Rogelio Abac – Cultura Quetzal https://culturaquetzal.com Cultura Quetzal Sat, 29 Jun 2024 04:30:09 +0000 es hourly 1 https://wordpress.org/?v=6.7.1 https://i0.wp.com/culturaquetzal.com/wp-content/uploads/2023/12/cropped-logoCQ_2.png?fit=32%2C32&ssl=1 Rogelio Abac – Cultura Quetzal https://culturaquetzal.com 32 32 214518998 Siempre a tú lado https://culturaquetzal.com/2023/11/09/siempre-a-tu-lado/ https://culturaquetzal.com/2023/11/09/siempre-a-tu-lado/#respond Fri, 10 Nov 2023 05:25:15 +0000 https://culturaquetzal.com/?p=946
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Dentro del vacío https://culturaquetzal.com/2023/06/10/dentro-del-vacio/ https://culturaquetzal.com/2023/06/10/dentro-del-vacio/#respond Sat, 10 Jun 2023 06:02:32 +0000 https://culturaquetzal.com/?p=828 Por Rogelio Abac

Los motores de antimateria que impulsan la nave en su silencioso viaje de seis meses entre Marte y la Tierra, casi no requerían mantenimiento. Las computadoras internas realizaban los complejos cálculos para mantener la ruta. Mientras, el único tripulante del carguero pasaba el interminable contar del tiempo con todo tipo de entretenimientos, películas, series, libros, sala de ejercicio y la rutina de verificar el óptimo funcionamiento de los equipos. Todo era automático. Sin embargo, por ley se debía tener al menos un tripulante humano, según decían, por cuestiones de seguridad. Aunque ya no se tenía ni recuerdo del último accidente.

Este viaje en particular iba tan bien que llevaba casi tres días adelantado.

En aquel carruaje que viaja por la inmensidad del cosmos, el tiempo parecía alargarse. Los minutos eran eternos. Por las ventanas, solo la estática imagen de infinidad de estrellas.

De vez en cuando, el ocasional bip del sistema de posicionamiento rompía el silencio. Pocas personas tienen la fuerza de voluntad, el valor o la necesidad de hacer el largo y solitario viaje. Él no era ninguna excepción. Su mujer terminó por dejarlo. Al regresar a casa, vio el rostro de ella lleno de lágrimas. Tristeza y furia. No había estado allí, nunca lo estaba. Esa mirada de reproche no la olvidaría jamás.

Ahora los años pasan entre los interminables y oscuros callejones del carguero, como las almas que deambulan en los viejos castillos y en las casas embrujadas de los cuentos que solía leer de niño y que, en su triste ilusión, había llegado a creer que se los leería a su hija.

Ya nada de eso importaba.

Fue a medio viaje, no sabía en que día exactamente, cuando escuchando una de sus canciones favoritas, le sobresaltó la alarma del sistema de detección de objetos extraños (SDOE), que estaba programado para detectar cualquier anomalía no prevista en el viaje. Regularmente eran otras naves en ruta, ya que prácticamente todo estaba contemplado por la inteligencia artificial. Más el error humano jamás ha sido controlado. Lo que le hace gracia al recordar las normas de seguridad y la obligación de que exista al menos un tripulante. Alguien a quien culpar.

La alerta zumbó junto con una luz roja, en el panel izquierdo de su puesto de mando. Al presionar en la pantalla principal, la señal SDOE desplegó un mapa tridimensional del área aledaña a la nave. En este se localizaban las posiciones de los asteroides más cercanos y el objeto que se encontraba a unas quinientas millas de distancia, fuera de su ruta.

Lo aburrido y monótono del viaje, lo convencieron de investigar, solo se apartaría un par de horas, se dijo. Tenía tiempo de sobra para una breve exploración. Por lo que apagó los motores principales, y se quedó con los secundarios que servían para realizar maniobras específicas en los puertos.

Poco a poco se dirigió al objeto. Efectivamente, era una nave abandonada, un enorme cilindro de metal, un poco menor que la suya. Flotaba sin dirección fija, tarde o temprano se estrellaría contra un asteroide o quedará atrapada en alguna órbita, pensó. Aunque no era muy común, o al menos a él nunca le había pasado, sí se daban casos de encontrar este tipo de naves fantasma a la deriva.

Al irse acercando, la computadora reconoció el nombre y serie. Tras unos instantes en la pantalla principal fue apareciendo:

GTDK-00233423 – THÁNATOS. Nave de exploración. Modelo DEIMOS…

Último registro: y.2293 ruta TIERRA-MARTE 33SR. Retorno.

Cargamento: -desconocido-

Tripulación:

Capitán: Malcom, Joxs.

Oficial: Tian, Claris.

La nave tenía doce tripulantes para su mantenimiento, era muy antigua. Sonrió pensando que ahora solo una pequeña computadora se encarga de todas las labores de esos tripulantes.

Tal vez, llevaba una carga muy valiosa. Aunque lo dudaba, de haber sido el caso no hubieran dejado que se perdiese. Probablemente, era un recolector de muestras para determinar qué minerales se podían explotar de algún asteroide.

Ya cerca, se activó el proceso automático de acoplamiento. Al ser un viejo modelo no pudo crearse un puente directo, únicamente se fijaron de tal manera que ambas naves no se apartaran. Este pequeño inconveniente lo obligó a salir con su traje espacial y entrar a través de la escotilla de abordaje. Dado que no se marcaban señales de vida. Pensó que si no podía abrir con la manivela externa, rompería la puerta con un láser. Pero no fue necesario, resultó muy sencillo abrirla, no tenía ningún desperfecto. Sin embargo, dentro de la nave no había oxígeno. Le pareció un sitio lúgubre. Solo los focos que llevaba en el casco eran la única fuente de luz.

Al entrar, recorrió el pasillo que comunicaba el área de abordaje a un amplio espacio, con sillones blancos en semicírculo frente a una pantalla. Una sala de espera –pensó–. Aquella nave era muy distinta a la suya, esta albergaba a más personas.

Le sobresaltó al encontrar el primer cadáver. Era la momia de una mujer, suspendida en medio de la sala, sobre los sillones. Hace mucho que el sistema de gravedad artificial había dejado de funcionar. El espectro deambulaba en silencio. Al no existir corrientes de aire le daba la sensación de estar plácidamente dormida, a pesar de las décadas que debía estar allí.

Se dirigió a otra puerta, que se abrió sin dificultad. En el monitor de su casco, se mostraba un modelo tridimensional del interior de la nave que iba revisando constantemente para no perderse, en los intricados pasillos interiores y las enormes bodegas vacías. La soledad a su alrededor lo ponía nervioso.

Otro cuerpo más en una habitación sobre una mesa. Qué podría haber pasado. No lo sabía, pero era posible que un accidente los dejara incomunicados y a la deriva hasta que se quedaron sin oxígeno. Ahora es casi imposible que algo así ocurra, miles de sistemas y dispositivos van ubicando a los cargueros en toda la ruta. Pero en los viejos tiempos no era tan sencillo, por lo que ya no pudieron ir, ni a Marte ni a la Tierra. Y fueron muriendo uno por uno.

