H. P. Lovecraft Archives - Cultura Quetzal https://culturaquetzal.com/tag/h-p-lovecraft/ Cultura Quetzal Sun, 17 Mar 2024 08:34:08 +0000 es hourly 1 https://wordpress.org/?v=6.5.3 https://i0.wp.com/culturaquetzal.com/wp-content/uploads/2023/12/cropped-logoCQ_2.png?fit=32%2C32&ssl=1 H. P. Lovecraft Archives - Cultura Quetzal https://culturaquetzal.com/tag/h-p-lovecraft/ 32 32 214518998 La música de Erich Zann https://culturaquetzal.com/2024/03/17/la-musica-de-erich-zann/ https://culturaquetzal.com/2024/03/17/la-musica-de-erich-zann/#respond Sun, 17 Mar 2024 08:20:32 +0000 https://culturaquetzal.com/?p=1118 Por H. P. Lovecraft He examinado varios planos de la ciudad con suma atención, pero no he vuelto a encontrar la Rue d´Auseil. No me he limitado a manejar mapas modernos, pues sé que los nombres cambian con el paso del tiempo. Muy al contrario, me he sumergido a fondo en todas las antigüedades del […]

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Por H. P. Lovecraft

He examinado varios planos de la ciudad con suma atención, pero no he vuelto a encontrar la Rue d´Auseil. No me he limitado a manejar mapas modernos, pues sé que los nombres cambian con el paso del tiempo. Muy al contrario, me he sumergido a fondo en todas las antigüedades del lugar y he explorado en persona todos los rincones de la ciudad, cualquiera que fuese su nombre, que pudiera responder a la calle que en otro tiempo conocí como Rue d´Auseil. Pero a pesar de todos mis esfuerzos, no deja de ser una frustración que no haya podido dar con la casa, la calle o siquiera el distrito en donde, durante mis últimos meses de depauperada vida como estudiante de metafísica en la universidad, oí la música de Erich Zann.

Que me falle la memoria no me sorprende lo más mínimo, pues mi salud, tanto física como mental, se vio gravemente trastornada durante el período de mi estancia en la Rue d´Auseil y no recuerdo haber llevado allí a ninguna de mis escasas amistades. Pero que no pueda volver a encontrar el lugar resulta extraño a la vez que me deja perplejo, pues estaba a menos de media hora andando de la universidad y se distinguía por unos rasgos característicos que difícilmente podría olvidar quien hubiese pasado por allí. Lo cierto es que jamás he encontrado a nadie que haya estado en la Rue d´Auseil.

La Rue d´Auseil quedaba al otro lado de un oscuro río bordeado de empinados almacenes de ladrillo con los cristales de las ventanas empañados, y se accedía a ella por un macizo puente de piedra ennegrecida. Estaba siempre lóbrego el curso de aquel río, como si el humo procedente de las fábricas vecinas impidiera el paso de los rayos del sol a perpetuidad. Las aguas despedían, asimismo, un hedor que no he vuelto a percibir en ninguna otra parte y que quizás algún día me ayude a dar con el lugar que busco, pues estoy seguro de que reconocería ese olor al instante. Al otro lado del puente podían verse una serie de calles adoquinadas y con raíles; luego venía la subida, gradual al principio, pero de una pendiente increíble a la altura de la Rue d´Auseil.

Jamás he visto una calle más angosta y empinada como la Rue d´Auseil. Cerrada a la circulación rodada, casi era un precipicio consistente en algunos lugares en tramos de escaleras que culminaban en la cresta en un impresionante muro cubierto de hiedra. El pavimento era irregular: unas veces losas de piedra, otras adoquines y a veces pura y simple tierra con incrustaciones de vegetación de un color verdoso y grisáceo. Las casas altas, con los tejados rematados en pico, increíblemente antiguas y estaban inclinadas a la buena de Dios hacia delante o hacia un lado. De vez en cuando podían verse dos casas con las fachadas frente por frente e inclinadas hacia delante, hasta el punto de formar casi un arco en medio de la calle; lógicamente, apenas luz alguna llegaba al suelo que había debajo de ellas. Entre las casas de uno y otro lado de la calle había unos cuantos puentes elevados.

Los vecinos de aquella calle me producían una extraña impresión. Al principio pensé que era debido a su natural silencioso y taciturno, pero luego lo atribuí al hecho de que todos allí eran ancianos. No sé cómo pude ir a parar a semejante calle, pero no fui yo ni mucho menos el único que se mudó a vivir a aquel lugar. Había vivido en muchos sitios destartalados, de los que siempre me había visto desalojado por no poder pagar la renta, hasta que finalmente un día me di de bruces con aquella casa medio en ruinas de la Rue d´Auseil que guardaba un paralítico llamado Blandot. Era la tercera casa según se miraba desde la parte superior de la calle, y la más alta de todas con diferencia.

Mi habitación estaba en el quinto piso. Era la única habitada en aquella planta, pues la casa estaba prácticamente vacía. La noche de mi llegada oí una música extraña procedente de la buhardilla que tenía justo encima, y al día siguiente inquirí al viejo Blandot por el intérprete de aquella música. Me dijo que la persona en cuestión era un anciano violinista de origen alemán, un hombre mudo y un tanto extraño, que firmaba con el nombre de Erich Zann y que por las noches tocaba en una orquestilla teatral. Y añadió que la afición de Zann a tocar por la noches a la vuelta del teatro era el motivo que le había llevado a instalarse en aquella alta y solitaria habitación abuhardillada, cuya ventana de gablete era el único punto de la calle desde el que podía divisarse el final del muro en declive y la panorámica que se ofrecía del otro lado del mismo.

En adelante no hubo noche que no oyera a Zann, y, aunque su música me mantenía despierto, había algo extraño en ella que me turbaba. No obstante ser yo escasamente conocedor de aquel arte, estaba convencido de que ninguna de sus armonías tenía nada que ver con la música que había oído hasta entonces, de lo que deduje que tenía que tratarse de un compositor de singular talento. Cuanto más la escuchaba más me atraía aquella música, hasta que al cabo de una semana decidí darme a conocer a aquel anciano.

Una noche, cuando Zann regresaba del trabajo, le salí al paso del rellano de la escalera y le dije que me gustaría conocerlo y acompañarlo mientras tocaba. Era pequeño de estatura, delgado y andaba algo encorvado, con la ropa desgastada, ojos azules, una expresión entre grotesca y satírica y prácticamente calvo. Su reacción ante mis primeras palabras fue violenta a la vez que temerosa. Con todo, el talante amistoso de mis maneras acabó por aplacarlo, y a regañadientes me hizo señas para que lo siguiera por la oscura, agrietada y desvencijada escalera que llevaba a la buhardilla. Su habitación, una de las dos que había en aquella buhardilla de techo inclinado, estaba orientada al oeste, hacia el muro que formaba el extremo superior de la calle. Era de grandes dimensiones, y aun parecía mayor por la total desnudez y abandono en que se encontraba. Por todo mobiliario había una delgada armadura metálica de cama, un deslustrado lavamanos, una mesita, una gran estantería, un atril y tres anticuadas sillas. Apiladas en desorden por el suelo se veían multitud de partituras. Las paredes eran de tableros desnudos, y lo más probable es que no hubieran sido revocadas en la vida; por otro lado, la abundancia de polvo y telarañas por doquier hacían que el lugar pareciese más abandonado que habitado. En suma, el bello mundo de Erich Zann debía sin duda encontrarse en algún remoto cosmos de su imaginación.

Indicándome por señas que me sentara, mi anciano y mudo vecino cerró la puerta, echó el gran cerrojo de madera y encendió una vela para aumentar la luz de la que ya portaba consigo. A continuación, sacó el violín de la apolillada funda y, cogiéndolo entre las manos, se sentó en la menos incómoda de las sillas. No utilizó para nada el atril, pero, sin darme opción y tocando de memoria, me deleitó por espacio de más de una hora con melodías que sin duda debían ser creación suya. Tratar de describir su exacta naturaleza es prácticamente imposible para alguien no versado en música. Era una especie de fuga, con pasajes reiterados verdaderamente embriagadores, pero en especial para mí por la ausencia de las extrañas notas que había oído en anteriores ocasiones desde mi habitación.

No se me iban de la cabeza aquellas obsesivas notas, e incluso a menudo las tarareaba y silbaba para mis adentros aunque sin gran precisión, así que cuando el solista depuso finalmente el arco le rogué que me las interpretara. Nada más oír mis primeras palabras aquella arrugada y grotesca faz perdió la expresión benigna y ausente que había tenido durante toda al interpretación, y pareció mostrar la misma curiosa mezcolanza de ira y temor que cuando lo abordé por vez primera. Por un momento intenté recurrir a la persuasión, disculpando los caprichos propios de la senilidad; hasta traté de despertar los exaltados ánimos de mi anfitrión silbando unos acordes de la melodía escuchada la noche precedente. Pero al instante hube de interrumpir mis silbidos, pues cuando el músico mudo reconoció la tonada su rostro se contorsionó de repente adquiriendo una expresión imposible de describir, al tiempo que alzaba su larga, fría y huesuda mano instándome a callar y no seguir la burda imitación. Y al hacerlo demostró una vez más su rareza, pues echó una mirada expectante hacia la única ventana con cortinas, como si temiera la presencia de algún intruso; una mirada doblemente absurda pues la buhardilla estaba muy por encima del resto de los tejados adyacentes, lo que la hacía prácticamente inaccesible, y además, por lo que había dicho el portero, la ventana era el único punto de la empinada calle desde el que podía verse la cumbre por encima del muro.

La mirada del anciano me hizo recordar la observación de Blandot, y de repente se me antojó satisfacer mi deseo de contemplar la amplia y vertiginosa panorámica de los tejados a la luz de la luna y las luces de la ciudad que se extendían más allá de la cumbre, algo que de entre todos los moradores de la Rue d´Auseil sólo le era dado ver a aquel músico de avinagrado carácter. Me acerqué a la ventana y estaba ya a punto de correr las indescriptibles cortinas cuando, con una violencia y terror aún mayores que los de hasta entonces había hecho gala, mi mudo vecino se abalanzó de nuevo sobre mí, esta vez indicándome con gestos de la cabeza la dirección de la puerta y esforzándose agitadamente por alejarme de allí con ambas manos. Ahora, decididamente enfadado con mi vecino, le ordené que me soltara, que no pensaba permanecer allí ni un momento más. Viendo lo agraviado y disgustado que estaba, me soltó a la vez que su ira remitía. Al momento, volvió a agarrarme con fuerza, pero esta vez en tono amistoso, y me hizo sentarme en una silla; luego, con aire meditabundo, se acercó a la desordenada mesa, cogió un lápiz y se puso a escribir en un francés forzado, propio de un extranjero.

La nota que finalmente me extendió era una súplica en la que reclamaba tolerancia y perdón. En ella, Zann decía ser un solitario anciano afligido por extraños temores y trastornos nerviosos relacionados con su música, amén de otros problemas. Le encantaba que escuchara su música, y deseaba que volviera más noches y no le tomara en cuenta sus rarezas. Pero no podía tocar para otros sus extraños acordes ni tampoco soportar que los oyeran; asimismo, tampoco podía aguantar que otros tocaran en su habitación. No había sabido, hasta nuestra conversación en el rellano de la escalera, que desde mi habitación podía oír su música, y me rogaba encarecidamente que hablase con Blandot para que me diera una habitación en un piso más bajo donde no pudiera oírlo por la noche. Cualquier diferencia en el precio del alquiler correría de su cuenta.

