Por: Isaac Asimov
Todo empezó como un sueño. No tuve que preparar nada, ni disponer las cosas de antemano. Me limité a observar cómo todo salía por sí solo…
Tal vez eso debería haberme puesto sobre aviso, y hacerme presentir la catástrofe.
Todo empezó con mi acostumbrado mes de descanso entre dos misiones. Un mes de trabajo y un mes de permiso constituye la norma del Servicio Galáctico. Llegué a Puerto Marte para la espera acostumbrada de tres días antes de emprender el breve viaje a la Tierra.
En circunstancias ordinarias, Hilda, que Dios la bendiga, la esposa más cariñosa que pueda tener un hombre, hubiera estado allí sperándome, y ambos hubiéramos pasado tres días muy agradables y tranquilos…, un pequeño y dichoso compás de espera para los dos. La única dificultad para que esto fuera posible consistía en que Puerto Marte era el lugar más turbulento y ruidoso de todo el Sistema, y un pequeño compás de espera no es exactamente lo que mejor encaja allí. Pero…, ¿cómo podía explicarle eso a Hilda?
Pues bien, esta vez, mi querida mamá política, que Dios la bendiga también (para variar), se puso enferma precisamente dos días antes que yo arribase a Puerto Marte, y la noche antes de desembarcar recibí un espaciograma de Hilda comunicándome que tenía que quedarse en la Tierra con mamá y que, sintiéndolo mucho, no podía acudir allí a recibirme.
Le envié otro espaciograma diciéndole que yo también lo sentía mucho y que lamentaba enormemente lo de su madre, cuyo estado me inspiraba una gran ansiedad (así se lo dije). Y cuando desembarqué…
¡Me encontré en Puerto Marte y sin Hilda!
De momento me quedé anonadado; luego se me ocurrió llamar a Flora (con la que había tenido ciertas aventurillas en otros tiempos), y con este fin tomé una cabina de vídeo…, sin reparar en gastos, pero es que tenía prisa.
Estaba casi seguro que la encontraría fuera, o que tendría el videófono desconectado, o incluso que habría muerto.
Pero allí estaba ella, con el videófono conectado y, por toda la Galaxia, lo estaba todo menos muerta.
Estaba mejor que nunca. El paso de los años no podía marchitarla, como dijo una vez alguien, ni la costumbre empañar su cambiante belleza.¡No estuvo poco contenta de verme! Alborozada, gritó:
—¡Max! ¡Hacía años que no nos veíamos!
—Ya lo sé, Flora, pero ahora nos veremos, si tú estás libre. ¿Sabes qué pasa? ¡Estoy en Puerto Marte y sin Hilda!
Ella chilló de nuevo:
—¡Estupendo! Entonces ven inmediatamente.
Yo me quedé bizco. Aquello era demasiado.
—¿Quieres decir que estás libre…, libre de verdad?
El lector debe saber que a Flora había que pedirle audiencia con días de anticipación. Era algo que se salía de lo corriente. Ella me contestó:
—Oh, tenía un compromiso sin importancia, Max, pero ya lo arreglaré. Tú ven.
—Voy volando —contesté, estallando de puro gozo.
Flora era una de esas chicas… Bien, para que el lector tenga una idea, le diré que en sus habitaciones reinaba la gravedad marciana: 0,4 respecto a la normal en la Tierra. La instalación que la liberaba del campo seudogravitatorio a que se hallaba sometido Puerto Marte era carísima, desde luego, pero si el lector ha sostenido alguna vez entre sus brazos a una chica a 0,4 gravedades, sobran las explicaciones. Y si no lo ha hecho, las explicaciones de nada sirven. Además, le compadezco.
Es algo así como flotar en las nubes.
Corté la comunicación. Sólo la perspectiva de verla en carne y hueso podía obligarme a borrar su imagen con tal celeridad. Salí corriendo de la cabina.
En aquel momento, en aquel preciso instante, con precisión de décimas de segundo, el primer soplo de la catástrofe me rozó.