Fue contando cadáveres hasta llegar a los once, unos con sus trajes, tratando de sobrevivir hasta el último momento, otros simplemente acostados en sus camarotes, resignados al inevitable final.

Una angustia le invadió el corazón mientras se acercaba, pensó en las familias que quedaron esperando.

Un cementerio ambulante, ese era el destino de los que hacían el interminable viaje entre la Tierra y Marte, pensó con desagrado que también será el suyo. Solo su respirar le recordaba que no era uno de esos cuerpos, o quizá sí lo era y nadie se lo había dicho.

Faltaba un tripulante, estaría en la sala de control. Así que la buscó dentro de aquel laberinto.

Tuvo un poco de dificultad para abrir la última puerta. Allí estaba. Sentado en su puesto de mando.

Al ver al capitán un fuerte dolor en el pecho hizo que retrocediera. No lo soportó más, un nudo en la garganta ahogó sus gritos. Cayó contemplando la imagen que se presentaba ante él. Las lágrimas contenidas por años brotaron. Trataba de ordenar sus pensamientos, más no podía. Lo que vio, le trajo el recuerdo de su esposa y del día que regresó después de casi dos años de ausencia. De sus gritos, de sus reproches. A su ida, una mujer embarazada, la felicidad y la esperanza de vida y a su vuelta, un corazón destrozado y una pequeña tumba.

Joxs abrazaba una muñeca.

Entonces se vio a sí mismo en ese sillón, se dio cuenta de que los años lo habían convertido en uno de esos cadáveres que respiran y vagan sin rumbo. Por mucho tiempo estuvo contemplando su propio futuro. Hasta que el bip de alarma del traje le indicaba que solo tenía el tiempo suficiente para volver a la nave.

Diez minutos después, se desconectaban los potentes magnetos que mantenían estable el imperfecto acoplamiento.

En la cabina de mando, volteó a ver por última vez al THÁNATOS perderse en la oscuridad.

Con un zumbido se encendió el motor que lo llevaría de nuevo rumbo a la Tierra. Que para él, solo era otro lugar a la deriva.

Su mente oscilaba entre la vida y la muerte. Una vida vacía como el mismo mar de estrellas o una muerte sin propósito, en la más absoluta soledad.

Mientras el lento viaje prosigue, no puede apartar de su mente la imagen de aquellos ojos de plástico. La mirada de aquel juguete, que al igual que él, tampoco encontró su camino a casa.

Fin.

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Semana Santa en Guatemala https://culturaquetzal.com/2023/04/02/semana-santa-en-guatemala/ https://culturaquetzal.com/2023/04/02/semana-santa-en-guatemala/#respond Sun, 02 Apr 2023 21:46:23 +0000 https://culturaquetzal.com/?p=746 .rbs_gallery_6751d6929fd84Spinner{ margin: 50px auto; width: 50px; height: 40px; text-align: center; font-size: 10px; } .rbs_gallery_6751d6929fd84Spinner > div{ background-color: #333; height: 100%; width: 6px; display: inline-block; -webkit-animation: rbs_gallery_6751d6929fd84-stretchdelay 1.2s infinite ease-in-out; animation: rbs_gallery_6751d6929fd84-stretchdelay 1.2s infinite ease-in-out; } .rbs_gallery_6751d6929fd84Spinner .rbs_gallery_6751d6929fd84Rect2 { -webkit-animation-delay: -1.1s; animation-delay: -1.1s; } .rbs_gallery_6751d6929fd84Spinner .rbs_gallery_6751d6929fd84Rect3 { -webkit-animation-delay: -1.0s; animation-delay: -1.0s; } .rbs_gallery_6751d6929fd84Spinner .rbs_gallery_6751d6929fd84Rect4 { -webkit-animation-delay: -0.9s; animation-delay: -0.9s; } .rbs_gallery_6751d6929fd84Spinner .rbs_gallery_6751d6929fd84Rect5 { -webkit-animation-delay: -0.8s; animation-delay: -0.8s; } @-webkit-keyframes rbs_gallery_6751d6929fd84-stretchdelay { 0%, 40%, 100% { -webkit-transform: scaleY(0.4) } 20% { -webkit-transform: scaleY(1.0) } } @keyframes rbs_gallery_6751d6929fd84-stretchdelay { 0%, 40%, 100% { transform: scaleY(0.4); -webkit-transform: scaleY(0.4); } 20% { transform: scaleY(1.0); -webkit-transform: scaleY(1.0); } }
Semana Santa en Guatemala
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El último https://culturaquetzal.com/2023/02/26/el-ultimo/ https://culturaquetzal.com/2023/02/26/el-ultimo/#respond Sun, 26 Feb 2023 07:39:52 +0000 https://culturaquetzal.com/?p=673 –¡Abuelito! –gritó la niña que corría a sus brazos. Él se hallaba distraído viendo cómo se movían las figuritas de sombras que el sol de la tarde proyectaba en el suelo al pasar entre las ramas. Era algo que lo divertía. Durante toda su vida había caminado entre los árboles de ese parque.

–¡No lo vayás a lastimar! –le gritó la madre desde atrás.

Él apartó la vista del camino y sonrió al ver a la niña.

–Hola pequeñita –le dijo– hoy te tengo algo –y sacó del morral que llevaba, una cajita hecha de tablas de madera, como las empleadas para transportar fruta y dentro de esta, una canasta llena de huevitos de chocolate envueltos en papel aluminio–. Pero no te los vayas a comer todos –concluyó sonriendo.

–¡Papá! –objetó la madre– no le des dulces. Después ya no va a comer.

Se sentó en la raíz de un árbol, veía de reojo a Mamá y al Abuelo en una banca. Esperaba a que no la vieran para extraer de su caja y de manera furtiva, un chocolate. Y de nuevo veía al Abuelo; y de nuevo a la madre; y sacaba otro chocolate; y luego otro.

A lo lejos oye a su madre. Le gritaba: “¡No te los comás todos!”, “¡Te estoy viendo!”. Pero eso ya no le importaba. El cálido día hace que se aguaden. Tampoco le importaba estar embarrada. Se chupaba los dedos. Estaba pegajosa.

Un aleteo la distrajo. Vio a un pájaro color marrón volar por encima de su cabeza y pararse sobre una rama. Se ven mutuamente. Este canta y se va volando, ella lo sigue con la vista. El sol es cálido y empieza a atardecer. Mas allá de la cerca que limita el parque, solo se ve el esqueleto de metal de un edificio que va surgiendo de entre los techos de las casas de campo.

–Cariño –le dice el marido, sacudiendole el hombro. Por un instante no supo donde se hallaba. ¿Sentada en la raíz de un árbol? No, estaba recostada en su mesa de dibujo–. ¿Estas bien? Te estaba preguntando si vamos a ir a la construcción. Ya son las dos.

–Si –respondió con un bostezo. Tenía que estar allí para recibir la maquinaria y empezar las obras al día siguiente–. Van a llegar hasta las cuatro.

–Pues deberíamos apresurarnos, el trafico se pone pesado.

Qué sueño tan extraño, pensó durante todo el camino de ida. O ¿Fue un recuerdo?