Mientras trataba de descifrar el execrable francés de aquella nota, mi compasión hacia aquel pobre hombre fue en aumento. Era, al igual que yo, víctima de trastornos físicos y nerviosos, y mis estudios de metafísica me habían enseñado que en tales casos se requería comprnesión más que nada. En medio de aquel silencio se oyó un ligero ruido procedente de la ventana; el viento nocturno debió hacer resonar la persiana, y por alguna razón que se me escapaba di un respingo casi tan brusco como el de Erich Zann. Cuando terminé de leer la nota, le di la mano a mi vecino y salí de allí en calidad de amigo suyo.

Al día siguiente Blandot me dio una habitación algo más cara en el tercer piso, situado entre la pieza de un anciano prestamista y la de un honrado tapicero. En el cuarto piso no vivía nadie.

No tardé en darme cuenta de que el interés mostrado por Zann en que le hiciera compañía no era lo que creí entender cuando me persuadió a mudarme del quinto piso. Nunca me llamó para que fuera a verlo, y cuando lo hacía parecía encontrarse a disgusto y tocaba con desgana. Las veladas siempre tenían lugar de noche, pues durante el día dormía y no admitía visitas. Mi afecto hacia él no aumentó, aunque parecía como si aquella buhardilla y la extraña música que tocaba mi vecino ejercieran una extraña fascinación sobre mí. No se me había ido de la cabeza el indiscreto deseo de mirar por aquella ventana y ver qué había por encima del muro y abajo, en la invisible pendiente con los rutilantes tejados y chapiteles que debían divisarse desde allí. En cierta ocasión subí a la buhardilla en horas de teatro, mientras Zann estaba fuera, pero la puerta tenía echado el cerrojo. Para lo que sí me las arreglé, en cambio, fue para oír las interpretaciones nocturnas de aquel anciano mudo. Al principio, iba de puntillas hasta mi antiguo quinto piso, y con el tiempo me atreví incluso a subir el último y chirriante tramo de la escalera que llevaba hasta la buhardilla. Allí, en el angosto rellano, al otro lado de la atrancada puerta que tenía el agujero de la cerradura tapado, pude oír con relativa frecuencia sonidos que me embargaron con un indefinible temor, ese temor a algo impreciso y misterioso que se cierne sobre uno. No es que los sonidos fuesen espantosos, pues ciertamente no lo eran, sino que sus vibraciones no guardaban parangón alguno con nada de este mundo, y a intervalos adquirían una calidad sinfónica que difícilmente podría imaginarme proviniese de un solo músico. No había duda, Erich Zann era un genio de irresistible talento. A medida que pasaban las semanas las interpretaciones fueron adquiriendo un ritmo más frenético, y el semblante del anciano músico fue tomando un aspecto cada vez más demacrado y huraño digno de la mayor compasión. Ya no me dejaba pasar a verlo, fuese cual fuese la hora a que llamara, y me rehuía siempre que nos encontrábamos en la escalera.

Una noche, mientras escuchaba desde la puerta, oí al chirriante violín dilatarse hasta producir una caótica babel de sonidos, un pandemonio que me habría hecho dudar de mi propio juicio si desde el otro lado de la atrancada puerta no me hubiera llegado una lastimera prueba de que el horror era auténtico: el espantoso e inarticulado grito que sólo la garganta de un mudo puede emitir, y que sólo se alza en los momentos en que la angustia y el miedo son más irresistibles. Golpeé repetidas veces en la puerta, pero no percibí respuesta. Luego, aguardé en el oscuro rellano, temblando de frío y miedo, hasta que oí los débiles esfuerzos del desventurado músico por incorporarse del suelo con ayuda de una silla. Creyendo que recuperaba el sentido tras haber sufrido un desmayo, renové mis golpes al tiempo que profería en voz alta mi nombre con objeto de tranquilizarle. Oí a Zann tambaleándose hasta llegar a la ventana y cerrar las cortinas y el bastidor, y luego dirigirse dando traspiés hacia la puerta, que abrió de forma vacilante para dejarme paso. Esta vez saltaba a la vista que estaba encantado de tenerme a su lado, pues su descompuesta cara resplandecía de alivio mientras me agarraba del abrigo, como haría un niño de las faldas de su madre.

Presa de patéticos temblores, el anciano me hizo sentarme en una silla mientras él se dejaba caer en otra, junto a la que se encontraban tirados por el suelo el violín y el arco. Durante algún tiempo permaneció inactivo, haciendo extrañas inclinaciones de cabeza, pero dando la paradójica impresión de escuchar intensa y temerosamente. A continuación, pareció recobrar el ánimo, y sentándose en una silla junto a la mesa escribió una breve nota, me la entregó y volvió a la mesa, poniéndose a escribir frenética e incesantemente. En la nota me imploraba que, por compasión hacia él y si quería satisfacer mi curiosidad, no me levantara de donde estaba hasta que él acabase de redactar un exhaustivo informe en alemán sobre los prodigios y temores que le asediaban. En vista de ello, permanecí allí sentado mientras el lápiz del anciano mudo corría sobre el papel.

Habría transcurrido ya una hora, y yo seguía allí esperando mientras el anciano músico proseguía escribiendo febrilmente y las hojas se apilaban unas sobre otras, cuando, de repente, Zann dio un respingo como si hubiera recibido una fuerte sacudida. No cabía error; sus ojos miraban a la ventana con la cortina echada y escuchaba en medio de grandes temblores. Luego, creí oír un sonido, esta vez no era horrible sino que, muy al contrario, se asemejaba a una nota musical extraordinariamente baja e infinitamente lejana, como si procediera de algún músico que habitase en alguna de las casas próximas o en una vivienda allende el imponente muro por encima del cual nunca conseguí mirar. El efecto que le produjo a Zann fue terrible, pues, soltando el lápiz, se levantó al instante, cogió el violín entre las manos y se puso a desgarrar la noche con la más frenética interpretación que había oído salir de su arco, a excepción de cuando lo escuchaba del otro lado de la atrancada puerta.

Sería inútil intentar describir lo que tocó Erich Zann aquella espantosa noche. Era infinitamente más horrible que todo lo que había oído hasta entonces, pues ahora podía ver la expresión dibujada en su rostro y podía advertir que en esta ocasión el motivo era el temor llevado a su máxima expresión. Trataba de emitir un ruido con el fin de alejar, o acallar algo, qué exactamente no sabría decir, pero en cualquier caso debía tratarse de algo pavoroso. La interpretación alcanzó caracteres fantásticos, histéricos, de auténtico delirio, pero sin perder ni una sola de aquellas cualidades de magistral genio de que estaba dotado aquel singular anciano. Reconocí la melodía -una frenética danza húngara que se había hecho popular en los medios teatrales-, y durante unos segundos reflexioné que aquélla era la primera vez que oía a Zann interpretar una composición de otro autor.

Cada vez más alto, cada vez más frenéticamente, ascendía el chirriante y lastimero alarido de aquel desesperado violín. El solista emitía unos ruidos extraños al respirar y se contorsionaba cual si fuese un mono, sin dejar de mirar temerosamente a la ventana con la cortina echada. En aquellos frenéticos acordes creía ver sombríos faunos y bacantes que bailaban y giraban como posesos en abismos desbordantes de nubes, humo y relámpagos. Y luego me pareció oír una nota más estridente y prolongada que no procedía del violín; una nota pausada, deliberada, intencional y burlona que venía de algún lejano lugar en dirección oeste.

En este trance, la persiana comenzó a batir con fuerza debido a un viento nocturno que se había levantado en el exterior, como si fuese en respuesta a la furiosa música que se oía dentro. El chirriante violín de Zann se superó a sí mismo y se lanzó a emitir sonidos que jamás pensé que pudieran salir de las cuerdas de un violín. La persiana trepidó con más fuerza, se soltó y comenzó a golpear con estrépito la ventana. Como consecuencia de los persistentes impactos en su superficie el cristal se hizo añicos, dejando entrar una bocanada de aire frío que hizo chisporrotear la llama de las velas y crujir las hojas de papel que había sobre la mesa en que Zann intentaba poner por escrito su abominable secreto. Eché una mirada a Zann y comprobé que estaba totalmente absorto en su tarea. Sus ojos estaban inflamados, vidriosos y ausentes, y la frenética música había acabado transformándose en una orgía desenfrenada e irreconociblemente automática que ninguna pluma podría siquiera intentar describir.

Una repentina bocanada, más fuerte que las anteriores, arrebató el manuscrito y se lo llevó hacia la ventana. Preso de la desesperación, me lancé tras las cuartillas que volaban por la habitación, pero ya se las había llevado el viento antes de conseguir llegar yo a las abatidas hojas de la ventana. En aquel momento recordé mi deseo aún insatisfecho de mirar desde aquella ventana, la única de la Rue d´Auseil desde la que podía verse la ladera que había al otro lado del muro y la urbe extendida a sus pies. La oscuridad era total, pero las luces de la ciudad estaban continuamente encendidas de noche por lo que esperaba poder verlas por entre la cortina de lluvia y viento. Pero cuando miré desde la ventana más alta de la buhardilla, mientras las velas seguían chisporroteando y el enajenado violín competía con los aullidos del nocturnal viento, no vi ciudad alguna debajo de mí ni percibí el resplandor de ninguna luz cordial procedente de calles conocidas, sino únicamente la oscuridad del espacio sin límites, un espacio lleno de música y movimiento, sin parecido alguno con ningún otro rincón de la tierra. Y mientras permanecía allí de pie contemplando con espanto aquel inimaginable espectáculo, el viento apagó las dos velas que iluminaban aquella vieja buhardilla, sumiéndolo todo en la más brutal e impenetrable oscuridad. Ante mí no tenía sino el caos y el pandemonio más absoluto; a mi espalda, la endiablada enajenación de aquellos nocturnales desgarros de las cuerdas de violín.

Tambaleándome, volví al oscuro interior de la habitación. Sin poder encender una cerilla, derribé una silla y, finalmente, me abrí paso a tientas hasta el lugar de donde provenían los gritos y aquella increíble música. Debía tratar de escapar de aquel lugar en compañía de Erich Zann, cualesquiera que fuesen las fuerzas que hubiera de vencer. En cierto momento me pareció como si algo frío me rozara y lancé un grito de espanto, pero éste fue sofocado por la música que salía de aquel horrible violín. De repente, en medio de aquella oscuridad total me rozó el arco que no cesaba de rasgar violentamente las cuerdas, con lo que pude advertir que me encontraba cerca del músico. Tanteé con las manos hasta tocar el respaldo de la silla de Zann, seguidamente, palpé y agité su hombro en un intento de hacerlo volver a sus cabales.

Pero Zann no respondió, y, mientras, el violín seguía chirriando sin mostrar la menor intención de parar. Puse la mano sobre su cabeza, logrando detener su mecánica inclinación y le grité al oído que debíamos escaparnos los dos de aquellos ignotos misterios que acechaban en la noche. Pero ni percibí respuesta ni Zann redujo el frenesí de su indescriptible música. Entre tanto, extrañas corrientes de aire parecían correr de un extremo a otro de la buhardilla en medio de la oscuridad y el desorden reinantes. Un escalofrío me recorrió el cuerpo cuando le pasé la mano por el oído, aunque no sabría bien decir por qué… no lo supe hasta que no palpé su cara inmóvil, aquella cara helada, tersa, sin la menor señal de respiración, cuyos vidriosos ojos sobresalían inútilmente en el vacío. Y a renglón seguido, tras encontrar milagrosamente la puerta y el gran cerrojo de madera, me alejé a toda prisa de aquel ser de vidriosos ojos que habitaba en la oscuridad y de los horribles acordes de aquel maldito violín cuya furia incluso aumentó tras mi precipitada salida de aquella estancia.