Aquel primer barrunto estuvo representado por la calva cabeza de aquel desarrapado de Rog Crinton, de las oficinas de Marte, calva que brillaba sobre unos grandes ojos azul pálido, una tez cetrina y un desvaído bigote pajizo. No me molesté en ponerme a gatas y tratar de enterrar la cabeza en el suelo, porque mis vacaciones acababan de comenzar en el mismo momento en que había descendido de la nave.
Por lo tanto, le dije con una cortesía normal:
—¿Qué deseas? Tengo prisa. Me esperan.
Él repuso:
—Quien te espera soy yo. Te he estado esperando en la rampa de descarga.
—Pues no te he visto.
—Tú nunca ves nada.Tenía razón, porque al pensar en ello, me dije que si él estaba en la rampa de descarga, debería haberse quedado girando para siempre, porque había pasado junto a él como el cometa Halley rozando la corona solar.
—Muy bien —dije entonces—. ¿Qué deseas?
—Tengo un trabajillo para ti.
Yo me eché a reír.
—Acaba de empezar mi mes de permiso, amigo.
—Pero se trata de una alarma roja de emergencia, amigo —repuso él.
Lo cual significaba que me quedaba sin vacaciones, ni más ni menos.
No podía creerlo. Así que le dije:
—Vamos, Rog. Sé compasivo. Yo también tengo una llamada de urgencia particular.
—No puede compararse con esto.
—Rog —vociferé—. ¿No puedes encontrar a otro? ¿Es que no hay nadie más?
—Tú eres el único agente de primera clase que hay en Marte.
—Pídelo a la Tierra entonces. En el Cuartel General tienen agentes a montones.
—Esto tiene que hacerse antes de las once de esta misma mañana.
Pero, ¿qué pasa? ¿Acaso no tienes que esperar tres días?
Yo me oprimí la cabeza. ¡Qué sabía él!
—¿Me dejas llamar? —le dije.
Tras fulminarlo con la mirada, volví a meterme en la cabina y dije:
—¡Particular!
Flora apareció de nuevo en la pantalla, deslumbrante como un espejismo en un asteroide. Sorprendida, dijo:
—¿Ocurre algo, Max? No vayas a decirme que algo va mal. Ya he anulado el otro compromiso.
—Flora, cariño —repuse—, iré, iré. Pero ha surgido algo.
Ella preguntó con voz dolida lo que ya podía suponerme, y yo contesté:
—No, no es otra chica. Donde estás tú, las demás no cuentan. ¡Cielito!
—Sentí el súbito impulso de abrazar la pantalla de vídeo, pero comprendí que eso no es un pasatiempo adecuado para adultos—. Una cosa del trabajo.
Pero tú espérame. No tardaré mucho.
Ella suspiró y dijo:
—Muy bien.
Pero lo dijo de una manera que no me gustó, y que me hizo temblar.
Salí de la cabina con paso vacilante y me encaré con aquel pelmazo:
—Muy bien, Rog, ¿qué clase de embrollo me han preparado?Nos fuimos al bar del espacio-puerto y nos metimos en un reservado.
Rog me explicó.
—El Antares Giant llega procedente de Sirio dentro de exactamente media hora; a las ocho en punto.
—Muy bien.
—Descenderán de él tres hombres, mezclados con los demás pasajeros, para esperar al Space Eater, que tiene su llegada de la Tierra a las once y sale para Capella poco después. Estos tres hombres subirán al Space Eater, y a partir de ese momento quedarán fuera de nuestra jurisdicción.
—Bueno, ¿y qué?
—Entre las ocho y las once permanecerán en una sala de espera especial, y tú les harás compañía. Tengo una imagen tridimensional de cada
uno de ellos, con el fin que puedas identificarlos. En esas tres horas tendrás que averiguar cuál de los tres transporta contrabando.
—¿Qué clase de contrabando?
—De la peor clase. Espaciolina alterada.
—¿Espaciolina alterada?