Esa tarde se pasó en una casita prefabricada, que haría de oficina para la obra. Se revisaron trámites y contratos. Se verificó que todo esté a punto para el inicio de la excavación de los cimientos. En el centro de la pequeña sala, se hallaba la maqueta, que aún con su reducida escala, daba la sensación de grandeza de aquel imponente edificio que surgiría en el horizonte. Al salir la vio y pensó que era su mejor diseño y no podía esperar para verlo hecho realidad.

Ya la tarde caía y los pequeños rayos de sol se filtraban de entre las siluetas de los edificios aledaños. Era un cálido sol de octubre. A lo lejos se podía ver a los trabajadores haciendo sus últimos preparativos para dar inicio a las obras.

El enorme sitio estaba rodeado de una improvisada pared de lámina, la sensación de vacío le hizo sentir muy pequeña. “Como una niña”, pensó. Algo faltaba en ese lugar. Algo se había perdido y no podrá ser encontrado nunca más. La brisa le movió el cabello.

Y sintió el agua fría de la fuente, donde Mamá la lavaba tratando de quitar las manchas de chocolate de la bonita blusa.

–Anne –le dijo una voz que venía del otro lado de alguna galaxia distante. Y al ponerle la mano en el hombro la sobresaltó–. Sé que estás nerviosa, pero cálmate –le dijo su marido abrazándola.

Ella solo sonrió, no eran nervios, era algo más, pero no sabría decir qué. Se apartó de él y juntos caminaron de la mano al área que serviría como parqueo los próximos meses. Un ave cantó. Se detuvo de golpe y volteó. Allí estaba el pájaro color marrón, parado sobre un a excavadora.

Un instante antes de subir al auto se detuvo y vio al enorme predio vacío. El pájaro volvió a cantar y oyó como agitaba las alas al volar. Y a su alrededor los edificios dieron cuenta del pasar del tiempo.

Al girar se percató a lo lejos a unos trabajadores alrededor de un árbol. El último de aquel antiguo parque. Estaba siendo medido. “Pronto lo cortarán”. Y sus ojos se llenaron de lágrimas, aunque no sabría decir por qué.

Fin.

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La chica bajo la lluvia https://culturaquetzal.com/2023/02/19/la-chica-bajo-la-lluvia/ https://culturaquetzal.com/2023/02/19/la-chica-bajo-la-lluvia/#respond Sun, 19 Feb 2023 06:58:03 +0000 https://culturaquetzal.com/?p=662 La tormenta caía sin avisar en aquel viernes, en el que yo observaba a la calle desde la ventana de mi solitaria oficina en el segundo nivel de un descascarado edificio, que es todo lo que mis escasos ingresos me permiten pagar. El espacio amueblado con un escritorio y un viejo sillón color verde oscuro de imitación de cuero, desgastado en los reposa brazos, roto en partes del respaldo, un par de sillas de madera, una librera que hacía las veces de archivo y en lo alto, un foco de luz blanca, le daban al conjunto el aspecto más lúgubre que cualquiera verá en su vida.

Al oír el inesperado chubasco de la tarde, veo por la ventana. Afuera los desprevenidos transeúntes corren para refugiarse. La engañosa mañana había sido soleada pero, al llegar la tarde se oscureció, como si apagaran el sol de golpe.

Del otro lado de la calle en la parada del transmetro se refugia una fauna citadina, de lo más variopinta. Un señor de unos sesenta, con un periódico bajo el brazo, un joven de unos veinte con un estuche de guitarra al hombro, una señora con su delantal malhumorada regaña al niño de unos diez que ríe. Al pasar el gusano verde el cielo se vuelve más oscuro.

Veo la pantalla de la computadora. Bostezo. Tomo un sorbo de café. La lluvia parece nunca acabar. Me arden los ojos al cerrarlos. Ya no leo bien la carta que escribo las letras negras danzan en su blanco fondo. Quiero continuar. Pero los párpados se van cerrando.

Volteo a la calle, ahora desierta. No. Una chica se refugia en la parada, tiene un uniforme gris, la brisa le mueve el cabello negro que llega a los hombros. Está recostada en el barandal. Tiene los ojos cerrados, parece disfrutar del viento. La observo. El timbre de mensajes del teléfono rompe el monótono ruido de la lluvia. Es de mi novia. Teníamos planeado salir esa noche. Se retrasará debido al temporal. Le respondo un escueto “ok”.

Miro de nuevo a la parada. La chica me mira. Al menos creo que ve directamente a mi ventana. Los ojos negros me atraviesan, es imposible, está muy lejos. Por instinto sonrío. Pienso lo tonto que me he de ver, en la oficina sonriendo a la parada ya que está a una considerable distancia, además la lluvia arrecia. No creo que realmente pueda mirarme. Ella sonríe mientras se pasa una mano por el cabello mojado. Tiene frío, me digo. Me da la impresión de que tiembla, probablemente me lo imagino, a esta distancia no puede ser otra cosa que mi imaginación.

Por fin decido bajar e invitarla a pasar. Al llegar a la puerta le hago señas para que se acerque. No pasa ni un auto, la calle esta desolada. La cruza casi flotando, la invito a pasar. Subimos por las escaleras con barandal de madera, cuando un relámpago apaga la bombilla amarillenta del rellano. En la penumbra caminamos a mi oficina. En el viejo cuarto solo el pitillo del UPS y el brillo de la pantalla dan señales de vida. Corro a apagar la computadora.

Con la tenue luz que entra por la ventana, veo cómo se quita la chaqueta gris mojada y la deja caer pesada al piso. Balbuceo alguna frase mientras saco la pequeña toalla del baño, al acercarme percibo el delicioso olor a flores de su perfume. No sé calcular la edad, entre dieciséis y veinte. No sé si me habló, supongo que si lo hizo, pero no recuerdo que dijo. Mi respiración se volvió más profunda, fuertes golpes en el pecho debido a que mi corazón se esforzaba en hacer su trabajo. Si de lejos su mirada me atravesó, de cerca sus ojos me envolvieron de pies a cabeza, el mundo dejó de existir. Sus labios entreabiertos temblaban. La blusa blanca transparenta su cuerpo. El ruido del celular volvió a sonar. Pero no le presté atención, ya mis brazos la rodeaban y los de ella a mí.

El estrépito de la bocina de una camioneta me despertó, estaba recostado en el sillón. El sonido del celular hizo que me levantara. Volteé a todos lados. Me encontraba solo. La calle estaba atestada de carros. La luz azul de la tarde-noche contrastaba con el alumbrado público. La gente abarrotaba la parada del transmetro.

No llueve.

La oficina está vacía. La voz de mi novia me pregunta si ya voy a salir. Me espera en un pequeño café a dos cuadras para tomar algo antes de ir a algún lado.

Fin

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Un solo de blues https://culturaquetzal.com/2023/02/01/un-solo-de-blues/ https://culturaquetzal.com/2023/02/01/un-solo-de-blues/#respond Thu, 02 Feb 2023 04:36:34 +0000 https://culturaquetzal.com/?p=620

…Everybody think they know me
Don’t even know my name
If you really want to help me
You gotta feel my pain, oh Lord…


Walk A Mile In My Shoes – Big Daddy Wilson

Mia, camina por el solitario sendero que se ha formado por las incontables personas que pasan por allí. Cruza por un pequeño bosque que separa los condominios residenciales de la carretera principal en la que toma el bus extraurbano. Hay altos árboles entre los matorrales. Son escasos quinientos metros a la parada, pero al dar el primer giro a unos cinco, ya solo quedaba el camino, los ruidos quedan amortiguados, puede ser un lugar muy silencioso a esa hora, dos de la tarde.