Salté, conservé el equilibrio, descendí volando las interminables escaleras de aquella tenebrosa casa; me lancé a correr sin rumbo fijo por la angosta, empinada y antigua calle de escalones y desvencijadas casas. Como una exhalación descendí las escaleras y salté por encima del adoquinado pavimento, hasta llegar a las calles de la parte baja y al hediondo y encajonado río; resollando, crucé el gran puente oscuro que conduce a las amplias y saludables calles y bulevares que todos conocemos… todas ellas son terribles impresiones que me acompañarán donde quiera que vaya. Aquella noche, recuerdo, no había viento ni brillaba la luna, y todas las luces de la ciudad resplandecían.

A pesar de mis afanosas pesquisas e indagaciones, no he vuelto a localizar la Rue d´Auseil. Pero no puedo decir que lo sienta demasiado, ya sea por todo esto o por la pérdida en insondables abismos de aquellas hojas con apretada letra que únicamente la música de Erich Zann podría haber explicado.

Fin

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Los Gatos de Ulthar https://culturaquetzal.com/2023/07/23/los-gatos-de-ulthar/ https://culturaquetzal.com/2023/07/23/los-gatos-de-ulthar/#respond Sun, 23 Jul 2023 07:52:40 +0000 https://culturaquetzal.com/?p=862 Por: H. P. Lovecraft Se dice que en Ulthar, que se alza más allá del río Skai, a ningún hombre le está permitido el matar un gato; y eso es algo que puedo muy bien creer cuando contemplo al que se enrosca ronroneando ante el fuego. Ya que el gato es un ser críptico, y […]

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Por: H. P. Lovecraft

Se dice que en Ulthar, que se alza más allá del río Skai, a ningún hombre le está permitido el matar un gato; y eso es algo que puedo muy bien creer cuando contemplo al que se enrosca ronroneando ante el fuego. Ya que el gato es un ser críptico, y está cerca de cosas extrañas que resultan invisibles para el hombre. Es el alma del viejo Egipto, el portador de cuentos sobre las olvidadas ciudades de Meros y Ofir. Es de la estirpe de los señores de la jungla y heredero de los secretos del África antigua y siniestra. La esfinge es su prima, y el gato habla su lenguaje; aunque el primero es más viejo que la segunda y recuerda cuanto ella ha olvidado.

En Ulthar, antes de que los ciudadanos prohibieran matar gatos, vivían un viejo campesino y su esposa, y disfrutaban tendiendo trampas y dando muerte a los gatos de sus vecinos. Por qué lo hacían no se sabe, excepto que hay quien aborrece los maullidos de los gatos durante la noche, y le enferma que merodeen por patios y jardines durante el crepúsculo. Pero, por lo que fuese, ese anciano y su mujer gozaban atrapando y matando a cualquier gato que se aproximara a su chabola; y a juzgar por algunos de los sonidos que se oían tras la caída de la noche, algunos ciudadanos suponían que el medio de muerte empleado debía ser sumamente peculiar. Pero la gente no discutía tales cosas con el viejo y su esposa; tanto por la expresión que se leía habitualmente en sus rostros marchitos como por el hecho de que su casa fuera tan pequeña y estuviera tan oculta en la oscuridad, bajo corpulentos robles, al fondo de un patio descuidado. Realmente, por mucho que los propietarios de gatos odiaran a esa gente extraña, aún los temían más, y en vez de encararlos como asesinos brutales se limitaban a cuidarse de que sus queridas mascotas, o sus cazadores de ratones pudieran extraviarse por la alejada chabola bajo los oscuros árboles. Cuando a causa de algún descuido inevitable se perdía un gato, y aquellos sonidos se alzaban en la oscuridad, el damnificado podía lamentarse impotente o consolarse dando gracias a la suerte de que no se tratase de uno de sus hijos el perdido, ya que la gente de Ulthar era sencilla y no conocía el origen de los gatos.

Un día, una caravana de extraños vagabundos del sur penetró en las estrechas calles adoquinadas de Ulthar. Oscuros viajeros eran, distintos a las demás gentes errabundas que pasaban por el pueblo un par de veces al año. En la plaza del mercado leían el porvenir a cambio de plata y compraban hermosas baratijas a los comerciantes. Nadie sabría decir cuál era la tierra natal de esos viajeros; pero se les había visto rezar extrañas plegarias y los costados de sus carros estaban decorados con exóticas figuras de cuerpo humano y cabezas de gatos, halcones, carneros y leones. Y el jefe de la caravana lucía un tocado con dos cuernos y un curioso disco entre ambos.

En esa pintoresca caravana figuraba un muchachito sin padre ni madre, con tan sólo un diminuto gatito a su cargo. La plaga no había sido benévola con él, aun cuando le había dejado esa pequeña cosa peluda para consolarse en su pena; y cuando uno es muy joven puede encontrar gran alivio en las vivaces trastadas de un gatito negro. Así que el niño a quien el pueblo oscuro llamaba Menes sonreía más a menudo de lo que lloraba al sentarse jugando con su gracioso minino en los peldaños de un carro exóticamente decorado. La tercera mañana de estancia de los trotamundos en Ulthar, Menes no pudo encontrar a su gato; y mientras sollozaba a solas en la plaza del mercado, algunos lugareños le hablaron del anciano y su esposa, así como de los sonidos que se oían durante la noche. Y cuando escuchó tales cosas, el sollozo dejó paso a la reflexión, y finalmente a un ruego. Tendió sus brazos hacia el sol y oró en una lengua que los ciudadanos no podían entender; aunque tampoco se cuidaron demasiado de comprenderla, ya que su atención estaba mayormente vuelta al cielo y a las extrañas formas que iban tomando las nubes. Resultaba muy curioso, porque según el muchachito hubo completado su petición, parecieron formarse sobre las cabezas las sombrías, nebulosas formas de seres exóticos; de híbridas criaturas coronadas con discos flanqueados por cuernos. La naturaleza es pletórica en tales ilusiones, listas para impresionar a los imaginativos.

Esa noche los vagabundos abandonaron Ulthar y nunca volvieron a ser vistos. Y los lugareños se vieron turbados al advertir que en todo el pueblo no podía encontrarse un solo gato. El familiar gato había desaparecido de cada hogar; gatos grandes y pequeños, negros, grises, listados, amarillos y blancos. El viejo Kranón, el burgomaestre, juraba que el pueblo oscuro se los había llevado en venganza por la muerte del gatito de Menes, y maldijo tanto a la caravana como al mozuelo. Pero Nith, el enjuto notario, aventuró que el viejo campesino y su mujer resultaban más sospechosos, ya que su aversión a los gatos era de sobra conocida, y cada vez parecía más audaz. No obstante, nadie osó quejarse a la siniestra pareja, aun cuando el pequeño Atal, el hijo del ventero, juró haber visto al crepúsculo a todos los gatos de Ulthar en ese maldito patio bajo los árboles, desfilando lenta y solemnemente en círculo alrededor de la choza, de a dos, como ejecutando algún desconocido rito de las bestias. Las gentes no sabían si prestar atención a alguien tan pequeño; y aunque temían que la maligna pareja hubiera embrujado a los gatos para matarlos, prefirieron no encararse con el viejo campesino hasta que pudieran pillarle fuera de su oscuro y repulsivo patio. Así que todo Ulthar se acostó lleno de rabia impotente; y cuando la gente despertó al alba… ¡mirad! ¡Cada gato había vuelto a su hogar! Grandes y pequeños, negros, grises, listados, amarillos y blancos, ninguno se había perdido. Los gatos aparecían muy gordos y lustrosos, atronando de ronroneos satisfechos. Los ciudadanos hablaban entre sí sobre el asunto, no poco maravillados. De nuevo, el viejo Kranón insistió en que habían sido retenidos por el pueblo oscuro, ya que no hubieran regresado vivos de la choza del viejo y su mujer.

Pero todos estaban de acuerdo en algo: en que la renuncia de los gatos a comer sus raciones de carne o beber sus platillos de leche resultaba sumamente curioso. Y durante dos días completos, los lustrosos, los perezosos gatos de Ulthar no tocaron su comida, limitándose a dormitar junto al fuego o al sol.

Transcurrió una semana completa antes de que los pueblerinos se percataran de que no se encendían luces tras las polvorientas ventanas de la choza bajo los árboles. Entonces el enjuto Nith apostilló con que nadie había visto al viejo o a su mujer desde la noche en que desaparecieron los gatos. Una semana más tarde, el burgomaestre decidió sobreponerse a sus miedos y acudir, como a un deber, a la morada extrañamente silenciosa; aunque tomó la precaución de hacerse acompañar por Shang el herrero y Thul el picapedrero a modo de testigos. Y cuando hubieron echado abajo la endeble puerta, tan sólo hallaron esto: dos esqueletos humanos, mondos y lirondos, sobre el suelo de tierra, así como gran número de curiosos escarabajos escabulléndose por los rincones en sombras.

Subsecuentemente, hubo muchas discusiones entre los ciudadanos de Ulthar. Zath, el alguacil, discutió largo tiempo con Nith, el enjuto notario; y Kranón y Shang y Thul fueron acosados a preguntas. Incluso Atal, el hijo del ventero, fue interrogado a fondo y recibió una golosina a modo de recompensa. Se habló del viejo campesino y de su esposa, de la caravana de oscuros vagabundos, del pequeño Menes y su gatito negro, de la plegaria de Menes y del cielo durante tal oración, de lo que hicieron los gatos la noche de la partida de la caravana, y de lo que más tarde fue hallado en la choza bajo los árboles oscuros en aquel patio repulsivo.

Y por fin los lugareños aprobaron esa señalada ley que es comentada por los mercaderes en Hatheg y discutida por los viajeros en Nir; a saber, que en Ulthar nadie puede matar a un gato.

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Dagón https://culturaquetzal.com/2023/05/20/dagon/ https://culturaquetzal.com/2023/05/20/dagon/#respond Sat, 20 May 2023 07:26:09 +0000 https://culturaquetzal.com/?p=809 Por: H. P. Lovecraft Escribo esto bajo una considerable tensión mental, ya que al caer la noche mi existencia tocará a su fin. Sin un céntimo, y agotada la provisión de droga que es lo único que me hace soportable la vida, no podré aguantar mucho más esta tortura y me arrojaré por la ventana […]

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Por: H. P. Lovecraft

Escribo esto bajo una considerable tensión mental, ya que al caer la noche mi existencia tocará a su fin. Sin un céntimo, y agotada la provisión de droga que es lo único que me hace soportable la vida, no podré aguantar mucho más esta tortura y me arrojaré por la ventana de esta buhardilla a la mísera calle de abajo. Que mi adicción a la morfina no les lleve a considerarme un débil o un degenerado. Cuando hayan leído estas páginas apresuradamente garabateadas, podrán comprender, aunque no completamente, por qué debo olvidar o morir.

Fue en una de las zonas más abiertas y desoladas del gran Pacífico donde el buque del que yo era sobrecargo fue alcanzado por el cazador de barcos alemán. Entonces la gran guerra se hallaba en sus comienzos y las fuerzas oceánicas del Huno aún no habían llegado a su posterior decadencia; así que nuestra nave fue presa según las convenciones, y su tripulación tratada con el respeto y consideración debida a prisioneros de guerra. De hecho, la disciplina de nuestros captores era tan relajada que cinco días más tarde logré huir en un botecillo con agua y provisiones para bastante tiempo.

