Por: Tomás Carrasquilla
Este dizque era un hombre que se llamaba Peralta. Vivía en un pajarate muy grande y muy viejo, en el propio camino real y afuerita de un pueblo donde vivía el Rey. No era casao y vivía con una hermana soltera, algo viejona y muy aburrida.
No había en el pueblo quién no conociera a Peralta por sus muchas caridades: él lavaba los llaguientos; él asistía a los enfermos; él enterraba a los muertos; se quitaba el pan de la boca y los trapitos del cuerpo para dárselos a los pobres; y por eso era que estaba en la pura inopia; y a la hermana se la llevaba el diablo con todos los limosneros y leprosos que Peralta mantenía en la casa. “¿Qué te ganás, hombre de Dios –le decía la hermana–, con trabajar como un macho, si todo lo que conseguís lo botás jartando y vistiendo a tanto perezoso y holgazán? Casáte, hombre; casáte pa que tengás hijos a quién mantener”. “Cálle la boca, hermanita, y no diga disparates. Yo no necesito de hijos, ni de mujer ni de nadie, porque tengo mi prójimo a quién servir. Mi familia son los prójimos”. “¡Tus prójimos! ¡Será por tanto que te lo agradecen; será por tanto que ti han dao! ¡Ai te veo siempre más hilachento y más infeliz que los limosneros que socorrés! Bien podías comprarte una muda y comprármela a yo, que harto la necesitamos; o tan siquiera traer comida alguna vez pa que llenáramos, ya que pasamos tantos hambres. Pero vos no te afanás por lo tuyo: tenés sangre de gusano”.
Esta era siempre la cantaleta de la hermana; pero como si predicara en desierto frío. Peralta seguía más pior; siempre hilachento y zarrapastroso, y el bolsico lámparo lámparo; con el fogoncito encendido tal cual vez, la despensa en las puras tablas y una pobrecía, señor, regada por aquella casa desde el chiquero hasta el corredor de afuera. Figúrese que no eran tan solamente los Peraltas, sino todos los lisiaos y leprosos, que se habían apoderao de los cuartos y de los corredores de la casa “convidaos por el sangre de gusano”, como decía la hermana.
Una ocasioncita estaba Peralta muy fatigao de las afugias del día, cuando, a tiempo de largarse un aguacero, arriman dos pelegrinos a los portales de la casa y piden posada: “Con todo corazón se las doy, buenos señores –les dijo Peralta muy atencioso–; pero lo van a pasar muy mal, porqu’en esta casa no hay ni un grano de sal ni una tabla de cacao con qué hacerles una comidita. Pero prosigan pa dentro, que la buena voluntá es lo que vale”.
Dentraron los pelegrinos; trajo la hermana de Peralta el candil, y pudo desaminarlos a como quiso. Parecían mismamente el taita y el hijo. El uno era un viejito con los cachetes muy sumidos, ojitriste él, de barbitas rucias y cabecipelón. El otro era muchachón, muy buen mozo, medio mono, algo zarco y con una mata de pelo en cachumbos que le caían hasta media espalda. Le lucía mucho la saya y la capita de pelegrino. Todos dos tenían sombreritos de caña, y unos bordones muy gruesos, y albarcas. Se sentaron en una banca, muy cansaos, y se pusieron a hablar una jerigonza tan bonita, que los Peraltas, sin entender jota, no se cansaban di oirla. No sabían por qué sería, pero bien veían que el viejo respetaba más al muchacho que el muchacho al viejo; ni por qué sentían una alegría muy sabrosa por dentro; ni mucho menos de dónde salía un olor que trascendía toda la casa: aquello parecía de flores de naranjo, de albahaca y de romero de Castilla; parecía de incensio y del sahumerio de alhucema que le echan a la ropita de los niños; era un olor que los Peraltas no habían sentido ni en el monte, ni en las jardineras, ni en el santo templo de Dios.
Manque estaba muy embelesao, le dijo Peralta a la hermana: “Hija, date una asomaíta por la despensa; desculcá por la cocina, a ver si encontrás alguito que darles a estos señores. Mirálos qué cansaos están; se les ve la fatiga”. La hermana, sin saberse cómo, salió muy cambiada de genio y se fué derechito a la cocina. No halló más que media arepa tiesa y requemada, por allá en el asiento di una cuyabra. Confundida con la poquedá, determinó que alguna gallina forastera tal vez si había colao por un güeco del bahareque y había puesto en algún zurrón viejo di una montonera qui había en la despensa; que lo qu’era corotos y porquerías viejas sí había en la dichosa despensa hasta pa tirar pa lo alto; pero de comida, ni hebra. Abrió la puerta, y se quedó beleña y paralela: en aquel despensón, por los aparadores, por la escusa, por el granero, por los zurrones, por el suelo, había de cuanto Dios crió pa que coman sus criaturas. Del palo largo colgaban los tasajos de solomo y de falda, el tocino y la empella; de los garabatos colgaban las costillas de vaca y de cuchino; las longanizas y los chorizos se gulunguiaban y s’enroscaban que ni culebras; en la escusa había por docenas los quesitos, y las bolas de mantequilla, y las tutumadas de cacao molido con jamaica, y las hojaldras y las carisecas; los zurrones estaban rebosaos de frijol cargamanto, de papas, y de revuelto di una y otra laya; cocos de güevos había por toítas partes; en un rincón había un cerro de capachos de sal de Guaca; y por allá, junto al granero, había sobre una horqueta un bongo di arepas di arroz, tan blancas, tan esponjadas, y tan bien asaítas, que no parecían hechas de mano de cocinera d’este mundo; y muy sí señor un tercio de dulce que parecía la mismita azúcar. “Por fin le surtió a Peralta –pensó la hermana–. Esto es mi Dios pa premiale sus buenas obras. ¡Hasta ai víver! Pues, aprovechémonos”.
