Ciencia Ficción – Cultura Quetzal https://culturaquetzal.com Cultura Quetzal Fri, 01 Mar 2024 05:38:40 +0000 es hourly 1 https://wordpress.org/?v=6.7.1 https://i0.wp.com/culturaquetzal.com/wp-content/uploads/2023/12/cropped-logoCQ_2.png?fit=32%2C32&ssl=1 Ciencia Ficción – Cultura Quetzal https://culturaquetzal.com 32 32 214518998 Factor clave https://culturaquetzal.com/2024/02/29/factor-clave/ https://culturaquetzal.com/2024/02/29/factor-clave/#respond Fri, 01 Mar 2024 05:33:42 +0000 https://culturaquetzal.com/?p=1114 Por: Isaac Asimov

Jack Weaver salió de las entrañas de Multivac cansado y malhumorado.

-¿Nada? -le preguntó Todd Nemerson desde el taburete donde mantenía su guardia permanente.

-Nada -contestó Weaver-. Nada, nada, nada. Nadie puede descubrir qué pasa.

-Excepto que no funciona, querrás decir.

-Tú no eres una gran ayuda, ahí sentado.

-Estoy pensando.

-¡Pensando!

Weaver entreabrió una comisura de la boca, mostrando un colmillo. Nemerson se removió con impaciencia en el taburete.

-¿Por qué no? Hay seis equipos de técnicos en informática merodeando por los corredores de Multivac. No han obtenido ningún resultado en tres días. ¿No puedes dedicar una persona a pensar?

-No es cuestión de pensar. Tenemos que buscar. Hay un relé atascado en alguna parte.

-No es tan simple, Jack.

-¿Quién dice que sea simple? ¿Sabes cuántos millones de relés hay aquí?

-Eso no importa. Si sólo fuera un relé, Multivac tendría circuitos alternativos, dispositivos para localizar el fallo y capacidad para reparar o sustituir la pieza defectuosa. El problema es que Multivac no sólo no responde a la pregunta original, sino que se niega a decirnos cuál es el problema. Y entre tanto cundirá el pánico en todas las ciudades si no hacemos algo. La economía mundial depende de Multivac, y todo el mundo lo sabe.

-Yo también lo sé. ¿Pero qué se puede hacer?

-Te lo he dicho. Pensar. Sin duda hemos pasado algo por alto. Mira, Jack, durante cien años los genios de la informática se han dedicado a hacer a Multivac cada vez más complejo. Ahora puede hacer de todo, incluso hablar y escuchar. Es casi tan complejo como el cerebro humano.
No entendemos el cerebro humano; ¿cómo vamos a entender a Multivac?

-Oh, cállate. Sólo te queda decir que Multivac es humano.

-¿Por qué no? -Nemerson se sumió en sus reflexiones-. Ahora que lo dices, ¿por qué no? ¿Podríamos asegurar si Multivac ha atravesado la fina línea divisoria en que dejó de ser una máquina para comenzar a ser humano? ¿Existe esa línea divisoria? Si el cerebro es apenas más complejo que Multivac y no paramos de hacer a Multivac cada vez más complejo, ¿no hay un punto donde…?

Dejó la frase en el aire. Weaver se puso nervioso.

-¿Adónde quieres llegar? Supongamos que Multivac sea humano. ¿De qué nos serviría eso para averiguar por qué no funciona?

-Por una razón humana, quizá. Supongamos que te preguntaran a ti el precio más probable del trigo en el próximo verano y no contestaras. ¿Por qué no contestarías?

-Porque no lo sé. Pero Multivac lo sabría. Le hemos dado todos los factores. Puede analizar los futuros del clima, de la política y de la economía. Sabemos que puede. Lo ha hecho antes.

-De acuerdo. Supongamos que yo te hiciera la pregunta y que tú conocieras la respuesta pero no me contestaras. ¿Por qué?

-Porque tendría un tumor cerebral -rezongó Weaver-. Porque habría perdido el conocimiento. Porque estaría borracho. ¡Demonios, porque mi maquinaria no funcionaría! Eso es lo que tratamos de averiguar en Multivac. Estamos buscando el lugar donde su maquinaria está estropeada, buscamos el factor clave.

-Pero no lo habéis encontrado. -Nemerson se levantó del taburete-. ¿Por qué no me haces la pregunta en la que se atascó Multivac?

-¿Cómo? ¿Quieres que te pase la cinta?

-Vamos, Jack. Hazme la pregunta con toda la charla previa que le das a Multivac. Porque le hablas, ¿no?

-Tengo que hacerlo. Es terapia.

Nemerson asintió con la cabeza.

-Sí, de eso se trata, de terapia. Ésa es la versión oficial. Hablamos con él para fingir que es un ser humano, con el objeto de no volvernos neuróticos por tener una máquina que sabe muchísimo más que nosotros. Convertimos a un espantoso monstruo de metal en una imagen paternal y protectora.

-Si quieres decirlo así…

-Bien, está mal y lo sabes. Un ordenador tan complejo como Multivac debe hablar y escuchar para ser eficaz. No basta con insertarle y sacarle puntitos codificados. En un cierto nivel de complejidad, Multivac debe parecer humano, porque, por Dios, es que es humano. Vamos, Jack, hazme la pregunta. Quiero ver cómo reacciono.

Jack Weaver se sonrojó.

-Esto es una tontería.

-Vamos, hazlo.

Weaver estaba tan deprimido y desesperado que accedió. A regañadientes, fingió que insertaba el programa en Multivac y le habló del modo habitual. Comentó los datos más recientes sobre los disturbios rurales, habló de la nueva ecuación que describía las contorsiones de las corrientes de aire, sermoneó respecto a la constante solar.

Al principio lo hacía de un modo rígido, pero pronto el hábitto se impuso y habló con mayor soltura, y cuando terminó de introducir el programa casi cortó el contacto oprimiendo un interruptor en la cintura de Todd Nemerson.
-Ya está. Desarrolla eso y danos la respuesta sin demora.

Por un instante, Jack Weaver se quedó allí como si sintiera una vez más la excitación de activar la máquina más gigantesca y majestuosa jamás ensamblada por la mente y las manos del hombre. Luego, regresó a la realidad y masculló:

-Bien, se acabó el juego.

-Al menos ahora sé por qué yo no respondería -dijo Nemerson-, así que vamos a probarlo con Multivac. Lo despejaremos; haremos que los investigadores le quiten las zarpas de encima. Meteremos el programa, pero déjame hablar a mí. Sólo una vez.

Weaver se encogió de hombros y se volvió hacia la pared de control de Multivac, cubierta de cuadrantes y de luces fijas. Lo despejó poco a poco. Uno a uno ordenó a los equipos de técnicos que se fueran.

Luego, inhaló profundamente y comenzó a cargar el programa en Multivac. Era la duodécima vez que lo hacía. En alguna parte lejana, algún periodista comentaría que lo estaban intentando de nuevo. En todo el mundo, la humanidad dependiente de Multivac contendría colectivamente el aliento.

Nemerson hablaba mientras Weaver cargaba los datos en silencio. Hablaba con soltura, tratando de recordar qué había dicho Weaver, pero aguardando al momento de añadir el factor clave.

Weaver terminó, y Nemerson dijo, con un punto de tensión en la voz:

-Bien, Multivac. Desarrolla eso y danos la respuesta. -Hizo una pausa y añadió el factor clave-:

Por favor.

Y por todo Multivac las válvulas y los relés se pusieron a trabajar con alegría. A fin de cuentas, una máquina tiene sentimientos… cuando ha dejado ya de ser una máquina.

Fin

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Alba de Saturno https://culturaquetzal.com/2024/02/18/alba-de-saturno/ https://culturaquetzal.com/2024/02/18/alba-de-saturno/#respond Mon, 19 Feb 2024 03:50:33 +0000 https://culturaquetzal.com/?p=1110 Por: Arthur C. Clarke

Sí, es completamente cierto. Conocí a Morris Perlman cuando yo tenía veintiocho años. Entonces yo había conocido a miles de personas, desde presidentes para abajo.

Cuando volvimos de Saturno, todo el mundo deseaba vernos, y casi la mitad de la tripulación se fue a dar una serie de conferencias. A mí siempre me ha encantado hablar (no dirán ustedes que no lo han notado), pero algunos de mis colegas dijeron que más bien preferían ir al planeta Plutón que enfrentarse con otro auditorio. Y algunos lo hicieron.

Mi objetivo era el Medio Oeste, y la primera vez que vi a Mr. Perlman – nadie le llamaba de otra forma y, desde luego, jamás «Morris» -, estaba en Chicago. La agencia siempre me alojaba en buenos hoteles, aunque no demasiado lujosos. Lo prefería así; me gustaba hallarme en sitios donde yo pudiera ir y venir a mi gusto sin demasiada etiqueta y donde pudiese vestirme como yo quisiera. Veo que sonríen; bueno, entonces yo era solo un muchacho y han cambiado muchas cosas…

Ya hace mucho tiempo de ello, pero por aquel entonces estaba dando una conferencia en la Universidad. De cualquier forma, recuerdo que sufrí una decepción porque no pudieron mostrarme el sitio en que Fermi comenzó a construir la primera pila atómica. Dijeron que el edificio había sido derribado hacia ya cuarenta años y que solo existía una placa que marcaba el lugar. Me quedé mirándola durante un rato, pensando todo lo que había ocurrido desde aquellos lejanos días, allá por el año 1942. Yo ya había nacido, por una parte; y la energía atómica me había llevado hasta el planeta Saturno y vuelto a la Tierra. Aquella era probablemente algo que Fermi y Compañía nunca habían pensado cuando construyeron su primitiva entramado de uranio y grafito.

Estaba tomando el desayuno en una cafetería, cuando un hombre de mediana estatura se sentó en el otro lado de la mesa que yo ocupaba. Saludó con un cortés «Buenos días» y después expresó su sorpresa al reconocerme. (Por supuesto, había planeado aquel encuentro; pero yo no me di cuenta en aquel momento).

– ¡Es un placer encontrarle! – dijo -. Estuve presente en su conferencia de anoche. ¡Cómo le envidié!

Yo dejé escapar una sonrisa más bien forzada. Nunca suelo ser muy sociable en el desayuno y había aprendido, además, a ponerme en guardia contra los chiflados, los pelmazos y los entusiastas que parecían considerarme como una presa legítima. Mr. Perlman, sin embargo, no era un pelmazo… aunque ciertamente era un entusiasta, si bien supongo que ustedes podrían considerarle como un chiflado.

Tenía el aspecto de un próspero hombre de negocios del tipo medio, y supuse que sería un invitado al igual que yo. El hecho de que hubiese asistido a mi conferencia no era sorprendente; había sido una muy popular, abierta al público y bien anunciada por la prensa y la radio.

– Siempre, desde que era un chiquillo – dijo mi compañero no invitado –, me ha fascinado el planeta Saturno. Sé exactamente cómo y cuándo comenzó todo. Yo debía tener unos diez años cuando cayeron en mis manos aquellas maravillosas ilustraciones de Chelsey Bonestell, mostrando el planeta como visto desde sus nueve lunas. Supongo que usted las habrá visto, ¿no es así?

– Desde luego – repuse –. Aunque ya tienen medio siglo de antigüedad, nadie las ha sobrepasado todavía en belleza. Teníamos dos series de ellas a bordo del Endeavour, clavadas en la mesa de navegación. Yo solía mirarlas con frecuencia, para compararlas con la realidad.

– Después – continuó mi interlocutor –, ya puede imaginarse como me sentiría allá por los años 1950. Solía quedarme horas enteras mirándolas fijamente e intentando comprender lo que era aquel increíble objeto, con sus plateados anillos dando vueltas a su alrededor; no era el sueño de un artista, sino que existía, se trataba de un mundo diez veces mayor que la Tierra.

»En aquel tiempo, nunca imaginé que pudiese ver aquella cosa maravillosa por mí mismo; daba por descontado que solo los astrónomos, con sus grandes telescopios, podían gozar de semejante visión. Pero luego, cuando tuve unos quince años, hice otro descubrimiento… tan emocionante que apenas si podía creerlo.

– ¿Y de qué se trataba? – pregunté. Para entonces, ya me había reconciliado con la idea de compartir el desayuno. Mi compañero de mesa parecía bastante inofensivo, y existía algo realmente agradable y encantador en su entusiasmo.

– Descubrí que cualquier idiota podía construir un telescopio en la propia cocina de su casa, con unos cuantos dólares y un par de semanas de trabajo. Fue una revelación: como miles de otros muchachos, solicité de la biblioteca pública un ejemplar del libro «Construcción de un telescopio de aficionado» de Ingall, y puse manos a la obra. Dígame… ¿ha construido usted alguna vez un telescopio con sus propias manos?

– No. Yo soy ingeniero, no astrónomo. Creo que no sabría cómo emprender semejante tarea.– Pues es increíblemente sencillo, si sigue usted las instrucciones. Se comienza con dos discos de cristal, que tengan dos o tres centímetros de espesor. Yo conseguí los míos, por cincuenta centavos, de la chatarra procedente de un barco; eran claraboyas inútiles porque ya no encajaban por los bordes. Después, se fija uno de los discos en alguna superficie firme y plana; yo me serví de un viejo barril puesto de pie.

»Luego, hay que comprar diversos grados de polvo de esmerilar, empezando por el más grueso, hasta terminar por el más fino. Se pone una pequeña cantidad del polvo más basto entre los dos discos y se comienza a frotar de un lado a otro con impulsos regulares, procurando al hacerlo ir girando alrededor del barril.

»¿Sabe lo que ocurre? El disco superior se va ahuecando por la acción abrasiva del polvo de esmeril, y conforme se va trabajando acaba por adquirir una superficie cóncava, esférica. De vez en cuando, se cambia el polvo a más fino y se hacen comprobaciones ópticas para estar seguro de que la curva es correcta.

»Más tarde, se deja el esmeril y se utiliza rojo óptico, hasta que al final se tiene una superficie lisa y pulida hasta el extremo de que uno mismo no cree que haya sido su propia obra. Solo queda un paso más que dar, aunque es algo más fastidioso. Es preciso azogar el espejo y convertirlo así en un buen reflector. Eso implica la adquisición de algunos productos químicos que pueden comprarse en cualquier droguería, y proceder exactamente como dice el libro.

»Todavía recuerdo la sorpresa que recibí cuando aquella película plateada comenzó a extenderse como algo mágico por la cara de aquel espejo. No era perfecto, pero sí lo suficientemente bueno, y creo que no lo habría cambiado por el telescopio de Monte Palomar.

»Lo sujeté a un trozo de madera; no había necesidad de preocuparse por un tubo telescópico, aunque puse alrededor del espejo un par de palmos de cartón, para evitar la luz de alrededor. Como ocular, utilicé una pequeña lente de aumento que encontré en un almacén de trastos viejos y que me costó unos cuantos centavos.

En conjunto, no creo que el telescopio me costase más de cinco dólares… aunque era mucho dinero para mí siendo un muchacho.

»Vivíamos entonces en un viejo hotel, casi ruinoso, que mi familia poseía en la Tercera Avenida. Cuando monté el telescopio, subí al tejado y lo probé, entre la jungla de antenas de televisión que cubrían todos los edificios de la ciudad por aquellos días. Me llevó un buen rato el conseguir alinear el espejo y el ocular; pero no cometí errores y finalmente la cosa fue bien. Como instrumento óptico probablemente era una calamidad – después de todo, era mi primer intento -, pero tenía por lo menos cincuenta aumentos y apenas si pude contener mi impaciencia esperando que cayese la noche para probarlo mirando las estrellas.

»Consulté el almanaque astronómico y supe que Saturno se hallaría alto en el cielo por el Este, tras el crepúsculo. Tan pronto como ya fue de noche, subí de nuevo al tejado del hotel y me las compuse para situar el telescopio entre dos chimeneas. Hacía bastante frío; pero apenas si me daba cuenta, ya que el cielo estaba cuajado de estrellas… y todas eran mías.

»Me tomé mi tiempo enfocándolo convenientemente con tanta precisión como fuese posible, utilizando la primera estrella que entró en el campo de visión de mi telescopio. Después, comencé la búsqueda de Saturno, y pronto descubrí qué difícil es localizar cualquier cuerpo celeste en un telescopio reflector que no esté debidamente montado. Pero al poco, el planeta entró en el campo visual: con infinito cuidado acomodé mi cacharro cambiándolo unos centímetros de sitio… y allí estaba.

»Se veía pequeño, pero perfecto. Creo que me quedé sin aliento durante un buen rato; apenas si podía dar crédito a mis ojos. Después de lo que había visto en aquellos dibujos, allí estaba la realidad.

Daba la impresión de un juguete suspendido en el espacio, cuyos anillos estuviesen ligeramente inclinados hacia mí. Incluso ahora, cuarenta años más tarde, me acuerdo perfectamente que pensé que parecía algo ¡tan artificial…!

Como algo que cuelga de un árbol de Navidad. Se apreciaba una estrellita brillante a su izquierda, y en seguida me di cuenta de que se trataba de Titán.

Mi interlocutor hizo una pausa, y durante unos momentos debimos compartir los mismos pensamientos. Para ambos, Titán no solo era la luna más grande de Saturno, un punto de luz conocido solo por los astrónomos. Era, además, un mundo hostil y terrible, el más espantoso en que hubiera tomado contacto nuestra nave, la Endeavour, y donde tres de nuestros compañeros de tripulación yacían para siempre, en sus tumbas solitarias, más lejos de sus hogares de lo que jamás estuviera ningún miembro de la raza humana.

– No sé cuánto tiempo estuve mirando sin pestañear – continuó mi compañero de mesa –. Me dolían los ojos de seguir con el telescopio el paso de Saturno por el cielo. Estaba a mil millones de kilómetros de Nueva York. Pero más tarde Nueva York me trajo a la realidad.

»Le hablé antes del hotel; pertenecía a mi madre; pero mi padre lo administraba… no del todo bien. Había estado perdiendo dinero durante años, y a través de toda mi niñez solo habíamos conocido una serie de crisis financieras. Por eso no culpo a mi padre de darse a la bebida, ya que debió haber estado loco de preocupaciones tanto tiempo. Y yo había olvidado que se suponía que debía estar ayudando al conserje en recepción…

»Así que mi padre me vino a buscar, lleno de preocupaciones y sin saber nada sobre mis sueños. Me encontró en el tejado, mirando las estrellas.

»No era un hombre cruel… sencillamente no podía comprender el estudio, la paciencia y el cuidado que yo había dedicado a mi pequeño telescopio, ni las maravillas que me había mostrado durante el poco tiempo que lo estuve utilizando.

No le odié por lo que hizo; pero recordaré toda mi vida su acción brutal de estrellar el aparato contra el muro de ladrillo, y el ruido de los trozos de cristal del espejo reflector esparciéndose por doquier.

No había nada que pudiera decirle. Mi resentimiento inicial hacia aquel intruso hacia ya rato que se había convertido en curiosidad. Me di cuenta de que había mucho más detrás de la historia que me había contado. También me fijé en otra cosa: la camarera nos estaba tratando con una exagerada deferencia, de la cual la menor parte estaba dedicada a mi.

Mi compañero jugueteó con el frasco del azúcar, mientras yo aguardaba con una silenciosa simpatía. Entonces noté que un nexo especial había surgido entre nosotros, aunque no pude comprender realmente de qué se trataba.

– Nunca volví a construir otro telescopio – continuo -. Algo más se rompió, además de aquel espejo, en mi corazón. De todas formas, yo ya tenía muchas cosas en que ocuparme. Ocurrieron dos hechos que cambiaron el curso de mi vida. Mi padre se marchó de casa, dejándome al frente de la familia. Y además demolieron el Elevado de la Tercera Avenida.

Mi compañero debió notar algún gesto especial en mi rostro, ya que me sonrió.

– Oh, no sabrá usted seguramente lo que ocurrió. Cuando yo era un chiquillo, había un tren elevado que discurría por en medio de la Tercera Avenida. Aquello convertía la zona en algo sucio y ruidoso; la Avenida era un barrio indecente lleno de bares, garitos y hoteles baratos, como el nuestro. Todo cambió cuando desapareció el tren elevado; los terrenos subieron fantásticamente de precio, y de repente nos encontramos en una situación próspera. Mi padre se apresuró a volver inmediatamente, pero ya era demasiado tarde; yo era el encargado del negocio. Comencé a desarrollar mi actividad a través de la ciudad, después por el país. Ya no era un contemplador de estrellas de mente ausente y di a mi padre uno de mis más pequeños hoteles, donde su actuación no seria muy nociva.

