1

–Niki, Niki, Niki –decía el viejo, cada vez que la pequeña hacía alguna de sus travesuras y esta vez no era la excepción. “De querer incendiar la casa, lo haría sin dudarlo” se repetía, mientras sacaba al perro de aquel costal que la niña decía que era la “camisa” del can.

–Muy bonito –le dijo, tratando de ser serio y lucir enfadado, sin embargo no le salía bien por la cómica apariencia de Coco, un perro labrador de cuatro años color café claro.

Niki, era el cariñoso diminutivo de Nicole que le daba el abuelo a la pequeña niña de siete años, de largo cabello y mirada avispada.

–¡Entrate a la casa! –le dijo con ese tono fuerte que suelen usar los viejos–. Ya está oscuro y aquí no es un lugar para que se esté jugando de noche.

La casa se encontraba a las afueras del pueblo. Una pequeña pared de adobe la bordeaba y separaba el muy bien cuidado jardín del gran campo de hierba alta que poblaba el resto del valle hasta llegar a las montañas. Al frente tenía un camino de terracería, que por un lado se conectaba a la carretera principal a no más de cincuenta metros y por el otro lado se perdía en el campo. Al borde de este, un par de viviendas dispersas eran las únicas vecinas. Un lugar muy tranquilo, de esos en los que se suele ir a dormir temprano.

La oscuridad se fue acentuando cada vez más y el fuerte viento traía la promesa de una tormenta.

Un agradable olor a café recién hecho se percibía al entrar. Solo la luz amarilla de un viejo bombillo iluminaba la amplia cocina que también era el comedor.

Niki se sentó en la mesa y vio con una sonrisa al abuelo, que siguió tratando de poner cara de enojado, por lo de la “camisa”.

–Pobrecito Coco –dijo en tono lastimero– ya verás cuando se lo diga a tu nana, niña malcriada.

Niki solo se sonrió. Su abuelo no era bueno para imitar el enojo.

–Hacía frío y pobre Coco tenía frío –dijo al fin a modo de disculpa, mientras el perro se sentaba, ya sin su camisa a los pies de la niña.

Un fuerte trueno hizo que brincara en su asiento. El perro se puso de pie y ladró un par de veces.

–Ese fue fuerte, qué miedo –dijo–, hasta Coco se asustó.

Tras eso, la luz empezó a parpadear.

–¡Ah! –dijo el viejo viendo la bombilla– creo que se va a ir la luz, traete la linterna que está en la gaveta del trinchante de la sala.

La niña se levantó y se dirigió corriendo al mueble. Abrió la gaveta y en el momento en que trató de tomarla, retumbó otro relámpago y las luces se apagaron.

Se oyó la lluvia que comenzaba a caer y el ruido de los truenos, unos lejos, otros cerca. Niki quedó un momento quieta, volteó a la ventana donde los rápidos flashazos iluminaban los árboles que se distinguían tras los cristales. Sintió una profunda aprensión por lo negro de la noche. “No hay luz, ni del día ni de la calle. No se pueden ver las casas de enfrente, tampoco los árboles”, se decía.

–¡Apurate Niki! –el grito del abuelo la sacó de sus pensamientos, metió la mano en la gaveta tomó la linterna y corrió de vuelta a la cocina. Al encenderla la tenue luz denotaba que había estado allí desde hace mucho tiempo.

–Le faltan pilas, Abue –dijo la niña.

–Alumbrá aquí –le respondió, señalando una caja–. Siempre estoy con que voy a comprarle unas baterías –y sacó una bolsa de plástico con tres velas de distintos colores.

Mientras el anciano preparaba la cena, la niña se sentó en el sofá de la sala. Se distinguía la luz que salía de la cocina y lo dejaba todo en penumbra. La lluvia y el viento cada vez más fuertes golpeaban las ventanas. Los relámpagos proyectaban las sombras de los árboles. Un parpadeo y la oscuridad. Durante estos cortos lapsos los objetos familiares le parecían distintos, extraños.