Y dicho y hecho: trajo el cuchillo cocinero y echó a cortar por lo redondo; trajo la batea grande y la colmó; y al momentico echó a chirriar la cazuela y a regase por toda la casa aquella güelentina tan sabrosa. Como Dios li ayudó les puso el comistraje. Y nada desganao qu’era el viejito; el mozo sí no comió cosa. A Peralta ya no le quedó ni hebra de duda que aquello era un milagro patente; y con todito aquel contento que le bailaba en el cuerpo sargentió por todas partes, y con lo menos roto y menos sucio de la casa les arregló las camitas en las dos puntas de la tarima. Se dieron las buenas noches y cada cual si acostó. Peralta se levantó, escuro, escuro, y no topó ni rastros de los güéspedes; pero sí topó una muchila muy grande requintada di onzas del Rey, en la propia cabecera del mocito. Corrió muy asustao a contarle a la hermana, que al momento se levantó de muy buen humor a hacer harto cacao; corrió a contarle a los llaguientos y a los tullidos, y los topó buenos y sanos y caminando y andando, como si en su vida no hubieran tenido achaque. Salió como loco en busca de los güéspedes pa entregarles la muchila di onzas del Rey. Echó a andar y a andar, cuesta arriba, porque puallí dizque era qui habían cogido los pelegrinos. Con tamaña lengua a fuera se sentó un momentico a la sombra di un árbol, cuando los divisó por allá muy arriba, casi a punto de trastornar el alto. Casi no podía gañir el pobrecito de puro cansao qu’estaba, pero ai como pudo les gritó: “¡Hola, señores; espéremen que les trae cuenta!”. Y alzaba la muchila pa que la vieran. Los pelegrinos se contuvieron a las voces que les dió Peralta. Al ratico estuvo cerca d’ellos, y desde abajo les decía: “Bueno, señores, aquí está su plata”. Bajaron ellos al tope y se sentaron en un plancito, y entonces Peralta les dijo: “¡Caramba qu’el pobre siempre jiede! Miren que dejar este oral por el afán de venirse de mi casa. Cuenten y verán que no les falta ni un medio!”.
El mocito lo voltió a ver con tan buen ojo, tan sumamente bueno, que Peralta, anqu’estaba muy cansao, volvió a sentir por dentro la cosa sabrosa qui había sentido por la noche; y el mocito le dijo: “Sentáte, amigo Peralta, en esa piedra, que tengo que hablarte”. Y Peralta se sentó. “Nosotros –dijo el mocito con una calma y una cosa allá muy preciosa– no somos tales pelegrinos; no lo creás. Este –y señaló al viejo– es Pedro mi discípulo, el que maneja las llaves del cielo; y yo soy Jesús de Nazareno. No hemos venido a la tierra más que a probarte, y en verdá te digo, Peralta, que te lucites en la prueba. Otro que no fuera tan cristiano como vos, se guarda las onzas y si había quedao muy orondo. Voy a premiarte: los dineros son tuyos: llevátelos; y voy a darte de encima las cinco cosas que me querás pedir. ¡Conque, pedí por esa boca!”.
Peralta, como era un hombre tan desentendido pa todas las cosas y tan parejo, no le dió mal ni se quedó pasmao, sino que muy tranquilo se puso a pensar a ver qué pedía. Todos tres se quedaron callaos como en misa, y a un rato dice San Pedro: “Hombre, Peralta, fijáte bien en lo que vas a pedir, no vas a salir con una buena bobada”. “En eso estoy pensando, Su Mercé”, contestó Peralta, sin nadita de susto. “Es que si pedís cosa mala, va y el Maestro te la concede; y, una vez concedida, te amolaste, porque la palabra del Maestro no puede faltar”. “Déjeme pensar bien la cosa, Su Mercé”; y seguía pensando, con la cara pa otro lao y metiéndole uña a una barranquita. San Pedro le tosía, le aclariaba, y el tal Peralta no lo voltiaba a ver. A un ratísimo voltea a ver al Señor y le dice: “Bueno, Su Divina Majestá; lo primerito que le pido es que yo gane al juego siempre que me dé la gana”. “Concedido”, dijo el Señor. “Lo segundo –siguió Peralta– es que cuando me vaya a morir me mande la Muerte por delante y no a la traición”. “Concedido”, dijo el Señor. Peralta seguía haciendo la cuenta en los dedos, y a San Pedro se lo llevaba Judas con las bobadas de ese hombre: él se rascaba la calva, él tosía, él le mataba el ojo, él alzaba el brazo y, con el dedito parao, le señalaba a Peralta el cielo; pero Peralta no se daba por notificao. Después de mucho pensar, dice Peralta: “Pues, bueno, Su Divina Majestá; lo tercero que mi ha de conceder es que yo pueda detener al que quiera en el puesto que yo le señale y por el tiempo qui a yo me parezca”. “Rara es tu petición, amigo Peralta –dice el Señor, poniendo en él aquellos ojos tan zarcos y tan lindos que parecía que limpiaban el alma de todo pecao mortal, con solamente fijarlos en los cristianos–. En verdá te digo que una petición como la tuya, jamás había oído; pero que sea lo que vos querás”. A esto dió un gruñido San Pedro, y, acercándose a Peralta, lo tiró con disimulo de la ruana, y le dijo al oído, muy sofocao: “¡El cielo, hombre! ¡Pedí el cielo! ¡No sias bestia!”. Ni an por eso: Peralta no aflojó un pite; y el Señor dijo: “Concedido”. “La cuarta cosa –dijo Peralta sumamente fresco– es que Su Divina Majestá me dé la virtú di achiquitame a como a yo me dé la gana, hasta volveme tan chirringo com’una hormiga”. Dicen los ejemplos y el misal que el Señor no se rió ni una merita vez; pero aquí sí li agarró la risa, y le dijo a Peralta: “Hombre, Peralta; ¡otro como vos no nace, y si nace, no se cría! Todos me piden grandor y vos, con ser un recorte di hombre, me pedís pequeñez. Pues, bueno…”. San Pedro le arrebató la palabra a su Maestro, y le dijo en tonito bravo: “¿Pero no ve qu’esti hombre está loco?”. “Pues no me arrepiento de lo pedido –dijo Peralta muy resuelto–. Lo dicho, dicho”. “Concedido”, dijo el Señor.
