le arrancó a la cosa muerta la parte inferior de la cara; la mandíbula cayó produciendo un sonido tétrico. Pero el cadáver no se detenía. Con la cara destrozada, en la que sólo quedaban unos pocos huesos blancos y rotos, y un extraño brillo en las cuencas vacías de los ojos, seguía persiguiendo a su enemigo de manera infatigable y mecánica. Conan pensó que hubiera sido preferible haberse quedado fuera luchando contra los lobos en lugar de haber buscado refugio en esa maldita cripta, donde las cosas que debían estar muertas desde hace mil años seguían caminando y matando.

En ese momento algo aferró el tobillo del muchacho, que perdió el equilibrio y cayó de bruces sobre la tosca superficie rocosa del suelo, dando violentos puntapiés para liberar su pierna de la garra que le atenazaba. Miró hacia abajo y sintió que la sangre se le congelaba cuando vio que la mano cortada del cadáver aferraba su pie. Sus huesudas garras se le clavaron en la carne.

Una sombría pesadilla de horror y locura se cernió sobre el muchacho caído. El destrozado y deformado rostro del cadáver le clavó la mirada y lanzó un zarpazo hacia su garganta.

Conan reaccionó instintivamente. Apoyó con todas sus fuerzas los pies en el hundido vientre de la cosa muerta y empujó violentamente. Ésta saltó por los aires y cayó por detrás con un ruido estrepitoso directamente en el fuego.

Entonces Conan cogió la mano cortada que todavía le aferraba el tobillo y tiró de ella hasta que lo soltó, después se puso de pie y la arrojó al fuego en el que estaban los restos de la momia. Se detuvo para coger su espada y se volvió para mirar las llamas. La batalla había terminado.

Reseca por el paso de los siglos, la momia ardía con la furia de las hojas secas. La vida sobrenatural- que la animaba aún coleteó cuando intentó erguirse con dificultad, mientras las llamas recorrían sus resecas formas saltando de un miembro a otro y convirtiéndola en una antorcha viviente. Estuvo a punto de escapar del fuego, cuando su pierna mutilada cedió y se desplomó convertida en una masa ardiente. Un brazo envuelto en llamas cayó bruscamente como una rama que se arranca de un árbol. La calavera rodó entre las brasas. La momia se consumió completamente en pocos minutos, quedando sólo unos pocos huesos calcinados y ennegrecidos.

  1. La espada de Conan

Conan lanzó un profundo suspiro y respiró hondamente. La tensión lo iba abandonando y comenzó a sentir un cansancio terrible en todo el cuerpo. Se secó el frío sudor de espanto del rostro y echó atrás, con los dedos, la maraña de sus negros cabellos. La momia del guerrero muerta estaba, por fin, realmente muerta, y la espada era suya. La alzó una vez más maravillado por su peso y por la sensación de poder que le transmitía.

Por un instante pensó en pasar la noche en la cueva. Estaba agotado. Fuera, los lobos y el frío seguían al acecho, y ni siquiera su sentido de orientación de hombre del bosque podría guiarlo en esa noche sin estrellas en una tierra desconocida.

Pero en ese momento sintió náuseas. La cueva estaba llena de humo y apestaba, no sólo por el polvo de los siglos, sino por el olor de la carne humana muerta hace tanto tiempo y ahora calcinada. El olfato aguzado de Conan nunca había percibido un olor semejante y le resultaba absolutamente repugnante. El trono vacío parecía mirarlo. Aquella sensación de presencia que se había apoderado de él cuando entró en la habitación interior por primera vez todavía perduraba en su mente. Se le pusieron los pelos de punta y su piel se erizó cuando pensó en la posibilidad de dormir en aquella tétrica cueva.

Además, con su nueva espada, Conan se sentía plenamente confiado. Respiró hondo ensanchando el pecho y empuñó la espada haciendo círculos en el aire.

Poco después, envuelto en un viejo manto de piel que encontró en uno de los cofres y sosteniendo una antorcha en una mano y la espada en la otra, salió de la cueva. Los lobos no habían dejado ni rastro. Miró hacia arriba y vio que el cielo se despejaba. Conan observó las estrellas que brillaban trémulas entre manchas de nubes y, una vez más, encaminó sus pasos hacia el sur.

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