Me había matado. Sabía perfectamente lo que era la espaciolina. Si el lector ha viajado por el espacio también lo sabrá, sin duda. Y para el caso que no se haya movido nunca de la Tierra, le diré que todos los que efectúan su primer viaje por el espacio la necesitan; casi todos la toman en el primer viaje que realizan; y muchísimas personas ya no saben prescindir jamás de ella. Sin ese producto maravilloso, se experimenta vértigo cuando se está en caída libre, algunos lanzan chillidos de terror y contraen psicosis semipermanentes. Pero la espaciolina hace desaparecer completamente estas molestias y sus efectos. Además, no crea hábito; no posee efectos perjudiciales secundarios. La espaciolina es ideal, esencial, insustituible. Si el lector lo duda, tome espaciolina. Rog continuó:
—Exactamente. Espaciolina alterada. Sólo puede alterarse mediante una sencilla reacción que cualquiera es capaz de realizar en el sótano de su casa. Entonces pasa a ser una droga y se administra en dosis masivas, convirtiéndose en un terrible hábito desde la primera toma. Se la puede comparar a los más peligrosos alcaloides que se conocen.
—¿Y acabamos de descubrirlo precisamente ahora, Rog?
—No. El Servicio conocía la existencia de esa droga desde hace años, y hemos evitado que este peligroso conocimiento se difundiese, manteniendo en el mayor secreto los casos en que se ha hallado droga. Pero ahora las cosas han llegado demasiado lejos.
—¿En qué sentido?
—Uno de los tres individuos que se detendrán aquí transporta cierta cantidad de espaciolina alterada sobre su persona. Los químicos del sistema de Capella, que se encuentra fuera de la Federación, la analizarán y averiguarán la manera de producirla sintéticamente. Después de esto nos encontraremos enfrentados con el dilema de tener que luchar contra la peor amenaza que jamás han provocado los estupefacientes, o tener que suprimir el peligro suprimiendo su causa.
—¿La espaciolina?
—Exacto. Y si suprimimos la espaciolina, de rechazo suprimimos los viajes interplanetarios.
Me resolví a poner el dedo en la llaga:
—¿Cuál de esos tres individuos lleva la droga?
Rog sonrió con desdén.
—¿Crees que te necesitaríamos si lo supiésemos? Eres tú quien tiene que averiguarlo.
—Me encargas una misión muy arriesgada.
—En efecto; si te equivocas de individuo te expones a que te corten el pelo hasta la laringe. Cada uno de esos tres es un hombre importantísimo en su propio planeta. Uno de ellos es Edward Harponaster; otro, Joaquin Lipsky, y el tercer es Andiamo Ferrucci. ¿Qué te parece?
Tenía razón. Yo conocía aquellos tres nombres. Probablemente el lector los conoce también; y no podía poner la mano encima de ninguno de ellos sin poseer sólidas pruebas, naturalmente.
—¿Y uno de ellos se ha metido en un negocio tan sucio por unos cuantos…?
—Este asunto representa trillones —repuso Rog—, lo cual quiere decir que cualquiera de ellos lo haría con mucho gusto. Y sabemos que es uno de ellos, porque Jack Hawk consiguió averiguarlo antes que le matasen…
—¿Han matado a Jack Hawk?
Durante un minuto me olvidé de la amenaza que pesaba sobre la galaxia a causa de aquellos traficantes de drogas. Y casi, casi, llegué a olvidarme también de Flora.
—Sí, y lo asesinaron a instigación de uno de esos tipos. Tú tienes que descubrirlo. Si nos señalas al criminal antes de las once, cuenta con un ascenso, un aumento de sueldo y la satisfacción de haber vengado al pobre Jack Hawk. Y, por ende, habrás salvado a la galaxia. Pero si señalas a un inocente, crearás un conflicto interestelar, perderás el puesto, y te pondrán en todas las listas negras que hay entre la Tierra y Antares.
—¿Y si no señalo a ninguno de ellos? —pregunté.—Eso sería como señalar a uno inocente, por lo que se refiere al Servicio.
—O sea que tengo que señalar a uno, pero sólo al culpable, de lo contrario mi cabeza está en juego.
—Harían rebanadas con ella. Estás empezando a comprender, Max.