San Pedro se rascaba la saya muslo arriba, se ventiaba con el sombrero, y veía chiquito a Peralta. No pudo contenerse y le dijo: “Mirá, hombre, que no has pedido lo principal y no te falta sino una sola cosa”. “Por eso lo’stoy pensando; no si apure Su Mercé”. Y se volvió a quedar callao otro rato. Por allá, a las mil y quinientas, salió Peralta con esto: “Bueno, Su Divina Majestá; antes de pedile lo último, le quiero preguntar una cosa, y usté me dispense, Su Divina Majestá, por si fuere mal preguntao; pero eso sí: ¡mi ha de dar una contesta bien clara y bien patente!”. “¡Loco di amarrar! –gritó San Pedro juntando las manos y voltiando a ver al cielo como el que reza el Bendito–. Va a salir con un disparate gordo. ¡Padre mío, ilumínalo!”. El Señor, que volvió a ponerse muy sereno, le dijo: “Preguntá, hijo, lo que querás, que todo te lo contestaré a tu gusto”. “Dios se lo pague, Su Divina Majestá… Yo quería saber si el Patas es el que manda en el alma de los condenaos, go es vusté, go el Padre Eterno”. “Yo, y mi Padre y el Espíritu Santo juntos y por separao, mandamos en todas partes; pero al Diablo l’hemos largao el mando del Infierno: él es amo de sus condenaos y manda en sus almas, como mandás vos en las onzas que te he dao”. “Pues bueno, Su Divina Majestá –dijo Peralta muy contento–. Si asina es, voy a hacerle el último pido: yo quiero, ultimadamente, que Su Divina Majestá me conceda la gracia de que el Patas no mi haga trampa en el juego”. “Concedido”, dijo el Señor. Y El y el viejito se volvieron humo en la región.
Peralta se quedó otro rato sentao en su piedra; sacó yesquero, encendió su tabaco, y se puso a bombiar muy satisfecho. ¡Valientes cosas las que iba a hacer con aquel platal! No iba a quedar pobre sin su mudita nueva, ni vieja hambrienta sin su buena pulsetilla de chocolate de canela. ¡Allá verían los del sitio quién era Peralta! Se metió las onzas debajo del brazo; se cantió la ruanita, y echó falda abajo. Parecía mismamente un limosnero: tan chiquito y tan entumido; con aquella carita tan fea, sin pizca de barba, y con aquel ojo tan grande y aquellas pestañonas que parecían de ternero.
Al otro día se fué p’al pueblo, y puso monte. ¡Cómo sería la angurria que se li abrió a tanto logrero cuando vieron en aquella mesa aquella montonera di onzas del Rey! “¿Onde te sacates ese entierro, hombre Peralta?, le decía uno. “Este se robó el correo”, decían otros en secreto; y Peralta se quedaba muy desentendido. Se pusieron a jugar. La noticia del platal corrió por todo el pueblo, y aquella sala se llenó de todo el ladronicio y todos los perdidos.
Pero eso sí; no les quedó ni un chimbo partido por la mitá; por más trampas qui hacían, por más que cambiaban baraja, por más que la señalaban con la uña, les dió capote, con ser que en el juego estaban toditos los caimanes d’esos laos. “Con ésta no nos quedamos –dijo el más caliente–. A nosotros no nos come este… –y ai mentó unas palabras muy feas–. ¡Voy a idiar unas suertes, y mañana no le queda ni liendra a este sinvergüenza!”. Y ai salió del garito, echando por esa boca unos reniegos y unos dichos qui aquello parecía un condenao.
Al otro día, desdi antes di almorzar, emprendieron el monte. Hubo cuchillo, hubo barbera; pero Peralta tampoco les dejó un medio. Como no era ningún bobo, se dejaba ganar en ocasiones pa empecinarlos más. Determinaron jugar dao, y montedao, y bisbís, y cachimona y roleta, a ver si con el cambio de juegos se caía Peralta; pero si se caía a raticos, era pa seguir más violento echando por lo negro y acertando en unos y en otros juegos.
Lo más particular era que Peralta con tantísimo caudal como iba consiguiendo no se daba nadita d’importancia, ni en la ropita, ni en la comida ni en nada: con su misma ruanita pastusa de listas azules, con sus mismitos calzones fundillirrotos se quedó el hombre, y con su mismita chácara de ratón di agua, pelada y hecha un cochambre.
Pero eso sí: lo qu’era limosnas ni el Rey las daba tan grandes. Su casa parecía siempre publicación de bulas, con toda la pobrecía y todos los lambisquiones del pueblo plañendo a toda hora; y no tan solamente los del pueblo, sino que también echó a venir cuanto avistrujo había en todos los pueblos de por ai y en otros del cabo del mundo. ¡Hasta de Jamaica y de Jerusalén venían los pedigüeños! Pero Peralta no reparaba: a todos les metía su peseta en la mano; y la cocina era un fogueo parejo que ni cocina de minas. Consiguió un montón de molenderas, y todo el día se lo pasaba repartiendo tutumadas de mazamorra, los plataos de frijol y las arepas de maíz sancochao. Y mantenía una maletada de plata, la mismita que vaciaba al día.
Siguió siempre lavando sus leprosos, asistiendo sus enfermos, y siempre con su sangre de gusano, como si fuera el más pobrecito y el más arrastrao de la tierra.
Pero lo que no canta el carro lo canta la carreta: ¡la Peraltona sí supo darse orgullo y meterse a señora de media y zapato! Con todo el platal que le sacó al hermano, compró casa de balcón en el pueblo, y consiguió serviciala y compró ropa muy buena y de usos muy bonitos. Cada rato se ponía en el balcón, y apenas veía gente, gritaba: “¡Maruchenga, tréme el pañuelo de tripilla, que voy a visitar a la Reina! ¡Maruchenga, tréme los frascos de perjume pa ruciar por aquí qu’está jediendo!”. Y si veía pasar alguna señora, decía: “¡No pueden ver a uno de peinetón ni con usos nuevos, porqui al momento la imitan estas ñapangas asomadas!”. Cuando salía a la calle, era un puro gesto y un puro melindre; y auque era tan pánfila y tan feróstica caminaba muy repechada y muy menudito, como sintiéndose muy muchachita y muy preciosa. “Maruchenga, dáca la sombrilla qui hace sol; Maruchenga, sacame la crizneja; Maruchenga, componeme el esponje, que se me tuerce”; y no dejaba en paz a la pobre Maruchenga, con tanto orgullo y tanta jullería.