Lleva su guitarra al hombro. Va tres veces a la semana a tomar clases a una pequeña academia en un centro comercial a la entrada de la ciudad.

Esa mañana discutió por enésima vez con su novio Rafael, pero no pensaba dejarlo. Salían de una actividad deportiva organizada por la escuela. Él, realmente se veía molesto y ella lo notaba, al punto de que ya no le dirigió la palabra en todo el camino de regreso a casa. Un incómodo silencio los separaba. Atrás como siempre caminaba sin decir nada Sofía, su mejor amiga, se conocían desde la infancia ya que vivían muy cerca.

Rafa tenía la costumbre de acompañarlas hasta la entrada, pero esta vez, al llegar a la esquina donde se separaban sus caminos solo le dijo un escueto “nos vemos el lunes” y sin voltear siguió adelante.

Para acabar de arruinar lo que fue una mañana de por sí mala, también terminó por pelear con Sofía, debido a que siempre lo defendía. Sospechaba que a ella le gustaba y que, si terminaban, saldría corriendo a arrojarse a sus brazos.

El sol cae cálido sobre el asfalto, la carretera parece vacía. A unos veinte metros se pierde en una curva, no viene nadie. Hacia el otro lado, recto sigue por un largo tramo y gira a la izquierda. Se sienta en la parada a esperar el bus en la banca de cemento con un techo de lámina corroída por el óxido. Al lado, sobre una estructura de metal se pueden ver, aún los colores y emblemas de un partido político extinto hace ya miles de años.

Siente que no están pasando mucho tiempo juntos, le había dicho Sofi al entrar al residencial. No seas metiche, pensó, pero no se lo dijo. Ya era suficiente con lo sufrido con Rafa.

Esta vez parece que se pusieron de acuerdo, pensaba. Él sabe que los sábados por la tarde voy a mi clase de guitarra. No podía ir al cine. Y si a Sofía le importa tanto que lo acompañe, para que él practique a meterle la lengua y manosearle los pechos. Total, en el fondo es lo que ella quiere. Se siente molesta.

El murmullo a lo lejos era señal que se acercaba uno de esos coloridos buses que se ven muy bien en las postales, pero montar en ellos ya es otro decir. Lo bueno de la hora era que casi siempre va vacío por lo que rara vez se iba de pie, tanto de ida como de regreso.

El acelerar y frenar repentino del viejo traste le fastidia. En una bocina con algún alambre flojo, rechinan los compases de Ni que estuvieras tan buena de Calibre 50, y agradece que su viaje sea corto.

El local es pequeño, no caben más de cinco alumnos. A esa hora ella es la única.

–¡Hola! –le dijo a Marcos, su profesor, que ordena unas partituras sobre un escritorio negro. Ya rondaba el medio siglo. Tiene el pelo largo con hilos plateados, delgado con un tatuaje de alguna banda de rock de los ochenta en el brazo. Por un tiempo fue parte de un grupo que tocó en las primeras ediciones de la Garra Chapina, aunque no sabía cual. Actualmente a parte de la academia se le puede oír los viernes y sábados de ocho a diez de la noche, en un bar restaurante en la zona nueve. Es muy diestro con la guitarra a parte también sabe tocar el bajo y el saxofón, había estudiado en el Conservatorio Nacional.

–Hola –responde. Ya tranquila piensa, que tal vez fue un error no aceptar la invitación. Deja sus cosas en un pequeño mueble como los usados en los gimnasios. Saca de su estuche la guitarra color rojo oscuro. En el cuerpo de esta, justo al lado del puente, está pegada una calcomanía ya gastada, de la caricatura de un roquero levantando un puño y sosteniendo con la otra mano una guitarra; abajo la leyenda Never stop dreaming. Se la regaló un chico el primer día de clases, con el tiempo él se mudó y nunca lo volvió a ver. Ve el dibujo y trata de esbozar una sonrisa, pero no puede, piensa que por faltar un día tampoco se acaba el mundo, pero ha practicado y desea mostrar su avance.

–Oye –dice Mia, sentándose en un banco–. Por fin pude sacarlo –continuó colocándose la correa.

Respira profundo, mueve la cabeza de un lado al otro, estira los brazos. Parece una maratonista a punto de iniciar la carrera, movimientos que realiza sin prestar atención. Su maestro ya conoce esa extraña rutina. Queda en pausa un instante. Mira a un punto indeterminado del vacío. Cierra los ojos y comienza a interpretar un melodioso riff de blues por varios minutos.

Marcos se sienta en una silla de plástico y al igual que ella cierra los ojos, echa la cabeza hacia atrás y deja que su mente vuele con los acordes.

Al terminar levanta la vista y lo observa. Él abre los ojos y se queda viendo el techo por un instante, luego la ve. Ella sabe que su mirada delata sus sentimientos y sonríe con tristeza.

–Muy bien –le dice Marcos– sigue.

Ella baja la cabeza. Una lágrima se escapa mientras sus dedos vuelven al instrumento, de donde brota aquella vieja canción que tantas veces ha practicado. El sonido llena el aire y junto a cada nota, el recuerdo de esa mañana se va disipando.

Hoy solo quiere tocar.

Fin

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Entrevista Alfonso Murga https://culturaquetzal.com/2023/01/26/entrevista-alfonso-murga/ https://culturaquetzal.com/2023/01/26/entrevista-alfonso-murga/#respond Thu, 26 Jan 2023 07:31:16 +0000 https://culturaquetzal.com/?p=476 Platica informal con el pintor guatemalteco Alfonso Murga.

Música:

Pistol Jazz – Irezum https://freemusicarchive.org/music/Pistol_Jazz

Lobo Loco – Make Love https://freemusicarchive.org/music/Lobo_Loco

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Al amanecer https://culturaquetzal.com/2023/01/25/al-amanecer/ https://culturaquetzal.com/2023/01/25/al-amanecer/#respond Thu, 26 Jan 2023 05:13:01 +0000 https://culturaquetzal.com/?p=469 Estoy en la oscuridad, el escamoso cuerpo de la enorme serpiente me rodea; trato de luchar para soltarme, pero la bestia se desliza y aprieta con sádica lentitud. Mis órganos se comprimen; el grito se ahoga en mi garganta, mientras retumba el crujir de cada hueso al romperse…

No sé qué hora es, quizá entre siete y siete treinta. Los pequeños rayos del sol se van filtrando por la ventana. Respiro profundo. El recuerdo de la pesadilla se desvanece. Con dificultad me levanto de la cama y me dirijo a la cocina del pequeño apartamento. El ambiente es pesado. En un viejo horno de microondas caliento agua en una taza manchada.

Yenny está dormida. Anoche volvió a discutir por teléfono, ya no pregunto con quién.

Al inicio de la cuarentena, me pareció una gran idea que se mudara conmigo. A pesar de las protestas de su madre y las críticas de su hermana.