–¡Vení, patoja!

En la mesa estaba servido un plato de frijoles con crema y una taza de café.

–Comé, que ya no tardan en venir tus papás –le dijo el abuelo, con su taza en la mano y los dos calladamente se sentaron a cenar.

El rostro del anciano parecía distinto, se transformaba por el vaivén de las velas. Las infinitas arrugas que denotaban el paso del tiempo, le daban ese aire de misticismo que solo las personas que alcanzan cierta edad pueden ostentar dignamente.

Para ella, su abuelo sabía todo, de todo de lo que se necesitara saber, sabía cómo leer el viento y saber si habría tormenta o si iba a ser un día caluroso, sabía qué plantas curaban qué enfermedades, qué insectos eran peligrosos y cuáles no, pero sobre todo, sabía escuchar a los espíritus y espantos que deambulaban por los pueblos y los campos; y lo más importante, cómo mantenerlos a raya.

Cenaron sin pronunciar palabra. El ruido de la lluvia y los truenos que de vez en cuando retumbaban era lo único que rompía la solemnidad de aquel momento.

–Ve a tu cuarto –le ordenó a la niña.

Esta se levantó de inmediato. tomó la linterna, le dio un beso en la mejilla y se dirigió a la escalera que daba al segundo piso. Coco, como siempre fue detrás de ella.

Su habitación, al menos durante las tres semanas de vacaciones que ella y sus papás pasarían con el abuelo, se hallaba al fondo de un largo pasillo. Hacía muchos años era de su padre; “cuando tenía mi edad”, pensaba. La de sus padres era la primera al subir las escaleras.

–Buenas noches –dijo Niki al ir subiendo.

La habitación del abuelo se encontraba en la planta baja en donde originalmente se hallaba el comedor, pero lo habían cambiado cuando la abuela ya no pudo subir las escaleras.

Entró primero al baño y se cepilló los dientes. Luego ya en su cuarto se quitó los zapatos y, así como estaba, se tumbó en la cama. Coco, como era su costumbre se subió con ella y se acurrucó a sus pies.

Cerró los ojos y durmió profundamente.

2

Al despertar, la tormenta había terminado, la luz de la luna entraba por la ventana, Coco dormía. Quedó un momento en silencio y la sed comenzó a molestarle. “Aún es de noche. ¿Qué hora serán?… voy a la cocina a tomar agua”. Se levantó ya despejada, estiró el brazo y trató de encender la luz de la lámpara de noche, sin embargo no encendió “todavía no hay luz”. Tomó la linterna y se dirigió a la puerta. El perro levantó la cabeza la vio y volvió a acomodarse entre las sábanas. No quería despertar a nadie, así que caminó con mucho cuidado sin hacer ruido. Pensó que la tenue luz que salía de la linterna era suficiente para guiarse. Tras dar unos pasos, se paró en una pieza de lego tirada a mitad del cuarto. Casi grita del dolor, se aguantó lo mejor que pudo y salió cojeando. La claridad de la luna que entraba desde la ventana del fondo del corredor, iluminaba mejor que la vieja linterna. Se veía tan claro que se acercó a ver.

Apoyada en la ventana, mientras se sobaba el pie, miró al patio trasero de la casa, el campo y las montañas. En esa parte no había construcciones de ningún tipo. El panorama que se le presentaba era lo más hermoso que jamás había visto. Además de la luna llena se veían muchas estrellas.

Notó que alguien estaba sentado en el pequeño muro que dividía el patio del campo. Era ¿un niño? ¿un viejito? A esa distancia no podía distinguirlo, pues llevaba un sombrero muy gastado. Parecía ver el paisaje. “Desde allí no va a ver mucho”, pensó.

Es un viejito, concluyó, porque los niños no fuman. Y este tenía lo que creyó que era un largo cigarro, que distinguió por la punta roja que resaltaba, junto a grandes bocanadas de humo.