La caridá de Peralta fué creciendo tanto que tuvo que conseguir casas pa recoger los enfermos y los lisiaos; y él mismo pagaba las medecinas, y él mismo con su misma mano se las daba a los enfermos. Esto llegó a oídos de su Saca Rial y lo mandó llamar. Los amigos de Peralta y la Peraltona le decían que se mudara y se engalanara hartísimo pa ir a casa del Rey; pero Peralta no hizo caso, sino que tuvo cara de presentársele con su mismito vestido y a pata limpia, lo mismo qui un montañero. El Rey y la Reina estaban tomando chocolate con bizcochuelos y quesito fresco, y pusieron a Peralta en medio de los dos, y le sirvieron vino en la copa del Rey qu’era di oro, y l’echaron un brinde con palabras tan bonitas, qui aquello parecía lo mismo que si fuera con el obispo Gómez Plata.
Peralta recorrió muchos pueblos, y en todas partes ganaba, y en todas partes socorría a los pobres; pero como en este mundo hay tanta gente mala y tan caudilla echaron a levantale testimonios. Unos decían qu’era ayudao; otros, qui ofendía a mi Dios, en secreto, con pecaos muy horribles; otros, qu’era duende y que volaba de noche por los tejaos, y qu’escupía la imagen de mi Amito y Señor. Toíto esto fué corruto en el pueblo, y los mismos qu’él protegía, los mismitos que mataron la hambre con su comida, prencipiaron a mormurar. Tan solamente el curita del pueblo lo defendía; pero nadie le creyó, como si fuera algún embustero. Toditico lo sabía Peralta, y nadita que se le daba, sino que seguía el mismito: siempre tan humilde la criatura de mi Dios. El cura le decía que compusiera la casa que se le estaba cayendo con las goteras y con los ratones y animales que si habían apoderao d’ella; y Peralta decía: “¿Pa qué, señor? La plata qu’he de gastar en eso, la gastoen mis pobres: yo no soy el Rey pa tener palacio”.
Estaba un día Peralta solo en grima en dichosa la casa, haciendo los montoncitos de plata pa repartir, cuando, ¡tun, tun! en la puerta. Fué a abrir, y… ¡mi amo de mi vida! ¡Qué escarramán tan horrible! Era la Muerte, que venía por él. Traía la güesamenta muy lavada, y en la mano derecha la desjarretadera encabada en un palo negro muy largo, y tan brillosa y cortadora que s’enfriaba uno hasta el cuajo de ver aquéllo! Traía en la otra mano un manojito de pelos que parecían hebritas de bayeta, para probar el filo de la herramienta. Cada rato sacaba un pelo y lo cortaba en el aire. “Vengo por vos”, le dijo a Peralta.
“¡Bueno! –le contestó éste–. Pero me tenés que dar un placito pa confesame y hacer el testamento”. “Con tal que no sea mucho –contestó la Muerte, de mal humor– porqui ando di afán”. “Date por ai una güeltecita –le dijo Peralta–, mientras yo mi arreglo; go, si te parece, entretenéte aquí viendo el pueblo, que tiene muy bonita divisa. Mirá aquel aguacatillo tan alto; trepáte a él pa que divisés a tu gusto”.
La Muerte, que es muy ágil, dió un brinco y se montó en una horqueta del aguacatillo; se echó la desjarretadera al hombro y se puso a divisar. “¡Dáte descanso, viejita, hasta qui a yo me dé la gana –le dijo Peralta– que ni Cristo, con toda su pionada, te baja d’es’horqueta!”. Peralta cerró su puerta, y tomó el tole de siempre. Pasaban las semanas y pasaban los meses y pasó un año. Vinieron las virgüelas castellanas; vino el sarampión y la tos ferina; vino la culebrilla, y el dolor de costao, y el descenso, y el tabardillo, y nadie se moría. Vinieron las pestes en toítos los animales; pues tampoco se murieron.
Al comienzo de la cosa echaron mucha bambolla los dotores con todo lo que sabían; pero luego la gente fue colando en malicia qu’eso no pendía de los dotores sino di algotra cosa. El cura, el sacristán y el sepolturero pasaron hambres a lo perro, porque ni un entierrito, ni la abierta di una sola sepoltura güelieron en esos días. Los hijos de taitas viejos y ricos se los comía la incomodidá de ver a los viejorros comiendo arepa, y que no les entraba la muerte por ningún lao. Lo mismito les sucedía a los sobrinos con los tíos solteros y acaudalaos; y los maridos casaos con mujer vieja y fea se revestían di una enjuria, viendo la viejorra tan morocha, ¡habiendo por ai mozas tan bonitas con qué reponerlas! De todas partes venían correos a preguntar si en el pueblo se morían los cristianos. Aquello se volvió una batajola y una confundición tan horrible, como si al mundo li hubiera entrao algún trastorno. Al fin determinaron todos qu’era que la Muerte si había muerto, y ninguno volvióa misa ni a encomendarse a mi Dios.
Mientras tanto, en el Cielo y en el Infierno estaban ofuscaos y confundidos, sin saber qué sería aquello tan particular. Ni un alma asomaba las narices por esos laos: aquello era la desocupez más triste. El Diablo determinó ponese en cura de la rasquiña que padece, pa ver si mataba el tiempo en algo. San Pedro se moría de la pura aburrición en la puerta del Cielo; se lo pasaba por ai sentaíto en un banco, dormido, bosteciando y rezando a raticos en un rosario bendecido en Jerusalén.
Pero viendo que la molienda seguía, cerró la puerta, se coló al Cielo y le dijo al Señor: “Maestro; toda la vida l’he servido con mucho gusto; pero ai l’entrego el destino; ¡esto sí no lo aguanto yo! ¡Póngame algotro oficio qui’hacer o saque algún recurso!”. Cristico y San Pedro se fueron por allá a un rincón a palabriase. Después de mucho secreteo, le dijo el Señor: “Pues eso tiene que ser; no hay otra causa. Volvé vos al mundo y tratá a esi’hombre con harta mañita, pa ver si nos presta la muerte, porque si no nos embromamos”.