»Hace pues cuarenta años que miré a Saturno, pero jamás he olvidado aquella primera impresión ante su vista. La noche pasada, sus fotografías me la trajeron a la memoria. Quisiera expresarle cuán agradecido me siento hacia usted. Hurgó en su billetera y sacó una tarjeta.

– Espero venga a verme cuando se encuentre de nuevo en la ciudad; puede estar seguro de que asistiré a cualquier conferencia que pronuncie. Buena suerte… y perdone si le he hecho perder una buena parte de su tiempo.

Y se marchó, casi antes de que yo pudiese pronunciar ni una palabra. Miré a la tarjeta de visita, la puse en el bolsillo y terminé mi desayuno, bastante pensativo.

Cuando había firmado el cheque en la cafetería para pagar el gasto, pregunté:

– ¿Quién era ese señor que estaba sentado a mi mesa? ¿Es el patrón? El cajero me miró como si yo fuese un retrasado mental.

– Supongo que esa será su forma de llamarle, señor – repuso -. Por supuesto es el propietario del hotel; pero nunca le hemos visto aquí antes. Siempre permanece en el «Ambassador» cuando está en Chicago.

– ¿Y también es el dueño? – dije sin mucha ironía, porque sospechaba ya cual era la respuesta.

– Pues claro que sí. Lo mismo que…

– Y comenzó a soltar un rosario de nombres de muchos otros, incluyendo dos de los más grandes hoteles de Nueva York.

Yo me hallaba impresionado y también bastante divertido, ya que resultaba obvio que Mr. Perlman había venido con la deliberada intención de conocerme y encontrarse conmigo. Parecía una forma un tanto laboriosa y complicada de hacerlo, pero yo ignoraba todo respecto a su notoria timidez y su tendencia a ocultarse.

Después, lo olvidé durante cinco años. (Bueno, debo citar lo sucedido cuando pedí la factura. Me respondieron que no debía nada.) Durante aquellos cinco años, hice mi segundo viaje.

Sabíamos entonces lo que nos esperaba, y ya no íbamos totalmente hacia lo desconocido. No hubo más preocupaciones respecto al combustible, porque todo el que pudiéramos necesitar nos esperaba en Titán: sólo teníamos que bombear su atmósfera de metano en nuestros tanques y seguir nuestros planes adelante por el espacio. Una tras otra, visitamos sus nueve lunas, y después seguimos por los anillos…

Hubo poco peligro en hacerlo, pero con todo es una experiencia capaz de destrozar los nervios. El sistema de sus anillos es de poco espesor, ya saben, más o menos unos treinta kilómetros de grueso. Descendimos en él lenta y precavidamente tras haber igualado la velocidad de su giro, de forma que nos moviésemos exactamente a su misma velocidad. Era como poner el pie en un carrusel de casi trescientos mil kilómetros de diámetro.

Pero una clase fantasmal de carrusel, porque los anillos no son algo sólido y puede verse a su través. De hecho son algo casi invisible; los billones de partículas que los constituyen están tan separadas entre sí que todo lo que uno puede ver en la inmediata vecindad son pequeños trozos ocasionales que se mueven muy lentamente. Es sólo cuando se les mira desde lejos que esos incontables fragmentos aparecen como unidos en una sola lámina, como una tormenta de granizo que girase eternamente alrededor de Saturno.

Esta no es una frase mía, pero puede considerarse como buena y apropiada. Resultó que la primera vez que atrapamos una partícula componente de los anillos de Saturno y la introdujimos en la compuerta de aire, se derritió en pocos minutos, convirtiéndose en un charco de agua sucia. Algunas personas creen que destruye el encanto el saber que los anillos – o el 90% de ellos –, están formados por trozos de hielo vulgar y corriente. Pero eso es una actitud estúpida, ya que su extraordinaria belleza en nada menguaría, tanto si son así como si estuviesen formados por diamantes.

Cuando volví a la Tierra, en el primer año del nuevo siglo, comencé otra serie de conferencias, aunque esta vez de corta duración, puesto que para entonces ya tenía familia y deseaba estar con ella el mayor tiempo posible. Esta vez vi a Mr. Perlman en Nueva York, con ocasión de pronunciar en Columbia una conferencia y mostrar nuestra película « Explorando Saturno». (Un título algo inapropiado, ya que el punto más cercano al planeta en que estuvimos fue a unos treinta mil kilómetros de distancia. Nadie soñaba, en aquellos días, que los hombres pudieran nunca descender a esa especie de turbulento fango que es lo que Saturno tiene más parecido a una superficie.)

Mr. Perlman me estaba esperando después de la conferencia. No le reconocí al primer momento, ya que había tenido que saludar y ver seguramente a un millón de personas desde la última vez que nos vimos. Pero cuando me dijo su nombre, los recuerdos volvieron rápidamente con tanta claridad, que comprendí que sin duda había dejado una profunda huella en mi mente.

Se las arregló de alguna forma para sacarme de entre la muchedumbre. Aunque sentía repugnancia por mezclarse entre la multitud, tenía, no obstante, una gracia especial para dominar cualquier grupo cuando era necesario, y después escaparse antes de que sus víctimas supieran lo que había ocurrido. Aunque le vi hacerlo muchas veces, nunca supe exactamente cómo lo hacía.

De todas formas, media hora más tarde estábamos despachando una soberbia cena en un restaurante de lujo (suyo, por supuesto). Era una comida suculenta y extraordinaria, en especial el pollo y el helado, aunque me hizo pagar por todo ello. Metafóricamente, quiero decir.

Por aquel tiempo todos los hechos y fotografías reunidos por las dos expediciones a Saturno estaban a disposición de todo el mundo, en cientos de reportajes, libros y artículos populares. Mr. Perlman parecía haber leído todo el material que no era demasiado técnico; lo que deseaba de mí era algo diferente. Incluso entonces, me conmovió el interés de aquel hombre ya de edad y solitario, tratando de recapturar un sueño que había quedado perdido en su juventud. Estaba en lo cierto; pero eso sólo era una fracción de la realidad.Se trataba de algo que todos los reportajes y artículos habían fallado en dar. Mr. Perlman quería saber qué se sentía al despertar por la mañana y ver aquel enorme y dorado globo con sus cinturones de nubes dominando el cielo. ¿Y los anillos? ¿ Qué impresión daban a la mente cuando uno estaba tan cerca de ellos que llenaban los cielos de un extremo a otro?

– Usted quiere a un poeta – le dije – y no a un ingeniero. Pero le diré esto: por mucho que uno mire a Saturno y vuele entre sus lunas, nunca puede creerse lo que se está viendo. A cada momento se piensa:

«Todo es un sueño… una cosa así no puede ser real». Entonces se asoma uno a una claraboya de la nave espacial… y allí está, cortando la respiración.

»Tiene que tener en cuenta que, aparte de la proximidad, estábamos en condiciones de mirar a los anillos desde ángulos y situaciones de ventaja que resultaban absolutamente imposibles desde la Tierra, donde siempre se les ve vueltos hacia el Sol. Nosotros podíamos desplazarnos entre su sombra, donde ya no brillan como la plata… entonces dan la impresión de un suave resplandor, como si fuesen un puente de humo entre las estrellas.

»La mayor parte del tiempo podíamos ver la sombra de Saturno extendida por toda la anchura de los anillos, eclipsando– los tan completamente que parecía como si se les hubiese arrancado un gran bocado de su estructura. Por el contrario, se obtenía un efecto diferente al observar del lado del día en el planeta cómo la sombra de los anillos trazaban algo parecido a una neblinosa banda paralela al ecuador y no lejos de él.

»Y, sobre todo – aunque esto sólo lo hicimos pocas veces –, pudimos elevarnos sobre cualquiera de los polos del planeta y mirar hacia abajo a todo aquel maravilloso sistema, de tal forma que quedaba en un plano bajo nosotros. Entonces, pudimos observar que en vez de los cuatro anillos vistos desde la Tierra debía haber, por lo menos, una docena de anillos separados; fusionándose unos con otros. Cuando vimos aquello, nuestro capitán hizo una observación que no olvidaré nunca: “Este – dijo, sin nada de pedantería en la voz – es el sitio en donde los ángeles aparcan sus halos”. »

Todo aquello, y mucho más, le fui contando a Mr. Perlman en aquel restaurante tan lujoso, situado a poca distancia de Central Park. Cuando hube terminado, pareció muy complacido, aunque se quedó en silencio durante un instante. Entonces me dijo, tan casualmente como uno puede preguntar por la hora en una estación de ferrocarril:

– ¿Cual sería el mejor satélite para instalar un parador de turismo?

Cuando comprendí el significado de sus palabras me atraganté con el coñac de cien años que estaba bebiendo. Entonces le dije con paciencia y cortesía (ya que, después de todo, me había tomado una estupenda cena):– Escuche, Mr. Perlman. Usted sabe tan bien como yo que Saturno se encuentra a más de mil quinientos millones de kilómetros de la Tierra, y de hecho mucho más cuando nos hallamos en lugares opuestos respecto al Sol. Alguien ha calculado que nuestros billetes de viaje, por término medio, han costado medio millón de dólares por cabeza, y créame, en el Endeavour I y II no había plazas de primera clase. De todas formas, por mucho dinero que alguien tenga, nadie puede obtener un pasaje para Saturno. Sólo las tripulaciones del espacio y las científicas irán hasta allá, por tanto tiempo como sea posible imaginar.

Me di cuenta en seguida de que mis palabras no habían surtido el menor efecto; se limitó sencillamente a sonreír como si supiese de algún secreto bien guardado.

– Lo que usted dice es bastante cierto ahora – repuso –. Pero yo también he estudiado la Historia. Y yo entiendo a la gente, ese es mi negocio. Permítame recordarle algunos hechos.

»Hace dos o tres siglos, casi todos los grandes centros de turismo mundial y lugares bellos de la Tierra se hallaban tan lejos de la civilización como lo está Saturno de nosotros en este momento. ¿Qué sabía Napoleón, pongamos por ejemplo, del Gran Cañón, de las cataratas Victoria, de las Islas Hawai, del monte Everest? Recuerde el Polo Sur: se llegó por primera vez a él cuando mi padre era un niño… pero allí hay un hotel que ha conocido usted durante toda su vida.

»Ahora todo comienza de nuevo. Usted solo puede apreciar los problemas y dificultades porque se halla demasiado cerca de ellos. Sean cuales fueren, los hombres los superarán con el tiempo, como lo han hecho siempre en el pasado.

»Allá donde haya algo extraño, o bello, o nuevo, la gente siempre querrá ir a verlo. Los anillos de Saturno son el mayor espectáculo existente en el Universo; yo siempre lo he creído así y ahora me ha convencido usted. Hoy cuesta una fortuna llegar hasta allí, y los hombres que van arriesgan sus vidas. Así lo hicieron los primeros hombres que volaron, pero ahora tiene usted a millones de pasajeros por el aire a cada momento, durante el día y la noche.

»Lo mismo tiene que ocurrir con el espacio. Esto no ocurrirá en diez años ni en veinte. Pero recuerde que veinticinco años fue todo lo que llevó el conseguir los primeros vuelos comerciales a la Luna. No creo que se tarde mucho más para Saturno…

»Yo ya no estaré vivo para cuando ese feliz día llegue. Pero, ocurra lo que ocurra, quiero que la gente recuerde. Entonces… ¿dónde podríamos construir un parador? Yo todavía continuaba creyendo que estaba decididamente loco; pero al fin comencé a comprenderle. No era cuestión de herirle con bromas, por lo que comencé a pensar cuidadosamente mis palabras.– Mimas está demasiado próximo – le dije –, y también Enceladus y Thetis.

Saturno ocupa todo el cielo y uno teme que vaya a caérsele encima. Además, no son lo bastante sólidos; en realidad son verdaderas bolas de nieve gigantes. Dione y Rhea son mejores, desde allí se tiene una espléndida vista, desde cualquiera de ambos. Pero todas esas lunas interiores son diminutas; incluso Rhea solo tiene mil doscientos kilómetros de diámetro y las otras son más pequeñas aún.

»No creo que la cuestión merezca discusión: el lugar ideal es Titán. Es un satélite hecho a la medida del hombre, ya que es mucho mayor que nuestra Luna y casi tan grande como el planeta Marte. Tiene una gravedad razonable, aproximadamente un quinto de la terrestre, por lo que sus huéspedes no flotarán por todas partes. Y siempre será el mejor punto para el aprovisionamiento de combustible, a causa de su atmósfera de metano, que debería ser un factor importantísimo en sus cálculos. Toda nave que salga de Saturno tiene que aprovisionarse allí necesariamente.

– ¿Y las otras lunas?

– Oh, Hiperion, Japeto y Febe están a una distancia mucho mayor. Los anillos casi no se ven desde Febe. Bien, olvídelo. Lo mejor es el viejo Titán, a pesar de que la temperatura es de 200 grados bajo cero y la nieve amoniacal que lo recubre no es lo mejor para ponerse a esquiar.

Mr. Perlman me escuchó con todo cuidado, y si pensó que me estaba burlando de sus nociones poco científicas y prácticas no dio la menor muestra de ello. Nos despedimos poco después. No recuerdo nada más de aquella cena, y transcurrieron otros quince años hasta que volvimos a encontrarnos. Yo me dediqué a mis trabajos y olvidé todo aquello. Pero cuando Mr. Perlman me necesitó, me llamó.

Ahora veo qué es lo que estuvo esperando. Su visión había sido más clara que la mía. No pudo haber imaginado, por supuesto, que el cohete desaparecería como el motor de vapor en menos de un siglo; pero sabía que existiría algo mejor, y ahora creo que financió los primeros trabajos de investigación de Saunderson sobre la Propulsión Paragravítica. Pero no fue sino hasta que se establecieron las plantas de fisión atómica que podían calentar cien kilómetros cuadrados de un mundo tan frío como el planeta Plutón que Mr. Perlman se puso en contacto de nuevo conmigo.

Ya era un anciano de edad muy avanzada y casi moribundo. Me dijo lo inmensamente rico que era, hasta el extremo de que apenas si pude creerlo. Me cercioré cuando me mostró los elaborados planos y bellas maquetas que sus expertos habían preparado con ausencia de toda publicidad.

Estaba sentado en su silla de ruedas, como una momia arrugada hasta lo inverosímil, observando mi rostro mientras yo estudiaba las maquetas y los diseños. Entonces me dijo:

–Capitán, tengo un trabajo para usted…

Y aquí me encuentro. Es como gobernar una nave del espacio, por supuesto… la mayor parte de los problemas técnicos son idénticos. A mi edad, ya soy demasiado viejo para mandar una nave, por lo que le estoy muy agradecido a Mr. Perlman.

Ha sonado el gong. Si las damas están dispuestas, sugiero que vayamos a cenar en el salón de observación.

A pesar de los años transcurridos, todavía me gusta observar a Saturno alzándose en el cielo… y esta noche puede apreciársele casi en su totalidad.

FIN

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Antes del Edén https://culturaquetzal.com/2023/12/21/antes-del-eden/ https://culturaquetzal.com/2023/12/21/antes-del-eden/#respond Thu, 21 Dec 2023 08:24:44 +0000 https://culturaquetzal.com/?p=983 Por: Arthur C. Clarke

–Me parece –dijo Jerry Garfield parando los motores – que éste es el final de la línea.

Con un leve suspiro, la eyección del chorro cesó gradualmente. Privado de su colchón de aire, el vehículo explorador Pecio Vagabundo se posó sobre las retorcidas rocas de la Meseta Hesperiana.

Delante no había camino alguno; ni con sus eyectores a chorro ni con su tractor podía el S-5 –para dar al Pecio su nombre oficial – escalar la escarpadura que tenía enfrente. El Polo Sur de Venus estaba sólo a treinta millas, pero igual podría haber estado en otro planeta. No quedaba otra solución que volver atrás y desandar el camino de cuatrocientas millas hecho a través de aquel paisaje de pesadilla.

La atmósfera era fantásticamente clara, con una visibilidad de casi mil metros. No había necesidad alguna de radar para mostrar los riscos que tenían delante; por una vez, la simple vista bastaba. La verde luminosidad de la aurora, filtrándose a través de nubes que habían rodado compactas por un millón de años, prestaba a la escena un aspecto submarino, al que se añadía la sorprendente manera con que todos los objetos se empañaban en la cabina, A veces era fácil para uno creer que se estaban moviendo a través de un insustancial lecho marino, y en más de una ocasión imaginó Jerry haber visto peces flotando sobre su cabeza.

–¿Llamo a la astronave para comunicar que volvemos? –preguntó.

–Aún no –respondió el doctor Hutchins –. Quiero pensar.

Jerry lanzó una suplicante mirada al tercer miembro de la tripulación, pero no encontró allí apoyo moral ninguno. Coleman era tan testarudo como su compañero; aunque los dos hombres discutían furiosamente la mitad de su tiempo, ambos eran científicos y, por ello, en la opinión de un no menos testarudo maquinista navegante, ciudadanos no cabalmente responsables. Si Cole y Huth tenían alguna brillante idea para seguir, no habría nada que hacer excepto registrar una protesta.

Hutchins estaba dando vueltas en la exigua cabina, examinando mapas e instrumentos. Dirigió ahora el proyector del vehículo hacia los riscos y comenzó a observarlos detenidamente con los gemelos. ¡Seguramente, pensó Jerry, no esperará conducir este trasto por ahí! El S-5 era un revoloteador de carril y no una cabra montés…

Bruscamente, Hutchins encontró algo. Lanzó un suspiro que era más bien una súbita y explosiva boqueada, y se volvió a Coleman.

–¡Mira! –gritó con voz sumamente excitada -. ¡Justamente a la izquierda de aquella marca negra! ¿Qué es lo que ves?

Le tendió los gemelos, y ahora fue Coleman quien escrutó los riscos.

–¡Que me condenen si no tenias razón! –dijo al fin –. Hay ríos en Venus. Ésa es una cascada seca.

–Así, pues, me debes una cena en el Bel Gourmet cuando volvamos a Cambridge. Con champán.

–No necesitas recordármelo. De todos modos, es barato por el precio. Pero eso deja aún tus otras teorías a la altura del barro.

–¡Hey, un minuto! –interpeló Jerry –. ¿Qué es todo eso de ríos y cascadas? Todo el mundo sabe que no pueden existir en Venus: nunca se produce en este vaporoso planeta el suficiente frío como para que se condensen las nubes.
–¿Has mirado el termómetro recientemente? –preguntó Hutchins con engañosa suavidad.

–He estado ligeramente demasiado ocupado conduciendo.

–Pues entonces tengo noticias para ti. Está por debajo de los 230, y descendiendo todavía.

No olvides que estamos en el polo, que es invierno y que nos encontramos a 18.000 metros sobre las tierras bajas. Todo esto se nota en el aire. Si baja un poco más la temperatura tendremos lluvia. El agua hervirá, desde luego…, pero será agua. Y aunque Jorge no lo admita aún, esto presenta a Venus con una fisonomía totalmente distinta.

–¿Por qué? –preguntó Jerry, aunque ya lo había supuesto.

–Porque donde hay agua debe haber vida. Nos hemos apresurado demasiado en conjeturar que Venus era estéril, simplemente debido a que el promedio de su temperatura es de más de quinientos grados. Aquí en las montañas hay lagos y quiero echarles un vistazo.

–¡Pero es agua hirviente! –protestó Coleman –. ¡Nada puede vivir en eso!

–Hay algas que lo logran en la Tierra. Y si hemos aprendido algo desde que comenzamos a explorar los planetas es esto…, que en cualquier lugar donde la vida tenga la más ligera probabilidad de supervivencia se la encontrará. Ésta es la única posibilidad que jamás se haya presentado sobre Venus.

–Desearía que pudiéramos comprobar tu teoría. Pero, ya lo puedes ver por ti mismo, es imposible escalar ese risco.

–Quizá lo sea en el vehículo, pero no será demasiado difícil hacerlo a pie, con los trajes térmicos. Todo lo que necesitamos es andar unas cuantas millas en dirección al polo; según los mapas del radar, todo es muy llano una vez alcanzado el borde. Podemos apañárnoslas allá dentro… oh, durante doce horas o más. Cada uno de nosotros ha estado fuera más tiempo que ese, y en mucho peores condiciones.

Aquello era enteramente cierto. La ropa protectora que había sido diseñada para mantener con vida al hombre en las tierras bajas venusianas tendría una tarea más fácil aquí, donde la temperatura era sólo cien grados más calurosa que en el Valle de la Muerte en plena canícula.