La soleada mañana de ese domingo de marzo. Yo dejaba una caja sobre la mesa y mi mente divagaba no recuerdo en qué. Un instante de silencio. Vi hacia la puerta y allí estaba, en el umbral, con una sonrisa y una maleta; abrazaba un osito verde con pantalón de lona y tirantes multicolores ya gastados por los años, le faltaba uno de sus ojos de botón. Al verla allí noté su mirada nerviosa que buscaba en mí dónde refugiarse. Con una sonrisa traté, sin mucho éxito, darle la seguridad que necesitaba. Pero creo que en mi mirada solo se reflejaron mis propias inseguridades. Pasamos ese día en la cama, abrazados muy juntos; sentí su cuerpo temblar; sentí mi corazón latir en cada beso, en cada caricia. El roce de su cálida piel fue disipando mis temores.

Su familia, muy conservadora, le reprochan la decisión de que viviéramos juntos. Aunque, por lo que pude averiguar sus abuelos simplemente se “juntaron” allá en el pueblo. Eso era muy común antes, pensaba mientras que sin poder evitarlo, oía la enésima discusión con su hermana mayor, ya casada. Su padre también es de la idea de que se ha precipitado, pero a diferencia del resto de la familia, él siempre ha sido una persona práctica y no la sermonea.

Tras unos minutos, el pitillo del horno me regresa a la pequeña mesa. Saco la taza y preparo mi café de la mañana y lo bebo a sorbos.

Mi mirada se pierde, como ya se ha vuelto costumbre, en el almanaque sujeto con un clavo en la pared. Es uno de esos a los que se van arrancando las hojas. Y cada una tiene una foto impresa en la parte superior y en la inferior los días del mes. Ya estamos en septiembre, sin embargo, aún conservo la de marzo. Ella dice que debería estar la que corresponde, pero no puedo. La de marzo muestra el Volcán de Agua desde el Cerro de la Cruz, en La Antigua Guatemala.

Nunca fui de temperamento artístico y la foto, que por clásica ya es de lo más común, no me interesa por sí misma. Me dejo absorber por el valle que se extiende frente a aquella vieja cruz, me adentro en ese vacío en que el viento mueve las nubes sobre el volcán y la ciudad se adormece en una fresca tarde de verano.

Sentado desde la mesa, volteo al dormitorio con la puerta abierta. Está desnuda, girada hacia la pared con las sábanas amontonadas en los pies. La tenue luz que entra por la persiana dibuja ondulantes franjas en su espalda, el viejo osito descansa sobre mi almohada; ya ha reclamado su lugar en la cama; su ojo de botón me mira con indiferencia.

Ella tiene veinte años. Sin embargo, aún mantiene ciertos caprichos de adolescente que solo una madre puede soportar. En una cena, el drama se debió al retraso de quince minutos en la entrega de una pizza. Me pareció una tontería, pero le dio por estar enojada toda la noche. Pensé que tal vez solo quería pelear por algo. La rutina se vuelve opresiva cuando no puedes salir y convierte en válida cualquier excusa que rompa la pesadez de estos invariables días. El problema fue que terminó por ponerme de mal humor y lo que prometía ser una agradable velada, acabó con cada uno por su lado.

Durante las reuniones virtuales, sin intensión, nos interrumpimos constantemente, sobre todo si son a la misma hora. El tiempo pasa, entre informes que van y vienen, cursos universitarios frente a la computadora. Durante el horario de home office, nos mantenemos cada uno en sus asuntos, ella en la habitación yo en la mesita, entonces, podemos hablar con amigos a distancia, ese tiempo es un descanso de nosotros mismos.

Las noticias, que al principio anunciaban una luz al final del camino, ahora cada vez más informan que la luz se está apagando. Este apartamento con dificultad puede decirse que es para una persona. Ahora que es “nuestro”, no resisto el agobio de las paredes que cada día se estrechan. Agradezco de no tener hijos; sería insoportable.

La quiero mucho, pero cada día que pasa estoy cayendo en la cuenta de que no estamos preparados para vivir juntos; o quizá sean los lamentos de su madre o las constantes discusiones con su hermana las que han empezado mellar en nuestras vidas.

Durante la noche, las conversaciones están empezando a escasear, el clásico, ¿Cómo te fue en la oficina? no funciona. Tratamos de hacer cosas en común, pero también se agotan. El asfixiante reducto en el que estamos cautivos, junto con el transcurrir de esta monótona existencia, ahoga aquella profunda pasión con la que estrechábamos nuestros cuerpos y, de forma irremediable, desfigura y convierte los profundos encuentros sexuales en un simple hábito complaciente; en algo que hay que hacer antes de dormir.

Mientras bebo mi café, se despierta y se sienta en la cama. En mi cabeza resuena la advertencia de “no salir, si no es necesario”. Pero hoy más que nunca, siento la imperiosa necesidad de hacerlo. El olor a encierro me sofoca.

Veo la foto, estoy sentado en el pedestal de la cruz y una suave brisa sopla entre los árboles. Hoy será un día caluroso. Una nube tapa el sol; está oscuro.

Fin

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Niki https://culturaquetzal.com/2023/01/21/niki/ https://culturaquetzal.com/2023/01/21/niki/#respond Sat, 21 Jan 2023 08:12:04 +0000 https://culturaquetzal.com/?p=442 1

–Niki, Niki, Niki –decía el viejo, cada vez que la pequeña hacía alguna de sus travesuras y esta vez no era la excepción. “De querer incendiar la casa, lo haría sin dudarlo” se repetía, mientras sacaba al perro de aquel costal que la niña decía que era la “camisa” del can.

–Muy bonito –le dijo, tratando de ser serio y lucir enfadado, sin embargo no le salía bien por la cómica apariencia de Coco, un perro labrador de cuatro años color café claro.

Niki, era el cariñoso diminutivo de Nicole que le daba el abuelo a la pequeña niña de siete años, de largo cabello y mirada avispada.

–¡Entrate a la casa! –le dijo con ese tono fuerte que suelen usar los viejos–. Ya está oscuro y aquí no es un lugar para que se esté jugando de noche.

La casa se encontraba a las afueras del pueblo. Una pequeña pared de adobe la bordeaba y separaba el muy bien cuidado jardín del gran campo de hierba alta que poblaba el resto del valle hasta llegar a las montañas. Al frente tenía un camino de terracería, que por un lado se conectaba a la carretera principal a no más de cincuenta metros y por el otro lado se perdía en el campo. Al borde de este, un par de viviendas dispersas eran las únicas vecinas. Un lugar muy tranquilo, de esos en los que se suele ir a dormir temprano.

La oscuridad se fue acentuando cada vez más y el fuerte viento traía la promesa de una tormenta.

Un agradable olor a café recién hecho se percibía al entrar. Solo la luz amarilla de un viejo bombillo iluminaba la amplia cocina que también era el comedor.

Niki se sentó en la mesa y vio con una sonrisa al abuelo, que siguió tratando de poner cara de enojado, por lo de la “camisa”.

–Pobrecito Coco –dijo en tono lastimero– ya verás cuando se lo diga a tu nana, niña malcriada.