Cuando finalmente me encontré con las amarras cortadas y libre, tenía muy poca idea de mi posición. No siendo navegante avezado, tan sólo podía suponer vagamente, por el sol y las estrellas, que me encontraba al sur del ecuador. Desconocía mi longitud, y no había a la vista ni islas ni costas. El tiempo permanecía bueno y durante un número indeterminado de días navegué sin rumbo bajo el sol abrasador, esperando el paso de un barco o la arribada a las playas de alguna tierra habitable. Pero ni barcos ni tierra hacían su aparición, y yo comencé a desesperar en mi soledad, en medio de aquella oscilante inmensidad de azul ilimitado.

El cambio tuvo lugar mientras dormía. Jamás conocí los detalles, ya que mi sueño, aunque problemático y repleto de visiones, fue ininterrumpido. Cuando desperté, lo hice para encontrarme medio hundido en una cenagosa extensión de infernal fango negro que me rodeaba en monótonas ondulaciones hasta tan lejos como llegaba la vista, y en el que mi bote se encontraba embarrancado a cierta distancia.

Aunque podría suponerse que mi primera sensación ante esa prodigiosa e inesperada transformación del paisaje fuese la del asombro, en realidad me encontraba más espantado que perplejo; ya que había en la atmósfera y en el suelo putrefacto una cualidad siniestra que me helaba hasta la médula. La zona era un pudridero de cadáveres de peces descompuestos, así como de otras cosas menos descriptibles que pude ver insinuándose entre el asqueroso légamo de aquella interminable llanura. Quizás no debiera intentar el transcribir con simples palabras la indecible abominación que parecía asentarse en el absoluto silencio y la estérilinmensidad. No había nada al alcance del oído, ni de la vista, excepto una inmensidad de negro limo; y, sin embargo, la absoluta quietud y la monotonía del paisaje me agobiaban con un terror nauseabundo.

El sol llameaba en un cielo que me pareció casi negro en su cruel ausencia de nubes, como reflejando las ciénagas de tinta que había bajo mis pies. Mientras me arrastraba hacia el bote atorado, comprendí que tan sólo había una teoría que pudiera explicar mi situación. Debido a algún cataclismo volcánico sin precedentes, parte del lecho marino debía haber emergido, revelando áreas que parecían haberse mantenido ocultas durante millones de años en las insondables profundidades oceánicas. Tan grande era la extensión de esa nueva tierra alzada bajo mis pies que, por más que aguzase el oído, no se captaba el menor rumor de oleaje. Tampoco había allí ninguna ave marina que se alimentase de los seres muertos.

Durante algunas horas permanecí pensando o cavilando en el bote, que yacía de costado y prestaba una ligera sombra según el sol corría el cielo. Al avanzar el día, el suelo fue perdiendo algo de fluidez, pareciendo en poco tiempo lo bastante seco como para permitir viajar a su través. Esa noche dormí, aunque poco, y al día siguiente preparé un paquete con comida y agua, necesario para una marcha en busca del mar desaparecido, así como de un posible rescate.

A la tercera mañana descubrí que el suelo se encontraba lo bastante seco como para caminar con facilidad. La peste a pescado era exasperante, pero me hallaba demasiado absorto en asuntos de más importancia como para preocuparme por eso, y, resuelto, me puse en marcha hacia una meta desconocida. Durante todo el día avancé siempre hacia el oeste, guiado por un lejano montículo que descollaba sobre las demás elevaciones de aquel desierto ondulado. Acampé aquella noche, y al día siguiente aún estaba en camino hacia el montículo, aunque parecía apenas más próximo que cuando le había avistado por primera vez. El cuarto atardecer alcancé el pie del promontorio, que resultó ser mucho más alto de lo que parecía a distancia; un valle interpuesto hacía aún más pronunciado su relieve sobre la superficie. Demasiado cansado para ascenderlo, me dormí a la sombra de la colina. No sé por qué mis sueños resultaron tan estrafalarios esa noche; pero antes de que la menguante luna, fantásticamente gibosa, se hubiese elevado mucho sobre la llanura oriental, me encontraba despierto, bañado en sudor frío, decidido a no dormir más. Las visiones habidas resultaban demasiado como para atreverse a arrostrarlas de nuevo. Y al resplandor de la luna comprendí cuán necio había sido al viajar de día. Sin el brillo del sol abrasador, mi viaje hubiera resultado menos fatigoso; de hecho, me sentí de nuevo lo bastante fuerte como para acometer el ascenso que había descartada al ocaso. Recogiendo mi hatillo, empecé a subir hacia la cumbre de la elevación.

Ya he comentado que la interminable monotonía de la ondulante llanura era fuente de vago horror para mí, pero creo que mi espanto se vio acrecentado cuando alcancé la cima del montículo y miré al otro lado de un inconmensurable barranco o cañón cuyas negras profundidades la luna, aún no lo bastante alta, no llegaba a iluminar. Me pareció que me encontraba en el borde del mundo, escrutando desde el mismo canto hacia un caos insondable de noche eterna. En mi terror se mezclaban extraños recuerdos del Paraíso perdido, y la espantosa ascensión de Satanás a través de remotas regiones de tinieblas.

Al ascender más la luna, comencé a distinguir que las cuestas del valle no resultaban tan perpendiculares como había supuesto. Salientes y afloramientos de piedra proporcionaban apoyos fáciles y seguros para el descenso, además de que a partir de unos pocos cientos de metros la pendiente se hacía más gradual. Acuciado por un impulso que me resulta difícil de analizar por completo, descendí dificultosamente las rocas y alcancé la más suave ladera de abajo, ojeando aquellas profundidades estigias que la luz aún no había penetrado. Sobre todo, mi atención se vio prendida por un objeto grande y singular de la ladera opuesta, que se alzaba a pico un ciento de metros más adelante; un objeto que relucía blanquecino a los recién llegados rayos de la luna en ascenso. Era tan sólo una gigantesca pieza de roca, como pronto pude cerciorarme; pero yo había tenido una clara idea de que su contorno y ubicación no eran completamente obra de la naturaleza. Un examen más detenido me colmó de indescriptibles sensaciones; ya que a pesar de su enorme tamaño y de que se encontraba situado en un abismo abierto en el fondo de los mares desde la juventud de la tierra, vi más allá de cualquier duda razonable que el extraño objeto era un monolito perfectamente tallado, cuya inmensa mole había conocido el trabajo y quizás la adoración de criaturas vivas y racionales.

Aturdido y espantado, aunque no sin cierto escalofrío de placer propio de un científico o arqueólogo, examiné los alrededores con mayor detenimiento. La luna, ahora próxima al cenit, brillaba de forma extraña y vívida sobre los colosales peldaños que circundaban el abismo, revelando el hecho de que un regato de agua fluía al fondo, perdiéndose de vista en ambos sentidos y casi llegando a lamer mis pies cuando fui a detenerme al pie de la ladera. Al otro lado del barranco, las pequeñas olas golpeteaban la base del ciclópeo monolito, en cuya superficie puede ver entonces cinceladas inscripciones y toscos relieves. La escritura estaba formada por un sistema de jeroglíficos desconocidos para mí, distinto a cuanto hubiera visto en los libros; consistía en su mayor parte en símbolos acuáticos convencionales, tales como peces, anguilas, pulpos, crustáceos, moluscos, ballenas y cosas así. Algunos caracteres, obviamente, representaban seres marinos desconocidos para el mundo moderno, pero cuyos cuerpos en descomposición yo había observado en la llanura surgida del océano.

De entre todo, no obstante, fueron los relieves pictóricos los que más me subyugaron. Visibles con claridad al otro lado del agua interpuesta, gracias a su enorme tamaño, formaban un cúmulo de bajorrelieves cuyos motivos hubieran podido despertar la envidia de un Doré. Creo que podría suponerse que aquellos seres representaban hombres… o al menos, cierta clase de hombres; aunque se mostraba a las criaturas retozando como peces en las aguas de alguna gruta marina, o rindiendo pleitesía en algún santuario monolítico, al parecer también sumergido. No osaré entrar en detalles acerca de sus formas y rostros, ya que el siempre recuerdo me provoca vértigos. Grotescos más allá de la imaginación de un Poe o un Bulwer, resultaban en líneas generales condenadamente humanos a pesar de sus manos y pies palmeados, labios espantosamente gruesos y fofos, vidriosos ojos saltones, así como otros rasgos aún menos agradables de recordar. Cosa bastante curiosa, parecían cincelados sin guardar proporción con su escenario oceánico, ya que una de las criaturas era representada en el acto de matar a una ballena retratada como apenas un poco más grande. Reparé, como digo, en su deformidad y extraña estatura, pero enseguida decidí que se trataba sencillamente de los imaginarios dioses de alguna primitiva tribu de pescadores o marineros; una tribu cuyo último descendiente había muerto antes de que naciera el primer antepasado del hombre de Piltdown o el del Neanderthal. Espantado por este inesperado vistazo a un pasado más allá de la imaginación del más aventurado de los antropólogos, estuve meditando mientras la luna vertía extraños reflejos en el silencioso canal que había ante mí.

Entonces, bruscamente, lo vi. Con tan sólo un ligero chapoteo indicando su llegada a la superficie, el ser apareció sobre las oscuras aguas. Inmenso, semejante a un Polifemo, espantoso, se lanzó como un tremendo monstruo de pesadilla hacia el monolito, al que rodeó con sus gigantescos brazos escamosos al tiempo que abatía su monstruosa cabeza para prorrumpir en algunos sonidos pausados. Creo que enloquecí entonces.

De mi frenético remonte de la ladera y el risco, así como de mi delirante regreso al bote embarrancado, poco es lo que recuerdo. Creo que canté durante largo trecho, y que reía de forma extraña cuando ya no fui capaz de seguir cantando. Guardo confusos recuerdos de una gran tormenta desencadenada algún tiempo después de llegar al bote; y de alguna manera sé que oí retumbar de truenos, así como otros sonidos que la naturaleza profiere tan sólo en sus más desbocados momentos.

Cuando volví de entre las sombras me hallaba en un hospital de San Francisco, llevado allí por el capitán del barco norteamericano que había recogido mi bote en mitad del océano. Había hablado mucho durante mi delirio, pero descubrí que habían prestado escasa atención a mis palabras. Mis salvadores nada sabían de tierras afloradas en el Pacífico, y no vi la necesidad de insistir sobre cosas que sabía no creerían. En cierta ocasión acudí a un famoso etnólogo y lo entretuve con curiosas preguntas acerca de la vieja leyenda filistea de Dagón, el dios-pez; pero advirtiendo enseguida que era irremisiblemente convencional, desistí de mi interrogatorio.

Es durante la noche, sobre todo, cuando la luna es gibosa y menguante, cuando veo al ser. Probé la morfina, pero la droga ha resultado ser tan sólo una solución pasajera y me ha atrapado entre sus garras como esclavo sin esperanza de remisión. Así que voy a acabar con todo, habiendo escrito una relación completa para el conocimiento o la engreída diversión de mis semejantes. A menudo me pregunto si no habrá sido todo una fantasía… un simple monstruo de la fiebre sufrida mientras yacía preso de la insolación y enloquecido en el bote descubierto, tras mi huida del buque de guerra alemán. Eso me digo, pero siempre me viene una espantosa y vívida imagen a modo de respuesta. No puedo pensar en el profundo mar sin estremecerme ante los indescriptibles seres que puede que en este mismo instante estén reptando y removiéndose en sus fondos cenagosos, adorando arcaicos ídolos de piedra y tallando sus propias y detestables imágenes en obeliscos submarinos de rezumante granito.

Sueño con el día en que puedan emerger entre el oleaje y sumergir entre sus garras a los restos de una humanidad débil y agotada por la guerra… el día en que la tierra se hunda y el oscuro lecho marino se alce entre el universal pandemónium. El fin está próximo. Escucho un ruido en la puerta, como si un cuerpo inmenso y resbaladizo se debatiera contra ella. No dará conmigo. Dios, ¡esa mano! ¡La ventana! ¡La ventana!