–Bien –dijo Coleman –. Ya conoces las ordenanzas: no se puede ir solo, y alguien ha de quedarse aquí para mantener contacto con la nave. ¿Cómo lo zanjaremos esta vez: ajedrez o cartas?

–El ajedrez lleva demasiado tiempo –dijo Hutchins –, especialmente cuando lo jugáis vosotros dos. –Tendió la mano a la mesa de juego y tomó un naipe muy usado. Córtalo, Jerry.

–Diez de picas –dijo Jerry –. Espero que puedas derrotarlo, Jorge.

–Así lo haré… ¡Maldita sea, sólo un cinco de tréboles! Bueno, dad mis recuerdos a los venusianos…

A pesar de la seguridad de Hutchins, resultaba tarea ardua el escalar la escarpadura. El declive no era muy pronunciado, pero el peso del aparato de oxígeno, el traje térmico refrigerado y el equipo científico alcanzaban un peso de más de cien libras por hombre. La menor gravedad –un trece por ciento más débil que la de la Tierra –proporcionaba una ligera ayuda, pero no mucha, cuando se afanaban por pedregales en declive, descansaban brevemente en los bordes para recuperar aliento y volvían a trepar a través del crepúsculo submarino. El esmeraldino fulgor que se derramaba en torno a ellos era más brillante que el de la luna llena en la Tierra. Una luna se habría disipado en Venus, se dijo Jerry; jamás hubiese podido ser vista desde la superficie, no había allí mar alguno cuyas mareas regir… y la incesante aurora era un manantial de luz mucho más constante. Habían escalado más de seiscientos metros antes de que el terreno se nivelara en un suave declive, surcado aquí y allá por costurones que eran canales claramente tajados por el correr del agua. Al cabo de una breve búsqueda llegaron a una hondonada lo suficientemente ancha y profunda como para merecer el nombre de lecho de río, y echaron a andar por ella.

–Acabo de pensar en algo –dijo Jerry cuando hubieron caminado unos cientos de metros –.

¿Y suponiendo que haya una tormenta ante nosotros? No me hace ni pizca de gracia el tener que soportar un flujo de agua hirviendo.

–Si hay una tormenta la oiremos –replicó Hutchins con cierta impaciencia –. Tendremos tiempo de sobra para llegar a terreno elevado.

Tenía indudablemente razón, pero Jerry no se sintió más satisfecho por ello mientras continuaban remontando el suavemente inclinado lecho del curso del agua. Su inquietud había estado aumentando desde que pasaran sobre la cresta del risco, perdiendo así contacto por radio con el vehículo explorador. El hallarse desconectado con sus compañeros resultaba para él una experiencia única y turbadora. Nunca le había ocurrido antes en toda su vida; hasta a bordo de la Estrella de la Mañana, aun hallándose a cientos de millones de millas de la Tierra, pudo siempre enviar un mensaje a su familia y obtener una respuesta en el lapso de breves minutos. Pero ahora, apenas unos cuantos metros de roca acababan de aislarles del resto de la humanidad; si algo les sucedía, nadie jamás lo sabría… a menos que alguna expedición posterior hallara sus cadáveres. Jorge esperaría el número de horas convenido y luego marcharía de regreso a la nave… solo. Se dijo a sí mismo que él no era ciertamente el tipo ideal de explorador, que lo que le gustaba era manipular complicadas máquinas, y que así fue como se vio mezclado en el vuelo espacial. Nunca llegó a pensar hasta dónde le conduciría aquello… y ahora era ya demasiado tarde para cambiar.

Habían cubierto quizá tres millas en dirección al polo, siguiendo los meandros del lecho del río, cuando Hutchins se detuvo para hacer observaciones y recoger muestras.

–¡Sigue descendiendo la temperatura!

– Ha bajado ya de los 199; es, con mucho, la menor registrada jamás en Venus. Quisiera poder llamar a Jorge y comunicárselo.

Jerry probó todas las bandas de ondas y hasta intentó captar a la astronave –los impredecibles altibajos de la ionosfera del planeta hacían a veces posible la recepción a larga distancia –, pero no se produjo ni un susurro portador de onda sobre el rugido y el crepitar de las fragorosas tormentas venusianas.

–Eso es aún mejor –dijo Hutchins, ahora con auténtica excitación en su voz–. La concentración de oxigeno ha aumentado… quince partes en un millón. En el vehículo era sólo de cinco, y en las tierras bajas apenas se podía detectarlo.

–¡Pero quince en un millón! –protestó Jerry –. ¡Nada podría respirar eso!

–Inviertes la cuestión –manifestó Hutchins –. Nadie ni nada lo respira: algo lo hace. ¿De dónde crees que proviene el oxígeno de la Tierra? Todo él está producido por la vida…, por las plantas en desarrollo. Antes de que hubiese plantas en la Tierra, nuestra atmósfera era semejante a esta…, una mezcla de anhídrido carbónico y amoníaco y metano. Luego evolucionó la vegetación y lentamente convirtió nuestra atmósfera en algo que los animales podían respirar.

–Ya –dijo Jerry –. Y tú piensas que el mismo proceso ha comenzado aquí…

–Así parece. Algo no lejos de aquí, se halla produciendo oxígeno…, y la vida vegetal es la explicación más simple.

–Y donde hay plantas –reflexionó Jerry – es de suponer que más pronto o más tarde haya animales.

–Eso es –dijo Hutchins, recogiendo sus cosas y comenzando a remontar la hondonada –, aunque el proceso lleva unos cuantos millones de años. Puede ser que hayamos llegado aún demasiado pronto…, aunque espero que no.

–Todo esto está muy bien –respondió Jerry –. Pero ¿y suponiendo que topemos con alguien que no nos quiera? No tenemos armas.

–Ni las necesitamos. ¿Te has detenido a pensar en el aspecto que tenemos? No cabe duda de que cualquier animal echaría a correr apenas nos viera desde lejos.

Había algo de verdad en sus palabras. La envoltura metálica de los trajes térmicos, que les cubría de pies a cabeza, reverberaba como una flexible y destellante armadura. Insecto alguno tenía antenas más primorosas que las encajadas en sus cascos y mochilas, y los anchos lentes a través de los cuales miraban al mundo que los rodeaba semejaban unos ojos vacíos y monstruosos. Sí, pocos habrían sido los animales terrestres que quisieran enfrentarse a una tal aparición, pero los venusianos podían sustentar diferentes ideas.

Jerry estaba aún rumiando la cuestión cuando llegaron al lago. La primera ojeada le hizo pensar ya no en la vida que estaban buscando, sino en la muerte. Semejante a un negro espejo, yacía en medio de un pliegue de los cerros; su orilla extrema se hallaba oculta en la bruma eterna, y fantasmales columnas de vapor remolineaban y danzaban sobre su superficie. Todo lo que necesitaban, se dijo a sí mismo Jerry, era la barca de Caronte en espera de llevarlos a ellos a la otra orilla… o el cisne de Tuonela surcando mayestáticamente las aguas, en guardia de la entrada del averno…

Sin embargo, a pesar de todo, era un milagro… la primera agua libre que el hombre hallara jamás en Venus. Hutchins estaba ya de rodillas, casi en una actitud de rezo. Pero lo único que hacía era recoger gotas del preciado líquido para examinarlas a través de su microscopio de bolsillo.

–¿Hay algo en ellas? –preguntó ansiosamente Jerry.

–Si lo hay es demasiado pequeño para verlo con este instrumento. Te diré algo más cuando volvamos a la nave.

Taponó y precintó una probeta y la puso en su estuche de muestras con tanta ternura como un buscador que acabara de hallar su primera pepita de oro. Pudiera ser –y probablemente lo era –nada más que pura y simple agua. Pero también cabría la posibilidad de que fuese un universo de criaturas ignotas y vivientes en la primera fase de un recorrido de billones de años hasta la plasmación de la inteligencia.

No había caminado Hutchins más de una docena de metros a lo largo de la orilla del lago cuando volvió a detenerse, tan súbitamente que Garfield estuvo a punto de tropezar con él.

–¿Qué sucede? preguntó Jerry –. ¿Has visto algo?

–Aquella mancha oscura de allí. La advertí antes de que nos detuviéramos en el lago.

–¿Y qué pasa con ella? A mí me parece bastante corriente.

–Creo que se ha hecho más grande.

En toda su vida recordaría Jerry aquel momento. De todos modos, nunca dudó de la afirmación de Hutchins; en aquellos momentos podía creer cualquier cosa, hasta que las rocas crecían. La sensación de misterio y aislamiento, la presencia de aquel oscuro y melancólico lago, el sordo ruido de las lejanas tormentas y el verde titilar de la aurora…, todo aquello había causado un fuerte impacto en su mente, disponiéndole para creer aun lo increíble. Sin embargo, no sentía miedo alguno: eso vendría después.

Miró a la roca. Estaba a unos ciento cincuenta metros, creyó calcular, aunque en aquella difusa luz esmeraldina resultaba enormemente difícil estimar distancias y dimensiones. La roca o lo que fuese parecía una losa horizontal de un material casi negro, situada cerca de la cresta de un risco bajo. Había una segunda mancha, mucho más pequeña, de material semejante, cerca de ella. Jerry intentó medir y registrar en la memoria el espacio que existía entre ambas a fin de poder tener una referencia que le permitiera descubrir cualquier cambio.

Aun cuando vio que aquel espacio iba estrechándose, no sintió ninguna alarma…, sólo una perpleja excitación. No fue hasta que hubo desaparecido totalmente que experimentó en su corazón una espantosa sensación de desamparado terror. No había allí rocas crecientes o movientes: lo que contemplaban era una oscura marea, una alfombra serpeante que iba extendiéndose inexorablemente hacia ellos sobre la cresta del risco.

El momento de pánico total, irrazonable, no duró por fortuna más allá de unos pocos segundos. El primer terror de Garfield comenzó a desvanecerse tan pronto como reconoció su causa…, es decir, que aquella marea que avanzaba le había recordado en los primeros momentos, muy vívidamente, una historia que había leído hacía muchos años sobre el ejército de hormigas del Amazonas y la manera como destruían todo cuanto encontraban a su paso…

Pero, fuera lo que fuese aquella marea, se estaba moviendo demasiado lentamente como para suponer un peligro real, a menos que cortase su línea de retirada. Hutchins la estaba observando intensamente a través de sus gemelos; él era biólogo y estaba manteniendo su terreno. No voy a hacer el ridículo, pensó Jerry, huyendo como un gato escaldado si no es necesario.

–Por el amor del cielo –dijo al fin, cuando aquella alfombra viviente se halló a sólo cien metros, y Hutchins no había pronunciado aún una palabra ni movido un solo músculo –.

¿Qué es eso?

Hutchins se desheló lentamente como una estatua cobrando vida.

–Lo siento, te olvidé por completo. Es una planta, desde luego. Cuando menos, me parece que deberíamos darle este nombre.

–¡Pero se está moviendo!

–¿Y por qué habría de sorprenderte eso? Así lo hacen también las plantas terrestres. ¿ Es que no has visto películas aceleradas de la hiedra en acción?

–Pero la hiedra permanece en su sitio…, no se extiende por todo el paisaje.

–¿Y qué hay de las plantas de plancton en el mar? Ellas pueden nadar cuando lo necesitan.

Jerry cedió; de todos modos, el prodigio que se aproximaba le había privado de palabras.

Siguió pensando en aquella cosa como una alfombra espesa, orlada en los bordes. Variaba de espesor al moverse; en algunas partes era tenue como una película, y en otras tenía treinta y más centímetros de grosor. Al aproximarse más, Jerry pudo comprobar su tejido, y lo comparó al terciopelo negro. Se preguntó cómo sería al tacto…, recordando luego que como menos quemaría sus dedos, aun cuando no les hiciera nada más. Otro pensamiento vino en persecución de éste, movido por la delirante reacción nerviosa que a menudo sigue a una repentina conmoción: «Si existen venusianos, jamás podremos estrechar nuestras manos con las de ellos; nos las quemarían, y nosotros se las helaríamos. »

Hasta entonces aquella cosa no había dado muestra alguna de haberse percatado de su presencia. Había efectuado su flujo hacia adelante como la inconsciente marea que casi seguramente era. Aparte el hecho de que trepaba sobre pequeños obstáculos, bien podría haber sido una progresiva corriente de agua.

De pronto, cuando estuvo sólo a diez metros, la marea aterciopelada se detuvo en su frente, aunque siguió extendiéndose a los lados.

–Estamos siendo rodeados –dijo Jerry ansiosamente –. Será mejor retroceder hasta asegurarnos de que es inofensiva.

Para su alivio, Hutchins retrocedió al instante. Tras una breve vacilación, la cosa prosiguió su avance estirando su línea frontal.

Entonces Hutchins se adelantó de nuevo… y la cosa se retiró lentamente. El biólogo avanzó media docena de veces, para retroceder otras tantas, y a cada una de ellas la marea viviente verificó un flujo y reflujo acorde por completo con sus movimientos. Nunca me imaginé, se dijo Jerry, ver a un hombre bailando un vals con una planta…

–Termofobia –dijo Hutchins –. Una reacción puramente automática. No le gusta nuestro calor.

–¡Nuestro calor! –protestó Jerry –. ¡Pero si somos témpanos en comparación con ella!

–Desde luego…, pero nuestros trajes no lo son, y eso es todo cuanto ella nota.

¡Estúpido de mí!, pensó Jerry. Hallándose uno abrigado y fresco en el interior del traje térmico, resultaba fácil olvidar que el aparato refrigerador, a su espalda, bombeaba constantemente ráfagas de calor al aire circundante. No era extraño que la planta venusiana retrocediera ante ellos.

–Vamos a ver ahora cómo reacciona a la luz –dijo Hutchins.

Encendió su lámpara pectoral, y el verde resplandor boreal fue ahuyentado al instante por el blanco y puro destello. Hasta que el hombre llegara a aquel planeta, ninguna luz blanca había brillado ni siquiera de día sobre la superficie de Venus. Como en el fondo de los mares de la Tierra, sólo había en ella un verdoso crepúsculo, intensificándose lentamente hasta una profunda oscuridad.

La transformación fue tan pasmosa, que ningún hombre hubiera podido reprimir una exclamación de asombro. Como en un chispazo, la negrura de la espesa alfombra aterciopelada desapareció a sus pies, dejando en su lugar un satinado tejido de brillantes y vivos rojos con áureas estrías. Ningún príncipe persa hubiera podido jamás encargar a sus tejedores una tapicería tan suntuosa y que sin embargo no era más que el producto accidental de fuerzas biológicas, una gama de colores que hasta el momento de producirse el destello no habían existido… y que se desvanecería nuevamente en cuanto la luz extraña de la Tierra dejara de conjurarlos a esa existencia.

–Tijov tenía razón –dijo Hutchins –. Me hubiera gustado que lo viera.

–¿Razón sobre qué? –preguntó Jerry, aunque parecía casi un sacrilegio hablar en presencia de aquella maravilla.

–Allá en Rusia, hace cincuenta años, observó que las plantas que viven en climas muy fríos tienden a ser azules o violetas, mientras que las de los cálidos son rojas o naranja. Predijo que la vegetación marciana sería violeta y que, si había plantas en Venus, su color sería encarnado. Pues bien, estaba en lo cierto en ambas conjeturas. Pero no podemos permanecer todo el día aquí; tenemos trabajo que hacer.

–¿Estás seguro de que esto… no es peligroso? –preguntó Jerry, volviendo a reafirmarse en él algo de su precaución.

–Absolutamente. No puede tocar nuestros trajes aunque lo quisiera. Y de todos modos, se mueve pasando ante nosotros.

Así era. Podían ver ahora que toda aquella cosa –si era una simple planta y no una colonia –cubría una superficie circular de unos cien metros de diámetro aproximadamente. Iba barriendo el suelo igual que lo hace la sombra de una nube impelida por el viento…, y allá donde se había detenido, las rocas estaban punteadas de innumerables pequeños agujeros, tenues como quemaduras de ácido.

–Sí –dijo Hutchins en respuesta a la observación de Jerry sobre el particular –. Así es cómo se nutren los líquenes: segregan ácidos que disuelven la roca. Pero nada de preguntas, por favor, hasta que estemos de vuelta a la nave. Tengo aquí trabajo para varios días, y disponemos solamente de un par de horas para hacerlo.

Aquello fue casi botánica a la carrera… El borde sensitivo de la inmensa planta podía moverse con sorprendente velocidad cuando intentaba evadirlos. Era como si estuviese contendiendo con una hojuela animada de unos cuatro mil metros cuadrados de extensión.

No se producía en ella reacción alguna –aparte la automática evitación del calor despedido por sus trajes – cuando Hutchins cortaba muestras o tomaba pruebas. Aquel objeto fluía constantemente, progresando sobre cerros y valles, guiado por algún singular instinto vegetal. Quizás estaba siguiendo alguna vena de mineral; los geólogos lo decidirían cuando analizaran las muestras de roca que Hutchins había recogido antes y después del paso del tapiz viviente.

Apenas había tiempo para pensar o incluso para enmarcar las innumerables cuestiones que había planteado su descubrimiento. Probablemente aquellas criaturas debían ser bastante numerosas, o no se hubieran topado tan pronto con una de ellas. ¿Cómo se reproducían? ¿Mediante retoños, esporas, escisión o cuál otro medio? Aquélla podía no ser la única forma de vida en Venus… La misma idea era absurda, pues indudablemente, habiendo una especie, ha de haber al mismo tiempo miles de ellas…

Un hambre canina y la fatiga les obligó finalmente a efectuar un alto. La criatura que estaban estudiando podía seguir, si lo deseaba, su camino nutritivo en torno a Venus – aunque Hutchins creía que no iba nunca mucho más allá del lago, aproximándose de cuando en cuando al agua e introduciendo en ella un largo zarcillo tubular–; los animales de la Tierra necesitaban descansar.

Supuso un gran alivio hinchar la tienda sobrecomprimida, meterse en ella a través de la cámara intermedia y despojarse de los trajes térmicos. Por primera vez, mientras se relajaban en el interior de su diminuto hemisferio de plástico, ocupó sus mentes la verdadera maravilla e importancia del descubrimiento. Aquel mundo que los rodeaba no era ya el mismo: Venus no era más un planeta muerto, sino que se había unido a la Tierra y a Marte.

Pues la vida llama a la vida, a través de las simas del espacio. Todo cuanto se desarrollaba o se movía sobre la superficie de un planeta era un portento, una promesa de que el hombre no estaba solo en aquel universo de brillantes soles y remolineantes nebulosas. Si hasta entonces no había encontrado compañeros con quienes poder hablar, aquello era de esperar, pues los años y las eras se extendían aún inmensas ante él, en espera de ser explorados.

Mientras tanto debía preservar y fomentar la vida que hallara en su camino, bien fuera sobre la Tierra, sobre Marte o sobre Venus…

Así se dijo Graham Hutchins, el biólogo mas afortunado del sistema solar, mientras ayudaba a Gaffield a recoger los residuos y meterlos en un hermético estuche de plástico.

Cuando deshincharon la tienda e iniciaron el viaje de retorno no había señal alguna de la criatura que habían estado examinando. Era mejor así, pues de lo contrario podían haberse sentido tentados a demorarse para efectuar más experimentos, y estaba muy próximo el plazo de que disponían.

No importaba; dentro de pocos meses volverían con un equipo de ayudantes, mucho mejor dotados con todo lo necesario para la investigación y con los ojos del mundo posados sobre ellos. La evolución había seguido su curso operando durante un billón de años para hacer posible aquel encuentro; podía muy bien esperar un poco más.

Durante un rato nada se movió en la verdosidad titilante del paisaje envuelto en bruma, desierto a la vez de seres humanos y tapiz carmesí Luego, discurriendo sobre los cerros tallados por el viento, reapareció la extraña criatura. O tal vez era otra de la misma extraña especie y nadie lo sabría jamás.

Pasó ante el pequeño montón de piedras donde habían enterrado sus desechos Hutchins y Garfield. Y luego se detuvo.

No estaba perpleja, pues no tenía mente alguna. Pero el impulso químico que la conducía inexorablemente sobre la meseta polar estaba gritando: ¡Aquí, aquí! En alguna parte próxima se encontraba el más precioso de todos los alimentos que necesitaba, el fósforo, el elemento sin el cual no podía jamás producirse la chispa de vida Comenzó a hozar las rocas, a escurrirse entre las grietas y hendiduras, a arañar y raspar con sus tanteantes zarcillos. Nada de cuanto hizo superaba la capacidad de cualquier planta o árbol terrestre…, pero se movía mil veces más rápidamente, y necesitó tan sólo unos minutos para alcanzar su meta y atravesar la película de plástico.

