Estoy en la oscuridad, el escamoso cuerpo de la enorme serpiente me rodea; trato de luchar para soltarme, pero la bestia se desliza y aprieta con sádica lentitud. Mis órganos se comprimen; el grito se ahoga en mi garganta, mientras retumba el crujir de cada hueso al romperse…

No sé qué hora es, quizá entre siete y siete treinta. Los pequeños rayos del sol se van filtrando por la ventana. Respiro profundo. El recuerdo de la pesadilla se desvanece. Con dificultad me levanto de la cama y me dirijo a la cocina del pequeño apartamento. El ambiente es pesado. En un viejo horno de microondas caliento agua en una taza manchada.

Yenny está dormida. Anoche volvió a discutir por teléfono, ya no pregunto con quién.

Al inicio de la cuarentena, me pareció una gran idea que se mudara conmigo. A pesar de las protestas de su madre y las críticas de su hermana.

La soleada mañana de ese domingo de marzo. Yo dejaba una caja sobre la mesa y mi mente divagaba no recuerdo en qué. Un instante de silencio. Vi hacia la puerta y allí estaba, en el umbral, con una sonrisa y una maleta; abrazaba un osito verde con pantalón de lona y tirantes multicolores ya gastados por los años, le faltaba uno de sus ojos de botón. Al verla allí noté su mirada nerviosa que buscaba en mí dónde refugiarse. Con una sonrisa traté, sin mucho éxito, darle la seguridad que necesitaba. Pero creo que en mi mirada solo se reflejaron mis propias inseguridades. Pasamos ese día en la cama, abrazados muy juntos; sentí su cuerpo temblar; sentí mi corazón latir en cada beso, en cada caricia. El roce de su cálida piel fue disipando mis temores.

Su familia, muy conservadora, le reprochan la decisión de que viviéramos juntos. Aunque, por lo que pude averiguar sus abuelos simplemente se “juntaron” allá en el pueblo. Eso era muy común antes, pensaba mientras que sin poder evitarlo, oía la enésima discusión con su hermana mayor, ya casada. Su padre también es de la idea de que se ha precipitado, pero a diferencia del resto de la familia, él siempre ha sido una persona práctica y no la sermonea.

Tras unos minutos, el pitillo del horno me regresa a la pequeña mesa. Saco la taza y preparo mi café de la mañana y lo bebo a sorbos.

Mi mirada se pierde, como ya se ha vuelto costumbre, en el almanaque sujeto con un clavo en la pared. Es uno de esos a los que se van arrancando las hojas. Y cada una tiene una foto impresa en la parte superior y en la inferior los días del mes. Ya estamos en septiembre, sin embargo, aún conservo la de marzo. Ella dice que debería estar la que corresponde, pero no puedo. La de marzo muestra el Volcán de Agua desde el Cerro de la Cruz, en La Antigua Guatemala.

Nunca fui de temperamento artístico y la foto, que por clásica ya es de lo más común, no me interesa por sí misma. Me dejo absorber por el valle que se extiende frente a aquella vieja cruz, me adentro en ese vacío en que el viento mueve las nubes sobre el volcán y la ciudad se adormece en una fresca tarde de verano.

Sentado desde la mesa, volteo al dormitorio con la puerta abierta. Está desnuda, girada hacia la pared con las sábanas amontonadas en los pies. La tenue luz que entra por la persiana dibuja ondulantes franjas en su espalda, el viejo osito descansa sobre mi almohada; ya ha reclamado su lugar en la cama; su ojo de botón me mira con indiferencia.

Ella tiene veinte años. Sin embargo, aún mantiene ciertos caprichos de adolescente que solo una madre puede soportar. En una cena, el drama se debió al retraso de quince minutos en la entrega de una pizza. Me pareció una tontería, pero le dio por estar enojada toda la noche. Pensé que tal vez solo quería pelear por algo. La rutina se vuelve opresiva cuando no puedes salir y convierte en válida cualquier excusa que rompa la pesadez de estos invariables días. El problema fue que terminó por ponerme de mal humor y lo que prometía ser una agradable velada, acabó con cada uno por su lado.

Durante las reuniones virtuales, sin intensión, nos interrumpimos constantemente, sobre todo si son a la misma hora. El tiempo pasa, entre informes que van y vienen, cursos universitarios frente a la computadora. Durante el horario de home office, nos mantenemos cada uno en sus asuntos, ella en la habitación yo en la mesita, entonces, podemos hablar con amigos a distancia, ese tiempo es un descanso de nosotros mismos.

Las noticias, que al principio anunciaban una luz al final del camino, ahora cada vez más informan que la luz se está apagando. Este apartamento con dificultad puede decirse que es para una persona. Ahora que es “nuestro”, no resisto el agobio de las paredes que cada día se estrechan. Agradezco de no tener hijos; sería insoportable.

La quiero mucho, pero cada día que pasa estoy cayendo en la cuenta de que no estamos preparados para vivir juntos; o quizá sean los lamentos de su madre o las constantes discusiones con su hermana las que han empezado mellar en nuestras vidas.

Durante la noche, las conversaciones están empezando a escasear, el clásico, ¿Cómo te fue en la oficina? no funciona. Tratamos de hacer cosas en común, pero también se agotan. El asfixiante reducto en el que estamos cautivos, junto con el transcurrir de esta monótona existencia, ahoga aquella profunda pasión con la que estrechábamos nuestros cuerpos y, de forma irremediable, desfigura y convierte los profundos encuentros sexuales en un simple hábito complaciente; en algo que hay que hacer antes de dormir.

Mientras bebo mi café, se despierta y se sienta en la cama. En mi cabeza resuena la advertencia de “no salir, si no es necesario”. Pero hoy más que nunca, siento la imperiosa necesidad de hacerlo. El olor a encierro me sofoca.

Veo la foto, estoy sentado en el pedestal de la cruz y una suave brisa sopla entre los árboles. Hoy será un día caluroso. Una nube tapa el sol; está oscuro.

Fin

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