Un instante después, el hombrecillo se paró en el muro y volteó a verla. Con una reverencia se quitó el sombrero y levantó la mano para saludarla. Tenía una barba que le llegaba al pecho, y una sonrisa que se veía muy bien, a pesar de la distancia y la noche. Ella le devolvió el saludo agitando la mano. Él se colocó de nuevo el sombrero y le dio una bocanada a su cigarro, dio media vuelta y comenzó a caminar por encima de la pared.

Niki vio cómo se perdía en la esquina. “¿Para dónde irá?” pensó y decidió salir a ver. Bajó corriendo tratando de no hacer ruido. Al llegar a la puerta que daba al patio se frenó, estaba descalza y el suelo era lodoso, abrió la puerta y se estiró lo más que pudo. Ya no vio a nadie. Se quedó un rato allí oyendo a los grillos y viendo las nubes moverse a lo lejos.

–¿Qué haces allí? –las palabras del abuelo hicieron que pegara un pequeño brinco y se llevara las manos al pecho.

–Ay, Abue, me asustaste –dijo con un profundo respiro cuando lo vio.

El abuelo, en la mano derecha, sostenía una vieja lámpara de queroseno. En la izquierda, llevaba enrollada la cadena de donde pendía lo que ella llamaba la Cruz de la Abuela. Era madera de roble muy dura y con los años había adquirido un color casi negro. Tenía unos siete centímetros de alto por cuatro de ancho. Los cuatro bordes estaban rematados por adornos de plata tallada en forma de finas hojas que se entrelazaban. Del pie de la cruz nacía un tallo con espinas, ya gastadas por el tiempo, que giraba alrededor del palo principal hasta llegar a la intersección con el travesaño. Allí, en el centro, finalizaba con una rosa en botón. Ella no recordaba mucho a la abuela, solo la imagen de ella en la cama con esa cruz al cuello.

Lo que sabía, aunque no recordaba quién se lo había dicho, era de que la cruz fue un regalo “de la abuela de la abuela” cuando esta todavía era una niña pequeña. En su mente no podía imaginar qué tan antigua era aquella reliquia.

–Vine a tomar agua –prosiguió Niki.

–Allí no está el tambo –le respondió.

–No, solo que la luna esta muy bonita y quería ver –y diciendo esto se dirigió al tambo de agua.

Mientras se servía un vaso, pensó en decirle lo que había visto, no obstante no le dijo nada. Él se paró en la entrada de la cocina mientras ella bebía, pero no dejaba de ver la puerta que daba al patio, sujetando con fuerza la cadena con la cruz. “¿También lo habrá visto?” pensó Niki.

Al pasar al lado del abuelo este le sobó la cabeza diciendo: –No debes abrir la puerta a estas horas, uno no sabe lo que deambula afuera.

–No lo haré –respondió y corriendo regresó a su cuarto.

3

A la mañana siguiente, Niki bajaba dando pequeños brincos por la escalera tratando de no caerse. Aún tenía sueño, pero tenía más hambre.

Al llegar a la sala, la puerta principal estaba abierta, junto a los árboles vio a su papá y al abuelo hablando con don Jacinto, el vecino de enfrente, Coco estaba sentado viéndolos.

–¡Vaya, al fin te levantaste! –le dijo su mamá desde la cocina– ven a desayunar.

–Ya voy –respondió con un bostezo.

Al momento de sentarse, papá y el abuelo entraban cerrando la puerta.

–¿Qué pasó, cariño? –dijo mamá cuando entraron a la cocina.

–Anoche, por la lluvia un camión se pasó llevando tres postes.

–Parece que van a tardar en arreglarlo –continuó el abuelo– creo que esta noche estamos sin luz de nuevo.

–Buenos días, dormilona –le dijo papá a Niki, mientras le daba un beso en la mejilla.

–Clarisa –dijo el abuelo mientras se servia una tasa de café –cuando vayan al mercado, compran unas velas y pilas para las linternas.

