Por: Vicenta Laparra de la Cerda
En un carro de nubes, en oriente,
Surje la luna majestuosa y leda;
Y los rayos que lanza de su frente
Se quiebran en el mar y en la arboleda;
Y cruza lenta por el ancho espacio
Con su corte de pálidas estrellas
Y su disco de nácar y topacio,
Dejando al caminar plateadas huellas.
¡Todo es hermoso en tan serena noche!
El soplo de la brisa perfumada
Columpiando los lirios en el broche
Y abriendo su corola nacarada.
Los tallados peñones de la playa
Donde revienta el espumoso oleaje;
La rama que en el árbol se desmaya,
Y los varios colores del paisaje.
Las barcas de los pobres pescadores
Regadas como banda de palomas;
El aura jugueteando entre las
flores, Y del cerrado bosque los aromas.
La profusión de conchas primorosas
Bordando el arenal de la ribera;
El conjunto de plantas olorosas
Llenando de perfumes la pradera.
El monótono canto del marino
Que vuelve á sus hogares fatigado,
Y se sienta en los bordes del camino
Descansando en sus remos apoyado.
El blanco cisne de nevada pluma
En las aguas salobres deslizando;
Los blancos copos de brillante espuma
Que el choque de las olas va formando.
Y mas allá, la rutilante estela
Que alza el empuje de gallarda nave,
Cuando hincha el viento su flotante vela
Y balancea con impulso suave.
Varios hombres á bordo del navío
Contemplan el fulgor de los luceros,
En tanto el Capitán grita: ¡al avio!
¡Levar anclas, mis bravos marineros!
Zarpa la nave y á la mar se lanza;
Y apartando las ondas con su quilla,
Por el océano turbulento avanza
Y lijera se aleja de la orilla.
Un judio de rúbia cabellera
De noble porte y de semblante grave,
Vé la estension de la celeste esfera,
De pié sobre cubierta de la nave.
¡Es su rostro mas bello que los cielos!
Vierte la luz de su mirar sereno
La dulce venturanza y los consuelos,
Dejando el corazón de encantos lleno.
El Hebreo á la popa se encamina.
Se sienta allí radiante de pureza,
Y en su torneada mano alabastrina
Lánguidamente apoya su cabeza:
Sus párpados se cierran por el sueño
Que tendiendo su mano transparente,
Coloca su corona de beleño
En su divina y majestuosa frente.
Y duérmese el bellísimo Judio,
En tanto que el oleaje va creciendo:
Y se ajitan las velas del navío
Y el espacio la sombra va cubriendo.
Agrupanse los negros nubarrones
Cual jigantes en orden de batalla;
Comienzan a silvar los aquilones,
¡Y la borrasca tremebunda estalla!
El ángel de la muerte se pasea
De tromba en tromba, ¡y blande su guadaña
Con sus alas levanta la marea,
Y su aliento resuena en la montaña.
El relámpago rasga el horizonte
Y la densa cortina de la noche:
Caen los ceibos del cercano monte.
Y el trueno rueda cual funesto coche.
¡Todo es tribulación! el remolino,
Mueve la nave en todas direcciones:
Troncha el palo mayor el torbellino,
Y el velamen desgarran los turbiones.
Rotos están los mástiles y el puente,
Y tiemblan de pavor los pasajeros:
El pobre timonel limpia la frente
Del copioso sudor: los marineros
Luchan en vano, todo está perdido!
¡Todo se ajita en convulsión violenta!
Jiran los vientos con tremendo ruido,
¡Y ruje atronadora la tormenta!
Mas al fin los discípulos del hombre
Que duerme en calma en medio del tormento,
Recuerdan la grandeza de su nombre,
Y corren á él en tan fatal momento.
¡Levántate Señor á socorrernos!
Gritan todos doblando la rodilla;
Y Pedro esclama: ¡ven á protejernos!
Y ante su Majestad el rostro humilla:
Alza el hebreo la divina frente
Donde tiene el encanto su morada,
Y entreabriendo los ojos suavemente
Lanza en torno dulcísima mirada.
Hombres de poca fé, dice sereno:
¿Por qué queréis temer cuando en su mano
Os lleva por doquier el Nazareno
Que es del cielo y la tierra soberano?
Y tranquilo á la escala se dirije
Cuando el fragor del rayo estrepitoso
Al desgraciado tripulante aflije,
Y resuena el retumbo borrascoso.
Llega á la mura en tanto que el navío
A babor y estribor jira violento,
Y el remezón del huracán bravio.
Le mueve á barlovento v sotavento.
Suelta al viento la rubia cabellera.
Fija en el Cielo los divinos ojos;
Vela nubes rodando por la esfera.
Y de la pobre nave los despojos.
Y cuando ruda la sozobra aumenta
Y tiembla de pavor el navegante,
¡Calla! ¡enmudece! dice a la tormenta,
¡Y la tormenta calla en el instante!
El ángel de la sombra se retira
Llevándose los truenos en sus alas:
El suave soplo de las auras jira,
Y de la calma tiéndense las galas.
Y descienden veloces mil querubes
De blanca frente y de flotante velo,
Recojen los crespones de la nubes,
Y queda limpio el bello azul del cielo;
Y la luna, doliente y majestuosa
En su carro de blancos reberberos,
Aparece de nuevo luminosa
Con su corte brillante de luceros.
¿Quién és este hombre? dice el navegante:
A quien el rayo humilde le obedece,
Y la dulce espresion de su semblante
Dilata el corazón y le engrandece?
¿No hay duda que es un Dios! dice el marino
Doblando reverente la rodilla,
El que domina el fiero torbellino,
Y la tremenda tempestad humilla!
¡Es Dios! repite el ángel inefable
Pulsando con delicia el plectro de oro;
Y yo gusano vil y miserable,
¡Canto a mi Dios, y con amor le adoro!
Vicenta Laparra de la Cerda
Vicenta Laparra de la Cerda (5 de abril de 1831, Quetzaltenango - 29 de enero de 1905, Ciudad de Guatemala) fue una dramaturga, poeta, novelista, periodista y educadora guatelmateca del siglo XIX.