Y luego se regaló con el alimento, de manera más concentrada que en cualquier otra forma de vida que conociera jamás. Absorbía los carbohidratos, y las proteínas y los fosfatos, la nicotina de las colillas, y la celulosa de los vasos de papel, y la celulosa de los vasos y las cucharas de cartón. Lo trituraba todo y lo asimilaba en su extraño cuerpo sin dificultad ni perjuicio.

Y asimismo absorbía todo un microcosmos de criaturas vivientes…, bacterias y virus que, sobre otros planetas, habían evolucionado de mil mortales linajes. Aun cuando tan sólo muy pocos podían sobrevivir en aquella atmósfera y temperatura, eran suficientes. Cuando la alfombra se arrastró de nuevo al lago, llevaba el contagio a todo su mundo.

Y cuando la Estrella de la Mañana puso rumbo a su lejana patria, Venus estaba muriéndose.

Las películas y fotografías y muestras de que era portador triunfal Hutchins eran aún más preciosas de lo que pensaba, pues eran el único archivo que jamás existiría del tercer intento de asentamiento de la Vida en el sistema solar.

Bajo las nubes de Venus, la historia de la Creación había terminado.

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Crimen en Marte https://culturaquetzal.com/2023/11/18/crimen-en-marte/ https://culturaquetzal.com/2023/11/18/crimen-en-marte/#respond Sun, 19 Nov 2023 05:18:52 +0000 https://culturaquetzal.com/?p=970 Por: Arthur C. Clarke

—En Marte hay poca delincuencia —observó el inspector Rawlings con tristeza—. En realidad, éste es el motivo principal de que regrese al Yard. De quedarme aquí más tiempo, perdería toda mi práctica.

Estábamos sentados en el salón del observatorio principal del espacio puerto de Phobos, mirando las grietas resecas por el sol de la diminuta luna de Marte. El cohete transbordador que nos había traído desde Marte se había marchado diez minutos antes y ahora iniciaba la larga caída hacia el globo color ocre que colgaba entre las estrellas. Media hora más tarde, subiríamos a la nave espacial en dirección a la Tierra…, planeta en el que la mayoría de pasajeros nunca habían puesto los pies, si bien aún lo llamaban, «su patria».

—Al mismo tiempo —continuó el inspector—, de vez en cuando se presenta un caso que presta interés a la vida. Usted, señor Macear, es tratante en arte, y estoy seguro que habrá oído hablar de lo ocurrido en la Ciudad del Meridiano hace un par de meses.

—No creo —dijo el individuo regordete y de tez olivácea al que había tomado por otro turista de regreso.

Por lo visto, el inspector ya había examinado la lista de pasajeros; me pregunté qué sabría de mí y traté de tranquilizar mi conciencia, diciéndome que estaba razonablemente limpia. Al fin y al cabo, todo el mundo pasaba algo de contrabando por la aduana de Marte…

—La cosa se acalló —prosiguió el inspector—, pero hay asuntos que no pueden mantenerse en secreto largo tiempo. Bien, un ladrón de joyas de la Tierra intentó robar del Museo de Meridiano el mayor de los tesoros… la Diosa Sirena.

—¡Eso es absurdo! —objeté—. Naturalmente, no tiene precio, pero no es más que un pedazo de roca arenisca. Lo mismo podrían querer robar La Monna Lisa.

—Eso ya ha ocurrido también —sonrió sin alegría el inspector—. Y tal vez el motivo fuese el mismo. Hay coleccionistas que pagarían una fortuna por tal objeto, aunque sólo fuese para contemplarlo en secreto. ¿No está de acuerdo, señor Macear?

—Muy cierto —aseguró el experto en artes——. En mi profesión, hallamos a toda clase de chiflados.

—Bien, ese individuo, que se llama Danny Weaver, debía recibir una buena suma por el objeto. Y a no ser por una fantástica mala suerte, habría llevado a cabo el robo.

El sistema de altavoces del espacio puerto dio toda clase de excusas por un leve retraso debido a la última comprobación del combustible, y pidió a varios pasajeros que se presentasen en Información. Mientras esperábamos que callase la voz, recordé lo poco que sabía de la Diosa Sirena. Aunque no había visto el original, llevaba una copia, como la mayoría de turistas, en mi equipaje. El objeto llevaba el certificado del Departamento de Antigüedades de Marte, garantizando que «se trata de una reproducción a tamaño natural de la llamada Diosa Sirena, descubierta en el mar Sirenium por la Tercera Expedición, en 2012 después de Cristo (23 D. M.).»

Era raro que un objeto tan pequeño causara tantas discusiones. Medía poco más de veinte centímetros de altura, y nadie miraría el objeto dos veces de hallarse en un museo de la Tierra. Se trataba de la cabeza de una joven, de rasgos levemente orientales, con el cabello rizado en abundancia cerca del cráneo, los labios entreabiertos en una expresión de placer o sorpresa… y nada más.

Pero se trataba de un enigma tan misterioso que había inspirado un centenar de sectas religiosas, haciendo enloquecer a varios arqueólogos. Ya que una cabeza tan perfectamente humana no podía ser hallada en Marte, cuyos únicos seres inteligentes eran crustáceos…

«langostas educadas», como los llamaban los periódicos. Los aborígenes marcianos nunca habían inventado el vuelo espacial, y su civilización desapareció antes de que el hombre apareciera sobre la Tierra.

Sin duda, la Diosa es ahora el misterio Número Uno del sistema solar. Supongo que la respuesta no la obtendrán durante mi existencia…, si llegan a obtenerla.

—El plan de Danny era sumamente simple —prosiguió el inspector—. Ya saben ustedes lo muertas que quedan las ciudades marcianas en domingo, cuando se cierra todo y los colonos se quedan en casa para ver la televisión de la Tierra. Danny confiaba en esto cuando se inscribió en el hotel de Meridiano Oeste, la tarde del viernes. Tenía el sábado para recorrer el museo, un domingo solitario para robar, y el lunes por la mañana sería otro de los turistas que saldrían de la ciudad…

»A primera hora del domingo cruzó el parque, pasando al Meridiano Este, donde se alza el museo. Por si no lo saben, la ciudad se llama del Meridiano porque está exactamente en el grado 180 de longitud; en el parque hay una gran losa con el Primer Meridiano grabado en ella, para que los visitantes puedan ser fotografiados de pie en los dos hemisferios a la vez. Es asombroso cómo estas niñerías divierten a la gente.

»Danny pasó el día recorriendo el museo como cualquier turista decidido a aprovecharse del valor de la entrada. Pero a la hora de cierre no se marchó, sino que se escondió en una de las galerías no abiertas al público, donde estaban disponiendo una reconstrucción del período del Ultimo Canal, que por falta de dinero no habían terminado.

Danny se quedó allí hasta medianoche, por si todavía había en el edificio algún investigador entusiasta. Luego abandonó el escondite y puso manos a la obra.

—Un momento —le interrumpí—. ¿Y el vigilante nocturno?

—¡Mi querido amigo! En Marte no existen esos lujos. Ni siquiera hay señal de alarma en el museo porque, ¿quién quiere robar trozos de piedra? Cierto, la Diosa estaba encerrada en una vitrina de metal y cristal, por si algún cazador de recuerdos se entusiasmaba con ella. Pero aun en el caso de ser robada, el ladrón no podría ocultarla en ninguna parte, y, claro está, todo el tranco de entrada y salida de Marte sería registrado.

Esto era exacto. Yo había pensado en términos de la Tierra, olvidando que cada ciudad de Marte es un pequeño mundo cerrado por debajo del campo de fuerzas que la protege del casi vacío congelador. Más allá de las protecciones electrónicas existe sólo el vacío altamente hostil del exterior marciano, donde un hombre sin protección moriría en pocos segundos.

Y esto facilita las leyes de seguridad.

—Danny poseía una serie de herramientas excelentes, tan especializadas como las de un relojero. La principal era una microsierra no mayor que un soldador, con una hoja sumamente delgada, impulsada a un millón de ciclos por segundo, gracias a un motor ultrasónico. Cortaba el cristal o el metal como mantequilla… y sólo dejaba el corte del espesor de un cabello. Lo importante para Danny era no dejar rastro de su labor.

»Ya habrán adivinado cómo pensaba operar. Cortaría la base de la vitrina y sustituiría el original por una de las copias de la Diosa. Tal vez transcurriesen un par de años antes de que un experto descubriera la verdad, y entonces el original ya estaría en la Tierra, disimulado como una copia, con un certificado de autenticidad. Listo, ¿en? »Debió ser algo espantoso trabajar en aquella galería a obscuras, con todos aquellos pedruscos de millones de años de antigüedad, todos aquellos inexplicables artefactos a su alrededor. En la Tierra, un museo ya es bastante siniestro de noche, pero… es humano. Y la Galería Tres, donde está la Diosa, resulta especialmente inquietante. Está llena de bajorrelieves con animales increíbles luchando entre sí; parecen avispas gigantes, y la mayoría de paleontólogos niegan que hayan existido alguna vez. Pero, imaginarios o no, pertenecieron a este mundo, y no trastornaron tanto a Danny como la Diosa, que le miraba a través de las edades, desafiándole a que explicara la presencia de ella allí. Y esto le daba escalofríos. ¿Cómo lo sé? El me lo confesó.

«Danny empezó a trabajar con la vitrina con el mismo cuidado con que un diamantista se dispone a cortar una gema. Tardó casi toda la noche en rajar la trampilla, y amanecía cuando descansó, guardándose la microsierra. Aún faltaba mucho que hacer, pero la parte más penosa había terminado. Colocar la copia en la vitrina, comprobar su aspecto con las fotos que llevaba consigo y ocultar todas las huellas le ocuparía gran parte del domingo, pero esto no le inquietaba en absoluto. Le quedaban otras veinticuatro horas y recibiría con agrado la llegada de los primeros visitantes del lunes, momento en que podría mezclarse con ellos y salir de allí.

»Fue un tremendo golpe para su sistema nervioso, por tanto, cuando a las ocho y media abrieron las enormes puertas y el personal del museo, ocho en total, se dispusieron a iniciar el día de trabajo. Danny corrió hacia la salida de emergencia, abandonándolo todo: herramientas, la Diosa…, todo.

»Y se llevó otra enorme sorpresa al verse en la calle; a aquella hora debía estar completamente desierta, con todo el mundo en casa leyendo los periódicos dominicales. Pero he aquí que los habitantes de Meridiano Este se encaminaban hacia las fábricas y oficinas, como en cualquier día normal de trabajo.

»Cuando el pobre Danny llegó al hotel ya le aguardábamos. No hacía falta ser un lince para comprender que sólo un visitante de la Tierra, y uno muy reciente, había pasado por alto el hecho que constituye la fama de la Ciudad del Meridiano. Y supongo que ustedes ya lo habrán adivinado.

—Sinceramente, no —objeté—. No es posible visitar todo Marte en seis semanas, y nunca pasé del Syrtis Mayor.

—Pues es sumamente sencillo, aunque no podemos censurar excesivamente a Danny, puesto que incluso los habitantes del planeta caen ocasionalmente en la misma trampa. Es una cosa que no nos preocupa en la Tierra, donde hemos solucionado el problema con el océano Pacífico. Pero Marte, claro está, carece de mares; y esto significa que alguien se ve obligado a vivir en la Línea de Fecha Internacional…

»Banny planeó el robo desde Meridiano Oeste… Y allí era domingo, claro… y seguía siendo domingo cuando lo atrapamos en el hotel. Pero en el Meridiano Este, a menos de un kilómetro de distancia, sólo era sábado. ¡El pequeño cruce del parque era toda la diferencia! Repito que fue mala suerte.

Hubo un largo momento de silencio.

—¿Cuánto le largaron? —inquirí al fin.

—Tres años —repuso el inspector.

—No es mucho.

—Años de Marte…, casi seis de los nuestros. Y una multa que, por exacta coincidencia, es exactamente el precio del billete de regreso a la Tierra. Naturalmente, no está en la cárcel…, pues en Marte no pueden permitirse tales gastos. Danny tiene que trabajar para vivir, bajo una vigilancia discreta. Les dije que el museo no podía pagar a un vigilante nocturno, ¿verdad? Bien, ahora tiene uno. ¿Adivinan quién?

—¡Todos los pasajeros dispónganse a subir a bordo dentro de diez minutos! ¡Por favor, recojan sus maletas! —ordenó el altavoz.

Cuando empezamos a avanzar hacia la puerta, me vi impulsado a formular otra pregunta:

—¿Y la persona que contrató a Danny? Debía respaldarle mucho dinero. ¿Le atraparon?

—Aún no; la persona, o personas, han borrado las huellas completamente, y creo que Danny dijo la verdad al declarar que no podía darnos ninguna pista. Bien, ya no es mi caso.

Como dije, regreso al Yard. Pero un policía siempre tiene los ojos bien abiertos… como un experto en arte, ¿eh, señor Macear? Oh, parece haberse puesto un poco verde en torno a las branquias. Tómese una de mis tabletas contra el mareo espacial.

—No, gracias —repuso el señor Macear—, estoy muy bien.

Su tono era desabrido; la temperatura social parecía haber descendido por debajo de cero en los últimos minutos. Miré al señor Macear y al inspector. Y de pronto comprendí que la travesía sería muy interesante.

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Los ojos hacen algo más que ver https://culturaquetzal.com/2023/10/14/los-ojos-hacen-algo-mas-que-ver/ https://culturaquetzal.com/2023/10/14/los-ojos-hacen-algo-mas-que-ver/#respond Sat, 14 Oct 2023 08:18:51 +0000 https://culturaquetzal.com/?p=929 Por: Isaac Asimov

Después de cientos de miles de millones de años, pensó de súbito en sí mismo como Ames. No la combinación de longitudes de ondas que a través de todo el universo era ahora el equivalente de Ames, sino el sonido en sí.

Una clara memoria trajo las ondas sonoras que él no escuchó ni podía escuchar.

Su nuevo proyecto le aguzaba sus recuerdos más allá de lo usualmente recordable. Registró el vórtice energético que constituía la suma de su individualidad y las líneas de fuerza se extendieron más allá de las estrellas.

La señal de respuesta de Brock llegó.

Con seguridad, pensó Ames, él podía decírselo a Brock. Sin duda, podría hablar con cualquiera.

Los modelos fluctuantes de energía enviados por Brock, comunicaron:

—¿Vienes, Ames?

—Naturalmente.

—¿Tomarás parte en el torneo?

—¡Sí! —Las líneas de fuerza de Ames fluctuaron irregularmente—. Pensé en una forma artística completamente nueva. Algo realmente insólito.

—¡Qué despilfarro de esfuerzo! ¿Cómo puedes creer que una nueva variante pueda ser concebida tras doscientos mil millones de años? Nada puede haber que sea nuevo.

Por un momento Brock quedó fuera de fase e interrumpió la comunicación, y Ames se apresuró en ajustar sus líneas de fuerza. Captó el flujo de los pensamientos de otros emisores mientras lo hizo; captó la poderosa visión de la extensa galaxia contra el terciopelo de la nada, y las líneas de fuerza pulsada en forma incesante por una multitudinaria vida energética, discurriendo entre las galaxias.

—Por favor, Brock —suplicó Ames—, absorbe mis pensamientos. No los evites. Estuve pensando en manipular la Materia. ¡Imagínate! Una sinfonía de Materia. ¿Por qué molestarse con Energía? Es cierto que nada hay de nuevo en la Energía. ¿Cómo podría ser de otra forma? ¿No nos enseña esto que debemos experimentar con la Materia?

—¡Materia!

Ames interpretó las vibraciones energéticas de Brock como un claro gesto de disgusto.

—¿Por qué no? —dijo—. Nosotros mismos fuimos Materia en otros tiempos… ¡Oh, quizás un trillón de años atrás! ¿Por qué no construir objetos en un medio material? O con formas abstractas, o… escucha, Brock… ¿Por qué no construir una imitación nuestra con Materia, una Materia a nuestra imagen y semejanza, tal como fuimos alguna vez?

—No recuerdo cómo fuimos —dijo Brock—. Nadie lo recuerda.

—Yo lo recuerdo —dijo Ames con seguridad—. No he pensado sino en eso y estoy comenzando a recordar. Brock, déjame que te lo muestre. Dime si tengo razón. Dímelo.

—No. Es ridículo. Es… repugnante.

—Déjame intentarlo, Brock. Hemos sido amigos desde los inicios cuando irradiamos juntos nuestra energía vital, desde el momento en que nos convertimos en lo que ahora somos. ¡Por favor, Brock!

—De acuerdo, pero hazlo rápido.

Ames no sentía aquel temblor a lo largo de sus líneas de fuerza desde…

¿desde cuándo? Si lo intentaba ahora para Brock y funcionaba, se atrevería a manipular la Materia ante la Asamblea de Seres Energéticos que, durante tanto tiempo, esperaban algo novedoso.

La Materia era muy escasa entre las galaxias, pero Ames la reunió, la juntó en un radio de varios años-luz, escogiendo los átomos, dotándola de consistencia arcillosa y conformándola en sentido ovoide.

—¿No lo recuerdas, Brock? —preguntó suavemente—. ¿No era algo parecido?

El vórtice de Brock tembló al entrar en fase.

—No me obligues a recordar. No recuerdo nada.

—Existía una cúspide y ellos la llamaban cabeza. Lo recuerdo tan claramente como te lo digo ahora. —Efectuó una pausa y luego continuó—. Mira, ¿recuerdas algo así?

Sobre la parte superior del ovoide apareció la «cabeza».

—¿Qué es eso? —preguntó Brock.

—Es la palabra que designa la cabeza. Los símbolos que representan el sonido de la palabra. Dime que lo recuerdas, Brock.

—Había algo más —dijo Brock con dudas—. Había algo en medio.

Una forma abultada surgió.

—¡Sí! —exclamó Ames—. ¡Es la nariz! —Y la palabra «nariz» apareció en su lugar—. Y también había ojos a cada lado: «Ojo izquierdo…, Ojo derecho».

Ames contempló lo que había conformado, sus líneas de fuerza palpitaban lentamente. ¿Estaba seguro que era algo así?

—La boca y la barbilla —dijo luego—, y la nuez de Adán y las clavículas. Recuerdo bien todas las palabras. —Y todas ellas aparecieron escritas junto a la figura ovoide.

—No pensaba en estas cosas desde hace cientos de millones de años —dijo Brock—. ¿Por qué me haces recordarlas? ¿Por qué? Ames permaneció sumido en sus pensamientos.

—Algo más. Órganos para oír. Algo para escuchar las ondas acústicas. ¡Oídos! ¿Dónde estaban? ¡No puedo recordar dónde estaban!

—¡Olvídalo! —gritó Brock—. ¡Olvídate de los oídos y de todo lo demás! ¡No recuerdes!

—¿Qué hay de malo en recordar? —replicó Ames, desconcertado.

—Porque el exterior no era tan rugoso y frío como eso, sino cálido y suave. Los ojos miraban con ternura y estaban vivos y los labios de la boca temblaban y eran suaves sobre los míos.

Las líneas de fuerza de Brock palpitaban y se agitaban, palpitaban y se agitaban.

—¡Lo lamento! —dijo Ames—. ¡Lo lamento!

—Me has recordado que en otro tiempo fui mujer y supe amar, que esos ojos hacían algo más que ver y que no había nadie que lo hiciera por mí… y ahora no tengo ojos para hacerlo.

Con violencia, ella añadió una porción de materia a la rugosa y áspera cabeza y dijo:

—Ahora, deja que ellos lo hagan —y desapareció.

Y Ames vio y recordó que en otro tiempo él fue un hombre. La fuerza de su vórtice partió la cabeza en dos y partió a través de las galaxias siguiendo las huellas energéticas de Brock, de vuelta al infinito destino de la vida.

Y los ojos de la destrozada cabeza de Materia aún centelleaban con lo que Brock colocó allí en representación de las lágrimas. La cabeza de Materia hizo lo que los seres energéticos ya no podían hacer y lloró por toda la humanidad y por la frágil belleza de los cuerpos que abandonaron un billón de años atrás.

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Exilio – Pamela Sargent https://culturaquetzal.com/2023/10/08/exilio-pamela-sargent/ https://culturaquetzal.com/2023/10/08/exilio-pamela-sargent/#respond Sun, 08 Oct 2023 09:34:07 +0000 https://culturaquetzal.com/?p=925 Diane Lundberg no tenía apetito, pero intentó terminar la comida que quedaba en su plato. Miró a su madre a través de la mesa, y empezó a esconder los guisantes debajo de los huesos de pollo con el tenedor.