Niki solo se sonrió. Su abuelo no era bueno para imitar el enojo.

–Hacía frío y pobre Coco tenía frío –dijo al fin a modo de disculpa, mientras el perro se sentaba, ya sin su camisa a los pies de la niña.

Un fuerte trueno hizo que brincara en su asiento. El perro se puso de pie y ladró un par de veces.

–Ese fue fuerte, qué miedo –dijo–, hasta Coco se asustó.

Tras eso, la luz empezó a parpadear.

–¡Ah! –dijo el viejo viendo la bombilla– creo que se va a ir la luz, traete la linterna que está en la gaveta del trinchante de la sala.

La niña se levantó y se dirigió corriendo al mueble. Abrió la gaveta y en el momento en que trató de tomarla, retumbó otro relámpago y las luces se apagaron.

Se oyó la lluvia que comenzaba a caer y el ruido de los truenos, unos lejos, otros cerca. Niki quedó un momento quieta, volteó a la ventana donde los rápidos flashazos iluminaban los árboles que se distinguían tras los cristales. Sintió una profunda aprensión por lo negro de la noche. “No hay luz, ni del día ni de la calle. No se pueden ver las casas de enfrente, tampoco los árboles”, se decía.

–¡Apurate Niki! –el grito del abuelo la sacó de sus pensamientos, metió la mano en la gaveta tomó la linterna y corrió de vuelta a la cocina. Al encenderla la tenue luz denotaba que había estado allí desde hace mucho tiempo.

–Le faltan pilas, Abue –dijo la niña.

–Alumbrá aquí –le respondió, señalando una caja–. Siempre estoy con que voy a comprarle unas baterías –y sacó una bolsa de plástico con tres velas de distintos colores.

Mientras el anciano preparaba la cena, la niña se sentó en el sofá de la sala. Se distinguía la luz que salía de la cocina y lo dejaba todo en penumbra. La lluvia y el viento cada vez más fuertes golpeaban las ventanas. Los relámpagos proyectaban las sombras de los árboles. Un parpadeo y la oscuridad. Durante estos cortos lapsos los objetos familiares le parecían distintos, extraños.

–¡Vení, patoja!

En la mesa estaba servido un plato de frijoles con crema y una taza de café.

–Comé, que ya no tardan en venir tus papás –le dijo el abuelo, con su taza en la mano y los dos calladamente se sentaron a cenar.

El rostro del anciano parecía distinto, se transformaba por el vaivén de las velas. Las infinitas arrugas que denotaban el paso del tiempo, le daban ese aire de misticismo que solo las personas que alcanzan cierta edad pueden ostentar dignamente.

Para ella, su abuelo sabía todo, de todo de lo que se necesitara saber, sabía cómo leer el viento y saber si habría tormenta o si iba a ser un día caluroso, sabía qué plantas curaban qué enfermedades, qué insectos eran peligrosos y cuáles no, pero sobre todo, sabía escuchar a los espíritus y espantos que deambulaban por los pueblos y los campos; y lo más importante, cómo mantenerlos a raya.

Cenaron sin pronunciar palabra. El ruido de la lluvia y los truenos que de vez en cuando retumbaban era lo único que rompía la solemnidad de aquel momento.

–Ve a tu cuarto –le ordenó a la niña.

Esta se levantó de inmediato. tomó la linterna, le dio un beso en la mejilla y se dirigió a la escalera que daba al segundo piso. Coco, como siempre fue detrás de ella.

Su habitación, al menos durante las tres semanas de vacaciones que ella y sus papás pasarían con el abuelo, se hallaba al fondo de un largo pasillo. Hacía muchos años era de su padre; “cuando tenía mi edad”, pensaba. La de sus padres era la primera al subir las escaleras.

–Buenas noches –dijo Niki al ir subiendo.

La habitación del abuelo se encontraba en la planta baja en donde originalmente se hallaba el comedor, pero lo habían cambiado cuando la abuela ya no pudo subir las escaleras.

Entró primero al baño y se cepilló los dientes. Luego ya en su cuarto se quitó los zapatos y, así como estaba, se tumbó en la cama. Coco, como era su costumbre se subió con ella y se acurrucó a sus pies.

Cerró los ojos y durmió profundamente.

2

Al despertar, la tormenta había terminado, la luz de la luna entraba por la ventana, Coco dormía. Quedó un momento en silencio y la sed comenzó a molestarle. “Aún es de noche. ¿Qué hora serán?… voy a la cocina a tomar agua”. Se levantó ya despejada, estiró el brazo y trató de encender la luz de la lámpara de noche, sin embargo no encendió “todavía no hay luz”. Tomó la linterna y se dirigió a la puerta. El perro levantó la cabeza la vio y volvió a acomodarse entre las sábanas. No quería despertar a nadie, así que caminó con mucho cuidado sin hacer ruido. Pensó que la tenue luz que salía de la linterna era suficiente para guiarse. Tras dar unos pasos, se paró en una pieza de lego tirada a mitad del cuarto. Casi grita del dolor, se aguantó lo mejor que pudo y salió cojeando. La claridad de la luna que entraba desde la ventana del fondo del corredor, iluminaba mejor que la vieja linterna. Se veía tan claro que se acercó a ver.

Apoyada en la ventana, mientras se sobaba el pie, miró al patio trasero de la casa, el campo y las montañas. En esa parte no había construcciones de ningún tipo. El panorama que se le presentaba era lo más hermoso que jamás había visto. Además de la luna llena se veían muchas estrellas.

Notó que alguien estaba sentado en el pequeño muro que dividía el patio del campo. Era ¿un niño? ¿un viejito? A esa distancia no podía distinguirlo, pues llevaba un sombrero muy gastado. Parecía ver el paisaje. “Desde allí no va a ver mucho”, pensó.

Es un viejito, concluyó, porque los niños no fuman. Y este tenía lo que creyó que era un largo cigarro, que distinguió por la punta roja que resaltaba, junto a grandes bocanadas de humo.

Un instante después, el hombrecillo se paró en el muro y volteó a verla. Con una reverencia se quitó el sombrero y levantó la mano para saludarla. Tenía una barba que le llegaba al pecho, y una sonrisa que se veía muy bien, a pesar de la distancia y la noche. Ella le devolvió el saludo agitando la mano. Él se colocó de nuevo el sombrero y le dio una bocanada a su cigarro, dio media vuelta y comenzó a caminar por encima de la pared.

Niki vio cómo se perdía en la esquina. “¿Para dónde irá?” pensó y decidió salir a ver. Bajó corriendo tratando de no hacer ruido. Al llegar a la puerta que daba al patio se frenó, estaba descalza y el suelo era lodoso, abrió la puerta y se estiró lo más que pudo. Ya no vio a nadie. Se quedó un rato allí oyendo a los grillos y viendo las nubes moverse a lo lejos.

–¿Qué haces allí? –las palabras del abuelo hicieron que pegara un pequeño brinco y se llevara las manos al pecho.

–Ay, Abue, me asustaste –dijo con un profundo respiro cuando lo vio.