En una larga vida de parecer feo, Rog Crinton nunca lo había parecido tanto como entonces. Lo único que me consoló al mirarle fue pensar que él también estaba casado y que vivía con su mujer en Puerto Marte todo el año. Y se lo tenía muy merecido. Tal vez me mostraba demasiado duro con él, pero se merecía aquello.
Así que perdí de vista a Rog, me apresuré a llamar a Flora.
—¿Qué pasa? —me preguntó ella.
—Verás, cielito —le dije—, no puedo contártelo ahora, pero se trata de un compromiso ineludible. Ten un poco de paciencia, que terminaré este asunto en seguida, aunque tenga que recorrer a nado todo el Gran Canal hasta el casquete polar en ropa interior, ¿sabes?, o arrancar a Fobos del cielo…, o cortarme en pedacitos y enviarme como paquete postal.
—Vaya —dijo ella, con un mohín de disgusto—, si hubiese, sabido que tenía que esperar…
Yo di un respingo. Flora, a pesar de su nombre, no era de esas chicas que se impresionan por la poesía. En realidad, ella sólo era una mujer de acción… Pero, después de todo, cuando flotase en brazos de la gravedad marciana en un mar perfumado con jazmín y en compañía de Flora, la sensibilidad poética no sería precisamente la cualidad que yo consideraría más indispensable.
Con una nota de urgencia en la voz, dije:
—Por favor, espérame, Flora. No tardaré. Después ya recuperaremos el tiempo perdido.
Estaba disgustado, desde luego, pero todavía no me dominaba la preocupación. Apenas me había dejado Rog, cuando concebí un plan para descubrir cuál era el culpable.
Era muy fácil. Estuve a punto de llamar a Rog para decírselo, pero no hay ninguna ley que prohiba que la cerveza se suba a la cabeza y que el aire contenga oxígeno. Lo resolvería en cinco minutos y luego me iría disparado a reunirme con Flora; con cierto retraso tal vez, pero con un ascenso en el bolsillo, un aumento de sueldo en mi cuenta y un pegajoso beso del Servicio en ambas mejillas.
Mi plan era el siguiente: los magnates de la industria no suelen viajar mucho por el espacio; prefieren utilizar el transvídeo. Cuando tienen que asistir a alguna importante conferencia interestelar, como era probablemente el caso de aquellos tres, tomaban espaciolina. No estaban suficientemente acostumbrados a viajar por el espacio para atreverse a prescindir de ella. Además, la espaciolina es un producto carísimo, y los grandes potentados siempre quieren lo mejor de lo mejor. Conozco su psicología.
Eso sería perfectamente aplicable a dos de ellos. No obstante, el que transportaba el contrabando no podía arriesgarse a tomar espaciolina…, ni siquiera para evitar el mareo del espacio. Bajo la influencia de la espaciolina, podría revelar la existencia de la droga; o perderla; o decir algo incoherente que luego resultase comprometedor. Tenía que mantener el dominio de sí mismo en todo momento.
Así de sencillo era. Me dispuse a esperar.
El Antares Giant arribó puntualmente, y yo esperé con los músculos de las piernas en tensión, para salir corriendo en cuanto hubiese puesto las esposas al inmundo y criminal traficante de drogas y me hubiese despedido de los otros dos eminentes personajes.
El primero en entrar fue Lipsky. Era un hombre de labios carnosos y sonrosados, mentón redondeado, cejas negrísimas y cabello ceniciento. Se limitó a mirarme, para sentarse sin pronunciar palabra. No era aquél. Se hallaba bajo los efectos de la espaciolina.
Yo le dije:
—Buenas tardes.
Con voz soñolienta, él murmuró:
—Ardes surrealista en Panamá corazones en misiones para una taza de té. Libertad de palabra.
Era la espaciolina, en efecto. La espaciolina, que aflojaba los resortes de la mente humana. La última palabra pronunciada por alguien sugería la siguiente frase, en una desordenada asociación de ideas.
El siguiente fue Andiamo Ferrucci. Bigotes negros, largo y cerúleo, tez olivácea, cara marcada de viruelas. Tomó asiento en otra butaca, frente a nosotros.
Yo le dije:
—¿Qué, buen viaje?