–Lo voy a anotar –respondió mamá.

El bullicio del mercado hizo que olvidara lo sucedido la noche anterior. Llegaron a la sección de verduras, en frente había un puesto de flores, el aroma de las rosas era muy penetrante. Mientras Clarisa hablaba con la señora que atendía, Niki vio o creyó ver al hombrecillo varios puestos más adelante, con su sombrero de paja, caminaba de una manera extraña, se alejaba de ella, en ese momento sintió una fuerte necesidad de seguirlo. La voz de mamá diciendo “vamos por el pollo” la distrajo y al voltear a ver de nuevo al pasillo ya no estaba.

Los pollos desplumados colgaban de tubos plateados. Miraba por todos lados y creyó verlo de nuevo. Al estirarse y dar un par de pasos había desaparecido. Un sonriente carnicero le decía a mamá que hoy tenían un buen hígado para hacer encebollado, “qué rico” había contestado, “ojalá no compre eso” pensó Niki, pero en asuntos de comida ella no tenía ni voz ni voto. El olor era desagradable y la gente se amontonaba. El calor del día comenzaba a sentirse.

Antes de salir del mercado, mamá le compró una pequeña linterna color azul cromado, esta traía un estuche con un cierre de velcro, que se sujetaba al cincho del pantalón.

–Es para la noche, no te vayas a gastar las baterías –le dijo con un tono serio.

–No –le respondió sonriendo.

Pasaron por el puesto de los licuados que estaba a las afueras, pensó que así si valía la pena ir de compras. Se sentó en una silla alta frente a tres licuadoras plateadas. Mamá pidió uno de fresa para ella y otro para Niki, “mami sabe cuál me gusta” se dijo. Era un ruidoso día de mercado.

Un poco más allá del otro lado de la calle, pensó que lo había visto de nuevo, aunque también era de baja estatura, este era más delgado y no tenía barba, saludando entraba en una venta de repuestos.

–Aquí está, Niki –le dijo su madre dándole un vaso con una pajilla.

Ella lo tomó, mamá estaba sentada a su lado, por un instante se le quedó viendo.

–¿Sabes? –dijo tras darle un sorbo al licuado– anoche soñé –porque ya no estaba segura de lo que había visto– a un señor chiquito sentado en la pared del jardín.

–Mm qué raro –respondió la madre– y ¿qué hacía?

–Nada, solo estaba sentado allí fumando.

Clarisa, recordó que su marido le contó para asustarla, que en la casa de sus padres se aparecían duendes o se oían caballos a media noche, brujas, la Llorona, en fin, por allí pasaban todos los espantos, “debe ser ruta turística” recuerda haberle dicho. A diferencia del abuelo, él no creía en esas cosas y ella tampoco.

Ya en casa, Niki le enseñó a su papá lo que mami le había comprado, se colocaba en el cincho del pantalón y se cerraba con ese pedacito de tela que hacía un ruido chistoso al abrir. Toda la tarde estuvo jugando a los vaqueros con Coco, desenfundando la linterna a modo de pistola. No la encendía, para que no la regañaran y porque se podía quedar sin baterías para la noche.

Al atardecer, Coco echado en la puerta levantaba la vista de vez en cuando. Niki, estaba sentada donde la noche anterior había visto al hombrecillo. No pensaba nada en particular. Contemplaba el ambiente. El sol desaparecía por el horizonte, los colores rojizos cubrían el cielo. Las sombras caían sobre el valle. Una ráfaga de viento frío especialmente fuerte revolvió su largo cabello negro. La voz de mamá le gritaba algo, ella no lo entendió, supuso que le decía que entrara.

“Es un bonito sitio para ver el paisaje” pensaba. La voz de mamá volvió a resonar, se bajó de un brinco y antes de entrar a la casa iluminada por velas, volteó una vez más al valle “tal vez, también hoy aparezca”.