El abuelo, en la mano derecha, sostenía una vieja lámpara de queroseno. En la izquierda, llevaba enrollada la cadena de donde pendía lo que ella llamaba la Cruz de la Abuela. Era madera de roble muy dura y con los años había adquirido un color casi negro. Tenía unos siete centímetros de alto por cuatro de ancho. Los cuatro bordes estaban rematados por adornos de plata tallada en forma de finas hojas que se entrelazaban. Del pie de la cruz nacía un tallo con espinas, ya gastadas por el tiempo, que giraba alrededor del palo principal hasta llegar a la intersección con el travesaño. Allí, en el centro, finalizaba con una rosa en botón. Ella no recordaba mucho a la abuela, solo la imagen de ella en la cama con esa cruz al cuello.

Lo que sabía, aunque no recordaba quién se lo había dicho, era de que la cruz fue un regalo “de la abuela de la abuela” cuando esta todavía era una niña pequeña. En su mente no podía imaginar qué tan antigua era aquella reliquia.

–Vine a tomar agua –prosiguió Niki.

–Allí no está el tambo –le respondió.

–No, solo que la luna esta muy bonita y quería ver –y diciendo esto se dirigió al tambo de agua.

Mientras se servía un vaso, pensó en decirle lo que había visto, no obstante no le dijo nada. Él se paró en la entrada de la cocina mientras ella bebía, pero no dejaba de ver la puerta que daba al patio, sujetando con fuerza la cadena con la cruz. “¿También lo habrá visto?” pensó Niki.

Al pasar al lado del abuelo este le sobó la cabeza diciendo: –No debes abrir la puerta a estas horas, uno no sabe lo que deambula afuera.

–No lo haré –respondió y corriendo regresó a su cuarto.

3

A la mañana siguiente, Niki bajaba dando pequeños brincos por la escalera tratando de no caerse. Aún tenía sueño, pero tenía más hambre.

Al llegar a la sala, la puerta principal estaba abierta, junto a los árboles vio a su papá y al abuelo hablando con don Jacinto, el vecino de enfrente, Coco estaba sentado viéndolos.

–¡Vaya, al fin te levantaste! –le dijo su mamá desde la cocina– ven a desayunar.

–Ya voy –respondió con un bostezo.

Al momento de sentarse, papá y el abuelo entraban cerrando la puerta.

–¿Qué pasó, cariño? –dijo mamá cuando entraron a la cocina.

–Anoche, por la lluvia un camión se pasó llevando tres postes.

–Parece que van a tardar en arreglarlo –continuó el abuelo– creo que esta noche estamos sin luz de nuevo.

–Buenos días, dormilona –le dijo papá a Niki, mientras le daba un beso en la mejilla.

–Clarisa –dijo el abuelo mientras se servia una tasa de café –cuando vayan al mercado, compran unas velas y pilas para las linternas.

–Lo voy a anotar –respondió mamá.

El bullicio del mercado hizo que olvidara lo sucedido la noche anterior. Llegaron a la sección de verduras, en frente había un puesto de flores, el aroma de las rosas era muy penetrante. Mientras Clarisa hablaba con la señora que atendía, Niki vio o creyó ver al hombrecillo varios puestos más adelante, con su sombrero de paja, caminaba de una manera extraña, se alejaba de ella, en ese momento sintió una fuerte necesidad de seguirlo. La voz de mamá diciendo “vamos por el pollo” la distrajo y al voltear a ver de nuevo al pasillo ya no estaba.

Los pollos desplumados colgaban de tubos plateados. Miraba por todos lados y creyó verlo de nuevo. Al estirarse y dar un par de pasos había desaparecido. Un sonriente carnicero le decía a mamá que hoy tenían un buen hígado para hacer encebollado, “qué rico” había contestado, “ojalá no compre eso” pensó Niki, pero en asuntos de comida ella no tenía ni voz ni voto. El olor era desagradable y la gente se amontonaba. El calor del día comenzaba a sentirse.

Antes de salir del mercado, mamá le compró una pequeña linterna color azul cromado, esta traía un estuche con un cierre de velcro, que se sujetaba al cincho del pantalón.

–Es para la noche, no te vayas a gastar las baterías –le dijo con un tono serio.

–No –le respondió sonriendo.

Pasaron por el puesto de los licuados que estaba a las afueras, pensó que así si valía la pena ir de compras. Se sentó en una silla alta frente a tres licuadoras plateadas. Mamá pidió uno de fresa para ella y otro para Niki, “mami sabe cuál me gusta” se dijo. Era un ruidoso día de mercado.

Un poco más allá del otro lado de la calle, pensó que lo había visto de nuevo, aunque también era de baja estatura, este era más delgado y no tenía barba, saludando entraba en una venta de repuestos.

–Aquí está, Niki –le dijo su madre dándole un vaso con una pajilla.

Ella lo tomó, mamá estaba sentada a su lado, por un instante se le quedó viendo.

–¿Sabes? –dijo tras darle un sorbo al licuado– anoche soñé –porque ya no estaba segura de lo que había visto– a un señor chiquito sentado en la pared del jardín.

–Mm qué raro –respondió la madre– y ¿qué hacía?

–Nada, solo estaba sentado allí fumando.

Clarisa, recordó que su marido le contó para asustarla, que en la casa de sus padres se aparecían duendes o se oían caballos a media noche, brujas, la Llorona, en fin, por allí pasaban todos los espantos, “debe ser ruta turística” recuerda haberle dicho. A diferencia del abuelo, él no creía en esas cosas y ella tampoco.

Ya en casa, Niki le enseñó a su papá lo que mami le había comprado, se colocaba en el cincho del pantalón y se cerraba con ese pedacito de tela que hacía un ruido chistoso al abrir. Toda la tarde estuvo jugando a los vaqueros con Coco, desenfundando la linterna a modo de pistola. No la encendía, para que no la regañaran y porque se podía quedar sin baterías para la noche.

Al atardecer, Coco echado en la puerta levantaba la vista de vez en cuando. Niki, estaba sentada donde la noche anterior había visto al hombrecillo. No pensaba nada en particular. Contemplaba el ambiente. El sol desaparecía por el horizonte, los colores rojizos cubrían el cielo. Las sombras caían sobre el valle. Una ráfaga de viento frío especialmente fuerte revolvió su largo cabello negro. La voz de mamá le gritaba algo, ella no lo entendió, supuso que le decía que entrara.

“Es un bonito sitio para ver el paisaje” pensaba. La voz de mamá volvió a resonar, se bajó de un brinco y antes de entrar a la casa iluminada por velas, volteó una vez más al valle “tal vez, también hoy aparezca”.

4

Tras un intranquilo sueño se despertó. Coco aunque estaba acostado a sus pies, tenía la cabeza levantada. Escuchaba algo, veía fijamente la puerta del cuarto. Niki se levantó y el perro, de un brinco, se paró frente a la puerta, comenzó a gruñir.

–Shhh –le dijo al perro para callarlo, mientras se ponía los zapatos y el cincho con la linterna en su estuche sobre el camisón– no vallás a ladrar o vas a despertar a todos.

Encendió su lampara e iluminó primero la habitación, se dirigió a la puerta y al abrirla, Coco, salió corriendo hacia la escalera.