Él contestó:
—Baje la luz sobre el testuz del buey de Camagüey, me voy a Indiana a comer.
Lipsky intervino:
—Comercio sabio resabio con una libra de libros en Biblos y edificiofenicios.
Yo sonreí. Me quedaba Harponaster. Ya tenía cuidadosamente preparada mi pistola neurónica, y las esposas magnéticas a punto para ponérselas.
Y en aquel momento entró Harponaster. Era un hombre flaco, correoso, muy calvo, y bastante más joven de lo que parecía en su imagen tridimensional. ¡Y estaba empapado de espaciolina hasta el tuétano!
No pude contener una exclamación:
—¡Atiza!
—Paliza fenomenal sobre mal papel si no tocamos madera en la carretera.
Ferrucci añadió:
—Estera sobre la ruta en disputa por encontrar un ruiseñor.
Y Lipsky continuó:
—Señor, jugaré a ping-pong ante amigos dulces son.
Yo miraba de uno a otro lado mientras ellos iban diciendo tonterías en parrafadas cada vez más breves, hasta que reinó el silencio.
Inmediatamente comprendí lo que sucedía. Uno de ellos estaba fingiendo, pues había tenido suficiente inteligencia para comprender que si no aparecía bajo los efectos de la espaciolina, eso le delataría. Tal vez sobornó a un empleado para que le inyectase una solución salina, o hizo cualquier otro truco parecido.
Uno de ellos fingía. No resultaba difícil representar aquella comedia. Los actores del subetérico hacían regularmente el número de la espaciolina. El lector debe haberlos oído docenas de veces.
Contemplé a aquellos tres hombres y noté que se me erizaban por primera vez los pelos del cuello al pensar en lo que me sucedería si no conseguía descubrir al culpable.
Eran las 8,30, y estaban en juego mi empleo, mi reputación, y mi propia cabeza. Dejé de pensar de momento en ello y pensé en Flora. Desde luego, no me esperaría eternamente. Lo más probable era que ni siquiera me esperase otra media hora.
Entonces me dije: ¿sería capaz el culpable de realizar con la misma soltura las asociaciones de ideas, si le hacía meterse en terreno resbaladizo?
Así es que dije:
—Estoy tan estupefacto que siento estupefacción.
Lipsky pescó la frase al vuelo y prosiguió:
—Estupefacción estupefaciente dijo el cliente con do re mi fa sol para ser salvado.
—Salvado con estofado de toro de nada sirve la efervescencia con un cañón —dijo Ferrucci.
—Cañones al son dulzón del trombón —dijo Lipsky.
—Bombón astroso —dijo Ferrucci.
—Oso de cal —dijo Harponaster.
Unos cuantos gruñidos y se callaron.
Lo intenté de nuevo, con mayor cuidado esta vez, pensando que recordarían después todo cuanto yo dijese. Por lo tanto, debía esforzarme por decir frases inofensivas.
Dije pues:
—No hay nada como la espaciolina.
Ferrucci dijo:
—La colina de la mina en la Scala de Milán, tan taran, tan…
Yo interrumpí tan ingeniosas palabras y repetí, mirando a Harponaster:
—Sí, para viajar por el espacio, no hay nada como la espaciolina.
—Avelina con su cama de algodón en rama salta la rana…
Le interrumpí también, dirigiéndome esta vez a Lipsky:
—No hay nada como la espaciolina.
—Melusina toma chocolate con patatas baratas tras los talones de Aquiles.
Uno de ellos añadió:
—Miles de angulas grandes como mulas me tienen que matar.
—Atar después de bailar.
—Hilar muy finas.
—Minas de sal.
—Salga el rey.
—Buey.
Lo intenté dos o tres veces más, hasta que vi que por allí no iría a ninguna parte. El culpable, quienquiera que fuese de los tres, se había ejercitado, o bien poseía un talento natural para efectuar asociaciones de ideas espontáneas. Desconectaba su cerebro y dejaba que las palabras saliesen al buen tun tun. Además, debía saber lo que yo estaba buscando. Si «estupefacción» con su derivado «estupefaciente» no le habían delatado, la repetición por tres veces consecutivas de la palabra «espaciolina» debía haberlo hecho. Los otros dos nada debían sospechar, pero él sí.