—¿Podemos contar contigo, Diane, este sábado en la tienda? —le preguntó la señora Lundberg.

—Hum…, he de trabajar en ese proyecto de investigación botánica —murmuró la joven.

Desvió la mirada, bajándola al mantel. A los dieciséis años, Diane Lundberg era una chica alta y delgada, con el cabello obscuro y los vividos colores de su madre, y los ojos grises de su padre. Habitualmente se inclinaba un poco, sintiéndose torpe con su estatura.

—Tienes dos meses para ese proyecto —le recordó su madre, mostrando el enfado en sus ojos pardos.

—No quiero dejarlo para el último momento —replicó Diane, mirando a su padre.

—Está bien, Diane —aprobó el señor Lundberg—. Creo que nos arreglaremos sin ti.

Diane suspiró quedamente, con alivio y culpabilidad. La última vez que fue a ayudar en la tienda, la señora Lundberg la destinó al departamento de ropas juveniles. Era un departamento agradable, con dos dependientas poco mayores que Diane, y otras dos de más edad. Le enseñaron a Diane las existencias y le dijeron que pidiese ayuda si la necesitaba. Diane se puso nerviosa ante el aplomo, la seguridad de la dependencia, y aún más delante de las clientes, casi todas jóvenes o niñas. Diane se sintió torpe al tratarlas.

Cuando estaba enseñando unos jerseys a tres chicas, accidentalmente empujó unas cajas de suéters con el brazo. Los suéters se esparcieron sobre el mostrador y algunos cayeron al suelo. Las chicas rieron y a Diane se le encendieron las mejillas mientras recogía los suéters para meterlos en las cajas. Después, estuvo sin hacer nada detrás del mostrador, aguardando el momento de atender ella, o las otras dependientas, a las posibles clientes.

—Pensé que te vendría bien un poco más de dinero —observó la señora Lundberg, no queriendo, al parecer, abandonar aquel tema—. Y al menos —añadió, contemplando el plato de su hija—, deberías acabarte la comida. Estás demasiado delgada.

Diane cruzó los brazos sobre su pequeño busto. Sentía el estómago revuelto. Miró elplato, negándose silenciosamente a comer más.

—Esta tarde se comió dos barras de caramelo —la acusó Danny Lundberg.

El hermano de Diane tenía diez años, y era un chiquillo flaco con el pelo rubio. La joven le miró enojada y luego intentó darle un puntapié por debajo de la mesa, pero falló.

—Yo la vi —continuó Danny, devolviéndole la mirada—. Se comió dos barras graneles.

—No me extraña —gruñó la señora Lundberg—. Te pondrás enferma comiendo esas porquerías.

—Si pudierais dejar de discutir… —rezongó el señor Lundberg. Me gustaría tomar el postre en paz.

Se pasó una mano por su cabello ralo y gris.

—Tengo derecho a preocuparme, Eric —puntualizó su esposa—. Diane ha perdido dos kilos este mes. Si se nota con sólo mirarla.

—Por favor… —suplicó Diane.

Descruzó los brazos y los apoyó en la mesa. El derecho chocó con el vaso de vino de su padre; el vaso se tambaleó, cayó y derramó su contenido encima del mantel azul celeste. El señor Lundberg levantó el vaso calmosamente y secó la mancha con la servilleta.

—¿Por qué eres siempre tan torpe? —gruñó la señora Lundberg.

Diane se levantó. Tenía un nudo en la garganta y tuvo que esforzarse por hablar.

—Ah, dejadme tranquila… —murmuró.

Se apartó de la mesa, cruzó el salón y entró en su dormitorio, cerrando la puerta.

Se enroscó en la cama, a obscuras, desdichada y sola.

Diane se sentó al borde de la cama, mirando por la ventana la zona arbolada más allá del patio trasero de la casa. Los árboles estaban ya perdiendo sus hojas y pronto extenderían sus extremidades óseas hacia el cielo gris del otoño.

Diane odiaba Morriston. Se habían trasladado a Morriston desde Minneapolis en 1978, cuando ella tenía doce años. Se mostró tímida en la nueva escuela y esquiva con los niños que vivían en la comunidad. En Minneapolis todo era distinto. Allí tenía amiguitas. En Morriston, la única amiga era Marya Chung, y aun ésta iba pocas veces a verla a casa.

Diane fue hacia el teléfono y marcó el número de Marya. Se iluminó la pequeña pantalla situada encima del aparato y apareció la cara de su amiga.

—Hola, Di, ¿puedes esperar un momento? —la cara desapareció unos segundos y volvió a aparecer—. Mira lo que compré para Bert. —Marya enseñó un par de pendientes agujereados con diminutas M de oro balanceándose por los aros——. Esta tarde fuimos al centro, para que le atendieran las orejas, que estarán cicatrizadas el día de su cumpleaños.

Y éste es el regalo, excepto que él ya lo sabe. —Marya se acercó más a su pantalla—. El me compró éstos.

Diane apenas logró ver las B de oro que colgaban de las orejas de su amiga.

—Estupendo —exclamó Diane. Sólo quería preguntarte si deseas que el sábado nos ocupemos del proyecto de botánica.

—No puedo. Bert y yo estaremos muy ocupados; además, tenemos años para lo de la botánica. Llama a Chris Reiner; ella siempre lo hace todo de prisa.

—Sí, claro.

Diane siempre se sentía intimidada ante la fría intelectualidad y los aires de superioridad de Chris Reiner.

—Oye, Di, he de colgar. Bert ha de llamarme.

Los ojos almendrados de Marya expresaban su impaciencia.

—Claro”—repitió Diane.

—Te llamaré mañana.

La pantalla se obscureció.

Diane soltó el teléfono. No pensaba llamar a Chris Reiner, y soportar su actitud condescendiente un día entero. Se puso en pie y fue hacia su escritorio. Se sentó y abrió el libro de historia.

Llamaron a la puerta con suavidad.

—¿Puedo entrar? —preguntó la voz de su padre.

—Sí —asintió Diane.

El señor Lundberg entró y tomó asiento en el borde de la cama, extendiendo las piernas ante sí. Diane frunció el ceño y bajó la vista al suelo.

—Cariño, tu madre no está enfadada —murmuró el señor Lundberg—, sino inquieta, aunque no sepa expresarlo adecuadamente. Supongo que a causa de su temperamento italiano.

Diane no respondió.

—Le he dicho muchas veces que no se inquiete por ti. A tu edad, me llamaban «el hueso», y aquí estoy ahora con esta barriga.

El señor Lundberg se aclaró la garganta. Diane levantó la vista.

—Vamos, ¿por qué no vienes el sábado a la tienda y yo te llevaré a almorzar? Tal vez podré deslizarte un vaso de vino por debajo de la mesa.

Diane intentó sonreír.

—Además —prosiguió su padre—, quiero que ganes el dinero suficiente para un vestido nuevo. Quiero que mi hija sea la más bonita de la fiesta escolar de octubre.

—No iré a la fiesta —declaró Diane—. No tengo a nadie que me acompañe.

—Bueno, eso no importa. Muchas chicas irán solas y allí hallarán compañía. Seguro que los chicos están más nerviosos que las chicas. Recuerdo que…

—No pienso ir para dar vueltas por allí —Diane sintió un color más encendido en sus mejillas—. No quiero estar contemplándome los pies toda la velada y volver a casa llorando. Tengo cosas mejores que hacer y tampoco deseo ir a la tienda y que la gente se ría por mis torpezas.

—Cariño, allí nadie se burla de ti. ¿Por qué lo piensas?

—Se ríen —insistió Diane—. ¿No crees que puedo saberlo?

—Diane —suspiró el señor Lundberg—, has construido una muralla a tu alrededor y te ocultas detrás; no permites que nadie salte ese muro y, no obstante, te sientes defraudada cuando, pese a esto, nadie consigue llegar hasta ti —se puso en pie y agitó ambas piernas—. Oh, se me han dormido los pies —murmuró casi en son de excusa, pataleando.

Durante un segundo pareció un muchacho patoso, sólo traicionado por el pelo gris y la abultada barriga—. Bien, supongo que ya eres mayorcita para poder tener ideas propias, pero si cambias esta vez, la oferta del almuerzo sigue en pie.

El señor Lundberg se dirigió a la puerta, ligeramente encorvado, y cerró la puerta a sus espaldas.

Diane, asiéndose a su enterrada desdicha, volvió al libro de historia.

Cuando Diane se levantó el sábado, sus padres ya se habían marchado a la tienda de Minneapolis. La mayor parte de la gente de Morriston trabajaba en los comercios que rodeaban la comunidad. Iban a sus empleos a pie o en bicicleta por las calles curvadas y sinuosas de Morriston, y raras veces utilizaban el coche para ir siquiera a Minneapolis, puesto que el monorraíl les trasladaba allí en menos de una hora.

Diane se tomó una naranjada en la cocina mientras su hermano Danny miraba unas historietas cómicas en la sala de juegos. La joven fue hacia allí y se sentó.

—¿Saldrás más tarde? —preguntó.

—Iré a casa de Sam a almorzar y esta tarde jugaremos a fútbol.

—¿Tienes tus llaves?

Danny suspiró con exasperación.

—Sí, tengo mis malditas llaves —señaló la cadena de oro colgada de su cuello—. ¿Lo ves?

—Bien, voy a salir, de modo que no te olvides de cerrar las puertas. Comprobaré las ventanas antes de irme.

—No te olvides —dijo Danny haciendo una mueca.

—Lo hiciste la semana pasada; si no volviera pronto, mamá y papá te reñirían.

—No me olvidaré —prometió Danny.

Diane se puso en pie y fue a buscar su chaqueta. Recorrió rápidamente la casa comprobando las ventanas. Recientemente se habían producido varios robos; no era difícil que alguien cogiese el monorraíl en Duluth o Minneapolis y se apease en un lugar como Morriston, robase en unas cuantas casas o apartamentos y cogiese el próximo tren.

Diane salió de casa y enfiló por la calle que se curvaba ante ella. La casa de los Lundberg estaba situada en una loma con otras dos y un grupo de apartamentos. Cerca de los edificios había grandes siemprevivas, y próximos a la calle crecían unos arbustos. Diane se detuvo ante el buzón de la calle. Sólo había una carta de la abuela Tortonelli. Diane la cogió y la sostuvo contra la luz para ver si contenía dinero para ella y Danny. La abuela de Diane no creía en las cuentas corrientes ni en las tarjetas de crédito e insistía en enviar dinero por correo. En la carta no había nada. Probablemente, sólo algunas quejas por su vejiga urinaria, como siempre, pensó Diane, por lo que dejó otra vez la carta en el buzón para que Danny la llevara a la casa.

Diane descendió por la calle hasta un sendero que conducía al bosque. Morriston se hallaba rodeado por tres lados por un amplio bosque, y cuando lo construyeron, los diseñadores decidieron dejar en pie la mayor parte de aquella zona boscosa. Un par de años atrás se habló de edificar más casas en el bosque, pero algunos de los residentes más acaudalados de Morriston adquirieron aquella área del bosque. Al menos por ahora, los árboles estaban a salvo.

Diane fue hacia allí, llevando su cuaderno de botánica. Siguió un poco por el sendero hasta que oyó voces al frente. Del bosque, y en dirección a la joven, surgieron un chico y una chica. Los había visto en la escuela, pero ignoraba sus nombres.

El muchacho saludó a Diane, sonriéndole. Ella respondió al saludo y se encorvó al observar que la pareja era más baja que ella. Cuando pasaron por su lado y continuaron hacia la calle, Diane creyó oír una risita en labios de la chica.

Diane abandonó el sendero y empezó a hundirse en el bosque. Las hojas crujían bajo sus pies, mientras pasaba por entre los árboles y los matorrales. Anduvo hasta que llegó a una enorme roca, en el centro de un pequeño claro, donde se detuvo a descansar.

Diane había estado muchas veces en el bosque, pero nunca había visto aquel claro, o al menos no lo recordaba. Miró a su alrededor, tratando de orientarse. Así vio un añoso roble, y quiso calcular su edad: tenía un tronco muy grueso.

«¡Cuántas cosas habrá visto! —pensó Diane—, ¡Cuántas raíces habrá echado bajo esta tierra!»

Al fin, Diane se incorporó y abandonó el claro, en dirección, creía, a la senda que llevaba de nuevo a Morriston.

Cuando llevaba algún tiempo caminando se dio cuenta de que se estaba internando más en el bosque. Miró al cielo gris, calculando la posición del sol. El sendero que iba hacia su casa estaba al sudeste del bosque. Diane no estaba inquieta, puesto que allí era muy difícil extraviarse. Había un riachuelo que atravesaba el lugar por el norte, y cuando uno lo seguía llegaba al final del sendero que conducía a su casa. Yendo al revés, el río llevaba a los apartamentos situados cerca del centro comercial de la comunidad. Era un curso de agua sinuoso, y no podía tardar en encontrarlo.

Diane siguió avanzando hasta que llegó a una colina cubierta de arbustos espinosos. Miró hacia lo alto y pensó que debía trepar hasta allí. Una vez en la cumbre podría ver todo el bosque y saber dónde estaba. Después, se ocuparía de su proyecto.

Se metió la libreta en el bolso, y empezó a ascender. Los espinos le arañaban los téjanos. Diane fue subiendo por entre las matas, asiéndose a algunas ramas para no resbalar. Así llegó a un grupo de rocas y se escurrió sobre ellas, perdiendo casi el equilibrio. Por encima de las rocas había más arbustos. Los atravesó y llegó a la cumbre. Allí crecían diversas siemprevivas, rodeando un pequeño claro.

Diane se quedó junto a un árbol y miró a su alrededor. Divisó un arroyo que se curvaba entre los árboles, calculando que estaba a unos setenta metros del fondo de la colina.

«Puesto que estoy aquí, será mejor que dé un vistazo», pensó.

Echó a andar por el claro. Por entre las hojas de los arbustos correteaban pequeños animales.

El claro estaba extrañamente silencioso. Diane divisó un objeto grande en el centro de la zona. Sacó su libreta del cinto y fue hacia allí.

El objeto era medio metro más alto que ella. A cierta distancia, parecía una piedra cubierta de musgo, pero desde más cerca era como madera petrificada. En torno a los lados y encima del musgo había una especie de ramas retorcidas.

Diane se sentó sobre la hierba que rodeaba el objeto. Sintió una gran tristeza que parecía ir devanándose en su estómago. Contra su voluntad, se sintió tremendamente sola, con un velo como separándola del bosque.

«Estoy solo.»

Sobresaltada, Diane miró a su alrededor. No vio a nadie, pero las palabras habían sonado fuertes en sus oídos.

«Puedo ser el último.—»

No, no cerca de sus oídos, sino dentro de su mente. De repente, el bosque se desvaneció ante sus ojos y estuvo mirando a un vacío negro. Apartó rápidamente la vista.

Vio otra vez el claro y al objeto a su lado. Pero las ramas se había movido ligeramente, y no rodeaban ya el musgo tan apretadamente. Diane experimentó cierta aprensión, mas no estaba asustada. Vio cómo las ramas se extendían, dejando de rodear al musgo, en dirección al cielo.

«¿Qué eres?», preguntó Diane, y antes de poder hablar de nuevo, el bosque volvió a desaparecer. Entonces, Diane contempló unas llanuras verdes, unas pequeñas cúpulas y unas cuantas cuevas a lo lejos. Arriba, el cielo resplandecía de luz, pero no había sol.

«Mi casa. Allí no hay obscuridad, tan cerca del centro de la galaxia. Las estrellas están más juntas, millones y millones, unas al lado de otras.»

Diane no distinguía sombras, sólo colores brillantes, cúpulas rojizas contra la hierba verde, torres azuladas en lontananza apuntando hacia el iluminado cielo. Sintió cómo los bordes de un profundo pesar rozaba contra su mente, y luego una gentil súplica: «No te asustes.»

«¿Cómo he llegado aquí?», se preguntó Diane.

Vio entonces cómo las torres azuladas abandonaban la superficie verde, una a una, en unos senderos rosados.

La superficie del extraño planeta se desvaneció y ella empezó a flotar, mirando a un sol muy brillante que destelló súbitamente ante sus ojos.

«Nuestro sol tenía que estallar, convertirse en una nova. Algunos se quedaron. Los demás nos diseminamos. Teníamos que reunimos más allá del centro galáctico para decidir…»

«…Adonde ir», finalizó Diane.

Vio cómo grupos de brillantes estrellas se apartaban de su mirada, rojas y azules, enanas blancas, amarillas y anaranjadas, colores brillantes contra la negrura del espacio. Desvió la vista y divisó un grupo de seres semejantes a árboles, sin musgo en el cuerpo. Estaban junto a ella, agitando suavemente las extremidades. La aprensión se apoderó de ella.

«Fue un largo viaje. Yo envejecí y me hice joven varias veces durante el trayecto. No puedo contar cuántas.»

Diane estaba intrigada.

«Dos están juntas las mentes se funden, una es más sabia, otra es un niño, libre para volver a aprender,»

Diane sacudió la cabeza.

«¿Dónde están los otros?», preguntó en un susurro. El dolor la golpeó con su puño. Reapareció el negro vacío, cegándola con sus tinieblas.

«Desaparecieran, desaparecieron antes de llegar al borde de vuestro sistema. También envejecieron y rejuvenecieron varias veces; pero no tuvimos crías y no había nuevas mentes con las que juntarse para revigorizarse, y al final permanecieron callados en nuestra nave.»

Diane los distinguió, a la deriva en una nave sumida en el vacío, con las extremidades rodeando ligeramente sus cuerpos.

Parpadeó y miró en torno al claro. El bosque estaba más frío, más obscuro. Diane se levantó entumecida, con los músculos doloridos. Se le había dormido un pie, y pataleó.

—Debo volver a casa.

Lo dijo en voz alta. El extraño ser enrolló sus miembros en torno a su cuerpo, adoptando la misma postura de cuando lo vio Diane. Esta recogió su libreta y empezó a marcharse del claro.

«Vuelve…»

El tentáculo de pensamiento rozó levemente su mente y calló.

Diane volvió al claro de la colina el sábado siguiente, con el cerebro convertido en un cúmulo de furor y tristeza. Trepó colina arriba con excesiva rapidez y resbaló un par de veces, lastimándose la rodilla.

«Molestándome, trastornándome constantemente —le gritaba con su mente al extraño ser—, mis padres, todo el mundo.»

Una idea estaba fija en su cerebro, y Diane la reconoció con suma dificultad como la amable risa del ser. La atrapó delicadamente, y al final su propia mente también sonrió.

«¿Has visto a muchos de nosotros?», preguntó al ser silenciosamente. La joven vio el claro, pero junto a ella se hallaba un hombre cubierto de pieles, con una piedra manchada de sangre en su puño.

«Uno, un asesino de una tribu.»

El obscuro y colérico hombre desapareció, y Diane vio a tres niños indios danzando por el claro bajo el cielo de verano.

«Tres cuyas mentes no pude alcanzar.»

Los niños desaparecieron y Diane divisó un pequeño grupo de personas, envueltas en plumas y pieles, acercándose y soltando bultos de cuentas brillantes y cueros.

«Varios que me adoraban.»

El grupo se esfumó y la joven contempló un hombre iracundo, de ojos azules y helados, con las ropas raídas, que le arrojaba piedras a la cara.

«Uno que me maldijo y me gritó su locura cuando intenté aproximarme a él.»

De pronto, Diane se vio a sí misma, agachada contra un árbol, con la barbilla apoyada en las rodillas.

«Una que estaba sola y me llamó amigo.»

La imagen de Diane desapareció.

Miró al extraño ser y vio cómo extendía sus extremidades al cielo. Impulsivamente, alargó las manos y asió aquellos miembros.

«Mi único amigo», pensó. Una idea la asaltó, regañándola amablemente.

¿Con tantos de tu raza? ¿No puedes alcanzarlos?»

—No —respondió ella en voz alta—. No.

«Yo tampoco podría, sus pensamientos violentas suelen asustarme, burbujeando bajo la superficie, o estallando como un destellante sol. Y tampoco puedo alcanzar esta vida que me rodea, que deja caer sus semillas y da nacimiento a los jóvenes, recordándome los hijos que no tuve. Pero tú eres mi amiga.»

—Sí —dijo Diane.

«Ansío volver a ser joven —pensó el ser—, y abandonar mi pena.»

Diane divisó la muerta nave, cansada y vieja, deteniéndose por fin al borde del sistema solar, con los petrificados cuerpos a bordo. Se vio a sí misma dentro de la pequeña nave, sólo útil para distancias cortas.