–¡Coco! –gritó en voz baja, haciéndole señas para que regresara. Mientras el perro bajaba rápido las gradas, ella vio a la ventana del final del pasillo. Notó que la luna iluminaba tan claro como la noche anterior.

Oyó los ladridos. Al pasar por el frente del cuarto de sus papás se detuvo un instante para saber si estaban despiertos, pero no.

Bajó las escaleras y se dirigió a la puerta que daba al patio. Coco ladraba con insistencia.

–¡Vas a despertar a todos! –le dijo frunciendo el ceño, despacio se acercó a la puerta y la abrió, el perro, gruñendo se colocó a su lado y ella le sobó la cabeza.

Alumbraba con la linterna, al principio iluminó de derecha a izquierda todo el patio, no vio nada fuera de lo común, caminó unos pasos. Coco se quedó en el umbral, estaba intranquilo y ella lo notaba.

Por fin lo vio, allí estaba, parado en el mismo lugar sobre la pared, con su sombrero de paja y su cigarro, la veía con una gran sonrisa.

–Hola –dijo Niki al hombrecillo de barba larga. En lo que caminaba hacia él alumbrándolo. Coco se quedó parado en la puerta gruñendo.

–Días prósperos tenga usted, señorita –le respondió una voz profunda– ¿Sería tan fina, en apagar la luz? –Niki rápido apagó la linterna y la enfundó en su estuche.

–Infinitas gracias –continuó sin dejar de sonreír, sus ojos destellaban a la luz de la luna–. ¿Cuál es tu nombre, bella señorita?

–Niki… bueno Nicole… ¿Señor?

–Yo soy …

–Mucho gusto, en conocerlo –y aunque lo acababa de oír, no podía recordar el nombre. Le dio pena volver a preguntar. “Pensará que soy una tonta” se dijo.

Niki, volteó un instante para ver que Coco, desde la puerta, se movía inquieto de un lado al otro ladrando con fuerza. “Va a despertar a todos”. Al girar de nuevo el hombrecillo estaba enfrente, era un poco más bajo que ella y olía a flores, “como en el mercado”, pensó. Vio sus ojos que brillaban, a pesar de que el sombrero proyectaba una oscura sombra sobre su rostro.

–Qué lindo cabello tienes –le dijo mientras lo veía fascinado. Lo tomaba y lo dejaba caer en abanico. Estaba completamente quieta, sin moverse ni un centímetro, se sentía muy contenta, de que alguien le dijera que tenia un hermoso cabello.

–Vamos a dar un paseo, que es un bonito día –le dijo.

Entonces ella vio hacia arriba, el azul del cielo y un cálido sol alumbraba el patio. Niki pensó que tenía razón, era un bonito día y le dieron ganas de correr por el monte. Así que sin pensarlo demasiado comenzó a caminar hacia el frente, donde el muro había desaparecido y en su lugar un campo verde con flores se extendía hasta el infinito.

5

El abuelo se veía con un traje negro y estaba hincado ante el altar. El olor del incienso era denso. Veía de reojo a la muchacha de vestido blanco con el rostro cubierto por el velo nupcial. Mientras el sacerdote oficiaba la misa, sus pensamientos se llenaban de temor y esperanza. “Podré cuidarte”, “serás feliz”, se sentía como un niño, temeroso, vio al suelo. Le reconfortó un fuerte apretón a su mano que entrelazaba con la de ella. Volteó a verla y le levantó el velo. Su mirada congeló el tiempo. Le dio un tierno beso. El Padre les daba la bendición. Ella puso la cruz con la flor en su mano y en un susurro le dijo: “para mi nieta”.

Los ladridos de Coco por fin hicieron que volviera en sí. En su mente la bendición se mezclaba con las palabras de la abuela.

Tras mucho esfuerzo logró ponerse de pie. Pensó en despertar a su hijo, pero a duras penas podía sostenerse, menos subir al segundo nivel. Y no hubiera servido de nada. Él sabía que una fuerza extraña los tendría a todos sumergidos en un letargo.

Encendió la linterna y tomó la Cruz de la Abuela. Trató de correr hacia donde Coco ladraba desesperadamente.

Al acercarse a la puerta del patio, cerró los ojos con fuerza y apretó la cruz, la barrera que detenía al perro desapareció y este se abalanzó en la oscuridad de la noche.

6

El empujón que le dio el perro al pasar a su lado hizo que cayera sentada en el duro suelo. Desapareció la visión del campo. Era de noche y Coco se abalanzaba contra la criatura parada frente a ella, que ya no era ningún hombrecillo, ahora se trataba de una especie de perro flaco parado en dos patas, quien con un golpe de su brazo huesudo lo tiró hacia un lado.

–¡Coco! –gritó.

Vio al ser que mostraba sus dientes de animal. Unas cuencas vacías donde debían estar los ojos, la aterraron, esa oscuridad era más profunda que la noche que la rodeaba, sentía todo el odio y furia que emanaban. Pero no era hacia ella. Giró hacia donde veía. Por un instante, vio a una mujer vestida de blanco parada en el umbral de la puerta. Fue fugaz, ya que el perro arremetió de nuevo contra la criatura. Este le tiró otro manotazo que lo hizo chillar, Niki entró en pánico, mientras se ponía de pie y con llanto en los ojos le gritaba: –¡No le pegues a Coco!

–Entrate a la casa –gritó el abuelo, al llegar con mucho esfuerzo a su lado, tomó a Coco por el collar. El ser, de un brinco se había posado sobre la pared. El perro le seguía ladrando.

Se alejaron solo unos pasos, Niki no podía dejar de ver esas cuencas vacías. Él no se movía.

–Agarrá a Coco –le dijo el abuelo.

La niña obedeció.

–¡Nunca vuelvas! –le gritó a la criatura con la cruz en alto.

Giró hacia la niña y le colocó la Cruz de la Abuela al cuello. Al sentir el peso de la reliquia que le colgaba, por fin pudo bajar la vista, tomó la cruz y vio la flor de plata, sintió su peso, la apretó con fuerza y luego le gritó a la criatura:

–¡Ya oíste a mi Abue! ¡Nunca vuelvas!

Fue en ese momento que con un horrible gruñido desapareció.

Entraron y cerraron la puerta.

–¿Qué pasa? –dijo papá desde la escalera.

Niki comenzó a sollozar. Coco le lamía la mano, ella se bajó y abrazó al animal. “Pobrecito Coco” le repetía.

–Nada –respondió el abuelo, que consideraba inútil hablar de ciertos temas con su hijo. Le sobó a Niki la cabeza, como siempre lo hacía–. Solo vio un animal –concluyó.

Esa noche colocó en la habitación de la niña, una pequeña luz a baterías, que simulaba una veladora y se sentó al lado de la cama.

Aún era de noche, cuando con un sobresalto Niki se despertó. Vio a todos lados, en la habitación la tranquilidad reinaba. Quedó sentada un instante en la cama. El abuelo estaba dormido en la silla, la luz se reflejaba en su rostro. Coco a sus pies. Se sintió protegida.

–Gracias Abue –dijo en un susurro–, gracias Coco –repitió sobando al perro, que no se inmutó. Al arroparse de nuevo besó la flor en la cruz y dijo–. A ti también abuelita.

Fin.

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Fotografía de Guatemala

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