¿Cómo conseguiría descubrirlo entonces? Sentí un odio furioso hacia él y noté que me temblaban las manos. Aquella asquerosa rata, si se escapaba, corrompería toda la galaxia. Por si fuese poco, era culpable de la muerte de mi mejor amigo. Y por encima de todo esto, me impedía acudir a mi cita con Flora.
Me quedaba el recurso de registrarlos. Los dos que se hallaban realmente bajo los efectos de la espaciolina no harían nada por impedirlo, pues no podían sentir emoción, temor, ansiedad, odio, pasión ni deseos de defenderse. Y si uno de ellos hacía el menor gesto de resistencia, ya tendría al hombre que buscaba.
Pero los inocentes recordarían lo sucedido, al recobrar la lucidez.
Recordarían que los habían registrado minuciosamente mientras se hallaban bajo los efectos de la espaciolina.
Suspiré. Si lo intentaba, descubriría al criminal, desde luego, pero yo me convertiría después en algo extraordinariamente parecido al hígado trinchado. El Servicio recibiría una terrible reprimenda, el escándalo alcanzaría proporciones cósmicas, y en el aturdimiento y la confusión que esto produciría, el secreto de la espaciolina alterada se difundiría a los cuatro vientos, con lo que todo se iría a rodar.
Desde luego, el culpable podía ser el primero que yo registrase. Tenía una probabilidad entre tres que lo fuese. Pero no me fiaba.
Consulté desesperado mi reloj y mi mirada se enfocó en la hora: las 9:15.
¿Cómo era posible que el tiempo pasase tan de prisa?
¡Oh, Dios mío! ¡Oh, pobre de mí! ¡Oh, Flora!
No tenía elección. Volví a la cabina para hacer otra rápida llamada a Flora. Una llamada rápida, para que la cosa no se enfriase; suponiendo que ya no estuviese helada.
No cesaba de decirme: «No contestará».
Traté de prepararme para aquello, diciéndome que había otras chicas, que había otras…
Todo inútil, no había otras chicas.
Si Hilda hubiese estado en Puerto Marte, nunca hubiera pensado en Flora; eso para empezar, y entonces su falta no me hubiera importado. Pero estaba en Puerto Marte y sin Hilda, y además tenía una cita con Flora.
La señal de llamada funcionaba insistentemente, y yo no me decidía a cortar la comunicación.
¡De pronto contestaron!
Era ella. Me dijo:
—Ah, eres tú.
—Claro, cariño, ¿quién si no podía ser?
—Pues cualquier otro. Otro que viniese.
—Tengo que terminar este asunto, cielito.
—¿Qué asunto? ¿Plastones pa quien?
Estuve a punto de corregir su error gramatical, pero estaba demasiado ocupado tratando de adivinar qué debía significar «plastones».
Entonces me acordé. Una vez le había dicho que yo era representante de plastón. Fue aquel día que le regalé un camisón de plastón que era una monada.
Entonces le dije:
—Escucha. Concédeme otra media hora…
Las lágrimas asomaron a sus ojos.
—Estoy aquí sola y sentada, esperándote.
—Ya te lo compensaré.
Para que el lector vea cuán desesperado me hallaba, le diré que ya empezaba a pensar en tomar un camino que sólo podía llevarme al interior de una joyería, aunque eso significase que mi cuenta corriente mostraría un mordisco tan considerable que para la mirada penetrante de Hilda parecería algo así como la nebulosa Cabeza de Caballo irrumpiendo en la Vía Láctea.
Pero entonces estaba completamente desesperado.
Ella dijo, contrita:
—Tenía una cita estupenda y la anulé por ti.
Yo protesté:
—Me dijiste que era un compromiso sin importancia.
Después que lo dije, comprendí que me había equivocado.
Ella se puso a gritar:
—¡Un compromiso sin importancia!
(Eso fue exactamente lo que dijo. Pero de nada sirve tener la verdad de nuestra parte al discutir con una mujer. En realidad, eso no hace sino empeorar las cosas. ¿Es que no lo sabía, estúpido de mí?)