«He de encontrar aquí un hogar. Sé mi hija, ayúdame a ser otra vez joven, a sentir la alegría de vivir.»

«Sí», pensó ella, alargando las manos hacia el extraño ser.

De pronto, Diane volvió a distinguir su extraño mundo, y sus colores vividos hirieron su retina.

«¿Vuelvo a enseñarte nuestro mundo, lo que —fue nuestra patria?»

Diane apretó sus manos sobre las extremidades del ser, y su mente se vio inundada de imágenes brillantes, con las rocas violeta de las cuevas, los edificios rojos, las plantas verdes y amarillas agolpándose a sus pies. Una serie de ideas pasó por su mente, en un complejo código de conducta enraizado en generosidad y honradez absolutas, un sistema de matemáticas, teorías científicas, todo pasó por ella, de modo borroso, combinado en un sistema mayor que los armonizaba todos. Diane asía las extremidades del ser, ardiéndole la cabeza.

Por su mente pasó otra oleada de ideas, y empezó a temblar. Esta vez vio la apasionada juventud del ser, los rápidos tránsitos del delirio a la desesperación, la desidia y la crueldad. Soltó los miembros y trastabilló hacia atrás, chocando con un árbol. Las imágenes seguían presentándose a su mente, cambiando con tanta rapidez que apenas las distinguía.

—¡Basta! —gritó, tapándose el rostro con los brazos—. ¡Basta!

Divisó ante ella una cueva violácea, trató de huir hacia allí…

…Y cayó por la ladera de la colina, rodando, mientras los espinos la arañaban, hasta que una piedra la detuvo en su caída. Continuó descendiendo de pie, tropezando de cuando en cuando hasta llegar abajo.

Diane echó a correr por el bosque y al final cayó, incapaz de seguir adelante. El cielo giró cuando lo miró.

—¡Basta, basta! —chilló varias veces. Las voces sonaron en su mente:

«¡Basta, basta!»

Divisó dos rostros inclinándose hacia ella, apartó las manos del rostro y empezó a girar en un vacío muy negro.

Diane penetró inciertamente en la cocina y se sentó a la mesita del rincón. Su madre se apartó del fogón.

—Hoy tienes mejor aspecto, querida —comentó—. Debe de ser por el buen desayuno que te di; te lo comiste todo.

—Me siento mejor —asintió Diane—. Tal vez iré a dar un paseo.

—Bueno, no sé… —rezongó su madre—. Sólo hace un par de días que te levantaste, y el amable médico del hospital dijo que deberías estar descansando al menos unos días más —la señora Lundberg hizo una pausa—. Pero quizá te convenga el aire fresco —la señora Lundberg fue hacia su hija y le puso una mano en el hombro—. Escucha, si estás cansada, detente y llámame. Entonces iré a buscarte.

—Claro —asintió Diane.

La señora Lundberg la abrazó.

—Me alegro de que estés mejor, cariño.

Cuando Diane salió de casa, echó a andar por el sendero del bosque. De pronto, divisó a alguien que recogía hierbas más adelante. La figura se enderezó y Diane vio a Chris Reiner.

Chris enrojeció al murmurar el saludo. Diane, al verle la cara, se sorprendió.

«Ignoraba que pudiera ruborizarse», pensó.

—Me alegro de que hayas mejorado —dijo Chris—. Pero estarás un poco atrasada en la escuela. Yo incluso he estudiado horas extraordinarias.

Adelantó orgullosamente la barbilla.

Pero, por una vez, Diane no se sintió intimidada por Chris. La miró fijamente a los ojos azules y distinguió en ellos una gran tristeza detrás de un muro de frialdad. Echó a andar a su lado.

—Seguro que sí —admitió Diane—. Bueno, ¿quieres venir esta noche? Trabajaremos y luego comeremos pizza.

En la cara de Chris se esbozó una sonrisa.

—Sí —su rostro se ruborizó más—. Seguro, iré después de cenar.

—Entonces, hasta luego —se despidió Diane.

Siguió por el sendero, lo abandonó y trepó por la colina, hacia el extraño ser.

Cuando llegó a la cumbre, vio que el ser estaba como la primera vez, con los miembros rodeando su musgoso cuerpo. Se acercó cautelosamente y trató de captar su mente.

Sólo vio curiosidad y una alegría infantil. La mente del ser la rozó suavemente.

«¿También te gusta esto? Creo que te conozco. ¿No habías venido antes?»

El extraño ser volvió a ser joven y exploraba el claro con sus sentidos. Era ya el niño que había deseado ser, y Diane se alegró de haber podido penetrar en su felicidad, ahuyentando así su soledad.

«Sí —pensó—, volveré, fiero ahora debo irme.»

«¿Volverás?»

«Sí, pronto.»

Intentó bucear más profundamente en la mente del ser, pero éste ya había perdido todo interés por ella.

«Volveré —pensó, contemplando al niño, extraño y solo—. Este será nuestro secreto.»

Se acordaba con tristeza del prudente ser con el que había hablado anteriormente, y que ya no existía en aquel cuerpo raro.

«Tendré que ser una madre para él —pensó Diane—, guiarlo con cuidado.»

Diane dio media vuelta, encaminándose colina abajo.

«Gracias», le agradeció mentalmente al extraño ser.

Al llegar al final de la colina descansó un poco.

Cuando se incorporó, enderezó los hombros, ahora más viejos, y regresó a Morriston.
FIN

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Vendrán lluvias suaves https://culturaquetzal.com/2023/09/07/vendran-lluvias-suaves/ https://culturaquetzal.com/2023/09/07/vendran-lluvias-suaves/#respond Thu, 07 Sep 2023 08:36:50 +0000 https://culturaquetzal.com/?p=907 Por Ray Bradbury

La voz del reloj cantó en la sala:

–Tictac, las siete, hora de levantarse, hora de levantarse, las siete. Como si temiera que nadie se levantase. La casa estaba desierta. El reloj continuó sonando, repitiendo y repitiendo llamadas en el vacío.

–Las siete y nueve, hora del desayuno, ¡las siete y nueve!

En la cocina el horno del desayuno emitió un siseante suspiro, y de su tibio interior brotaron ocho tostadas perfectamente doradas, ocho huevos fritos, dieciséis lonjas de tocineta, dos tazas de café y dos vasos de leche fresca.

-Hoy es 4 de agosto de 2026 -dijo una voz desde el techo de la cocina- en la ciudad de Allendale, California -repitió tres veces la fecha, como para que nadie la olvidara-. Hoy es el cumpleaños del señor Featherstone. Hoy es el aniversario de la boda de Tilita. Hoy puede pagarse la póliza del seguro y también las cuentas de agua, gas y electricidad.

En algún sitio de las paredes, sonó el clic de los relevadores, y las cintas magnetofónicas se deslizaron bajo ojos eléctricos.

-Las ocho y uno, tictac, las ocho y uno, a la escuela, al trabajo, rápido, rápido, ¡las ocho y uno!

Pero las puertas no golpearon, las alfombras no recibieron las suaves pisadas de los tacones de goma. Llovía fuera. En la puerta de la calle, la caja del tiempo cantó en voz baja: “Lluvia, lluvia, aléjate… zapatones, impermeables, hoy.”. Y la lluvia resonó golpeteando la casa vacía. Afuera, el garaje tocó unas campanillas, levantó la puerta y descubrió un coche con el motor en marcha. Después de una larga espera, la puerta descendió otra vez.

A las ocho y media los huevos estaban resecos y las tostadas duras como piedras. Un brazo de aluminio los echó en el vertedero, donde un torbellino de agua caliente los arrastró a una garganta de metal que después de digerirlos los llevó al océano distante.

Los platos sucios cayeron en una máquina de lavar y emergieron secos y relucientes.

“Las nueve y cuarto”, cantó el reloj, “la hora de la limpieza”.

De las guaridas de los muros, salieron disparados los ratones mecánicos. Las habitaciones se poblaron de animalitos de limpieza, todos goma y metal.

Tropezaron con las sillas moviendo en círculos los abigotados patines, frotando las alfombras y aspirando delicadamente el polvo oculto. Luego, como invasores misteriosos, volvieron de sopetón a las cuevas. Los rosados ojos eléctricos se apagaron. La casa estaba limpia.

Las diez. El sol asomó por detrás de la lluvia. La casa se alzaba en una ciudad de escombros y cenizas. Era la única que quedaba en pie. De noche, la ciudad en ruinas emitía un resplandor radiactivo que podía verse desde kilómetros a la redonda.

Las diez y cuarto. Los surtidores del jardín giraron en fuentes doradas llenando el aire de la mañana con rocíos de luz. El agua golpeó las ventanas de vidrio y descendió por las paredes carbonizadas del oeste, donde un fuego había quitado la pintura blanca. La fachada del oeste era negra, salvo en cinco sitios.

Aquí la silueta pintada de blanco de un hombre que regaba el césped. Allí, como en una fotografía, una mujer agachada recogía unas flores. Un poco más lejos -las imágenes grabadas en la madera en un instante titánico-, un niño con las manos levantadas; más arriba, la imagen de una pelota en el aire, y frente al niño, una niña, con las manos en alto, preparada para atrapar una pelota que nunca acabó de caer. Quedaban esas cinco manchas de pintura: el hombre, la mujer, los niños, la pelota. El resto era una fina capa de carbón. La lluvia suave de los surtidores cubrió el jardín con una luz en cascadas.

Hasta este día, qué bien había guardado la casa su propia paz. Con qué cuidado había preguntado: “¿Quién está ahí? ¿Cuál es el santo y seña?”, y como los zorros solitarios y los gatos plañideros no le respondieron, había cerrado herméticamente persianas y puertas, con unas precauciones de solterona que bordeaban la paranoia mecánica.

Cualquier sonido la estremecía. Si un gorrión rozaba los vidrios, la persiana chasqueaba y el pájaro huía, sobresaltado. No, ni siquiera un pájaro podía tocar la casa.

La casa era un altar con diez mil acólitos, grandes, pequeños, serviciales, atentos, en coros. Pero los dioses habían desaparecido y los ritos continuaban insensatos e inútiles.

El mediodía.

Un perro aulló, temblando, en el balcón.

La puerta de la calle reconoció la voz del perro y se abrió. El perro, en otro tiempo grande y gordo, ahora huesudo y cubierto de llagas, entró y se movió por la casa dejando huellas de lodo. Detrás de él zumbaron unos ratones irritados, irritados por tener que limpiar el lodo, irritados por la molestia.

Pues ni el fragmento de una hoja se escurría por debajo de la puerta sin que los paneles de los muros se abrieran y los ratones de cobre salieran como rayos. El polvo, el pelo o el papel ofensivos, hechos trizas por unas diminutas mandíbulas de acero, desaparecían en las guaridas. De allí unos tubos los llevaban al sótano, y eran arrojados a la boca siseante de un incinerador que aguardaba en un rincón oscuro como un Baal maligno.

El perro corrió escaleras arriba y aulló histéricamente, ante todas las puertas, hasta que al fin comprendió, como ya comprendía la casa, que allí no había más que silencio.

Olfateó el aire y arañó la puerta de la cocina. Detrás de la puerta el horno preparaba unos panqueques que llenaban la casa con aroma de jarabe de arce. El perro, tendido ante la puerta, olfateaba con los ojos encendidos y el hocico espumoso. De pronto, echó a correr locamente en círculos, mordiéndose la cola, y cayó muerto. Durante una hora estuvo tendido en la sala.

Las dos, cantó una voz.

Los regimientos de ratones advirtieron al fin el olor casi imperceptible de la descomposición, y salieron murmurando suavemente como hojas grises arrastradas por un viento eléctrico.

Las dos y cuarto.

El perro había desaparecido.

En el sótano, el incinerador se iluminó de pronto y un remolino de chispas subió por la chimenea.

Las dos y treinta y cinco.

Unas mesas de bridge surgieron de las paredes del patio. Los naipes revolotearon sobre el tapete en una lluvia de figuras. En un banco de roble aparecieron martinis y sándwiches de ensalada de huevo. Sonó una música. Pero en las mesas silenciosas nadie tocaba las cartas.

A las cuatro, las mesas se plegaron como grandes mariposas y volvieron a los muros.

Las cuatro y media.

Las paredes del cuarto de los niños resplandecieron de pronto.

Aparecieron animales: jirafas amarillas, leones azules, antílopes rosados, panteras lilas que retozaban en una sustancia de cristal. Las paredes eran de vidrio y mostraban colores y escenas de fantasía. Unas películas ocultas pasaban por unos piñones bien aceitados y animaban las paredes. El piso del cuarto imitaba un ondulante campo de cereales. Por él corrían escarabajos de aluminio y grillos de hierro, y en el aire caluroso y tranquilo unas mariposas de gasa rosada revoloteaban sobre un punzante aroma de huellas animales. Había un zumbido como de abejas amarillas dentro de fuelles oscuros, y el perezoso ronroneo de un león. Y había un galope de okapis y el murmullo de una fresca lluvia selvática que caía como otros casos, sobre el pasto almidonado por el viento.

De pronto las paredes se disolvieron en llanuras de hierbas abrasadas, kilómetro tras kilómetro, y en un cielo interminable y cálido. Los animales se retiraron a las malezas y los manantiales.

Era la hora de los niños.

Las cinco. La bañera se llenó de agua clara y caliente.

Las seis, las siete, las ocho. Los platos aparecieron y desaparecieron, como manipulados por un mago, y en la biblioteca se oyó un clic. En la mesita de metal, frente al hogar donde ardía animadamente el fuego, brotó un cigarro humeante, con media pulgada de ceniza blanda y gris.

Las nueve. En las camas se encendieron los ocultos circuitos eléctricos, pues las noches eran frescas aquí.

Las nueve y cinco. Una voz habló desde el techo de la biblioteca.

-Señora McClellan, ¿qué poema le gustaría escuchar esta noche? La casa estaba en silencio.

-Ya que no indica lo que prefiere -dijo la voz al fin-, elegiré un poema cualquiera. Una suave música se alzó como fondo de la voz.

-Sara Teasdale. Su autor favorito, me parece…

Vendrán lluvias suaves y olores de tierra,
y golondrinas que girarán con brillante sonido;
y ranas que cantarán de noche en los estanques
y ciruelos de tembloroso blanco
y petirrojos que vestirán plumas de fuego
y silbarán en los alambres de las cercas;
y nadie sabrá nada de la guerra,
a nadie le interesará que haya terminado.
A nadie le importará, ni a los pájaros ni a los árboles,
si la humanidad se destruye totalmente;
y la misma primavera, al despertarse al alba,
apenas sabrá que hemos desaparecido.

El fuego ardió en el hogar de piedra y el cigarro cayó en el cenicero: un inmóvil montículo de ceniza. Las sillas vacías se enfrentaban entre las paredes silenciosas, y sonaba la música.

A las diez la casa empezó a morir.

Soplaba el viento. La rama desprendida de un árbol entró por la ventana de la cocina.

La botella de solvente se hizo trizas y se derramó sobre el horno. En un instante las llamas envolvieron el cuarto.

-¡Fuego! -gritó una voz.

Las luces se encendieron, las bombas vomitaron agua desde los techos. Pero el solvente se extendió sobre el linóleo por debajo de la puerta de la cocina, lamiendo, devorando, mientras las voces repetían a coro:

-¡Fuego, fuego, fuego!

La casa trató de salvarse. Las puertas se cerraron herméticamente, pero el calor había roto las ventanas y el viento entró y avivó el fuego.

La casa cedió terreno cuando el fuego avanzó con una facilidad llameante de cuarto en cuarto en diez millones de chispas furiosas y subió por la escalera. Las escurridizas ratas de agua chillaban desde las paredes, disparaban agua y corrían a buscar más. Y los surtidores de las paredes lanzaban chorros de lluvia mecánica.

Pero era demasiado tarde. En alguna parte, suspirando, una bomba se encogió y se detuvo. La lluvia dejó de caer. La reserva del tanque de agua que durante muchos días tranquilos había llenado bañeras y había limpiado platos estaba agotada.

El fuego crepitó escaleras arriba. En las habitaciones altas se nutrió de Picassos y de Matisses, como de golosinas, asando y consumiendo las carnes aceitosas y encrespando tiernamente los lienzos en negras virutas.

Después el fuego se tendió en las camas, se asomó a las ventanas y cambió el color de las cortinas.

De pronto, refuerzos.

De los escotillones del desván salieron unas ciegas caras de robot y de las bocas de grifo brotó un líquido verde.

El fuego retrocedió como un elefante que ha tropezado con una serpiente muerta. Y fueron veinte serpientes las que se deslizaron por el suelo, matando el fuego con una venenosa, clara y fría espuma verde.

Pero el fuego era inteligente y mandó llamas fuera de la casa, y entrando en el desván llegó hasta las bombas. ¡Una explosión! El cerebro del desván, el director de las bombas, se deshizo sobre las vigas en esquirlas de bronce. El fuego entró en todos los armarios y palpó las ropas que colgaban allí.

La casa se estremeció, hueso de roble sobre hueso, y el esqueleto desnudo se retorció en las llamas, revelando los alambres, los nervios, como si un cirujano hubiera arrancado la piel para que las venas y los capilares rojos se estremecieran en el aire abrasador. ¡Socorro, socorro! ¡Fuego! ¡Corran, corran! El calor rompió los espejos como hielos invernales, tempranos y quebradizos. Y las voces gimieron: fuego, fuego, corran, corran, como una trágica canción infantil; una docena de voces, altas y bajas, como voces de niños que agonizaban en un bosque, solos, solos. Y las voces fueron apagándose, mientras las envolturas de los alambres estallaban como castañas calientes. Una, dos, tres, cuatro, cinco voces murieron.

En el cuarto de los niños ardió la selva. Los leones azules rugieron, las jirafas moradas escaparon dando saltos. Las panteras corrieron en círculos, cambiando de color, y diez millones de animales huyeron ante el fuego y desaparecieron en un lejano río humeante…

Murieron otras diez voces. Y en el último instante, bajo el alud de fuego, otros coros indiferentes anunciaron la hora, tocaron música, segaron el césped con una segadora automática, o movieron frenéticamente un paraguas, dentro y fuera de la casa, ante la puerta que se cerraba y se abría con violencia.

Ocurrieron mil cosas, como cuando en una relojería todos los relojes dan locamente la hora, uno tras otro, en una escena de maniática confusión, aunque con cierta unidad; cantando y chillando los últimos ratones de limpieza se lanzaron valientemente fuera de la casa ¡arrastrando las horribles cenizas!

Y en la llameante biblioteca una voz leyó un poema tras otro con una sublime despreocupación, hasta que se quemaron todos los carretes de película, hasta que todos los alambres se retorcieron y se destruyeron todos los circuitos.

El fuego hizo estallar la casa y la dejó caer, extendiendo unas faldas de chispas y de humo.

En la cocina, un poco antes de la lluvia de fuego y madera, el horno preparó unos desayunos de proporciones psicopáticas: diez docenas de huevos, seis hogazas de tostadas, veinte docenas de lonjas de tocineta, que fueron devoradas por el fuego y encendieron otra vez el horno, que siseó histéricamente.

El derrumbe. El desván se derrumbó sobre la cocina y la sala. La sala cayó al sótano, el sótano al subsótano. La congeladora, el sillón, las cintas grabadoras, los circuitos y las camas se amontonaron muy abajo como un desordenado túmulo de huesos.

Humo y silencio. Una gran cantidad de humo.

La aurora se asomó débilmente por el Este. Entre las ruinas se levantaba solo una pared. Dentro de la pared una última voz repetía y repetía, una y otra vez, mientras el sol se elevaba sobre el montón de escombros humeantes:

-Hoy es 5 de agosto de 2026, hoy es 5 de agosto de 2026, hoy es…

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Tetra Tridimensional https://culturaquetzal.com/2023/08/31/tetra-tridimensional/ https://culturaquetzal.com/2023/08/31/tetra-tridimensional/#respond Thu, 31 Aug 2023 06:58:23 +0000 https://culturaquetzal.com/?p=903 Por: Isaac Asimov
—Vamos, vamos —dijo Shapur con bastante cortesía, considerando que se trataba de un demonio—. Está usted desperdiciando mi tiempo. Y el suyo propio también, podría añadir, puesto que sólo le queda media hora.

Y su rabo se enroscó.

—¿No es desmaterialización? —preguntó caviloso Isidore Wellby.

—Ya le he dicho que no.

Por centésima vez, Wellby miró el bronce que le rodeaba por todas partes sin solución de continuidad. El demonio se había permitido el impío placer (¿de qué otra clase iba a ser?) de señalar que el piso, el techo y las cuatro paredes carecían de rasgos diferenciales, y estaban formados todos ellos por planchas de bronce de sesenta centímetros soldadas sin unión.