Se puso San Pedro la muda de pelegrino, se chantó las albarcas y el sombrero y cogió el bordón. Había caminao muy poquito, cuando s’encontró con un atisba que mandaba el Diablo pa que vigiara por los laos del Cielo, a ver si era que todas las almas s’estaban salvando. “¡Qué salvación ni qué demontres! –le dijo San Pedro–. ¡Si esto s’está acabando!”.
Esa misma noche, casi al amanecer, llovía agua a Dios misericordia, y Peralta dormía quieto y sosegao en su cama. De presto se recordó, y oyó que le gritaban desdi afuera: “¡Abríme, Peraltica, por la Virgen, qu’es de mucha necesidá!”. Se levantó Peralta, y al abrir la puerta se topó mano a mano con el viejito, que le dijo: “Hombre; no vengo a que me des posada tan solamente; ¡vengo mandao por el Maestro a que nos largués la muerte unos días, porque vos la tenés de pata y mano en algún encierro!”. “Lo que menos, su Mercé –dijo Peralta–. La tengo muy bien asegurada, pero no encerrada; y se la presto con mucho gusto, con la condición de qui a yo no mi’haga nada”. “¡Contá conmigo!” –le dijo San Pedro.
Apenitas aclarió salieron los dos a descolgar a la Muerte. Estaba lastimosa la pobrecita: flacuchenta, flacuchenta; los güesos los tenía toítos mogosos y verdes, con tantos soles y aguaceros comu’había padecido; el telarañero se l’enredaba por todas partes, qui aquello parecía vestido di andrajos; la pelona la tenía llena di hojas y de porquería di animal, que daba asco; la herramienta parecía desenterrada de puro lo tomaíta qu’estaba. Pero lo que más enjuria le daba a San Pedro era que parecía tuerta, porqui’un demontres diavispa había determinao hacer la casa en la cuenca del lao zurdo. Estaba la pobrecita balda, casi tullida d’estar horquetiada tantísimo tiempo. De Dios y su santa ayuda necesitaron Peralta y San Pedro pa descolgala del palo. Agarraron después una escoba y unos trapos; le sacaron el avispero, y ello más bien quedó medio decente. Apenas se vio andando recobró fuerza, y en un instantico volvió a amolar la desjarretadera… y tomó el mundo. ¡Cómo estaría di hambrienta con el ayuno! En un tris acaba con los cristianos en una semana. Los dijuntos parecían gusanos de cosecha, y ni an los enterraban, sino que los hacían una montonera, y ai medio los tapaban con tierra. En las mangas rumbaba la mortecina, porque ni toda la gallinazada del mundo alcanzaba a comérsela. Peralta sí era verdá que parecía ahora un duende, di aquí pa’cá, en una y en otra casa, amortajando los dijuntos y consolando y socorriendo a los vivos.
La Muerte si aplacó un poquito; los contaítos cristianos que quedaron volvieron a su oficio; y como los vivos heredaron tanto caudal, y el vicio del juego volvió a agarrarlos a todos, consiguió Peralta más plata en esos días que la qui había conseguido en tanto tiempo. ¡Hijue pucha si’staba ricachón! ¡Ya no tenía ondi acomodala!
Pero cátatelo ai qui un día amanece con una pata hinchada, y le coló una discípula de la mala. Al momentico pidió cura y arregló los corotos, porque se puso a pensar qui harto había vivido y disfrutao, y que lo mismo era morise hoy que mañana go el otro día. Mandó en su testamento que su mortaja fuera de limosna, que le hicieran bolsico, y que precisadamente le metieran en él la baraja y los daos; y comu’era tan humilde quiso que lo enterraran sin ataúl, en la propia puerta del cementerio onde todos lo pisaran harto. Asina fué qui apenitas se le presentó la Pelona cerró el ojo, estiró la pata y le dijo: “¡Matáme pues!”. ¡Poquito sería lo duro que li asestó el golpe, con el rincor que le tenía!
Peralta s’encontró en un paraje muy feíto, parecido a una plaza. Voltió a ver por todas partes, y por allá, muy allá, descubrió un caminito muy angosto y muy lóbrego casi cerrao por las zarzas y los charrascales. “Ya sé aonde se va por ese camino –pensó Peralta–. ¡El mismito que mentaba el cura en las prédicas! ¡Cojo pu’el otro lao!”. Y cogió. Y se fué topando con mucha gente muy blanca y di agarre, que parecían fefes o mandones, y con señoras muy bonitas y ricas que parecían principesas. Como nunca fué amigo de metese entre la gente grande, se fué por un laíto del camino, que se iba anchando y poniéndose plano como las palmas de la mano. ¡María Madre si había qué ver en aquel camino! ¡Parecía mismamente una jardinera, con tánta rosa y tánta clavellina y con aquel pasto tan bonito! Pero eso sí: ni un afrecherito, ni una chapola de col ni un abejorro se veía por ninguna parte ni pa remedio. Aquellas flores tan preciosas no güelían, sino que parecían flores muertas.
Peralta seguía a la resolana, con el desentendimiento de toda su vida. Por allá, en la mitá di un llano, alcanzó a divisar una cosa muy grande, muy grandísima; mucho más que las iglesias, mucho más que la Piedra del Peñol. Aquello blanquiaba com’un avispero; y como toda la gente se iba colando a la cosa, Peralta se coló también. Comprendió qu’era el Infierno, por el jumero que salía de p’arriba y el candelón que salía de p’abajo. Por ai andaba mucha gente del mundo en conversas y tratos con los agregaos y piones del Infierno.
El se dentró por una gulunera muy escura y muy medrosa que parecía un socavón, y fué a repuntar por allá a unas californias ondi había muchas escaleras que ganar, y unos zanjones muy horrendos por onde corrían unas aguas muy mugrientas y asquerosas. A tiempo que pasaba por una puertecita oyó un chillido como de cuchinito cuando lo’stán degollando, y si asomó por una rendija. ¡Virgen! ¡Qué cosa tan horrenda! No era cuchino: era una señora de mantellina y saya de merinito algo mono, que la tenían con la lengua tendida en el yunque, con la punta cogida con unas tenazonas muy grandes; y un par de diablos herreros muy macuencos y cachipandos li alzaban macho a toda gana. ¡Hijue la cosa tan dura es la carne de condenao! ¡Aquella lengua ni se machucaba, ni se partía, ni saltaba en pedazos: ai se quedaba intauta! Y a cada golpe le gritaban los diablos a la señora: “¡Esto es pa que levantés testimonios, vieja maldita! ¡Esto es pa que metás tus mentiras, vieja lambona! ¡Esto es pa qu’enredés a las personas, vieja culebrona!”. Y a Peralta le dio tanta lástima que salió de güída.