Flora prosiguió:
—Mira que decir eso de un hombre que me ha prometido una finca en la Tierra…
Entonces se puso a charlar por los codos de aquella finca en la Tierra. A decir verdad, casi todos los donjuanes de ocasión que se paseaban por Puerto Marte aseguraban poseer una finca en la Tierra, pero el número de los que la poseían de verdad se podía contar con el sexto dedo de cada mano.
Traté de hacerla callar. Todo inútil.
Por último dijo, llorosa:
—Y yo aquí sola, y sin nadie.
Y cortó el contacto.Desde luego, tenía razón. Me sentí el individuo más despreciable de toda la galaxia.
Regresé a la sala de espera. Un rastrero botones se apresuró a dejarme paso.
Contemplé a los tres magnates de la industria y me puse a pensar en qué orden los estrangularía lentamente hasta matarlos si pudiese tener la suerte de recibir aquella orden. Tal vez empezaría por Harponaster. Aquel sujeto tenía un cuello flaco y correoso que podría rodear perfectamente con mis dedos, y una nuez prominente sobre la cual podría hacer presión con los pulgares.
La satisfacción que estos pensamientos me proporcionaron fue, a decir verdad, ínfima, y sin darme cuenta murmuré la palabra «¡Cielito!», de pura añoranza.
Aquello los disparó otra vez. Ferrucci dijo:
—Bonito lío tiene mi tío con la lluvia rubia Dios salve al rey…
Harponaster, el del flaco pescuezo, añadió:
—Ley de la selva para un gato malva.
Lipsky dijo:
—Calva cubierta con varias tortillas.
—Pillas niñas son.
—Sonaba.
—Haba.
—Va.
Y se callaron.
Entonces me miraron fijamente. Yo les devolví la mirada. Estaban desprovistos de emoción (dos de ellos al menos), y yo estaba vacío de ideas.
Y el tiempo iba pasando.
Seguí mirándoles fijamente y me puse a pensar en Flora. Se me ocurrió que no tenía nada que perder que ya no hubiese perdido. ¿Y si les hablase de ella?
Entonces les dije:
—Señores, hay una chica en esta ciudad, cuyo nombre no mencionaré para no comprometerla. Permítanme que se la describa.
Y eso fue lo que hice. Debo reconocer que las últimas dos horas habían aumentado hasta tal punto mis reservas de energía, que la descripción que les hice de Flora y de sus encantos asumió tal calidad poética que parecía surgir de un manantial oculto en lo más hondo de mi ser subconsciente.
Los tres permanecían alelados, casi como si escuchasen, sin interrumpirme apenas. Las personas sometidas a la espaciolina se hallandominadas por una extraña cortesía. No interrumpen nunca al que está hablando. Esperan a que éste termine.
Seguí describiéndoles a Flora con un tono de sincera tristeza en mi voz, hasta que los altavoces anunciaron estruendosamente la llegada del Space Eater.
Había terminado. En voz alta, les dije:
—Levántense, caballeros. —Para añadir—: Tú no, asesino.
Y sujeté las muñecas de Ferrucci con mis esposas magnéticas, casi sin darle tiempo a respirar.
Ferrucci luchó como un diablo. Naturalmente, no se hallaba bajo la influencia de la espaciolina. Mis compañeros descubrieron la peligrosa droga, que transportaba en paquetes de plástico color carne adheridos a la parte interior de sus muslos. De esta manera resultaban invisibles; sólo se descubrían al tacto, y aun así, había que utilizar un cuchillo para cerciorarse.
Rog Crinton, sonriendo y medio loco de alegría, me sujetó después por la solapa para sacudirme como un condenado:
—¿Cómo lo hiciste? ¿Cómo conseguiste descubrirlo?