Era la última estancia cerrada, y Wellby disponía sólo de otra media hora para salir de ella. El demonio le contemplaba con expresión de concentrada anticipación.

Isidore Wellby había firmado diez años antes, que se cumplían aquel día.

—Pagamos de antemano —insistió Shapur en tono persuasivo—. Diez años de todo cuanto desee, dentro de lo razonable. Al final, pasará a ser un demonio. Uno de los nuestros, con un nuevo nombre de demoníaca potencia y todos los privilegios que eso incluye. Apenas se dará cuenta de que está condenado. De todos modos, aunque no firme, tal vez acabe igual en el fuego, por el simple curso de los acontecimientos. Nunca se sabe… Fíjese en mí. No lo hago tan mal. Firmé, disfruté de mis diez años, y aquí estoy. No lo hago tan mal.

—En ese caso, si puedo terminar por condenarme, ¿por qué se muestra tan ansioso de que firme? —preguntó Wellby.

—No resulta fácil reclutar directivos para el infierno —respondió el demonio con un franco encogimiento de hombros, que intensificó el débil olor a bióxido sulfúrico que se advertía en el aire—. Todo el mundo especula para llegar al cielo. Una pobre especulación, pero así es. Yo creo que usted es demasiado sensible para eso. Pero entretanto nos encontramos con más almas condenadas de las que somos capaces de atender y una creciente penuria en el plano administrativo.

Wellby, que acababa de ser licenciado del ejército con muy poco entre las manos, a excepción de una cojera y la carta de despedida de una muchacha a la que en cierto modo amaba aún, se pinchó el dedo y suspiró.

Lógicamente, leyó primero el pequeño impreso. Tras la firma con su sangre, se depositaría en su cuenta cierta cantidad de poder demoníaco. No sabía en detalle cómo se manejaban aquellos poderes, ni siquiera la naturaleza de los mismos. Sin embargo, vería colmados sus deseos de tal modo que parecerían el producto de mecanismos perfectamente normales.

Desde luego, no se cumpliría ningún deseo que interfiriese con los designios superiores y con los propósitos de la historia humana. Wellby enarcó las cejas ante esta cláusula.

Shapur carraspeó.

—Una precaución que nos ha sido impuesta por… ¡ejem!… arriba. Sea razonable. La limitación no le supondrá obstáculo alguno.

—Parece también una cláusula trampa.

—Algo de eso, sí. Después de todo, hemos de comprobar sus aptitudes para el puesto. Como ve, se establece que, al finalizar sus diez años, habrá de ejecutar una tarea para nosotros, una labor que sus poderes demoníacos le harán perfectamente posible realizar. No le diremos aún la naturaleza de esa tarea, pero dispondrá de diez años para estudiar sus poderes. Considere toda la cuestión como un examen de ingreso.

—Y si no paso la prueba, ¿qué?

—En tal caso —respondió el demonio—, será usted una vulgar alma condenada. —Y como al fin y al cabo era demonio, sus ojos fulguraron humeantes ante la idea, y sus ganchudos dedos se retorcieron como si los sintiera ya profundamente clavados en las partes vitales de su interlocutor. No obstante, añadió con suavidad—: ¡Oh, vamos! La prueba será sencilla. Preferimos tenerle como directivo que como un alma más en nuestras manos.

A Wellby, sumido en melancólicos pensamientos sobre su inasequible amada, le importaba muy poco por el momento lo que sucedería al cabo de diez años. Firmó.

Los diez años pasaron rápidamente. Como el demonio había predicho, Isidore Wellby se mostró razonable y las cosas marcharon bien. Aceptó un trabajo y, como aparecía siempre en el momento adecuado y en el lugar oportuno y siempre decía la palabra apropiada al hombre apropiado, alcanzó pronto un puesto de gran autoridad.

Las inversiones que hacía resultaban invariablemente beneficiosas. Y lo más gratificante era que su chica volvió a él con el arrepentimiento más sincero y la más satisfactoria adoración.

Su casamiento fue feliz y bendecido con cuatro criaturas, dos varones y dos hembras, todos ellos inteligentes y con un comportamiento razonable. Al final de los diez años, se hallaba en la cúspide de su autoridad, reputación y riqueza, en tanto que su mujer, al madurar, se había vuelto todavía más bella.

Y a los diez años (en el día justo, naturalmente) de establecer el pacto, se despertó para encontrarse, no en su dormitorio, sino en una horrible cámara de bronce de la más espantosa solidez, sin más compañía que la de un ávido demonio.

—Todo lo que tiene que hacer es salir de aquí y se convertirá en uno de los nuestros —le explicó Shapur—. Lo conseguirá con facilidad empleando con lógica sus poderes demoníacos, siempre que sepa cómo manejarlos. A estas alturas, debería saberlo.

—Mi mujer y mis pequeños se inquietarán mucho por mi desaparición — dijo Wellby, con un comienzo de arrepentimiento.

—Hallarán su cadáver —manifestó el demonio en tono de consuelo—. Habrá muerto al parecer de un ataque al corazón. Celebrarán unos funerales magníficos. El sacerdote anunciará su subida al cielo, y nosotros no le desilusionaremos, como tampoco a quienes le estén escuchando. Vamos, Wellby, dispone usted de tiempo hasta el mediodía.

Wellby, que se había acorazado en su inconsciente durante los diez años para este momento, se sintió menos asaltado por el pánico de lo que podía haberlo estado. Miró inquisitivo a su alrededor.

—¿Está herméticamente cerrada esta habitación? ¿No hay aberturas secretas?

—Ninguna en paredes, piso o techo —dijo el demonio con deleite profesional ante su obra—. Ni tampoco en las intersecciones de cualquiera de las superficies. ¿Va a renunciar?

—No, no. Deme tan sólo tiempo.

Wellby meditó intensamente. No había señal alguna de cierre en la estancia. Sin embargo, se notaba como una corriente de aire. Tal vez penetrase por desmaterialización a través de las paredes. Acaso también el demonio había entrado así. Cabía en lo posible que él, Wellby, pudiera desmaterializarse para salir. Lo preguntó.

El demonio le respondió con una risita entre sus dientes afilados.

—La desmaterialización no forma parte de sus poderes. Ni tampoco la empleé yo para entrar.

—¿Está seguro?

—La cámara es de mi propia creación —manifestó petulante el demonio—. La construí especialmente para usted.

—¿Y penetró desde el exterior?

—Así fue.

—¿Y yo también podría hacerlo con los poderes demoníacos que poseo?

—En efecto. Mire, seamos precisos. No puede moverse a través de la materia, pero sí en cualquier dimensión, por un simple esfuerzo de su voluntad. Arriba y abajo, a derecha e izquierda, oblicuamente, etcétera, mas no atravesar la materia en modo alguno.

Wellby siguió cavilando, mientras Shapur le señalaba la suma e inconmovible solidez de las paredes de bronce, del piso y del techo, y su inquebrantable acabado.

A Wellby le pareció obvio que Shapur, por mucho que creyera en la necesidad de reclutar directivos, estaba pura y simplemente conteniendo su demoníaco placer ante la posibilidad de ver en sus garras una vulgar alma condenada, para jugar con ella al gato y al ratón.

—Cuando menos —dijo Wellby, con afligido intento de aferrarse a la filosofía—, me quedará el consuelo de pensar en los diez felices años de que disfruté. Seguro que eso significará un alivio y un consuelo hasta para un alma condenada en el infierno.

—En absoluto —denegó el demonio—. ¿Qué clase de infierno sería si se permitiesen consolaciones? Todo cuanto uno obtiene en la Tierra por pacto con el diablo, como en su caso (o el mío), es punto por punto lo mismo que se habría logrado sin tal pacto, de haber trabajado con laboriosidad y plena confianza en… arriba. Eso es lo que transforma tales convenios en algo tan auténticamente demoníaco.

Y el demonio rió con una especie de regocijado aullido.

Wellby exclamó lleno de indignación:

—¿Quiere decir que mi mujer hubiese vuelto a mí aunque no hubiese firmado el contrato?

—Cabe en lo posible —respondió Shapur—. Todo cuanto sucede es por voluntad de arriba. Ni siquiera nosotros podemos cambiar eso.

El pesar de aquel momento debió de agudizar los sentidos de Wellby, pues fue entonces cuando se desvaneció, dejando la habitación vacía, excepto por la presencia de un sorprendido demonio. Y la sorpresa de éste se tomó furia cuando reparó en el contrato con Wellby que había estado sosteniendo en su mano hasta aquel momento para la acción final, en un sentido o en otro.

Diez años (día por día, claro) después de que Isidore Wellby hubiera firmado su pacto con Shapur, el demonio penetró en su despacho y le dijo con el mayor enojo:

—¡Mire aquí…!

Wellby alzó la vista de su trabajo, asombrado.

—¿Quién es usted?

—Sabe demasiado bien quién soy.

Y miró al hombre con ojos duros y penetrantes.

—En absoluto —respondió Wellby.

—Creo que dice la verdad, pero le refrescaré la memoria.

Y así lo hizo en el acto, detallando los acontecimientos de los últimos diez años.

—¡Ah, sí! —dijo Wellby—. Puedo explicarlo, desde luego, ¿pero está seguro de que no seremos interrumpidos?

—No, no lo seremos —respondió ceñudo el demonio.

—Bueno, pues me hallaba en aquella cámara cerrada de bronce y…

—No me interesa eso. Lo que quiero es saber…

—¡Por favor! Déjeme que lo cuente a mi modo.

El demonio contrajo las mandíbulas y exhaló tal cantidad de bióxido sulfúrico que Wellby tosió y adoptó una expresión de sufrimiento.

—Si quisiera apartarse un poco… —rogó—. Gracias… Así, pues, me hallaba en aquella cámara cerrada de bronce y recuerdo que usted me exponía la ausencia de toda solución de continuidad en las cuatro pareces, el piso y el techo. Y se me ocurrió preguntarme por qué especificaba eso. ¿Qué más había, aparte de las paredes, el piso y el techo? Definía usted un espacio tridimensional, completamente circunscrito. Y eso era, en efecto.

Tridimensional. La habitación no estaba incluida en la cuarta dimensión. No existía de forma indefinida en el pasado. Dijo que la había creado para mí.

Pensé entonces que, si uno se trasladaba al pasado, llegaría a un punto en el tiempo, en el que no existía la cámara y, por lo tanto, se hallaría fuera de la misma. Más aún, usted había dicho que podía moverme en cualquier dimensión, y el tiempo se considera sin la menor duda una dimensión. En todo caso, tan pronto como decidí moverme hacia el pasado, me retrotraje a tremenda velocidad, y de repente el bronce desapareció.

Shapur clamó acongojado.

—Ya me lo imagino. No podría haber escapado de otra manera. Es ese contrato suyo lo que me preocupa. No se ha convertido en una vulgar alma condenada. De acuerdo, eso forma parte del juego. Pero al menos debe ser uno de los nuestros, un ejecutivo. Para eso se le pagó. Si no lo entrego abajo, me veré en un enorme lío.

Wellby se encogió de hombros.

—Lo siento por usted, desde luego, pero no puedo ayudarle. Debió de haber creado la cámara de bronce inmediatamente después de que yo estampara mi firma en el documento. Como no fue así, al salir de ella me encontré justo en el momento en que establecíamos nuestro convenio. Allí estaba usted de nuevo y allí estaba yo. Usted empujando el contrato hacia mí, y una pluma con la que me había de pinchar el dedo. Sin duda, al retroceder en el tiempo, el futuro se borró de mi recuerdo, pero no del todo al parecer. Al tenderme usted el contrato, me sentí inquieto. No recordé el futuro, pero me sentí inquieto. Por lo tanto, no firmé. Le devolví el contrato en blanco.

Shapur rechinó los dientes.

—Debí darme cuenta. Si las reglas de la probabilidad afectasen a los demonios, debiera de haberme desplazado con usted a este nuevo mundo supuesto. Tal como han sucedido las cosas, todo cuanto me queda por decir es que ha perdido los diez años felices que le abonamos. Es un consuelo. Y ya le atraparemos al final. Otro consuelo.

—¿Ah, sí? —replicó Wellby—. ¿De modo que hay consolaciones en el infierno? A través de los diez años que he vivido realmente, ignoré lo que acaso hubiera obtenido. Pero ahora que me trae usted a la memoria el recuerdo de «los diez años que pudieron haber sido», recuerdo también que en la cámara de bronce me dijo que los convenios demoníacos no daban nada que no se obtuviera mediante la laboriosidad y la confianza en… arriba. He sido laborioso y he confiado.

Los ojos de Wellby se posaron sobre la fotografía de su bella esposa y los cuatro hermosos hijos. Luego, paseó la vista por el lujoso despacho, decorado con el mejor gusto.

—Puedo muy bien escapar por completo al infierno. También el decidir esto se halla fuera de su poder —añadió.

Y el demonio, lanzando un horrible chillido, se desvaneció para siempre.

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Isaac Asimov https://culturaquetzal.com/2023/07/23/isaac-asimov/ https://culturaquetzal.com/2023/07/23/isaac-asimov/#respond Sun, 23 Jul 2023 08:46:51 +0000 https://culturaquetzal.com/?p=865 Isaac Asimov (2 de enero de 1920 – 6 de abril de 1992) fue un prolífico escritor y bioquímico estadounidense, reconocido principalmente por su destacada contribución al género de la ciencia ficción. Nació en Petrovichi, Rusia, pero su familia emigró a Estados Unidos cuando él era un niño, estableciéndose en Nueva York.

Asimov mostró su amor por la lectura desde temprana edad y desarrolló un interés profundo por la ciencia y la literatura. Estudió bioquímica en la Universidad de Columbia, donde obtuvo su doctorado en 1948. Durante su carrera académica, escribió y publicó numerosos artículos científicos, destacando por su trabajo en la divulgación científica.

Sin embargo, su pasión por la escritura de ciencia ficción nunca lo abandonó. En la década de 1940, comenzó a escribir cuentos y novelas en el género, y se convirtió en uno de los autores más influyentes del campo. Es conocido por su capacidad para combinar conceptos científicos complejos con narrativas atractivas y personajes bien desarrollados.

Entre sus obras más famosas se encuentran la serie de la “Fundación”, una saga épica que explora el futuro lejano y la predicción matemática del colapso de la civilización galáctica y los esfuerzos para preservar el conocimiento. Otra de sus creaciones más conocidas es la serie “Robot”, donde presenta las Tres Leyes de la Robótica, fundamentales en la literatura de ciencia ficción.

A lo largo de su vida, Asimov escribió más de 500 libros, que abarcan diversos géneros como la ciencia ficción, la divulgación científica, la historia, la religión y la literatura clásica.

Isaac Asimov dejó un legado perdurable en el mundo de la literatura y la ciencia. Sus obras continúan inspirando a escritores y científicos, y su impacto en la cultura popular sigue siendo relevante hasta la actualidad. Falleció en Nueva York a la edad de 72 años, pero su legado como uno de los grandes maestros de la ciencia ficción perdura en la memoria de sus lectores y en la historia de la literatura.

Aquí una selección de algunos de los 10 mejores libros/cuentos de Isaac Asimov:

1. “Círculo vicioso” (“Runaround”) – Uno de los primeros cuentos de la serie de Robots de Asimov, donde se presentan las Tres Leyes de la Robótica.

2. “Historia del tiempo presente” (“The Dead Past”) – Explora la invención de un dispositivo que permite ver eventos del pasado y las implicaciones éticas y sociales que conlleva.

3. “Anochecer” (“Nightfall”) – Un cuento famoso que explora el colapso de una civilización cada mil años cuando se enfrenta a la luz de múltiples estrellas.

4. “Razón” (“Reason”) – Un ingenioso relato sobre un robot encargado de mantener una estación espacial y su lucha por comprender el razonamiento humano.

5. “El hombre bicentenario” (“The Bicentennial Man”) – Narra la historia de un robot que busca alcanzar la condición de humanidad a lo largo de los siglos.

6. “Los propios dioses” (“The Gods Themselves”) – Una novela corta que explora un extraño fenómeno en la física y las consecuencias para dos mundos paralelos.

7. “Verano ardiendo” (“The Last Question”) – Un cuento breve y fascinante que aborda la cuestión del fin del universo y el papel de la humanidad en él.

8. “Los límites de la fundación” (“The Mule”) – Parte de la serie “Fundación”, presenta al antagonista conocido como el Mulo, cuyos poderes psicológicos amenazan la galaxia.

9. “Arena” (“Marooned off Vesta”) – Un relato temprano que presenta un emocionante duelo entre dos hombres utilizando tecnología avanzada en una lucha a muerte.

10. ” Jokester” – Un cuento humorístico en el que un superordenador intenta entender el humor humano.

Esta lista es solo una muestra de la riqueza de los cuentos de Isaac Asimov. Cada uno de ellos refleja su genialidad como escritor de ciencia ficción y su habilidad para abordar temas profundos y fascinantes a través de su prosa. Si te interesa la ciencia ficción, estos cuentos son una excelente manera de sumergirte en el mundo imaginativo de Asimov.

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Un paseo en la Oscuridad https://culturaquetzal.com/2023/07/09/un-paseo-en-la-oscuridad/ https://culturaquetzal.com/2023/07/09/un-paseo-en-la-oscuridad/#respond Sun, 09 Jul 2023 06:47:02 +0000 https://culturaquetzal.com/?p=853 Por: Arthur C. Clarke

Sólo había caminado Robert Armstrong dos millas, por lo que pudo juzgar, cuando su linterna se descompuso. Estuvo inmóvil por un instante, incapaz de creer que tal desgracia pudiera haber caído sobre él. Luego, medio enloquecido por el furor, arrojó el inútil instrumento muy lejos. Aterrizó en algún lugar de la oscuridad, alterando el silencio de ese pequeño mundo. Un eco metálico resonó volviendo de las bajas colinas: luego, todo se tranquilizó de nuevo.

Esta, pensó Armstrong, era la desgracia definitiva. Nada más podía ocurrirle va. Hasta podía reírse amargamente de su suerte, y, resolvió que nunca más se imaginaría que la veleidosa deidad le había favorecido alguna vez. ¿Quién hubiera creído que el único tractor del Campamento IV se descompondría justo cuando él iba a salir para Port Sanderson? Recordó el frenético trabajo de reparación, el alivio cuando arrancó nuevamente… y la debacle final cuando se atascó la ortiga del tractor.

Era inútil quejarse por la tardanza en su salida: él no podía prever estos accidentes, y aún faltaban cuatro buenas horas para que saliese el Canopus. Tenía que alcanzarlo, de cualquier modo; ninguna otra nave llegaría a este mundo hasta dentro de un mes. Además de la urgencia de su trabajo, era imposible pensar en cuatro semanas más sobre este planeta alejado de las rutas usuales.

Sólo había una cosa que hacer. Por suerte, Port Sanderson estaba a poco más de seis millas del campamento… no una GRAN distancia, aun a píe. Había tenido que dejar atrás todo su equipo, pero éste lo podría seguir en la próxima nave, y podía arreglárselas sin él. La ruta era pobre, apenas marcada en la roca con las aplanadoras de cien toneladas del Directorio, pero no había riesgo de perderse.

Aun ahora, no estaba en real peligro, pese a que bien podría ser demasiado tarde para alcanzar la nave. Sería lento avanzar, porque no se atrevía a correr el riesgo de perder el camino en esta región de cañones y túneles enigmáticos que nunca habían sido explorados. Había, por supuesto, una completa oscuridad. Aquí en el borde de la Galaxia, las estrellas eran tan pocas y estaban tan dispersas, que su luz era despreciable. El extraño sol carmesí de este mundo no se levantaría hasta dentro de muchas horas, y pese a que cinco de sus pequeñas lunas brillaban en el cielo, apenas podían ser vistas a simple vista. Ninguna de ellas podía siquiera producir sombra.

Armstrong no era hombre de llorar su suerte por mucho tiempo. Lentamente comenzó a caminar a lo largo de la ruta, sintiendo su textura con sus pies. Era, lo sabía, suavemente recta excepto donde se curvaba alrededor del Paso Carver. Deseó tener un palo o algo para probar el camino que seguía, pero estaba obligado a confiar en su sentido del tacto como única guía.