De presto se zampó por una puerta muy anchona; y cuando menos acató, se topó en un salón muy grandote y muy altísimo que tenía hornos en todas las paredes, muy pegaos y muy junticos, como los roticos de las colmenas onde se meten las abejas. No había nadie en el salón; pero por allá en la mitá se veía un trapo colgao a moda de tolda di arriero. Peralta si asomó con mucha mañita, y ai estaba el Enemigo Malo acostao en un colchón, dormido y como enfermoso y aburridón él. De presto se recordó; se enderezó, y a lo que vió a Peralta le dijo muy fanfarrón y arrogante: “¿Qué venís hacer aquí, culichupao? Vos no sos di aquí; ¡rumbati al momento!”. “Pues, como nadie mi atajó, yo me fuí colando, sin saber que me iba a topar con Su Mercé”, contestó Peralta con mucha moderación. “¿Quién sos vos?”, le dijo el Diablo. “Yo soy un pobrecito del mundo qui ando puaquí embolatao. Me dijeron qu’estaba en carrera de salvación, pero a yo no mi han recebido indagatoria ni nadie si ha metido con yo”.
Al momento le comprendió el Diablo qu’era alma del Purgatorio o del Cielo. ¡Figúresen, no entenderlo él, con toda la marrulla que tiene! Pero como los buenos modos sacan los cimarrones del monte, y la humildá agrada hasta al mismo Diablo, con ser tan soberbio, resultó que Peralta más bien le cayó en gracia, más bien le pareció sabrosito y querido. “¿Su Mercé está como enfermoso?”, le preguntó Peralta. “Sí, hombre –contestó Lucifer como muy aplacao–. Se mi han alborotao en estos días los achaques; y lo pior es que nadie viene a hacerme compañía, porqu’el mayordomo, los agregaos y toda la pionada no tienen tiempo ni de comer, con todo el trabajo que nos ha caído en estos días”. “Pues, si yo le puedo servir di algo a su Mercé –dijo Peralta haciéndose el lambón–, mándeme lo que quiera, qu’el gusto mío es servile a las personas”.
Y ai se fueron enredando en una conversa muy rasgada, hasta qu’el Diablo dijo que quería entretenerse en algo. “Pues, si su Mercé quiere que juguemos alguna cosita –dijo Peralta muy disimulao–, yo sé jugar toda laya de juegos; y en prueba d’ello es que mantengo mis útiles en el bolsico”. Y sacó la baraja y los daos. “Hombre, Peralta –dijo el Diablo–, lo malo es que vos no tenés qué ganarte, y yo no juego vicio”. “¿Cómo nu he de tener –dijo Peralta– si yo tengo un alma como la de todos? Yo la juego con su Mercé, pues también soy muy vicioso. La juego contra cualquiera otra alma de la gente de su Mercé”. El Enemigo Malo, que ya le tenía ganas a esa almita de Peralta, tan linda y tan buenita, li aparó la caña al momentico.
Determinaron jugar tute, y le tocó dar al Diablo. Barajó muy ligero y con modos muy bonitos; alzó Peralta y principiaron a jugar. Iba el Diablo haciendo bazas muy satisfecho, cuando Peralta tiende sus cartas, y dice: “¡Cuarenta, as y tres! ¡No la perderés por mal que la jugués!”. “¡Así será! –dijo el Diablo bastante picao–. Pero sigamos a ver qué resulta”. Pues, ¿qué había de resultar? Que Peralta se fué de sobra. Se puso el Diablo como la ira mala, y le dijo a Peralta, con un tonito muy maluco: “¿Vos sos culebra echada go qué demonios?”. “¡Tanté, culebra! Lo que menos, su Mercé –le contestó Peralta con su humildá tan grande–. Antes en el mundo decían que yo dizque era un gusano de puro arrastrao y miserable. Pero sigamos, su Mercé, que se desquita”. Siguieron; a la otra mano salió Peralta con tute de reyes. “¡Doblo!”, gritó Lucifer con un vozachón que retumbó por todo el Infierno. La cola se le paró; los cachos se le abrían y se le cerraban como los di un alacrán; los ojos le bailaban, que ni un trompo zangarria, de lo más bizcornetos y horrendos; ¡y por la boca echaba aquella babaza y aquel chispero! “Doblemos”, dijo Peralta muy convenido. Ganó Peralta. “¡Doblo!”, gritó el Diablo.
Y doblando, doblando, jugaron diecisiete tutes. Hasta que el Patas dijo: “¡Ya no más!”. Estaba tan sumamente medroso, daba unos bramidos tan espantosos, que toitica la gente del Infierno acudió a ver. ¡Cómo se quedarían de suspensos cuando vieron a su Amo y Señor llorando a moco tendido! Y aquellas lagrimonas se iban cuajando, cuajando, cachete abajo, que ni granizo. En el suelo iba blanquiando la montonera, y toda la cama del Diablo quedó tapadita. Un diablito muy metido y muy chocante que parecía recién adotorao, dijo con tonito llorón: “¡Nunca me figuré que a mi Señor le diera pataleta!”. “¿Pero por qué no seguimos, su Mercé? –dijo Peralta como suplicando–. Es cierto que le he ganao más de treinta y tres mil millones de almas; pero yo veo qu’el Infierno está sin tocar”. “¡Cierto! – dijo el Enemigo Malo haciendo pucheros–. Pero esas almas no las arriesgo yo: son mis almas queridas; ¡son mi familia, porque son las que más se parecen a yo!”. Siguió moquiando, y a un ratico le dijo a uno de sus edecanes: “¡Andá, hombre!, sacále a este calzonsingente sus ganancias, y que se largue di aquí”.