4

Tras un intranquilo sueño se despertó. Coco aunque estaba acostado a sus pies, tenía la cabeza levantada. Escuchaba algo, veía fijamente la puerta del cuarto. Niki se levantó y el perro, de un brinco, se paró frente a la puerta, comenzó a gruñir.

–Shhh –le dijo al perro para callarlo, mientras se ponía los zapatos y el cincho con la linterna en su estuche sobre el camisón– no vallás a ladrar o vas a despertar a todos.

Encendió su lampara e iluminó primero la habitación, se dirigió a la puerta y al abrirla, Coco, salió corriendo hacia la escalera.

–¡Coco! –gritó en voz baja, haciéndole señas para que regresara. Mientras el perro bajaba rápido las gradas, ella vio a la ventana del final del pasillo. Notó que la luna iluminaba tan claro como la noche anterior.

Oyó los ladridos. Al pasar por el frente del cuarto de sus papás se detuvo un instante para saber si estaban despiertos, pero no.

Bajó las escaleras y se dirigió a la puerta que daba al patio. Coco ladraba con insistencia.

–¡Vas a despertar a todos! –le dijo frunciendo el ceño, despacio se acercó a la puerta y la abrió, el perro, gruñendo se colocó a su lado y ella le sobó la cabeza.

Alumbraba con la linterna, al principio iluminó de derecha a izquierda todo el patio, no vio nada fuera de lo común, caminó unos pasos. Coco se quedó en el umbral, estaba intranquilo y ella lo notaba.

Por fin lo vio, allí estaba, parado en el mismo lugar sobre la pared, con su sombrero de paja y su cigarro, la veía con una gran sonrisa.

–Hola –dijo Niki al hombrecillo de barba larga. En lo que caminaba hacia él alumbrándolo. Coco se quedó parado en la puerta gruñendo.

–Días prósperos tenga usted, señorita –le respondió una voz profunda– ¿Sería tan fina, en apagar la luz? –Niki rápido apagó la linterna y la enfundó en su estuche.

–Infinitas gracias –continuó sin dejar de sonreír, sus ojos destellaban a la luz de la luna–. ¿Cuál es tu nombre, bella señorita?

–Niki… bueno Nicole… ¿Señor?

–Yo soy …

–Mucho gusto, en conocerlo –y aunque lo acababa de oír, no podía recordar el nombre. Le dio pena volver a preguntar. “Pensará que soy una tonta” se dijo.

Niki, volteó un instante para ver que Coco, desde la puerta, se movía inquieto de un lado al otro ladrando con fuerza. “Va a despertar a todos”. Al girar de nuevo el hombrecillo estaba enfrente, era un poco más bajo que ella y olía a flores, “como en el mercado”, pensó. Vio sus ojos que brillaban, a pesar de que el sombrero proyectaba una oscura sombra sobre su rostro.

–Qué lindo cabello tienes –le dijo mientras lo veía fascinado. Lo tomaba y lo dejaba caer en abanico. Estaba completamente quieta, sin moverse ni un centímetro, se sentía muy contenta, de que alguien le dijera que tenia un hermoso cabello.

–Vamos a dar un paseo, que es un bonito día –le dijo.

Entonces ella vio hacia arriba, el azul del cielo y un cálido sol alumbraba el patio. Niki pensó que tenía razón, era un bonito día y le dieron ganas de correr por el monte. Así que sin pensarlo demasiado comenzó a caminar hacia el frente, donde el muro había desaparecido y en su lugar un campo verde con flores se extendía hasta el infinito.

5

El abuelo se veía con un traje negro y estaba hincado ante el altar. El olor del incienso era denso. Veía de reojo a la muchacha de vestido blanco con el rostro cubierto por el velo nupcial. Mientras el sacerdote oficiaba la misa, sus pensamientos se llenaban de temor y esperanza. “Podré cuidarte”, “serás feliz”, se sentía como un niño, temeroso, vio al suelo. Le reconfortó un fuerte apretón a su mano que entrelazaba con la de ella. Volteó a verla y le levantó el velo. Su mirada congeló el tiempo. Le dio un tierno beso. El Padre les daba la bendición. Ella puso la cruz con la flor en su mano y en un susurro le dijo: “para mi nieta”.