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Howard Phillips Lovecraft https://culturaquetzal.com/2023/04/01/howard-phillips-lovecraft/ https://culturaquetzal.com/2023/04/01/howard-phillips-lovecraft/#respond Sun, 02 Apr 2023 03:36:30 +0000 https://culturaquetzal.com/?p=700 Howard Phillips Lovecraft nació en Providence, Rhode Island, Estados Unidos, el 20 de agosto de 1890. Fue un escritor estadounidense de ficción de terror y ciencia ficción, considerado uno de los maestros del género de horror cósmico. Lovecraft se crió en una familia acomodada, pero su padre falleció cuando él tenía solo ocho años. Desde […]

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Howard Phillips Lovecraft nació en Providence, Rhode Island, Estados Unidos, el 20 de agosto de 1890. Fue un escritor estadounidense de ficción de terror y ciencia ficción, considerado uno de los maestros del género de horror cósmico.

Lovecraft se crió en una familia acomodada, pero su padre falleció cuando él tenía solo ocho años. Desde entonces, vivió con su madre y sus tías en una casa victoriana de estilo neogótico en el centro de Providence, donde su imaginación empezó a desarrollarse.

Aunque Lovecraft comenzó a escribir poesía en su adolescencia, no fue hasta su madurez que empezó a escribir relatos de ficción. Durante su vida, publicó una gran cantidad de cuentos y ensayos, muchos de los cuales están ambientados en una especie de universo coherente conocido como “el ciclo de Cthulhu”, que incluye obras como “La llamada de Cthulhu” y “En las montañas de la locura”.

A pesar de su influencia en la literatura de horror, Lovecraft tuvo poco éxito comercial en vida, y tuvo que trabajar en empleos ocasionales para sobrevivir. Sin embargo, su trabajo ha sido aclamado por muchos escritores y críticos de literatura, y ha inspirado a numerosos artistas y cineastas.

    Sus principales cuentos son:

    1. “La llamada de Cthulhu” (1928)
    2. “En las montañas de la locura” (1931)
    3. “El caso de Charles Dexter Ward” (1927)
    4. “El horror de Dunwich” (1929)
    5. “La sombra sobre Innsmouth” (1931)
    6. “El color que cayó del cielo” (1927)
    7. “La música de Erich Zann” (1922)
    8. “Los sueños en la casa de la bruja” (1932)
    9. “El que susurraba en las tinieblas” (1930)
    10. “El modelo de Pickman” (1926)

    Estos relatos abarcan algunos de los temas y elementos más icónicos de la obra de Lovecraft, como los dioses antiguos, la locura, la oscuridad en la naturaleza humana y la insignificancia de la humanidad ante los poderes cósmicos.

    Lovecraft murió el 15 de marzo de 1937, a la edad de 46 años, a causa de un cáncer intestinal. Aunque su carrera fue corta, su legado literario ha dejado una marca indeleble en la cultura popular y sigue inspirando a nuevas generaciones de escritores de terror.

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    Los amados muertos https://culturaquetzal.com/2023/03/30/los-amados-muertos/ https://culturaquetzal.com/2023/03/30/los-amados-muertos/#respond Thu, 30 Mar 2023 06:08:25 +0000 https://culturaquetzal.com/?p=696 por H. P. Lovecraft & C. M. Eddy Es media noche. Antes del alba darán conmigo y me encerrarán en una celda negra, donde languideceré interminablemente, mientras insaciables deseos roen mis entrañas y consumen mi corazón, hasta ser al fin uno con los muertos que amo. Mi asiento es la fétida fosa de una vetusta […]

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    por H. P. Lovecraft & C. M. Eddy

    Es media noche. Antes del alba darán conmigo y me encerrarán en una celda negra, donde languideceré interminablemente, mientras insaciables deseos roen mis entrañas y consumen mi corazón, hasta ser al fin uno con los muertos que amo.

    Mi asiento es la fétida fosa de una vetusta tumba; mi pupitre, el envés de una lápida caída y desgastada por los siglos implacables; mi única luz es la de las estrellas y la de una angosta media luna, aunque puedo ver tan claramente como si fuera mediodía. A mi alrededor, como sepulcrales centinelas guardando descuidadas tumbas, las inclinadas y decrépitas lápidas yacen medio ocultas por masas de nauseabunda maleza en descomposición. Y sobre todo, perfilándose contra el enfurecido cielo, un solemne monumento alza su austero chapitel ahusado, semejando el espectral caudillo de una horda fantasmal. El aire está enrarecido por el nocivo olor de los hongos y el hedor de la húmeda tierra mohosa, pero para mí es el aroma del Elíseo. Todo es quietud – terrorífica quietud -, con un silencio cuya intensidad promete lo solemne y lo espantoso.

    De haber podido elegir mi morada, lo hubiera hecho en alguna ciudad de carne en descomposición y huesos que se deshacen, pues su proximidad brinda a mi alma escalofríos de éxtasis, acelerando la estancada sangre en mis venas y forzando a latir mi lánguido corazón con júbilo delirante… ¡Porque la presencia de la muerte es vida para mí!

    Mi temprana infancia fue de una larga, prosaica y monótona apatía. Sumamente ascético, descolorido, pálido, enclenque y sujeto a prolongados raptos de mórbido ensimismamiento, fui relegado por los muchachos saludables y normales de mi propia edad. Me tildaban de aguafiestas y “vieja” porque no me interesaban los rudos juegos infantiles que ellos practicaban, o porque no poseía el suficiente vigor para participar en ellos, de haberlo deseado.

    Como todas las poblaciones rurales, Fenham tenía su cupo de chismosos de lengua venenosa. Sus imaginaciones maledicentes achacaban mi temperamento letárgico a alguna anormalidad aborrecible; me comparaban con mis padres agitando la cabeza con ominosa duda en vista de la gran diferencia. Algunos de los más supersticiosos me señalaban abiertamente como un niño cambiado por otro, mientras que otros, que sabían algo sobre mis antepasados, llamaban la atención sobre rumores difusos y misteriosos acerca de un tataratío que había sido quemado en la hoguera por nigromante.

    De haber vivido en una ciudad más grande, con mayores oportunidades para encontrar amistades, quizás hubiera superado esta temprana tendencia al aislamiento.

    Cuando llegué a la adolescencia, me torné aún más sombrío, morboso y apático. Mi vida carecía de alicientes. Me parecía ser preso de algo que ofuscaba mis sentidos, trababa mi desarrollo, entorpecía mis actividades y me sumía en una inexplicable insatisfacción. Tenía dieciséis años cuando acudí a mi primer funeral. Un sepelio en Fenham era un suceso de primer orden social, ya que nuestra ciudad era señalada por la longevidad de sus habitantes. Cuando, además, el funeral era el de un personaje tan conocido como el de mi abuelo, podía asegurarse que el pueblo entero acudiría en masa para rendir el debido homenaje a su memoria. Pero yo no contemplaba la próxima ceremonia con interés ni siquiera latente. Cualquier asunto que tendiera a arrancarme de mi inercia habitual sólo representaba para mí una promesa de inquietudes físicas y mentales. Cediendo ante las presiones de mis padres, y tratando de hurtarme a sus cáusticas condenas sobre mi actitud poco filial, convine en acompañarles. No hubo nada fuera de lo normal en el funeral de mi abuelo salvo la voluminosa colección de ofrendas florales; pero esto, recuerdo, fue mi iniciación en los solemnes ritos de tales ocasiones.

    Algo en la estancia oscurecida, el ovalado ataúd con sus sombrías colgaduras, los apiñados montones de fragantes ramilletes, las demostraciones de dolor por parte de los ciudadanos congregados, me arrancó de mi normal apatía captando mi atención. Saliendo de mi momentáneo ensueño merced a un codazo de mi madre, la seguí por la estancia hasta el féretro donde yacía el cuerpo de mi abuelo.

    Por primera vez, estaba cara a cara con la Muerte. Observé el rostro sosegado y surcado por infinidad de arrugas, y no vi nada que causara demasiado pesar. Al contrario, me pareció que el abuelo estaba inmensamente contento, plácidamente satisfecho.

    Me sentí sacudido por algún extraño y discordante sentido de regocijo. Tan suave, tan furtivamente me envolvió que apenas puedo determinar su llegada. Mientras rememoro lentamente ese instante portentoso, me parece que debe haberse originado con mi primer vistazo a la escena del funeral, estrechando silenciosamente su cerco con sutil insidia. Una funesta y maligna influencia que parecía provenir del cadáver mismo me aferraba con magnética fascinación. Mi mismo ser parecía cargado de electricidad estática y sentí mi cuerpo tensarse involuntariamente. Mis ojos intentaban traspasar los párpados cerrados del difunto y leer el secreto mensaje que ocultaban. Mi corazón dio un repentino salto de júbilo impío batiendo contra mis costillas con fuerza demoníaca, como tratando de librarse de las acotadas paredes de mi caja torácica.

    Una salvaje y desenfrenada sensualidad complaciente me envolvió. Una vez más, el vigoroso codazo maternal me devolvió a la actividad. Había llegado con pies de plomo hasta el ataúd tapizado de negro, me alejé de él con vitalidad recién descubierta.

    Acompañé al cortejo hasta el cementerio con mi ser físico inundado de místicas influencias vivificantes. Era como si hubiera bebido grandes sorbos de algún exótico elixir… alguna abominable poción preparada con las blasfemas fórmulas de los archivos de Belial. La población estaba tan volcada en la ceremonia que el radical cambio de mi conducta pasó desapercibido para todos, excepto para mi padre y mi madre; pero en la quincena siguiente, los chismosos locales encontraron nuevo material para sus corrosivas lenguas en mi alterado comportamiento. Al final de la quincena, no obstante, la potencia del estímulo comenzó a perder efectividad. En uno o dos días había vuelto por completo a mi languidez anterior, aunque no era total y devoradora insipidez del pasado. Antes, había una total ausencia del deseo de superar la inactividad; ahora, vagos e indefinidos desasosiegos me turbaban. De puertas afuera, había vuelto a ser el de siempre, y los maledicentes buscaron algún otro sujeto más propicio. Ellos, de haber siquiera soñado la verdadera causa de mi reanimación, me hubieran rehuido como a un ser leproso y obsceno.

    Yo, de haber adivinado el execrable poder oculto tras mi corto periodo de alegría, me habría aislado para siempre del resto del mundo, pasando mis restantes años en penitente soledad.

    Las tragedias vienen a menudo de tres en tres, de ahí que, a pesar de la proverbial longevidad de mis conciudadanos, los siguientes cinco años me trajeron la muerte de mis padres. Mi madre fue la primera, en un accidente de la naturaleza mas inesperada, y tan genuino fue mi pesar que me sentí sinceramente sorprendido de verlo burlado y contrarrestado por ese casi perdido sentimiento de supremo y diabólico éxtasis. De nuevo mi corazón brincó salvajemente, otra vez latió con velocidad galopante enviando la sangre caliente a recorrer mis venas con meteórico fervor. Sacudí de mis hombros el fatigoso manto de inacción, sólo para reemplazarlo por la carga, infinitamente más horrible, del deseo repugnante y profano. Busqué la cámara mortuoria donde yacía el cuerpo de mi madre, con el alma sedienta de ese diabólico néctar que parecía saturar el aire de la estancia oscurecida.

    Cada inspiración me vivificaba, lanzándome a increíbles cotas de seráfica satisfacción. Ahora sabía que era como el delirio provocado por las drogas y que pronto pasaría, dejándome igualmente ávido de su poder maligno; pero no podía controlar mis anhelos más de lo que podía deshacer los nudos gordianos que ya enmarañaban la madeja de mi destino.