Como lo mandó el Patas, asina mismo se cumplió. Mientras qui’una vieja ñata se persina, fueron echando toditas las puertas del Infierno la churreta di almas. Aquello era churretiar y churretiar, y no si acababa. Lo qui a Peralta le parecía más particular era que, a conforme iban saliendo, s’iban poniendo más negras, más jediondas y más enjunecidas. Parecía como si a todos los cristianos del mundo les estuvieran sacando las muelas a la vez, según los bramidos y la chillería. Sin nadie mandárselos aquellas almas endemoniadas fueron haciendo en el aire un caracol que ni un remolino. Los aires se fueron escureciendo, escureciendo, con aquella gallinazada, hasta que todo quedó en la pura tiniebla.
Peralta, tan desentendido como si no hubiera hecho nada, se fué yendo muy despacio, hasta que s’encontró con los tuneros del caminito del Cielo. ¡Aquello era caminar y caminar, y no llegaba! El tuvo que pasar por puentes di un pelo que tenían muchas leguas; él tuvo que pasar la hilacha de la eternidá, que tan solamente Nuestro Señor, ¡por ser quien es, la ha podido medir! Pero a Peralta no le dió váguido, sino que siguió serenito, serenito, y muy resuelto, hasta que se topó en las puertas del Cielo. Estaba eso bastante solo, y por allá divisó a San Pedro recostao en su banco. Apenitas lo vió San Pedro, se le vino a la carrera, se le encaró y le dijo, midiéndole puño: “¡Quitá di aquí, so vagamundo! ¿Te parece que ti has portao muy bien y nos tenés muy contentos? ¡Si allá en la tierra no ti amasé fue porque no pude, pero aquí sí chupás!”. “¡No se fije en yo, viejito; fíjese en lo que viene por aquel lao! Vaya a ver cómo acomoda esa gentecita, y déjese de nojase”. Voltió a ver San Pedro, estiró bien la gaita y se puso la manito sobre las cejas, como pa vigiar mejor; y apenas entendió el enredo, pegó patas; abrió la puerta, la golvió a cerrar a la carrera y la trancó por dentro. Ni por ésas si agallinó Peralta, ni le coló cobardía, ni cavilosió qu’en el Cielo le fueran a meter machorrucio.
No bien se sintió San Pedro de puertas pa dentro corrió muy trabucao, y le hizo una señita al Señor. Bajó el Señor de su trono, y se toparon como en la mitá del Cielo, y agarraron a conversar en un secreto tan larguísimo que a toda la gente de la Corte Celestial le pañó la curiosidá. Bien comprendían toditos, por lo que manotiaba San Pedro y por lo desencajao qu’estaba, que la conversa era sobre cosa gorda, ¡pero muy gorda! Las santas, qui anque sea en el Cielo siempre son mujeres, pusieron los antiojos de larga vista pa ver qué sacaban en limpio. ¡Pero ni lo negro e’l’uña! El Señor, qui había estao muy sereno oyéndole las cosas a San Pedro, le dijo muy pasito a lo último: “¡En buena nos ha metido este Peralta! Pero eso no se puede de ninguna manera: los condenaos, condenaos se tienen que quedar por toda la
eternidá. Andáte a tu puesto, que yo iré a ver cómo arreglamos esto. No abrás la puerta; los que vayan viniendo los entrás por el postigo chiquito”.
Se volvió el Señor pa su trono, y a un ratico le hizo señas a un santo, apersonao él, vestido de curita, y con un bonetón muy lindo. El santo se le vino muy respetoso, y hablaron dos palabras en secreto. Y bastante susto que le dio: se le veía, porque de presto se puso descolorido y principió a meniase el bonete. A ésas le hizo el Señor otra seña a una santica qu’estaba por allá muy lejos, ojo con él; y la santica se vino muy modosa y muy contenta al llamao, y entró en conversa con Cristico y el otro santo. Estaba vestida de carmelitana; también tenía bonete que le lucía mucho, y en la una mano una pluma de ganso muy grandota.
¡Esto sí fue lo que más embelecó a las otras santas! Por todos los balcones empezó a oise una bullita y unos mormullos, que la Virgen tuvo que tocar la campanita pa que se callaran. ¡Pero nada que les valió! Figúrese qu’en ese momento salió un ángel muy grande con un atril muy lindo, y más detrás un angelito de los guitarristas, con la guitarrita colgada a un lao como carriel, y que llevaba en las dos manitos un tinterón di oro y piedras preciosas; y después salieron dos santicos negros con dos tabretes de plata; y los cuatro arreglaron por allá en un campito de lo más bueno un puesto como d’escribano. El cura y la monjita se fueron derecho a los tabretes, y cada cual se sentó. El angelito se quedó muy formal teniendo el tintero.
¡Valientes criaturas las de mi Dios! En esti angelito sí s’esmeró El: tenía la cabecita com’una piña di oro; era de lo más gordito y achapao, con los ojos azulitos, azulitos, que ni dos flores de linaza, y sus alitas de garza eran más blancas qui una bretaña. Casi estaba en cueritos: tan solamente llevaba de la cinta p’abajo un faldellín coposo di un jeme di ancho, di un trapo qui unas veces era di oro y otras veces era de plata, flequiao de por abajo y con unos caracoles y unas figuras de la pura perlería. Pero lo más lindo de todo, lo que más le lucía al demontres del angelito, era la cargadera de la vigüelita, qu’era todita de topacios y esmeraldas; la guitarrita también era muy linda, toda laboriada y con clavijitas y cuerdas di oro. Dizque era el ángel de la guarda de la monjita, y por eso ‘staba tan confianzudo con ella.
La santica entró como en un alegato con el cura; pero a lo último, él se puso a relatar y ella a jalar pluma. ¡Esa sí era escribana! ¡Se le veía todo lo baquiana qu’era en esas cosas d’escribanía! Acomodada en su tabrete, iba escribiendo, escribiendo, sobre el atril; y a conforme escribía, iba colgando por detrás de los trimotriles ésos, un papelón muy tieso ya escrito, que se iba enrollando, enrollando. Sólo mi Dios sabe el tiempo que gastó escribiendo, porque en el Cielo nu’hay reló. Por allá al mucho rato la monja echó una plumada muy larga, y le hizo seña al Señor de que ya había acabao.