Los ladridos de Coco por fin hicieron que volviera en sí. En su mente la bendición se mezclaba con las palabras de la abuela.

Tras mucho esfuerzo logró ponerse de pie. Pensó en despertar a su hijo, pero a duras penas podía sostenerse, menos subir al segundo nivel. Y no hubiera servido de nada. Él sabía que una fuerza extraña los tendría a todos sumergidos en un letargo.

Encendió la linterna y tomó la Cruz de la Abuela. Trató de correr hacia donde Coco ladraba desesperadamente.

Al acercarse a la puerta del patio, cerró los ojos con fuerza y apretó la cruz, la barrera que detenía al perro desapareció y este se abalanzó en la oscuridad de la noche.

6

El empujón que le dio el perro al pasar a su lado hizo que cayera sentada en el duro suelo. Desapareció la visión del campo. Era de noche y Coco se abalanzaba contra la criatura parada frente a ella, que ya no era ningún hombrecillo, ahora se trataba de una especie de perro flaco parado en dos patas, quien con un golpe de su brazo huesudo lo tiró hacia un lado.

–¡Coco! –gritó.

Vio al ser que mostraba sus dientes de animal. Unas cuencas vacías donde debían estar los ojos, la aterraron, esa oscuridad era más profunda que la noche que la rodeaba, sentía todo el odio y furia que emanaban. Pero no era hacia ella. Giró hacia donde veía. Por un instante, vio a una mujer vestida de blanco parada en el umbral de la puerta. Fue fugaz, ya que el perro arremetió de nuevo contra la criatura. Este le tiró otro manotazo que lo hizo chillar, Niki entró en pánico, mientras se ponía de pie y con llanto en los ojos le gritaba: –¡No le pegues a Coco!

–Entrate a la casa –gritó el abuelo, al llegar con mucho esfuerzo a su lado, tomó a Coco por el collar. El ser, de un brinco se había posado sobre la pared. El perro le seguía ladrando.

Se alejaron solo unos pasos, Niki no podía dejar de ver esas cuencas vacías. Él no se movía.

–Agarrá a Coco –le dijo el abuelo.

La niña obedeció.

–¡Nunca vuelvas! –le gritó a la criatura con la cruz en alto.

Giró hacia la niña y le colocó la Cruz de la Abuela al cuello. Al sentir el peso de la reliquia que le colgaba, por fin pudo bajar la vista, tomó la cruz y vio la flor de plata, sintió su peso, la apretó con fuerza y luego le gritó a la criatura:

–¡Ya oíste a mi Abue! ¡Nunca vuelvas!

Fue en ese momento que con un horrible gruñido desapareció.

Entraron y cerraron la puerta.

–¿Qué pasa? –dijo papá desde la escalera.

Niki comenzó a sollozar. Coco le lamía la mano, ella se bajó y abrazó al animal. “Pobrecito Coco” le repetía.

–Nada –respondió el abuelo, que consideraba inútil hablar de ciertos temas con su hijo. Le sobó a Niki la cabeza, como siempre lo hacía–. Solo vio un animal –concluyó.

Esa noche colocó en la habitación de la niña, una pequeña luz a baterías, que simulaba una veladora y se sentó al lado de la cama.

Aún era de noche, cuando con un sobresalto Niki se despertó. Vio a todos lados, en la habitación la tranquilidad reinaba. Quedó sentada un instante en la cama. El abuelo estaba dormido en la silla, la luz se reflejaba en su rostro. Coco a sus pies. Se sintió protegida.

–Gracias Abue –dijo en un susurro–, gracias Coco –repitió sobando al perro, que no se inmutó. Al arroparse de nuevo besó la flor en la cruz y dijo–. A ti también abuelita.

Fin.

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