Al principio fue terriblemente lento, hasta que ganó confianza. Nunca había sabido lo difícil que era caminar en línea recta. Pese a que las débiles estrellas lo orientaban, una y otra vez se encontró dando traspiés entre las rocas vírgenes del borde de la irregular carretera. Viajaba en largos zigzags que le llevaban alternativamente a uno y otro borde de la ruta. Entonces, los dedos de sus pies tropezaban nuevamente con la roca desnuda, y una vez más retornaba a tientas hacia la superficie fuertemente apisonada. En seguida se hizo rutina. Era imposible estimar su velocidad; sólo podía esforzarse y esperar lo mejor. Había cuatro millas por delante…, cuatro millas y otras tantas horas.

Sería suficientemente fácil, salvo que se extraviara. Pero no se atrevía a pensar en eso. Una vez que hubo dominado la técnica, se pudo dar gusto de pensar. No podía pretender que gozaba de experiencia, pero ya había estado antes en peores condiciones. Mientras permaneciera sobre la ruta, estaba completamente a salvo. Había tenido la esperanza de que cuando sus ojos se hubiesen adaptado a la luz de las estrellas podría ver el camino, pero ahora sabía que toda la travesía sería a ciegas. El descubrimiento proporcionó un claro sentido de su alejamiento del corazón de la Galaxia. En una noche tan clara como los cielos de casi todos los planetas, hubieran brillado bajo las estrellas.

Aquí, en este fortín de frontera del Universo, el cielo contenía apenas cien débiles lunas brillantes, tan inútiles como las cinco lunas ridículas sobre las que nadie se había molestado en aterrizar. Un leve cambio en la carretera interrumpió sus pensamientos.

¿Había una curva o se había torcido otra vez hacia la derecha? Se movió muy lentamente a lo largo de la invisible y real definida frontera. Sí, no hacía ningún error: la ruta se inclinaba hacia la izquierda. Trato de recordar su apariencia a la luz del día, pero a había visto una sola vez. ¿Significaba esto que se estaba aproximando al Paso? Así lo esperaba, porque entonces la travesía ya estaría medio completa.

Miró hacia adelante en la oscuridad, pero la arrugada línea del horizonte no le dijo nada. Inmediatamente descubrió que la ruta se enderezaba una vez. Carver debía estar todavía un poco más adelante: había que andar como mínimo cuatro millas. Cuatro millas…, ¡qué ridícula parecía esta distancia!

Cuánto tardaría el Canopus en recorrer cuatro millas? Dudaba que el hombre pudiera medir un intervalo de tiempo tan corto. ¿Y cuántos billones de millas había recorrido él, Robert Armstrong, en toda su vida? Debería alcanzar un total asombroso, ya que en los últimos veinte años apenas si había permanecido más de un mes en el mismo mundo.

Este mismo año había atravesado osado dos veces la Galaxia, y ésa era una notable travesía, aun en estos días de fantástica aceleración.

Tropezó con una piedra suelta y la sacudida le de volvió a la realidad. Aquí era inútil pensar en naves que podrían devorar años-luz. Se estaba enfrentando con la Naturaleza, sin armas excepto su propia fuerza y habilidad.

Era raro que tardase tanto en identificar la causa real de su inquietud. Las últimas cuatro semanas habían sido abrumadoras y el apuro de su partida, unido a la sorpresa y ansiedad causadas por las descomposturas del tractor, había borrado de su mente cualquier otra cosa. Además, siempre se había enorgullecido de su obstinación y falta de imaginación. Hasta ahora se había olvidado de todo lo conectado con su primera velada en la Base, cuando los tripulantes le regalaron los usuales hilos trenzados en honor a los recién llegados.Fue entonces cuando el viejo empleado de la Base contó su paseo nocturno desde Port Sanderson hasta el campamento, y de lo que le había seguido a través del Paso Carver, manteniéndose siempre más allá del límite de su linterna. Armstrong, que había oído esos relatos en una veintena de mundos, en ese entonces no le prestó mucha atención. Se sabía, después de todo, que este planeta estaba deshabitado. Pero la lógica no podía disponer del asunto así tan fácilmente. ¿Y qué, si después de todo, había algo de verdad en el fantástico relato del anciano…?

No era un pensamiento placentero, y Armstrong trató de no pensar en eso con mucho detenimiento. Pero sabía que si lo abandonaba seguiría haciendo presa de su mente. La única manera de vencer los temores imaginarios era hacerles frente audazmente y ahora tendría que hacerlo.

Su argumento más fuerte era la completa esterilidad en este mundo y su extrema desolación, pese a que, en contra de esto, uno podría oponer muchos contraargumentos, como bien lo había hecho el anciano empleado. El Hombre había vivido en este planeta durante veinte años y muchas partes estaban aún sin explorar. Nadie podía negar que los túneles de los desiertos eran algo inquietantes, pero todo el mundo creía que eran cavidades volcánicas. No obstante, por supuesto, la vida se arrastraba con frecuencia dentro de tales lugares. Recordó, con un estremecimiento, los pólipos gigantes que habían atrapado a los primeros exploradores de Vargon III.

Nada era definitivo. Supongamos, para seguir con esos argumentos, que allí se admitiera la existencia de vida. ¿Y con eso qué?

La gran mayoría de las formas de vida del Universo eran completamente indiferentes al Hombre. Algunas, por supuesto, como los seres gaseosos de Alcoran o los errantes reticulados undulatorios de Shandaloon, ni siquiera podían detectarlo, y le atravesaban o le rodeaban como si no existiera.

Otras eran apenas inquisidoras, algunas embarazosamente amistosas. En verdad, había pocas que atacaran sin provocación. De todas maneras, el cuadro que pintara el viejo empleado era horrendo. Allá atrás, en el cómodo y bien iluminado salón de fumar, con las bebidas pasando alrededor, había sido bastante fácil reírse del relato. Pero aquí en la oscuridad, a millas de cualquier establecimiento humano, era muy diferente.

Fue casi un alivio cuando tropezó de nuevo fuera de la ruta y tuvo que palpar con sus manos hasta que la encontró una vez más. Parecía un terreno muy áspero y la ruta era escasamente distinguible de las rocas de alrededor. En pocos minutos, sin embargo, estuvo nuevamente a salvo en su camino.Era desagradable ver con qué rapidez sus pensamientos volvían al mismo inquietante tema. Claramente le estaba preocupando más de lo que se molestaba en admitir.

Le consoló este hecho: había sido bastante obvio que nadie en la Base había creído la historia del anciano. Las preguntas y las burlas se lo probaron. En ese momento se rió tan fuerte como el que más. Después de todo, ¿cuál era la evidencia? Una silueta opaca, apenas vista en la oscuridad, que muy bien podría haber sido una roca de extraña formación. Y el curioso ruido rítmico que tanto había impresionado al viejo… de noche cualquiera podría imaginarse tales sonidos si estuviera lo suficientemente excitado. Si hubiera sido hostil, ¿por qué la criatura no se acercó más? «Porque tenía miedo de mi luz», dijo el viejo. Bueno, era bastante plausible: explicaría por qué no se había visto nada a la luz del sol. Tal criatura debía vivir bajo tierra, subiendo sólo de noche… ¡maldición!, ¡por qué se estaba tomando tan seriamente los delirios de ese viejo idiota! Armstrong tomó una vez más el control de sus pensamientos. Si seguía de esta forma, se dijo a sí mismo enfadado, pronto estaría viendo y oyendo una completa colección de monstruos.

Había un factor, por supuesto, que echaba inmediatamente por tierra todo el ridículo relato. Era realmente muy simple; se lamentó por no haberlo pensado antes. ¿De qué viviría una criatura como ésa? No había ni una pizca de vegetación en todo el planeta. Se rió al pensar que el duende podía ser arrojado tan fácilmente… y en el mismo instante se sintió molesto consigo mismo por no reírse en voz alta. Si estaba tan seguro de su razonamiento, ¿por qué no silbar, o cantar, o hacer algo para levantar el espíritu? Se hizo la pregunta a sí mismo con claridad, como una prueba a su hombría. Medio avergonzado, tuvo que admitir que aún estaba asustado…, asustado porque «podría haber algo de eso, después de todo». Pero al menos su análisis le había hecho algún bien.

Habría sido mejor si hubiera dejado todo así, aceptando a medias su argumento. Pero una parte de su mente estaba aún ocupada en destruir su cuidadoso razonamiento. Lo consiguió con tal éxito, que cuando recordó los seres plantas de Xantil Mayor, la impresión fue tan desagradable que se detuvo como muerto.

En realidad, los seres-plantas de Xantil no eran de ninguna manera horribles. Eran, de hecho, criaturas extremadamente bellas. Pero lo que las hacía ahora aparecer tan deprimentes era el conocimiento de que podían vivir sin comida durante períodos indefinidos. Toda la energía que necesitaban para sus extrañas vidas la extraían de la radiación cósmica… y aquí era casi tan intensa como en cualquier lugar del Universo.

Apenas hubo pensado un ejemplo cuando otros se apiñaron en su mente y recordó la forma de vida de Trantor Beta, que era la única conocida capaz de utilizar la energía atómica directamente. Aquélla también había vivido en un mundo extremadamente desierto, muy parecido a éste…

La mente de Armstrong se estaba partiendo rápidamente en dos porciones diferentes, cada una tratando de convencer a la otra sin lograrlo por completo. No se dio cuenta de lo desmoralizado que estaba hasta que se encontró conteniendo la respiración por miedo a que ésta le ocultara cualquier sonido proveniente de la oscuridad circundante. Enfadado, limpió su mente de la basura que se había estado acumulando allí y volvió una vez más al problema inmediato.

No había duda de que la carretera se elevaba lentamente, y la silueta del horizonte aparecía mucho más alta. La carretera comenzó a girar y de repente percibió grandes rocas a derecha e izquierda. Pronto sólo se pudo ver una franja del cielo, y la oscuridad se tornó, si era posible, aún más intensa.

De alguna manera, se sentía más seguro con las paredes rocosas rodeándole: ello implicaba que estaba protegido excepto en dos direcciones. Además, la ruta había sido nivelada con más cuidado y era más fácil mantenerse en ella. Pero lo mejor de todo es que ahora sabía que la travesía estaba a medio completar.

Dentro de media milla, estaría otra vez a campo raso, fuera de la protección de estas rocas acogedoras. El pensamiento le pareció ahora doblemente horrible y entonces comenzó a sentir una sensación de desnudez.

Podría ser atacado desde cualquier dirección, y estaría extremadamente indefenso…

Hasta ahora, había conservado cierto autocontrol. Con mucha resolución había mantenido apartada su mente del único hecho que le daba un poco de color al relato del viejo… la única evidencia que había detenido las burlas allá en el repleto salón del campamento, y que produjo un repentino silencio en toda la compañía. Ahora, mientras se debilitaba la voluntad de Armstrong, recordó nuevamente las palabras que habían producido un escalofrío aun en el cálido confort del edificio de la Base.

El pequeño empleado había insistido mucho sobre este punto. Nunca había oído ningún sonido de persecución proveniente de la opaca forma que percibió más que observó, en el límite de su luz. No había ningún golpeteo de garras o cascos sobre la roca, ni siquiera el sonido de piedras desplazadas. Era como si, así lo había declarado el anciano con su solemne modo de hablar, «como si la cosa que me seguía pudiera ver perfectamente en la oscuridad, y tuviera muchas patas o almohadillas y pudiera moverse suave y fácilmente sobre la roca…, como una oruga gigante o como una de las alfombras vivientes de Kralkor II».

A pesar de que no había habido ningún ruido de persecución, el viejo captó varias veces un único sonido. Era tan fuera de lo común que su misma rareza le hacía doblemente terrible. Era un débil pero persistente sonido acompasado.

El viejo fue capaz de describirlo muy vivamente… demasiado vivamente para el gusto de Armstrong.

—¿Escucharon alguna vez a un gran insecto cascando su presa con los dientes? —dijo—. Bueno, era igual que eso. Me imagino que un cangrejo hace exactamente el mismo ruido con sus pinzas al entrechocarlas. Era un sonido…, ¿cuál es la palabra?… Quitinoso. Al llegar a este punto, Armstrong recordó haberse reído bien fuerte. (Era extraño, cómo ahora todo volvía hacia él.) Pero nadie más se había reído, pese a que antes habían sido rápidos en hacerlo. Sintiendo el cambio de tono, se serenó inmediatamente y le pidió al anciano que continuara con su cuento. ¡Cómo deseaba ahora no haberlo hecho!

Fue rápidamente satisfecho. Al día siguiente, una partida de escépticos técnicos había ido a la tierra de nadie más allá del Paso Carver. No eran lo suficientemente escépticos como para ir sin armas, pero no tuvieron oportunidad de usarlas, porque no encontraron huellas de ningún ser viviente. Estaban los inevitables sismos y túneles, brillantes agujeros en los que la luz de las linternas rebotaba indefinidamente hasta que se perdía en la distancia…, pero el planeta estaba acribillado de estos agujeros.

Pese a que la expedición no encontró señales de nada, descubrió una cosa que no le gustó nada. Allá afuera, en la desierta e inexplorada región más allá del aso se habían topado con un túnel aún más ancho que el resto. Cerca de la boca del túnel había una roca maciza, medio incrustada en la tierra. Y los costados de la roca estaban desgastados «como si se hubieran pasado como una enorme piedra de moler».

No menos de cinco de los presentes había visto esta inquietante roca. Ninguno de ellos pudo explicarla satisfactoriamente como una formación natural, pero todavía se negaban a aceptar la historia del anciano. Armstrong no había preguntado si la habían examinan alguna vez. Se había producido un incómodo silencio Entonces el gran Andrew Hargraves dijo: «¡Demonios, quién caminaría de noche hacia el Paso por pura diversión!», y lo dejó ahí. En realidad, no había otro registro de nadie que hubiera caminado de noche desde Port Sanderson hasta el campamento, o ni siguiera de día. Durante las horas de luz, ningún ser humano podía vivir a cielo abierto sin protección bajo los rayos del sol enormey pálido que parecía llenar la mitad del firmamento. Y ninguno caminaría seis millas, vistiendo una armadura contra la radiación, si cera posible conseguir el tractor.

Armstrong sintió que estaba abandonando el Paso las rocas desaparecían a ambos lados, y la ruta ya no era tan firme y bien apisonada como antes. Estaba sabiendo una vez más al campo raso, y en un no muy lejano lugar de la oscuridad estaba el enigmático pilar que podría haber sido utilizado para afilar monstruosos colmillos o garras. No era un pensamiento muy alentador, pero no se lo podía quitar de la cabeza.

Sintiéndose ahora claramente preocupado, Armstrong hizo un gran esfuerzo por imponerse. Trataría de ser otra vez racional; pensaría en su trabajo, en la tarea que había realizado en el campamento…, en cualquier cosa menos en este lugar infernal. Por un rato, tuvo bastante éxito. Pero pasado un tiempo, con una persistencia enloquecedora, todo el cúmulo de sus pensamientos volvió al mismo punto. No podía apartar de su mente la imagen de esa roca inexplicable y sus aterradoras posibilidades. Una y otra vez se encontró preguntándose cuán lejos estaba, si ya la había pasado y si estaba a su derecha o a su izquierda…

El terreno era otra vez bastante plano, y la carretera seguía tan recta como una flecha. Había un resplandor de consuelo: Port Sanderson no podía estar a mucho más de dos millas.

Armstrong no tenía idea de cuánto tiempo había estado en la carretera. Desgraciadamente, su reloj non era luminoso y sólo podía conjeturar el paso del tiempo.

Con suerte, el Canopus no partiría como mínimo hasta después de dos horas. Pero no podía estar seguro y ahora otro temor comenzó a invadirle…, el terror de llegar a ver una vasta constelación de luces elevándose suavemente hacia el firmamento y saber que toda su agonía mental había sido en vano.

Ya no zigzagueaba tanto y parecía ser capaz de anticipar el borde de la carretera antes de tropezar fuera de ella. Era probable, y se animó al pensarlo, que estuviera caminando casi tan rápido como si tuviera una luz. Si todo iba bien, se aproximaría a Port Sanderson en treinta minutos…, un espacio temporal ridículamente pequeño. Cómo se reiría de sus temores cuando se paseara en su camarote reservado en el Canopus y sintiera aquel peculiar temblor cuando la fantástica aceleración arrojara la gran nave bien lejos de este sistema, de nuevo a las apiñadas nubes estelares cerca del centro de la Galaxia…, de vuelta a la Tierra misma, a la que no veía desde hacía tantos años. Un día, se dijo, realmente debería visitar la Tierra otra vez. Toda su vida se estuvo haciendo esta promesa, pero siempre hubo la misma respuesta…: falta de tiempo. ¡Era extraño, o, que un planeta tan pequeño haya jugado una parte tan enorme en el desarrollo del Universo, que incluso haya llegado a dominar mundos mucho más sabios e inteligentes que él mismo!

Los pensamientos de Armstrong eran de nuevo inofensivos y se sintió más tranquilo. El saber que se aproximaba a Port Sanderson era inmensamente reconfortante y deliberadamente mantuvo su mente ocupada con asuntos familiares, sin importancia. El Paso Carver a estaba bien atrás, y con él esa cosa que ya no trataba de recordar. Un día, si alguna vez volvía a este mundo, visitaría el Paso a la luz solar, y se reiría de sus terrores. Dentro de veinte minutos se unirían a las pesadillas de su infancia.

Fue casi un shock, aunque de los más placenteros que había conocido, cuando vio aparecer sobre el horizonte las luces de Port Sanderson. La curvatura de este pequeño mundo era muy engañosa: no parecía correcto que un planeta con un campo gravitatorio casi tan grande como el de la Tierra tuviera el horizonte al alcance de la mano. Un día, alguien tendría que descubrir qué había en el corazón de este mundo para darle una densidad tan grande. Quizá los numerosos túneles podrían ayudar…, fue un desafortunado giro de pensamiento, pero la cercanía de su meta ya le había despojado del terror. Además, la idea de que podría estar realmente en peligro parecía conferir a su aventura cierto gusto picante y un elevado interés. Ya nada le podría suceder, con diez minutos que le quedaban de andar y las luces de Port Sanderson a la vista.

Pocos minutos más tarde, sus sentimientos cambiaron rápidamente cuando llegó a una repentina curva de la ruta. Se había olvidado de la grieta que causaba ese rodeo y que añadía una media hora más a su travesía. Bueno, ¿y con eso qué?, pensó tercamente. Una media milla extra no haría ahora ninguna diferencia… otros diez minutos, como máximo.

Se sintió engañado cuando se desvanecieron las luces de la ciudad. Armstrong no se había acordado de la colina que bordeaba la ruta; quizá fuera sólo un monte bajo, apenas observable de día. Pero al ocultar las luces de Port Sanderson le había despojado de su primitivo talismán, dejándole a merced de sus temores. Irracionalmente, se lo dijo su inteligencia, comenzó a pensar qué horrible sería si ahora sucediese algo, estando tan cerca del fin del viaje. Por un momento entretuvo al peor de sus temores con promesas, deseando desesperadamente que reaparecieran las luces de la ciudad. Pero mientras los minutos pasaban lentamente, se dio cuenta de que el monte debía ser más grande de lo que se había imaginado. Trató de solazarse con la idea de que cuando la viera de nuevo, la ciudad estaría muy cerca, pero de alguna manera, ahora la lógica parecía haberle fallado. Porque de golpe se encontró condescendiendo a hacer algo que antes no hubiera hecho, ni aun en el desierto cerca del Paso.Se detuvo, se volvió lentamente, y escuchó conteniendo la respiración hasta que casi estallaron sus pulmones.

El silencio era pavoroso, considerando que debía estar muy cerca de Port Sanderson. Con certeza, no había ningún sonido detrás de él. Por supuesto que no tendría que haber, se dijo enfadado. Pero sentía un inmenso alivio. La idea de ese débil y persistente sonido acompasado le había estado obsesionando durante la última hora.

Tan familiar y amistoso fue el sonido que al fin le llegó que el desconcierto casi le hizo reír. Esparciéndose a través del aire tranquilo, proveniente de una fuente que claramente no distaba más de una milla, llegaba el sonido de un tractor-de-campo-de-aterrizaje, quizá una de las máquinas que cargaban al mismo Canopus. En cosa de segundos, pensó Armstrong, rodearía esta elevación y estaría a pocos cientos de yardas de Port Sanderson. El viaje estaba casi terminado. En pocos instantes, esta diabólica llanura no sería más que una pesadilla desdibujada.

Pareció terriblemente injusto: tan poco tiempo, una fracción tan pequeña de vida humana, era todo lo que ahora necesitaba. Pero los dioses siempre fueron injustos con el Hombre y ahora estaban gozando de su pequeña broma. Porque no podía haber ningún error con respecto al repiqueteo de garras monstruosas en la oscuridad, «delante de él».

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