    Demasiado bien sabía que, a través de alguna extraña maldición satánica, la muerte era la fuerza motora de mi vida, que había una singularidad en mi constitución que sólo respondía a la espantosa presencia de algún cuerpo sin vida. Pocos días más tarde, frenético por la bestial intoxicación de la que la totalidad de mi existencia dependía, me entrevisté con el único enterrador de Fenham y le pedí que me admitiera como aprendiz.

    El golpe causado por la muerte de mi madre había afectado visiblemente a mi padre. Creo que de haber sacado a relucir una idea tan trasnochada como la de mi empleo en otra ocasión, la hubiera rechazado enérgicamente. En cambio, agitó la cabeza aprobadoramente, tras un momento de sobria reflexión. ¡Qué lejos estaba de imaginar que sería el objeto de mi primera lección práctica!.

    También el murió bruscamente, por culpa de alguna afección cardíaca insospechada hasta el momento. Mi octogenario patrón trató por todos los medios de disuadirme de realizar la inconcebible tarea de embalsamar su cuerpo, sin detectar el fulgor entusiasta de mis ojos cuando finalmente logré que aceptara mi condenable punto de vista. No creo ser capaz de expresar los reprensibles, los desquiciados pensamientos que barrieron en tumultuosas olas de pasión mi desbocado corazón mientras trabajaba sobre aquel cuerpo sin vida.

    Amor sin par era la nota clave de esos conceptos, un amor más grande – con mucho – que el que más hubiera sentido hacia él cuando estaba vivo.

    Mi padre no era un hombre rico, pero había poseído bastantes bienes mundanos como para ser lo suficientemente independiente. Como su único heredero, me encontré en una especie de paradójica situación. Mi temprana juventud había sido un fracaso total en cuanto a prepararme para el contacto con el mundo moderno; pero la sencilla vida de Fenham, con su cómodo aislamiento, había perdido sabor para mí. Por otra parte, la longevidad de sus habitantes anulaba el único motivo que me había hecho buscar empleo.

    La venta de los bienes me proveyó de un medio fácil de asegurarme la salida y me trasladé a Bayboro, una ciudad a unos 50 kilómetros. Aquí, mi año de aprendizaje me resultó sumamente útil. No tuve problemas para lograr una buena colocación como asistente de la Gresham Corporation, una empresa que mantenía las mayores pompas fúnebres de la ciudad. Incluso logré que me permitieran dormir en los establecimientos… porque ya la proximidad de la muerte estaba convirtiéndose en una obsesión.

    Me aplique a mi tarea con celo inusitado. Nada era demasiado horripilante para mi impía sensibilidad, y pronto me convertí en un maestro en mi oficio electo. Cada cadáver nuevo traído al establecimiento significaba una promesa cumplida de impío regocijo, de irreverentes gratificaciones, una vuelta al arrebatador tumulto de las arterias que transformaba mi hosco trabajo en devota dedicación… aunque cada satisfacción carnal tiene su precio. Llegué a odiar los días que no traían muertos en los que refocilarme, y rogaba a todos los dioses obscenos de los abismos inferiores para que dieran rápida y segura muerte a los residentes de la ciudad.

    Llegaron entonces las noches en que una sigilosa figura se deslizaba subrepticiamente por las tenebrosas calles de los suburbios; noches negras como boca de lobo, cuando la luna de la medianoche se oculta tras pesadas nubes bajas. Era una furtiva figura que se camuflaba con los árboles y lanzaba esquivas miradas sobre su espalda; una silueta empeñada en alguna misión maligna. Tras una de esas noches de merodeo, los periódicos matutinos pudieron vocear a su clientela ávida de sensación los detalles de un crimen de pesadilla; columna tras columna de ansioso morbo sobre abominables atrocidades; párrafo tras párrafo de soluciones imposibles, y sospechas contrapuestas y extravagantes.

    Con todo, yo sentía una suprema sensación de seguridad, pues ¿quién, por un momento, recelaría que un empleado de pompas fúnebres – donde la Muerte presumiblemente ocupa los asuntos cotidianos – abandonaría sus indescriptibles deberes para arrancar a sangre fría la vida de sus semejantes?

    Planeaba cada crimen con astucia demoníaca, variando el método de mis asesinatos para que nadie los supusiera obra de un solo par de manos ensangrentadas. El resultado de cada incursión nocturna era una extática hora de placer, pura y perniciosa; un placer siempre aumentado por la posibilidad de que su deliciosa fuente fuera más tarde asignada a mis deleitados cuidados en el curso de mi actividad habitual. De cuando en cuando, ese doble y postrer placer tenía lugar…¡Oh, recuerdo escaso y delicioso! Durante las largas noches en que buscaba el refugio de mi santuario, era incitado por aquel silencio de mausoleo a idear nuevas e indecibles formas de prodigar mis afectos a los muertos que amaba…¡los muertos que me daban vida!

    Una mañana, Mr. Gresham acudió mucho más temprano de lo habitual… llegó para encontrarme tendido sobre una fría losa, hundido en un sueño monstruoso, ¡con los brazos alrededor del cuerpo rígido, tieso y desnudo de un fétido cadáver! Con los ojos llenos de entremezcla de repugnancia y compasión, me arrancó de mis salaces sueños. Educada pero firmemente, me indicó que debía irme, que mis nervios estaban alterados, que necesitaba un largo descanso de las repelentes tareas que mi oficio exige, que mi impresionable juventud estaba demasiado profundamente afectada por la funesta atmósfera del lugar. ¡Cuán poco sabía de los demoníacos deseos que espoleaban mi detestable anormalidad! Fui suficientemente juicioso como para ver que el responder sólo le reafirmaría en su creencia de mi potencial locura…resultaba mucho mejor marcharse que invitarle a descubrir los motivos ocultos tras mis actos. Tras eso, no me atreví a permanecer mucho tiempo en un lugar por miedo a que algún acto abierto descubriera mi secreto a un mundo hostil. Vagué de ciudad en ciudad, de pueblo en pueblo. Trabajé en depósitos de cadáveres, rondé cementerios, hasta un crematorio… cualquier sitio que me brindara la oportunidad de estar cerca de la muerte que tanto anhelaba.

    Entonces llegó la Guerra Mundial. Fui uno de los primeros en alistarme y uno de los últimos en volver, cuatro años de infernal osario ensangrentado… nauseabundo légamo de trincheras anegadas de lluvia…mortales explosiones de histéricas granadas…el monótono silbido de balas sardónicas…humeantes frenesíes de las fuentes del Flegetón… letales humaredas de gases venenosos… grotescos restos de cuerpos aplastados y destrozados… cuatro años de trascendente satisfacción.

    En cada vagabundo hay una latente necesidad de volver a los lugares de su infancia. Unos pocos meses más tarde, me encontré recorriendo los familiares y apartados caminos de Fenhman. Deshabitadas y ruinosas granjas se alineaban junto a las cunetas, mientras que los años habían deparado un retroceso igual en la propia ciudad. Apenas había un puñado de casas ocupadas, aunque entre ellas estaba la que una vez yo considerara mi hogar. El sendero descuidado e invadido por malas hierbas, las persianas rotas, los incultos terrenos de detrás, todo era una muda confirmación de las historias que había obtenido con ciertas indagaciones: que ahora cobijaba a un borracho disoluto que arrastraba una mísera existencia con las faenas que le encomendaban algunos vecinos, por simpatía hacia la maltratada esposa y el mal nutrido hijo que compartían su suerte. Con todo esto, el encanto que envolvía los ambientes de mi juventud había desaparecido totalmente; así, acuciado por algún temerario impulso errante, volví mis pasos a Bayboro.

    Aquí, también los años habían traído cambios, aunque en sentido inverso. La pequeña ciudad de mis recuerdos casi había duplicado su tamaño a pesar de su despoblamiento en tiempo de guerra. Instintivamente busqué mi primitivo lugar de trabajo, descubriendo que aún existía, pero con nombre desconocido y un “Sucesor de” sobre la puerta, puesto que la epidemia de gripe había hecho presa de Mr. Gresham, mientras que los muchachos estaban en ultramar.

    Alguna fatídica disposición me hizo pedir trabajo. Comenté mi aprendizaje bajo Mr. Gresham con cierto recelo, pero se había llevado a la tumba el secreto de mi poco ética conducta. Una oportuna vacante me aseguró la inmediata recolocación.

    Entonces volvieron erráticos recuerdos sobre noches escarlatas de impíos peregrinajes y un incontrolable deseo de reanudar aquellos ilícitos placeres. Hice a un lado la precaución, lanzándome a otra serie de condenables desmanes. Una vez más, la prensa amarilla dio la bienvenida a los diabólicos detalles de mis crímenes, comparándolos con las rojas semanas de horror que habían pasmado ala ciudad años atrás. Una vez más la policía lanzó sus redes, sacando entre sus enmarañados pliegues…¡nada!

    Mi sed del nocivo néctar de la muerte creció hasta ser un fuego devastador, y comencé a acortar los períodos entre mis odiosas explosiones. Comprendí que pisaba suelo resbaladizo, pero el demoníaco deseo me aferraba con torturantes tentáculos y me obligaba a proseguir.

    Durante todo este tiempo, mi mente estaba volviéndose progresivamente insensible a cualquier otra influencia que no fuera la satisfacción de mis enloquecidos anhelos. Dejé deslizar, en alguna de esas maléficas escapadas, pequeños detalles de vital importancia para identificarme. De cierta forma, en algún lugar, dejé una pequeña pista, un rastro fugitivo, detrás… no lo bastante como para ordenar mi arresto, pero sí lo suficiente como para volver la marea de sospechas en mi dirección. Sentía el espionaje, pero aun así era incapaz de contener la imperiosa demanda de más muerte para acelerar mi enervado espíritu.

    Enseguida llegó la noche en que el estridente silbato de la policía me arrancó de mi demoníaco solaz sobre el cuerpo de mi postrer víctima, con una ensangrentada navaja todavía firmemente asida. Con un ágil movimiento, cerré la hoja y la guardé en el bolsillo de mi chaqueta. Las porras de la policía abrieron grandes brechas en la puerta. Rompí la ventana con una silla, agradeciendo al destino haber elegido uno de los distritos más pobres como morada. Me descolgué hasta un callejón mientras las figuras vestidas de azul irrumpían por la destrozada puerta. Huí saltando inseguras vallas, a través de mugrientos patios traseros, cruzando míseras casas destartaladas, por estrechas calles mal iluminadas. Inmediatamente, pensé en los boscosos pantanos que se alzaban más allá de la ciudad, extendiéndose unos 60 kilómetros hasta alcanzar los arrabales de Fenham. Si pudiera llegar a esta meta, estaría temporalmente a salvo. Antes del alba me había lanzado de cabeza por el ansiado despoblado, tropezando con los podridos troncos de árboles moribundos cuyas ramas desnudas se extendían como brazos grotescos tratando de estorbarme con su burlón abrazo.

    Los diablos de las funestas deidades a quienes había ofrecido mis idólatras plegarias debían haber guiado mis pasos hacia aquella amenazadora ciénaga.