Yo respondí, tratando de desasirme:
—Estaba seguro que uno de ellos fingía hallarse bajo los efectos de la espaciolina. Así es que se me ocurrió hablarles… (adopté precauciones…, a él no le importaban en lo más mínimo los detalles), ejem, de una chica, ¿sabes?, y dos de ellos no reaccionaron, con lo cual comprendí que se hallaban drogados. Pero la respiración de Ferrucci se aceleró y aparecieron gotas de sudor en su frente. Yo la describí muy a lo vivo, y él reaccionó ante la descripción, con lo cual me demostró que no se hallaba drogado. Ahora, ¿harás el favor de dejarme ir?
Me soltó, y casi me caí de espalda.
Me disponía a salir corriendo…, los pies se me iban solos, cuando de pronto di media vuelta y volví de nuevo junto a mi amigo.
—Oye, Rog —le dije—. ¿Podrías firmarme un vale por mil créditos, pero no como anticipo de mi paga…, sino en concepto de servicios prestados a la organización?
Entonces fue cuando comprendí que estaba verdaderamente loco de alegría y que no sabía cómo demostrarme su gratitud, pues me dijo:
—Naturalmente, Max, naturalmente. Pero mil es poco… Te daré diez mil, si quieres.
—Quiero —repuse, sujetándole yo para variar—. Quiero. ¡Quiero!
Él me extendió un vale en papel oficial del Servicio por diez mil créditos; dinero válido, contante y sonante en toda la galaxia. Me entregó el vale sonriendo, y en cuanto a mí, no sonreía menos al recibirlo, como puede suponerse.
Respecto a la forma de contabilizarlo, era cuenta suya; lo importante era que yo no tendría que rendir cuentas de aquella cantidad a Hilda.
Por última vez, me metí en la cabina para llamar a Flora. No me atrevía a concebir demasiadas esperanzas hasta que llegase a su casa. Durante la última media hora, ella había podido tener tiempo de llamar a otro, si es que ese otro no estaba ya con ella.
«Que responda. Que responda. Que res…»
Respondió, pero estaba vestida para salir. Por lo visto, la había pillado en el momento mismo de marcharse.
—Tengo que salir —me dijo—. Aún existen hombres formales. En cuanto a ti, deseo no verte más. No quiero verte ni en pintura. Me harás un gran favor, señor cantamañanas, si no vuelves a llamarme nunca más en tu vida y…
Yo no decía nada. Me limitaba a contener la respiración y sostener el vale de manera que ella pudiese verlo. No hacía más que eso.
Pero fue bastante. Así que terminó de decir las palabras «nunca más en tu vida y…», se acercó para ver mejor. No era una chica excesivamente culta, pero sabía leer «diez mil créditos» más de prisa que cualquier graduado universitario de todo el Sistema Solar.
Abriendo mucho los ojos, exclamó:
—¡Max! ¿Son para mí?
—Todos para ti, cielito. Ya te dije que tenía que resolver cierto asuntillo.
Quería darte una sorpresa.
—Oh, Max, qué delicado eres. Bueno, todo ha sido una broma. No lo decía en serio, como puedes suponer. Ven en seguida. Te espero.
Y empezó a quitarse el abrigo.
—¿Y tu cita, qué? —le pregunté.
—¿No te he dicho que bromeaba?
—Voy volando —dije, sintiéndome desfallecer.
—Bueno, no te vayas a olvidar del valecito ese, ¿eh? —dijo ella, con una expresión pícara.
—Te los daré del primero al último.
Corté el contacto, salí de la cabina y pensé que por último estaba a punto…, a punto…
Oí que me llamaban por mi nombre de pila.
—¡Max, Max!
Alguien venía corriendo hacia mí.—Rog Crinton me dijo que te encontraría por aquí. Mamá se ha puesto bien, ¿sabes? Entonces conseguí encontrar todavía pasaje en el Space Eater, y aquí me tienes… Oye, ¿qué es eso de los diez mil créditos?
Sin volverme, dije:
—Hola, Hilda.
Y entonces me volví e hice la cosa más difícil de toda mi vida de aventurero del espacio. Conseguí sonreír.
Isaac Asimov
Prolífico escritor y bioquímico estadounidense, reconocido principalmente por su destacada contribución al género de la ciencia ficción. Nació en Petrovichi, Rusia, pero su familia emigró a Estados Unidos cuando él era un niño, estableciéndose en Nueva York.