…Everybody think they know me
Don’t even know my name
If you really want to help me
You gotta feel my pain, oh Lord…


Walk A Mile In My Shoes – Big Daddy Wilson

Mia, camina por el solitario sendero que se ha formado por las incontables personas que pasan por allí. Cruza por un pequeño bosque que separa los condominios residenciales de la carretera principal en la que toma el bus extraurbano. Hay altos árboles entre los matorrales. Son escasos quinientos metros a la parada, pero al dar el primer giro a unos cinco, ya solo quedaba el camino, los ruidos quedan amortiguados, puede ser un lugar muy silencioso a esa hora, dos de la tarde.

Lleva su guitarra al hombro. Va tres veces a la semana a tomar clases a una pequeña academia en un centro comercial a la entrada de la ciudad.

Esa mañana discutió por enésima vez con su novio Rafael, pero no pensaba dejarlo. Salían de una actividad deportiva organizada por la escuela. Él, realmente se veía molesto y ella lo notaba, al punto de que ya no le dirigió la palabra en todo el camino de regreso a casa. Un incómodo silencio los separaba. Atrás como siempre caminaba sin decir nada Sofía, su mejor amiga, se conocían desde la infancia ya que vivían muy cerca.

Rafa tenía la costumbre de acompañarlas hasta la entrada, pero esta vez, al llegar a la esquina donde se separaban sus caminos solo le dijo un escueto “nos vemos el lunes” y sin voltear siguió adelante.

Para acabar de arruinar lo que fue una mañana de por sí mala, también terminó por pelear con Sofía, debido a que siempre lo defendía. Sospechaba que a ella le gustaba y que, si terminaban, saldría corriendo a arrojarse a sus brazos.

El sol cae cálido sobre el asfalto, la carretera parece vacía. A unos veinte metros se pierde en una curva, no viene nadie. Hacia el otro lado, recto sigue por un largo tramo y gira a la izquierda. Se sienta en la parada a esperar el bus en la banca de cemento con un techo de lámina corroída por el óxido. Al lado, sobre una estructura de metal se pueden ver, aún los colores y emblemas de un partido político extinto hace ya miles de años.

Siente que no están pasando mucho tiempo juntos, le había dicho Sofi al entrar al residencial. No seas metiche, pensó, pero no se lo dijo. Ya era suficiente con lo sufrido con Rafa.

Esta vez parece que se pusieron de acuerdo, pensaba. Él sabe que los sábados por la tarde voy a mi clase de guitarra. No podía ir al cine. Y si a Sofía le importa tanto que lo acompañe, para que él practique a meterle la lengua y manosearle los pechos. Total, en el fondo es lo que ella quiere. Se siente molesta.

El murmullo a lo lejos era señal que se acercaba uno de esos coloridos buses que se ven muy bien en las postales, pero montar en ellos ya es otro decir. Lo bueno de la hora era que casi siempre va vacío por lo que rara vez se iba de pie, tanto de ida como de regreso.

El acelerar y frenar repentino del viejo traste le fastidia. En una bocina con algún alambre flojo, rechinan los compases de Ni que estuvieras tan buena de Calibre 50, y agradece que su viaje sea corto.

El local es pequeño, no caben más de cinco alumnos. A esa hora ella es la única.

–¡Hola! –le dijo a Marcos, su profesor, que ordena unas partituras sobre un escritorio negro. Ya rondaba el medio siglo. Tiene el pelo largo con hilos plateados, delgado con un tatuaje de alguna banda de rock de los ochenta en el brazo. Por un tiempo fue parte de un grupo que tocó en las primeras ediciones de la Garra Chapina, aunque no sabía cual. Actualmente a parte de la academia se le puede oír los viernes y sábados de ocho a diez de la noche, en un bar restaurante en la zona nueve. Es muy diestro con la guitarra a parte también sabe tocar el bajo y el saxofón, había estudiado en el Conservatorio Nacional.

–Hola –responde. Ya tranquila piensa, que tal vez fue un error no aceptar la invitación. Deja sus cosas en un pequeño mueble como los usados en los gimnasios. Saca de su estuche la guitarra color rojo oscuro. En el cuerpo de esta, justo al lado del puente, está pegada una calcomanía ya gastada, de la caricatura de un roquero levantando un puño y sosteniendo con la otra mano una guitarra; abajo la leyenda Never stop dreaming. Se la regaló un chico el primer día de clases, con el tiempo él se mudó y nunca lo volvió a ver. Ve el dibujo y trata de esbozar una sonrisa, pero no puede, piensa que por faltar un día tampoco se acaba el mundo, pero ha practicado y desea mostrar su avance.

–Oye –dice Mia, sentándose en un banco–. Por fin pude sacarlo –continuó colocándose la correa.

Respira profundo, mueve la cabeza de un lado al otro, estira los brazos. Parece una maratonista a punto de iniciar la carrera, movimientos que realiza sin prestar atención. Su maestro ya conoce esa extraña rutina. Queda en pausa un instante. Mira a un punto indeterminado del vacío. Cierra los ojos y comienza a interpretar un melodioso riff de blues por varios minutos.

Marcos se sienta en una silla de plástico y al igual que ella cierra los ojos, echa la cabeza hacia atrás y deja que su mente vuele con los acordes.

Al terminar levanta la vista y lo observa. Él abre los ojos y se queda viendo el techo por un instante, luego la ve. Ella sabe que su mirada delata sus sentimientos y sonríe con tristeza.

–Muy bien –le dice Marcos– sigue.

Ella baja la cabeza. Una lágrima se escapa mientras sus dedos vuelven al instrumento, de donde brota aquella vieja canción que tantas veces ha practicado. El sonido llena el aire y junto a cada nota, el recuerdo de esa mañana se va disipando.

Hoy solo quiere tocar.

Fin

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