    Una semana más tarde, macilento, empapado y demacrado, rondaba por los bosques a kilómetro y medio de Fenham. Había eludido por fin a mis perseguidores, pero no osaba mostrarme, a sabiendas de que la alarma debía haber sido radiada. Tenía remota la esperanza de haberlos hecho perder el rastro. Tras la primera y frenética noche, no había oído sonido de voces extrañas ni los crujidos de pesados cuerpos entre la maleza. Quizás habían decidido que mi cuerpo yacía oculto en alguna charca o se había desvanecido para siempre entre los tenaces cenagales. El hambre raía mis tripas con agudas punzadas, y la sed había dejado mi garganta agotada y reseca. Pero, con mucho, lo peor era el insoportable hambre de mi famélico espíritu, hambre del estímulo que sólo encontraba en la proximidad de los muertos. Las ventanas de mi nariz temblaban con dulces recuerdos. No podía engañarme demasiado con el pensamiento de que tal deseo era un simple capricho de la imaginación. Sabía que era parte integral de la vida misma, que sin ella me apagaría como una lámpara vacía. Reuní todas mis restantes energías para aplicarme en la tarea de satisfacer mi inicuo apetito.

    A pesar del peligro que implicaban mis movimientos, me adelanté a explorar contorneando las protectoras sombras como un fantasma obsceno. Una vez más sentí la extraña sensación de ser guiado por algún invisible acólito de Satanás.

    Y aun mi alma endurecida por el pecado se agitó durante un instante al encontrarme ante mi domicilio natal, el lugar de mi retiro de juventud.

    Luego, esos inquietantes recuerdos pasaron. En su lugar llegó el ávido y abrumador deseo. Tras las podridas cercas de esa vieja casa aguardaba mi presa. Un momento más tarde había alzado una de las destrozadas ventanas y me había deslizado por el alféizar. Escuché durante un instante, con los sentidos alerta y los músculos listos para la acción. El silencio me recibió. Con pasos felinos recorrí las familiares estancias, hasta que unos ronquidos estentóreos indicaron el lugar donde encontraría remedio a mis sufrimientos.

    Me permití un vistazo de éxtasis anticipado mientras franqueaba la puerta de la alcoba. Como una pantera, me acerqué a la tendida forma sumida en el estupor de la embriaguez. La mujer y el niño – ¿dónde estarían? -, bueno, podían esperar. Mis engarfiados dedos se deslizaron hacia su garganta…

    Horas más tarde volvía a ser el fugitivo, pero una renovada fortaleza robada era mía. Tres silenciosos cuerpos dormían para no despertar. No fue hasta que la brillante luz del día invadió mi escondrijo que visualicé las inevitables consecuencias de la temeraria obtención de alivio. En ese tiempo los cuerpos debían haber sido descubiertos. Aun el más obtuso de los policías rurales seguramente relacionaría la tragedia con mi huida de la ciudad vecina. Además, por primera vez había sido lo bastante descuidado como para dejar alguna prueba tangible de identidad… las huellas dactilares en las gargantas de mis recientes víctimas.

    Durante todo el día temblé preso de aprensión nerviosa. El simple chasquido de una ramita seca bajo mis pies conjuraba inquietantes imágenes mentales. Esa noche, al amparo de la oscuridad protectora, bordeé Fenham y me interné en los bosques de más allá. Antes del alba tuve el primer indicio definido de la renovada persecución… el distante ladrido de los sabuesos.

    Me apresuré a través de la larga noche, pero durante la mañana pude sentir cómo mi artificial fortaleza menguaba. El mediodía trajo, una vez más, la persistente llamada de la perturbadora maldición y supe que me derrumbaría de no volver a experimentar la exótica intoxicación que sólo llegaba en la proximidad de mis adorados muertos. Había viajado en un amplio semicírculo. Si me esforzaba en línea recta, la medianoche me encontraría en el cementerio donde había enterrado a mis padres años atrás. Mi única esperanza, lo sabía, residía en alcanzar esta meta antes de ser capturado. Con un silencioso ruego a los demonios que dominaban mi destino, me volví encaminando mis pasos en la dirección de mi último baluarte.

    ¡Dios! ¿Pueden haber pasado escasas doce horas desde que partí hacia mi espectral santuario? He vivido una eternidad en cada pesada hora. Pero he alcanzado una espléndida recompensa ¡El nocivo aroma de este descuidado paraje es como incienso para mi doliente alma! Los primeros reflejos del alba clarean en el horizonte. ¡Vienen! ¡Mis agudos oídos captan el todavía lejano aullido de los perros! Es cuestión de minutos que me encuentren y me aparten para siempre del resto del mundo, ¡para perder mis días en anhelos desesperados, hasta que al final sea uno con los muertos que amo!

    ¡No me cogerán! ¡Hay una puerta de escape abierta! Una elección de cobarde, quizás, pero mejor – mucho mejor – que los interminables meses de indescriptible miseria. Dejaré esta relación tras de mí para que algún alma pueda quizás entender por qué hice lo que hice. ¡La navaja de afeitar! Aguardaba olvidada en mi bolsillo desde mi huida de Bayboro. Su hoja ensangrentada reluce extrañamente en la menguante luz de la angosta luna. Un rápido tajo en mi muñeca izquierda y la liberación está asegurada… cálida, la sangre fresca traza grotescos dibujos sobre las carcomidas y decrépitas lápidas… hordas fantasmales se apiñan sobre las tumbas en descomposición… dedos espectrales me llaman por señas… etéreos fragmentos de melodías no escritas en celestial crescendo… distantes estrellas danzan embriagadoramente en demoníaco acompañamiento… un millar de diminutos martillos baten espantosas disonancias sobre yunques en el interior de mi caótico cerebro… fantasmas grises de asesinados espíritus desfilan ante mí en silenciosa burla… abrasadoras lenguas de invisible llama estampan la marca del Infierno en mi alma enferma… no puedo… escribir… más…

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    El árbol de la colina https://culturaquetzal.com/2023/03/22/el-arbol-de-la-colina/ https://culturaquetzal.com/2023/03/22/el-arbol-de-la-colina/#respond Wed, 22 Mar 2023 08:17:50 +0000 https://culturaquetzal.com/?p=690 de H. P. Lovecraft Al sureste de Hampden, cerca de la tortuosa garganta que excava el río Salmón, se extiende una cadena de colinas escarpadas y rocosas que han desafiado cualquier intento de colonización. Los cañones son demasiado profundos, los precipicios demasiado escarpados como para que nadie, excepto el ganado trashumante, visite el lugar. La […]

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    de H. P. Lovecraft

    Al sureste de Hampden, cerca de la tortuosa garganta que excava el río Salmón, se extiende una cadena de colinas escarpadas y rocosas que han desafiado cualquier intento de colonización. Los cañones son demasiado profundos, los precipicios demasiado escarpados como para que nadie, excepto el ganado trashumante, visite el lugar. La última vez que me acerqué a Hampden la región -conocida como el infierno- formaba parte de la Reserva del Bosque de la Montaña Azul. Ninguna carretera comunica este lugar inaccesible con el mundo exterior, y los montañeses dicen que es un trozo del jardín de Su Majestad Satán trasplantado a la Tierra.

    Una leyenda local asegura que la zona está hechizada, aunque nadie sabe exactamente el por qué. Los lugareños no se atreven a aventurarse en sus misteriosas profundidades, y dan crédito a las historias que cuentan los indios, antiguos moradores de la región desde hace incontables generaciones, acerca de unos demonios gigantes venidos del Exterior que habitaban en estos parajes. Estas sugerentes leyendas estimularon mi curiosidad. La primera y, ¡gracias a Dios!, última vez que visité aquellas colinas tuvo lugar en el verano de 1938, cuando vivía en Hampden con Constantine Theunis. El estaba escribiendo un tratado sobre la mitología egipcia, por lo que yo me encontraba solo la mayoría del tiempo, a pesar de que ambos compartíamos un pequeño apartamento en Beacon Street que miraba a la infame Casa del Pirata, construida por Exer Jones hacía sesenta años.

    La mañana del 23 de junio me sorprendió caminando por aquellas siniestras y tenebrosas colinas que a aquellas horas, las siete de la mañana, parecían bastante ordinarias. Me alejé siete millas hacia el sur de Hampden y entonces ocurrió algo inesperado. Estaba escalando por una pendiente herbosa que se abría sobre un cañón particularmente profundo, cuando llegué a una zona que se hallaba totalmente desprovista de la hierba y vegetación propia de la zona. Se extendía hacia el sur, se había producido algún incendio, pero, después de un examen más minucioso, no encontré ningún resto del posible fuego. Los acantilados y precipicios cercanos parecían horriblemente chamuscados, como si alguna gigantesca antorcha los hubiese barrido, haciendo desaparecer toda su vegetación. Y aun así seguía sin encontrar ninguna evidencia de que se hubiese producido un incendio.

    Caminaba bajo un suelo rocoso y sólido sobre el que nada florecía. Mientras intentaba descubrir el núcleo central de esta zona desolada, me di cuenta de que en el lugar había un extraño silencio. No se veía ningún ave, ninguna liebre, incluso los insectos parecían rehuir la zona. Me encaramé a la cima de un pequeño montículo, intentando calibrar la extensión de aquel paraje inexplicable y triste. Entonces viel árbol solitario. Se hallaba en una colina un poco más alta que las circundantes, de tal forma que enseguida lo descubrí, pues contrastaba con la soledad del lugar. No había visto ningún árbol en varias millas a la redonda: algún arbusto retorcido, cargado de bayas, que crecía encaramado a la roca, pero ningún árbol. Era muy extraño descubrir uno precisamente en la cima de la colina. Atravesé dos pequeños cañones antes de llegar al sitio; me esperaba una sorpresa. No era un pino, ni un abeto, ni un almez. Jamás había visto, en toda mi existencia, algo que se le pareciera; ¡y, gracias a Dios, jamás he vuelto a ver uno igual! Se parecía a un roble más que a cualquier otro tipo de árbol. Era enorme, con un tronco nudoso que media más de una yarda de diámetro y unas inmensas ramas que sobresalían del tronco a tan sólo unos pies del suelo. Las hojas tenían forma redondeada y todas tenían un curioso parecido entre sí. Podría parecer un lienzo, pero juro que era real. Siempre supe que era, a pesar de lo que dijo Theunis después. Recuerdo que miré la posición del sol y decidí que eran aproximadamente las diez de la mañana, a pesar de no mirar mi reloj.

    El día era cada vez más caluroso, por lo que me senté un rato bajo la sombra del inmenso árbol. Entonces me di cuenta de la hierba que crecía bajo las ramas. Otro fenómeno singular si tenemos en cuenta la desolada extensión de tierra que había atravesado. Una caótica formación de colinas, gargantas y barrancos me rodeaba por todos sitios, aunque la elevación donde me encontraba era la

    más alta en varias millas a la redonda. Miré el horizonte hacia el este, y, asombrado, atónito, no pude evitar dar un brinco. ¡Destacándose contra el horizonte azul sobresalían las Montañas Bitterroot! No existían ninguna otra cadena de picos nevados en trescientos kilómetros a la redonda de Hampden; pero yo sabía que, a esta altitud, no debería verlas. Durante varios minutos contemplé lo imposible; después comencé a sentir una especie de modorra. Me tumbé en la hierba que crecía bajo el árbol. Dejé mi cámara de fotos a un lado, me quité el sombrero y me relajé, mirando al cielo a través de las hojas verdes.

    Cerré los ojos. Entonces se produjo un fenómeno muy curioso, una especie de visión vaga y nebulosa, un sueño diurno, una ensoñación que no se asemejaba a nada familiar. Imaginé que contemplaba un gran templo sobre un mar de cieno, en el que brillaba el reflejo rojizo de tres pálidos soles. La enorme cripta, o templo, tenía un extraño color, medio violeta medio azul. Grandes bestias voladoras surcaban el nuboso cielo y yo creía sentir el aletear de sus membranosas alas. Me acerqué al templo de piedra, y un portalón enorme se dibujó delante de mí. En su interior, unas sombras escurridizas parecían precipitarse, espiarme, atraerme a las entrañas de aquella tenebrosa oscuridad. Creí ver tres ojos llameantes en las tinieblas de un corredor secundario, y grité lleno de pánico. Sabía que en las profundidades de aquel lugar acechaba la destrucción; un infierno viviente peor que la muerte. Grité de nuevo. La visión desapareció. Vi las hojas y el cielo terrestre sobre mí. Hice un esfuerzo para levantarme.