No bien entendió el Señor, se paró en su trono, y dijo: “¡Toquen bando y que entre Peralta!”. Y principiaron a redoblar todas las tamboras del Cielo, y a desgajarse a los trompicones toda la gente de su puesto, pa oir aquello nunca oído en ese paraje: porque ni San Joaquín, el agüelito del Señor, había oído nunca leyendas de gaceta en la plaza de la Corte Celestial. Cuando todos estuvieron sosegaos en sus puestos y Peralta por allá en un rinconcito, mandó Cristo que si asilenciaran los tamboreos, y dijo: “¡Pongan harto cuidao, pa que vean que la Gloria Celestial nu’es cualquier cosa!”. Y después se voltió p’onde la monjita, y muy cariñoso, le dijo: “Leé vos el escrito, hijita, que tenés tan linda pronuncia”.
¡Caramba si la tenía! Esu’era como cuando los mozos montañeros agarran a tocar el capador; como cuando en las faldas echan a gotiar los rezumideros en los charquitos insolvaos. La leyenda comenzaba d’esta laya: “Nós, Tomás di Aquino y Teresa de Jesús, mayores d’edá, y del vecindario del Cielo, por mandato de Nuestro Señor, hemos venido a resolver un punto muy trabajoso…” tan trabajoso, tan sumamente trabajoso, que ni an siquiera se puede contar bien patente las retajilas tan lindas y tan bien empatadas escritas en la dichosa gaceta. ¡Hasta ai mecha la que tenían esos escribanos!
Ultimadamente el documento quería decir qu’era muy cierto que Peralta li había ganao al Enemigo Malo esa traquilada di almas con mucha legalidá y en juego muy limpio y muy decente; pero que, mas sin embargo, esas almas no podían colar al Cielo ni de chiripa, y que por eso tenían que quedasi afuera. Pero que, al mismo tiempo, como todas las cosas de Dios tenían remedio, esta cosa se podía arreglar sin que Peralta ni el Patas se llamaran a engaño. Y el arreglo era asina: que todas las glorias que debían haber ganao esas almas redimidas por Peralta si ajuntaran en una gloriona grande y se la metieran enterita a Peralta, qu’era el que l’había ganao con su puño. Y que la cosa del Infierno si arreglaba d’esta laya: qu’esos condenaos no volvían a las penas de las llamas sino a otro infierno de nuevo uso que valía lo mismo qu’el de candela. Y era este Infierno una indormia muy particular que sacaron de su cabeza el cura y la monjita. Esta indormia dizqu’era d’esta moda: que mi Dios echaba al mundo treinta y tres mil millones de cuerpos, y qu’esos cuerpos les metían adentro las almas que sacó Peralta de los profundos infiernos; y qu’estas almas, manque los taitas de los cuerpos creyeran qu’eran pal Cielo, ya’staban condenadas desde en vida; y que por eso no les alcanzaba el santo bautismo, porque ya la gracia de mi Dios no les valía, aunque el bautismo fuera de verdá; y que se morían los cuerpos, y volvían las almas a otros, y después a otros, y seguía la misma fiesta hasta el día del juicio; que di ai pendelante las ponían a voltiar en rueda en redondo del Infierno por secula seculorum amen.
Que por todo esto quizqu’es qui hay en este mundo una gente tan canóniga y tan mala, que goza tanto con el mal de los cristianos: porque ya son gente del Patas; y por eso es que se mantienen tan enjunecidos y padeciendo tantísimos tormentos sin candela. Estos quizque son los envidiosos. Y por eso quizque fue qu’el Enemigo Malo no quiso arriesgar las almas aquellas del Infierno, porqu’esas también eran d’envidiosos.
Peralta entendió muy bien entendido el relate, y muy contento que se puso, y muy verdá y muy buena que le pareció la inguandia. Pero este Peralta era tan sumamente parejo, que ni con todo el alegrón que tenía por dentro se le vio mover las pestañas de ternero: ai se quedó en su puesto como si no fuera con él. Pero de golpe se vio solo en la plaza del Cielo. ¡Hast’ai placitas!
Aquello era una cosa redonda, enladrillada con diamantes y piedras preciosas de toda color, qui hacían unas labores como los dechaos de las maestras. En redondo había una ringlera de pilas di oro que chorriaban agua florida y pachulí de la gloria; y cada una d’estas pilitas tenía su jardinera de cuantas flores Dios ha criao, pero toditas di oro y de plata. También era di oro y de plata el balconerío de la plaza; y al mismito frente de l’entrada, estaba el trono de la Santísima Trinidá. Era a modo de una custodia muy grandota, encaramada en unos escalones muy altos. En el redondel de la custoria estaban el Padre y el Hijo, y allá en la punta di arriba estaba prendido el Espíritu Santo, aliabierto y con el piquito de p’abajo.
De la punta del piquito le salía un vaho di una luz mucho más alumbradora que la del sol, y esa luz se regaba y se desparpajaba por arriba y por abajo, de frente y por todos los costaos del Cielo, y todo relumbraba, y todo se ponía brilloso con aquella luminaria. El Padre Eterno, qu’en todas las bullas de Peralta nu’había hablao palabra, se paró y dijo d’esta moda: “Peralta; escogé el puesto que querás. ¡Ninguno lu’ha ganao tan alto como vos, porque vos sos la Humildá, porque vos sos la Caridá! Allá abajo fuiste un gusano arrastrao por el suelo; aquí sos el alma gloriosa que más ha ganao. Escogé el puesto. ¡No ti humillés más, que ya’stás ensalzao!”. Y entonaron todos los coros celestiales el trisagio d’Isaías, y Peralta, que todavía nu’había usao la virtú di achiquitase, se fue achiquitando, achiquitando, hasta volverse un Peraltica de tres pulgadas; y derechito, con la agilidá que tienen los bienaventuraos, se brincó al mundo que tiene el Padre en su diestra, si acomodó muy bien y si abrazó con la Cruz. ¡Allí está por toda l’Eternidá!
¡Botín colorao, perdone lo malo qui hubiera’stao!
Tomás Carrasquilla
Fue un destacado escritor colombiano, considerado uno de los más importantes representantes del modernismo literario en su país. Nació en Santo Domingo, Antioquia, en el seno de una familia acomodada y cultivada.