    Temblaba; un sudor gélido corría por mi frente. Tuve unas ganas locas de huir; correr ciegamente alejándome de aquel tétrico árbol sobre la colina; pero deseché estos temores absurdos y me senté, tratando de tranquilizar mis sentidos. Jamás había tenido un sueño tan vívido, tan horripilante. ¿Qué habíaproducido esta visión? Últimamente había leído varios de los libros de Theunis sobre el antiguo Egipto… Meneé la cabeza, y decidí que era hora de comer algo. Sin embargo, no pude disfrutar de la comida. Entonces tuve una idea. Saqué varias instantáneas del árbol para mostrárselas a Theunis. Seguro que las fotos le sacarían de su habitual estado de indiferencia. A lo mejor le contaba el sueño que había tenido. Abrí el objetivo de mi cámara y tomé media docena de instantáneas del árbol. También hice otra de la cadena de picos nevados que se extendía en el horizonte. Pretendía volver y las fotos podrían servir de ayuda… Guardé la cámara y volví a sentarme sobre la suave hierba. ¿Era posible que aquel lugar bajo el árbol estuviera hechizado? Sentía pocas ganas de irme. Miré las curiosas hojas redondeadas. Cerré los ojos. Una suave brisa meció las ramas del árbol, produciendo musicales murmullos que me arrullaban. Y, de repente vi de nuevo el pálido cielo rojizo y los tres soles. ¡Las tierras de las tres sombras! Otra vez contemplaba el enorme templo. Era como si flotase en el aire, ¡un espíritu sin cuerpo explorando las maravillas de un mundo loco y multidimensional! Las cornisas inexplicables del templo me aterrorizaban, y supe que aquel lugar no había sido jamás contemplado ni en los más locos sueños de los hombres. De nuevo aquel inmenso portalón bostezó delante de mí; y yo era atraído hacia las tinieblas del interior. Era como si mirase el espacio ilimitado. Vi el abismo, algo que no puedo describir en palabras; un pozo negro, sin fondo, lleno de seres innominables y sin forma, cosas delirantes, salvajes, tan sutiles como la bruma de Shamballah. Mi alma se encogió. Tenía un pánico devastador. Grité salvajemente, creyendo que pronto me volvería loco. Corrí, dentro del sueño

    corrí preso de un miedo salvaje, aunque no sabía hacia dónde iba.

    Salí de aquel horrible templo y de aquel abismo infernal, aunque sabía, de alguna manera, que volvería… Por fin pude abrir los ojos. Ya no estaba bajo el árbol. Yacía, con las ropas desordenadas y sucias, en una ladera rocosa. Me sangraban las manos. Me erguí, mirando a mi alrededor. Reconocí donde me hallaba; ¡era el mismo sitio desde donde había contemplado por primera vez toda aquella requemada región! ¡Había estado caminando varias millas inconsciente! No vi aquel árbol, lo cual me alegró… incluso las perneras del pantalón estaban vueltas, como si hubiese estado arrastrando parte del camino… Observé la posición del sol.

    ¡Atardecía! ¿Dónde había estado? Miré la hora en el reloj. Se había parado a las 10:34.

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    El Terrible Anciano https://culturaquetzal.com/2023/03/03/el-terrible-anciano/ https://culturaquetzal.com/2023/03/03/el-terrible-anciano/#respond Fri, 03 Mar 2023 06:46:05 +0000 https://culturaquetzal.com/?p=678 de H. P. Lovecraft Fue la idea de Angelo Ricci, Joe Czanek y Manuel Silva hacer una visita al Terrible Anciano. El anciano vive a solas en una casa muy antigua de Walter Street próxima al mar, y se le conoce por ser un hombre extraordinariamente rico a la vez que por tener una salud […]

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    de H. P. Lovecraft

    Fue la idea de Angelo Ricci, Joe Czanek y Manuel Silva hacer una visita al Terrible Anciano. El anciano vive a solas en una casa muy antigua de Walter Street próxima al mar, y se le conoce por ser un hombre extraordinariamente rico a la vez que por tener una salud extremadamente delicada… lo cual constituye un atractivo señuelo para hombres de la profesión de los señores Ricci, Czanek y silva, pues su profesión era nada menos digno que el latrocinio de lo ajeno.

    Los vecinos de Kingsport dicen y piensan muchas cosas acerca del Terrible Anciano, cosas que, generalmente, le protegen de las atenciones de caballeros como el señor Ricci y sus colegas, a pesar de la casi absoluta certidumbre de que oculta una fortuna de incierta magnitud en algún rincón de su enmohecida y venerable mansión. En verdad, es una persona muy extraña, que al parecer fue capitán de veleros de las Indias Orientales en su día. Es tan viejo que nadie recuerda cuándo fue joven, y tan taciturno que pocos saben su verdadero nombre. Entre los nudosos árboles del jardín delantero de su vieja y nada descuidada residencia conserva una extraña colección de grandes piedras, singularmente agrupadas y pintadas de forma que semejan los ídolos de algún lóbrego templo oriental. Semejante colección ahuyenta a la mayoría de los chiquillos que gustan burlarse de su barba y cabello, largos y canosos, o romper las ventanas de pequeño marco de su vivienda con diabólicos proyectiles. Pero hay otras cosas que atemorizan a las gentes mayores y de talante curioso que en ocasiones se acercan a hurtadillas hasta la casa para escudriñar el interior a través de las vidrieras cubiertas de polvo. Estas gentes dicen que sobre la mesa de una desnuda habitación del piso bajo hay muchas botellas raras, cada una de las cuales tiene en su interior un trocito de plomo suspendido de una cuerda, como si fuese un péndulo. Y dicen que el Terrible Anciano habla a las botellas, llamándolas por nombres tales como Jack, scar-Face, Long tom, Spanish Joe, Peters y Mate Ellis, y que siempre que habla a una botella el pendulito de plomo que lleva dentro emite unas vibraciones precisas a modo de respuesta. A quienes han visto al alto y enjuto Terrible Anciano en una de esas singulares conversaciones no se les ocurre volver a verlo más. Pero Angelo Ricci, Joe Czanek y Manuel Silva no eran naturales de Kingsport. Pertenecían a esa nueva y heterogéneas estirpe extranjera que queda al margen del atractivo círculo de la vida y tradiciones de Nueva Inglaterra, y no vieron en el Terrible Anciano otra cosa que un viejo achacoso y prácticamente indefenso, que no podía andar sin la ayuda de su nudoso cayado, y cuyas escuálidas y endebles manos temblaban de modo harto lastimoso. A su manera, se compadecían mucho del solitario e impopular anciano, a quien todos rehuían y a quien no había perro que no ladrase con especial virulencia. Pero los negocios, y, para un ladrón entregado de lleno a su profesión, siempre es tentador y provocativo un anciano de salud enfermiza que no tiene cuenta abierta en el banco, y que para subvenir a sus escasas necesidades paga en la tienda del pueblo con oro y plata españoles acuñados dos siglos atrás.

    Los señores Ricci, Czanek y Silva eligieron la noche del once de abril para efectuar su visita. El señor Ricci y El señor Silva se encargarían de hablar con el pobre y anciano caballero , mientras El señor Czanek se quedaba esperándoles a los dos y a su presumible cargamento metálico en un coche cubierto, en Ship Street, junto a la verja del alto muro posterior de la finca de su anfitrión. El deseo de eludir explicaciones innecesarias en caso de una aparición inesperada de la policía aceleró los planes para una huida sin apuros y sin alharacas.

    Tal como lo habían proyectado, los tres aventureros se pusieron manos a la obra por separado con objeto de evitar cualquier malintencionada sospecha a posteriori. Los señores Ricci y Silva se encontraron en Waltter Street junto a la puerta de entrada de la casa del anciano, y aunque no les gustó cómo se reflejaba la luna en las piedras pintadas que se veían por entre las ramas en flor de los retorcidos árboles, tenían cosas en qué pensar más importantes que dejar volar su imaginación con manidas supersticiones. Temían que fuese una tarea desagradable hacerle soltar la lengua al Terrible Anciano para averiguar el paradero de su oro y plata, pues los viejos lobos marinos son particularmente testarudos y perversos. En cualquier caso, se trataba de alguien muy anciano y endeble, y ellos eran dos personas que iban a visitarle. Los señores Ricci y Silva eran expertos en el arte de volver volubles a los tercos, y los gritos de un débil y más que venerable anciano no son difíciles de sofocar. Así que se acercaron hasta la única ventana alumbrada y escucharon cómo el Terrible Anciano hablaba en tono infantil a sus botellas con péndulos. Se pusieron sendas máscaras y llamaron con delicadeza en la descolorida puerta de roble.

    La espera le pareció muy larga a el señor Czanek que se agitaba inquieto en el coche aparcado junto a la verja posterior de la casa del Terrible Anciano, en Ship Street. Era una persona más impresionable de lo normal, y no le gustaron nada los espantosos gritos que había oído en la mansión momentos antes de la hora fijada para iniciar la operación. ¿No les había dicho a sus compañeros que trataran con el mayor cuidado al pobre y viejo lobo de mar? Presa de los nervios observaba la estrecha puerta de roble en el alto muro de piedra cubierto de hiedra. No cesaba de consultar el reloj, y se preguntaba por los motivos del retraso. ¿Habría muerto el anciano antes de revelar dónde se ocultaba el tesoro, y habría sido necesario proceder a un registro completo? A el señor Czanek no le gustaba esperar tanto a oscuras en semejante lugar. Al poco, llegó hasta él el ruido de unas ligeras pisadas o golpes en el paseo que había dentro de la finca, oyó cómo alguien manoseaba desmañadamente, aunque con suavidad, en el herrumbroso pestillo, y vio cómo se abría la pesada puerta. Y al pálido resplandor del único y mortecino farol que alumbraba la calle aguzó la vista en un intento por comprobar qué habían sacado sus compañeros de aquella siniestra mansión que se vislumbraba tan cerca. Pero no vio lo que esperaba. Allí no estaban ni por asomo por sus compañeros, sino el Terrible Anciano que se apoyaba con aire tranquilo en su nudoso cayado y sonreía malignamente. El señor Czanek no se había fijado hasta entonces en el color de los ojos de aquel hombre; ahora podía ver que era amarillos.

    Las pequeñas cosas producen grandes conmociones en las ciudades provincianas. Tal es el motivo de que los vecinos de Kingsport hablasen a lo largo de toda aquella primavera y el verano siguiente de los tres cuerpos sin identificar, horriblemente mutilados – como si hubieran recibido múltiples cuchilladas – y horriblemente triturados – como si hubieran sido objeto de las pisadas de muchas botas despiadadas – , que la marea arrojó a tierra. Y algunos hasta hablaron de cosas tan triviales como el coche abandonado que se encontró en Ship Street, o de ciertos gritos harto inhumanos, probablemente de un animal extraviado o de un pájaro inmigrante, escuchados durante la noche por los vecinos que no podían conciliar el sueño. Pero el Terrible Anciano no prestaba la menor atención a los chismes que corrían por el pacífico pueblo. Era reservado por naturaleza, y cuando se es anciano y se tiene una salud delicada la reserva es doblemente marcada. Además, un lobo marino tan anciano debe haber presenciado multitud de cosas mucho más emocionantes en los lejanos días de su ya casi olvidada juventud.

    Fin

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